miércoles
15 Octubre 2014
Santa Teresa de Ávila
Fiesta de santa Teresa de
Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, la cual, nacida en Ávila, ciudad de
España, y agregada a la Orden Carmelitana, llegó a ser madre y maestra de una
observancia más estrecha; en su corazón concibió un plan de crecimiento espiritual
bajo la forma de una ascensión por grados del alma hacia Dios, pero a causa de
la reforma de su Orden hubo de sufrir dificultades, que superó con ánimo
esforzado. Compuso libros, en los que muestra una sólida doctrina y el fruto de
su experiencia.
Santa Teresa es, sin duda,
una de las mujeres más grandes y admirables de la historia y fue considerada
doctora de la Iglesia por el pueblo cristiano aun antes de que ese título fuera
reconocido oficialmente en 1970 por Pablo VI. Sus padres eran Alonso Sánchez de
Cepeda y Beatriz Dávila y Ahumada. La santa habla de ellos con gran cariño.
Alonso Sánchez tuvo tres hijos de su primer matrimonio, y Beatriz de Ahumada le
dio otros nueve. Al referirse a sus hermanos y medios hermanos, santa Teresa
escribe: «por la gracia de Dios, todos se asemejan en la virtud a mis padres,
excepto yo». Teresa nació en la ciudad castellana de Ávila, el 28 de marzo de
1515. A los siete años, tenía ya gran predilección por la lectura de las vidas
de santos. Su hermano Rodrigo era casi de su misma edad de suerte que
acostumbraban jugar juntos. Los dos niños, muy impresionados por el pensamiento
de la eternidad, admiraban las victorias de los santos al conquistar la gloria
eterna y repetían incansablemente: «Gozarán de Dios para siempre, para siempre,
para siempre...» Teresa y su hermano consideraban que los mártires habían
comprado la gloria a un precio muy bajo y resolvieron partir al país de los
moros con la esperanza de morir por la fe. Así pues, partieron de su casa a escondidas,
rogando a Dios que les permitiese dar la vida por Cristo; pero en Adaja se
toparon con uno de su tíos, quien los devolvió a los brazos de su afligida
madre. Cuando ésta los reprendió, Rodrigo echó la culpa a su hermana.
En vista del fracaso de sus
proyectos, Teresa y Rodrigo decidieron vivir como ermitaños en su propia casa y
empezaron a construir una celda en el jardín, aunque nunca llegaron a
terminarla. Teresa amaba desde entonces la soledad. En su habitación tenía un
cuadro que representaba al Salvador que hablaba con la Samaritana y solía
repetir frente a esa imagen: «Señor, dame de beber para que no vuelva a tener
sed». La madre de Teresa murió cuando ésta tenía catorce años. «En cuanto
empecé a caer en la cuenta de la pérdida que había sufrido, comencé a
entristecerme sobremanera; entonces me dirigí a una imagen de Nuestra Señora y
le rogué con muchas lágrimas que me tomase por hija suya». Por aquella época,
Teresa y Rodrigo empezaron a leer novelas de caballerías y aun trataron de
escribir una. La santa confiesa en su «Autobiografía»: «Esos libros no dejaron
de enfriar mis buenos deseos y me hicieron caer insensiblemente en otras
faltas. Las novelas de caballerías me gustaban tanto, que no estaba yo contenta
cuando no tenía una entre las manos. Poco a poco empecé a interesarme por la
moda, a tomar gusto en vestirme bien, a preocuparme mucho del cuidado de mis
manos, a usar perfumes y a emplear todas las vanidades que el mundo aconsejaba
a las personas de mi condición». El cambio que paulatinamente se operaba en
Teresa, no dejó de preocupar a su padre, quien la envió, a los quince años de
edad a educarse en el convento de las agustinas de Ávila, en el que solían
estudiar las jóvenes de su clase.
Un año y medio más tarde,
Teresa cayó enferma, y su padre la llevó a casa. La joven empezó a reflexionar
seriamente sobre la vida religiosa, que le atraía y le repugnaba a la vez. La
obra que le permitió llegar a una decisión fue la colección de «Cartas» de San
Jerónimo, cuyo fervoroso realismo encontró eco en el alma de Teresa. La joven
dijo a su padre que quería hacerse religiosa, pero éste le respondió que
tendría que esperar a que él muriese para ingresar en el convento. La santa,
temiendo flaquear en su propósito, fue a ocultas a visitar a su amiga íntima,
Juana Suárez, que era religiosa en el convento carmelita de la Encarnación, en
Ávila, con la intención de no volver, si Juana le aconsejaba quedarse, a pesar
de la pena que le causaba contrariar la voluntad de su padre. «Recuerdo ...
que, al abandonar mi casa, pensaba que la tortura de la agonía y de la muerte
no podía ser peor a la que experimentaba yo en aquel momento ... El amor de
Dios no era suficiente para ahogar en mí el amor que profesaba a mi padre y a
mis amigos». La santa determinó quedarse en el convento de la Encarnación.
Tenía entonces veinte años. Su padre, al verla tan resuelta, cesó de oponerse a
su vocación. Un año más tarde, Teresa hizo la profesión. Poco después, se
agravó un mal. que había comenzado a molestarla desde antes de profesar, y su
padre la sacó del convento. La hermana Juana Suárez fue a hacer compañía a
Teresa, quien se puso en manos de los médicos; desgraciadamente, el tratamiento
no hizo sino empeorar la enfermedad, probablemente una fiebre palúdica. Los
médicos terminaron por darse por vencidos, y el estado de la enferma se agravó.
Teresa consiguió soportar aquella tribulación, gracias a que su tío Pedro, que
era muy piadoso, le había regalado un librito del P. Francisco de Osuna,
titulado: «El tercer alfabeto espiritual». Teresa siguió las instrucciones de
la obrita y empezó a practicar la oración mental, aunque no hizo en ella muchos
progresos por falta de un director espiritual experimentado. Finalmente, al
cabo de tres años, Teresa recobró la salud.
Su prudencia y caridad, a
las que añadía un gran encanto personal, le ganaron la estima de todos los que
la rodeaban. Por otra parte, una especie de instinto innato de agradecimiento
movía a la joven religiosa a corresponder a todas las amabilidades. Según la
reprobable costumbre de los conventos españoles de la época, las religiosas
podían recibir a cuantos visitantes querían, y Teresa pasaba gran parte de su
tiempo charlando en el recibidor del convento. Eso la llevó a descuidar la
oración mental y el demonio contribuyó, al inculcarle la íntima convicción,
bajo capa de humildad, de que su vida disipada la hacía indigna de conversar
familiarmente con Dios. Además, la santa se decía para tranquilizarse, que no
había ningún peligro de pecado en hacer lo mismo que tantas otras religiosas
mejores que ella y justificaba su descuido de la oración mental, diciéndose que
sus enfermedades le impedían meditar. Sin embargo, añade la santa, «el pretexto
de mi debilidad corporal no era suficiente para justificar el abandono de un
bien tan grande, en el que el amor y la costumbre son más importantes que las
fuerzas. En medio de las peores enfermedades puede hacerse la mejor oración, y
es un error pensar que sólo se puede orar en la soledad». Poco después de la muerte
de su padre, el confesor de Teresa le hizo ver el peligro en que se hallaba su
alma y le aconsejó que volviese a la práctica de la oración. La santa no la
abandonó jamás, desde entonces. Sin embargo, no se decidía aún a entregarse
totalmente a Dios ni a renunciar del todo a las horas que pasaba en el
recibidor y al intercambio de regalillos. Es curioso notar que, en todos esos
años de indecisión en el servicio de Dios, santa Teresa no se cansaba jamás de
oír sermones «por malos que fuesen»; pero el tiempo que empleaba en la oración
«se le iba en desear que los minutos pasasen pronto y que la campana anunciase
el fin de la meditación, en vez de reflexionar en las cosas santas». Convencida
cada vez más de su indignidad, Teresa invocaba con frecuencia a los dos grandes
santos penitentes, María Magdalena y Agustín, con quienes están asociados dos
hechos que fueron decisivos en la vida de la santa. El primero, fue la lectura
de las «Confesiones». El segundo fue un llamamiento a la penitencia que la santa
experimentó ante una imagen de la Pasión del Señor: «Sentí que santa María
Magdalena acudía en mi ayuda ... y desde entonces he progresado mucho en la
vida espiritual».
Una vez que Teresa se
retiró de las conversaciones del recibidor y de otras ocasiones de disipación y
de faltas (que ella exageraba sin duda), Dios empezó a favorecerla
frecuentemente con la oración de quietud y de unión. La oración de unión ocupó
un largo período de su vida, con el gozo y el amor que le son característicos,
y Dios empezó a visitarla con visiones y comunicaciones interiores. Ello la
inquietó, porque había oído hablar con frecuencia de ciertas mujeres a las que
el demonio había engañado miserablemente con visiones imaginarias. Aunque
estaba persuadida de que sus visiones procedían de Dios, su perplejidad la
llevó a consultar el asunto con varias personas; desgraciadamente no todas esas
personas guardaron el secreto al que estaban obligadas, y la noticia de las
visiones de Teresa empezó a divulgarse para gran confusión suya. Una de las
personas a las que consultó Teresa fue Francisco de Salcedo, un hombre casado
que era un modelo de virtud. Éste la presentó al doctor Daza, sabio y virtuoso
sacerdote, quien dictaminó que Teresa era víctima de los engaños del demonio,
ya que era imposible que Dios concediese favores tan extraordinarios a una
religiosa tan imperfecta como ella pretendía ser. Teresa quedó alarmada e
insatisfecha. Francisco de Salcedo, a quien la propia santa afirma que debía su
salvación, la animó en sus momentos de desaliento y le aconsejó que acudiese a
uno de los padres de la recién fundada Compañía de Jesús. La santa hizo una
confesión general con un jesuita, a quien expuso su manera de orar y los
favores que había recibido. El jesuita le aseguró que se trataba de gracias de
Dios, pero la exhortó a no descuidar el verdadero fundamento de la vida
interior. Aunque el confesor de Teresa estaba convencido de que sus visiones
procedían de Dios, le ordenó que tratase de resistir durante dos meses a esas
gracias. La resistencia de la santa fue en vano.
Otro jesuita, el P.
Baltasar Álvarez, le aconsejó que pidiese a Dios ayuda para hacer siempre lo
que fuese más agradable a sus ojos y que, con ese fin, recitase diariamente el
«Veni Creator Spiritus». Así lo hizo Teresa. Un
día, precisamente cuando repetía el himno, fue arrebatada en éxtasis y oyó en
el interior de su alma estas palabras: «No quiero que converses con los hombres
sino con los ángeles». La santa, que tuvo en su vida posterior repetidas
experiencias de palabras divinas afirma que son más claras y distintas que las
humanas; dice también que las primeras son operativas, ya que producen en el
alma una fuerte tendencia a la virtud y la dejan llena de gozo y de paz,
convencida de la verdad de lo que ha escuchado. En la época en que el P.
Álvarez fue su director, Teresa sufrió graves persecuciones, que duraron tres
años; además, durante dos años, atravesó por un período de intensa desolación
espiritual, aliviado por momentos de luz y consuelo extraordinarios. La santa
quería que los favores que Dios le concedía permaneciesen secretos, pero las
personas que la rodeaban estaban perfectamente al tanto y, en más de una
ocasión, la acusaron de hipocresía y presunción. El P. Álvarez era un hombre
bueno y timorato, que no tuvo el valor suficiente para salir en defensa de su
dirigida, aunque siguió confesándola. En 1557, san Pedro
de Alcántara pasó
por Ávila y, naturalmente, fue a visitar a la famosa carmelita. El santo
declaró que le parecía evidente que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa, pero
predijo que las persecuciones y sufrimientos seguirían lloviendo sobre ella.
Las pruebas que Dios le enviaba purificaron el alma de la santa, y los favores
extraordinarios le enseñaron a ser humilde y fuerte, la despegaron de las cosas
del mundo y la encendieron en el deseo de poseer a Dios. En algunos de sus
éxtasis, de los que nos dejó la santa una descripción detallada, se elevaba
varios palmos sobre el suelo. A este propósito, comenta Teresa: Dios «no parece
contentarse con arrebatar el alma a Sí, sino que levanta también este cuerpo
mortal, manchado con el barro asqueroso de nuestros pecados». En esos éxtasis
se manifestaban la grandeza y bondad de Dios, el exceso de su amor y la dulzura
de su servicio en forma sensible, y el alma de Teresa lo comprendía con
claridad, aunque era incapaz de expresarlo. El deseo del cielo que dejaban las
visiones en su alma era inefable. «Desde entonces, dejé de tener miedo a la
muerte, cosa que antes me atormentaba mucho». Las experiencias místicas de la
santa llegaron a las alturas de los esponsales espirituales, el matrimonio
místico y la transverberación.
Santa Teresa nos dejó el
siguiente relato sobre el fenómeno de la transverberación: «Ví a mi lado a un ángel que
se hallaba a mi izquierda, en forma humana. Confieso que no estoy acostumbrada
a ver tales cosas, excepto en muy raras ocasiones. Aunque con frecuencia me
acontece ver a los ángeles, se trata de visiones intelectuales, como las que he
referido más arriba ... El ángel era de corta estatura y muy hermoso; su rostro
estaba encendido como si fuese uno de los ángeles más altos que son todo fuego.
Debía ser uno de los que llamamos querubines ... Llevaba en la mano una larga
espada de oro, cuya punta parecía un ascua encendida. Me parecía que por
momentos hundía la espada en mi corazón y me traspasaba las entrañas y, cuando
sacaba la espada, me parecía que las entrañas se me escapaban con ella y me
sentía arder en el más grande amor de Dios. El dolor era tan intenso, que me
hacía gemir, pero al mismo tiempo, la dulcedumbre de aquella pena excesiva era
tan extraordinaria, que no hubiese yo querido verme libre de ella». El anhelo
de Teresa de morir pronto para unirse con Dios, estaba templado por el deseo
que la inflamaba de sufrir por su amor. A este propósito escribió: «La única
razón que encuentro para vivir, es sufrir, y eso es lo único que pido para mí».
Según reveló la autopsia en el cadáver de la santa, había en su corazón la cicatriz
de una herida larga y profunda («Estoy convencido de que santa Teresa murió en
un trasporte de amor ... En cuanto a la herida de la arteria coronaria ... hay
que reconocer que, aunque haya sido causada por el arranque de amor
sobrenatural descrito por san Juan de la Cruz, los síntomas de fatiga ... ,
sobre los que existen varios testimonios, prueban que la santa tenía nn predisposición a la
dilatación y la ruptura del miocardio.» Dr. Juan L'hermitte, en Etudes Carmelites, 1936, vol. II, p. 242.).
El año siguiente (1560), para corresponder a esa gracia, la santa hizo el voto
de hacer siempre lo que le pareciese más perfecto y agradable a Dios. Un voto
de esa naturaleza está tan por encima de las fuerzas naturales, que sólo el
esforzarse por cumplirlo puede justificarlo. Santa Teresa cumplió perfectamente
su voto.
El relato que la santa nos
dejó en su «Autobiografía» sobre sus visiones y experiencias espirituales,
tiene el tono de la verdad. Es imposible leerlo sin quedar convencido de la
sinceridad de su autora, que en todos sus escritos da muestras de una extraordinaria
sencillez de estilo y de una preocupación constante por no exagerar los hechos.
La Iglesia califica de «celestial» la doctrina de santa Teresa, en la oración
del día de su fiesta. Las obras de la «mística Doctora» ponen al descubierto
los rincones más recónditos del alma humana. La santa explica con una claridad
casi increíble las experiencias más inefables. Y debe hacerse notar que Teresa
era una mujer relativamente inculta, que escribió sus experiencias en la común
lengua castellana de los habitantes de Ávila, que ella había aprendido «en el
regazo de su madre»; una mujer que escribió sin valerse de otros libros, sin
haber estudiado previamente las obras místicas y sin tener ganas de escribir,
porque ello le impedía dedicarse a hilar; una mujer, en fin, que sometió sin
reservas sus escritos al juicio de su confesor y sobre todo, al juicio de la
Iglesia. La santa empezó a escribir su autobiografía por mandato de su
confesor: «La obediencia se prueha
de diferentes maneras». Por otra parte, el mejor comentario de las obras de la
santa es la paciencia con que sobrellevó las enfermedades, las acusaciones y
los desengaños; la confianza absoluta con que acudía en todas las tormentas y
dificultades al Redentor crucificado y el invencible valor que demostró en
todas las penas y persecuciones. Los escritos de santa Teresa subrayan sobre
todo el espíritu de oración, la manera de practicarlo y los frutos que produce.
Como la santa escribió precisamente en la época en que estaba consagrada a la
difícil tarea de fundar conventos de carmelitas reformadas, sus obras,
prescindiendo de su naturaleza y contenido, dan testimonio de su vigor, industriosidad y capacidad de
recogimiento. Santa Teresa escribió el «Camino de Perfección» para dirigir a
sus religiosas, y el libro de las «Fundaciones» para edificarlas y alentarlas.
En cuanto al «Castillo Interior», puede considerarse que lo escribió para la
instrucción de todos los cristianos, y en esa obra se muestra la santa como
verdadera doctora de la vida espiritual.
Las carmelitas, como la
mayoría de las religiosas, habían decaído mucho del primer fervor, a principios
del siglo XVI. Ya hemos visto que los recibidores de los conventos de Ávila
eran una especie de centro de reunión de las damas y caballeros de la ciudad.
Por otra parte, las religiosas podían salir de la clausura con el menor
pretexto, de suerte que el convento era el sitio ideal para quien deseaba una
vida fácil y sin problemas. Las comunidades eran sumamente numerosas, lo cual
era a la vez causa y efecto de la relajación. Por ejemplo, en el convento de
Ávila había 140 religiosas. Santa Teresa comentaba más tarde: «La experiencia
me ha enseñado lo que es una casa llena de mujeres. ¡Dios nos guarde de ese
mal!» Ya que tal estado de cosas se aceptaba como normal, las religiosas no
caían generalmente en la cuenta de que su modo de vida se apartaba mucho del
espíritu de sus fundadores. Así, cuando una sobrina de santa Teresa, que era
también religiosa en el convento de la Encarnación de Ávila, le sugirió la idea
de fundar una comunidad reducida, la santa la consideró como una especie de
revelación del cielo, no como una idea ordinaria. Teresa, que llevaba ya
veinticinco años en el convento, resolvió poner en práctica la idea y fundar un
convento reformado. Doña Guiomar de Ulloa, que era una
viuda muy rica, le ofreció ayuda generosa para la empresa. San Pedro de
Alcántara, san Luis Beltrán y el obispo de Ávila, aprobaron el proyecto, y el P.
Gregorio Fernández, provincial de las carmelitas, autorizó a Teresa a ponerlo
en práctica. Sin embargo, el revuelo que provocó la ejecución del proyecto,
obligó al provincial a retirar el permiso y santa Teresa fue objeto de las
críticas de sus propias hermanas, de los nobles, de los magistrados y de todo
el pueblo. A pesar de eso, el P. Ibáñez, dominico, alentó a la santa a
proseguir la empresa con la ayuda de Doña Guiomar.
Doña Juana de Ahumada, hermana de santa Teresa, emprendió con su esposo la
construcción de un convento en Ávila en 1561, pero haciendo creer a todos que
se trataba de una casa en la que pensaban habitar. En el curso de la
construcción, una pared del futuro convento se derrumbó y cubrió bajo los
escombros al pequeño Gonzalo, hijo de doña Juana, que se hallaba allí jugando.
Santa Teresa tomó en brazos al niño, que no daba ya señales de vida, y se puso
en oración; algunos minutos más tarde, el niño estaba perfectamente sano, según
consta en el proceso de canonización. En lo sucesivo, Gonzalo solía repetir a
su tía que estaba obligada a pedir por su salvación, puesto que a sus oraciones
debía el verse privado del cielo.
Por entonces, llegó de Roma
un breve que autorizaba la fundación del nuevo convento. San Pedro de
Alcántara, don Francisco de Salcedo y el Dr. Daza, consiguieron ganar al obispo
a la causa, y la nueva casa se inauguró bajo sus auspicios el día de San Bartolomé
de 1562. Durante la misa que se celebró en la capilla con tal ocasión, tornaron
el velo la sobrina de la santa y otras tres novicias. La inauguración causó
gran revuelo en Ávila. Esa misma tarde, la superiora del convento de la
Encarnación mandó llamar a Teresa y la santa acudió con cierto temor, «pensando
que iban a encarcelarme». Naturalmente tuvo que explicar su conducta a su
superiora y al P. Ángel de Salazar, provincial de la orden. Aunque la santa
reconoce que no faltaba razón a sus superiores para estar disgustados, el P.
Salazar le prometió que podría retornar al convento de San José en cuanto se
calmase la excitación del pueblo. La fundación no era bien vista en Ávila,
porque las gentes desconfiaban de las novedades y temían que un convento sin
fondos suficientes se convirtiese en una carga demasiado pesada para la ciudad.
El alcalde y los magistrados hubiesen acabado por mandar demoler el convento,
si no los hubiese disuadido de ello el dominico Báñez. Por su parte, Santa Teresa no
perdió la paz en medio de las persecuciones y siguió encomendando a Dios el
asunto; el Señor se le apareció y la reconfortó. Entre tanto, Francisco de
Salcedo y otros partidarios de la fundación enviaron a la corte a un sacerdote
para que defendiese la causa ante el rey, y los dos dominicos, Báñez e Ibáñez, calmaron al
obispo y al provincial. Poco a poco fue desvaneciéndose la tempestad y, cuatro
meses más tarde, el P. Salazar dio permiso a santa Teresa de volver al convento
de San José, con otras cuatro religiosas de la Encarnación. La santa estableció
la más estricta clausura y el silencio casi perpetuo. El convento carecía de
rentas y reinaba en él la mayor pobreza; las religiosas vestían toscos hábitos,
usaban sandalias en vez de zapatos (por ello se les llamó «descalzas») y
estaban obligadas a la perpetua abstinencia de carne. Santa Teresa no admitió
al principio más que a trece religiosas, pero más tarde, en los conventos que
no vivían sólo de limosnas sino que poseían rentas, aceptó que hubiese
veintiuna. En 1567, el superior general de los carmelitas, Juan Bautista Rubio
(Bossi), visitó el convento de
Ávila y quedó encantado de la superiora y de su sabio gobierno; concedió a
santa Teresa plenos poderes para fundar otros conventos del mismo tipo (a pesar
de que el de San José había sido fundado sin que él lo supiese) y aun la autorizó
a fundar dos conventos de frailes reformados («carmelitas contemplativos»), en
Castilla. Santa Teresa pasó cinco años con sus trece religiosas en el convento
de San José, precediendo a sus hijas no sólo en la oración, sino también en los
trabajos humildes, como la limpieza de la casa y el hilado. Acerca de esa época
escribió: «Creo que fueron los años más tranquilos y apacibles de mi vida, pues
disfruté entonces de la paz que tanto había deseado mi alma ... Su Divina
Majestad nos enviaba lo necesario para vivir sin que tuviésemos necesidad de
pedirlo, y en las raras ocasiones en que nos veíamos en necesidad, el gozo de
nuestras almas era todavía mayor». La santa no se contenta con generalidades,
sino que desciende a ejemplos menudos, como el de la religiosa que plantó
horizontalmente un pepino por obediencia y la cañería que llevó al convento el
agua de un pozo que, según los plomeros, era demasiado bajo. En agosto de 1567,
santa Teresa se trasladó a Medina del Campo, donde fundó el segundo convento, a
pesar de las múltiples dificultades que surgieron. La condesa de la Cerda
quería que fundase otro convento en Malagón,
y Santa Teresa le hizo en Madrid una visita que ella misma califica de «muy
aburrida». Una vez que dejó establecido el convento de Malagón, fue a fundar otro en
Valladolid. La siguiente fundación tuvo lugar en Toledo; fue esa empresa
especialmente difícil, porque la santa sólo tenía cinco ducados al comenzar;
pero, según escribía, «Teresa y cinco ducados no son nada; pero Dios, Teresa y
cinco ducados bastan y sobran». Una joven de Toledo, que gozaba de gran fama de
virtud, pidió ser admitida en el convento y dijo a la fundadora que traería
consigo su Biblia. Teresa exclamó: «¿Vuestra Biblia? ¡Dios nos guarde! No
entréis en nuestro convento, porque nosotras somos unas pobres mujeres que sólo
sabemos hilar y hacer lo que se nos dice».
La santa había encontrado
en Medina del Campo a dos frailes carmelitas que estaban dispuestos a abrazar
la reforma: uno era Antonio de Jesús de Heredia, superior del convento de dicha
ciudad y el otro, Juan de Yepes,
más conocido con el nombre de san Juan de la Cruz. Aprovechando la primera
oportunidad que se le ofreció, santa Teresa fundó un convento de frailes en el
pueblecito de Duruelo en 1568; a éste siguió, en
1569, el convento de Pastrana. En ambos reinaba la mayor pobreza y austeridad.
Santa Teresa dejó el resto de las fundaciones de conventos de frailes a cargo
de san Juan de la Cruz. La santa fundó también en Pastrana un convento de
carmelitas descalzas. Cuando murió Don Ruy Gómez de Silva, quien había ayudado
a Teresa en la fundación de los conventos de Pastrana, su mujer quiso hacerse
carmelita, pero exigiendo numerosas dispensas de la regla y conservando el tren
de vida de una princesa. Teresa, viendo que era imposible reducirla a la
humildad propia de su profesión, ordenó a sus religiosas que se trasladasen a
Segovia y dejasen a la princesa su casa de Pastrana. En 1570 la santa, con otra
religiosa, tomó posesión en Salamanca de una casa que hasta entonces había
estado ocupada por ciertos estudiantes «que se preocupaban muy poco de la
limpieza». Era un edificio grande, complicado y ruinoso, de suerte que al caer
la noche la compañera de la santa empezó a ponerse muy nerviosa. Cuando se
hallaban ya acostadas en sendos montones de paja («lo primero que llevaba yo a
un nuevo monasterio era un poco de paja para que nos sirviese de lecho»),
Teresa preguntó a su compañera en qué pensaba. La religiosa respondió: «Estaba
yo pensando qué haría su reverencia si muriese yo en este momento y su
reverencia quedase sola con un cadáver». La santa confiesa que la idea la
sobresaltó, porque, aunque no tenía miedo de los cadáveres, la vista de ellos
le producía siempre «un dolor en el corazón». Sin embargo, respondió
simplemente: «Cuando eso suceda, ya tendré tiempo de pensar lo que haré, por eI momento lo mejor es
dormir». En julio de ese año, mientras se hallaba haciendo oración, tuvo una
visión del martirio de los beatos jesuitas Juan Acevedo y sus compañeros, entre
los que se contaba su pariente Francisco Pérez Godoy. La visión fue tan clara,
que Teresa tenía la impresión de haber presenciado directamente la escena, e
inmediatamente la describió detalladamente al P. Álvarez, quien un mes más
tarde, cuando las nuevas del martirio llegaron a España, pudo comprobar la
exactitud de la visión de la santa.
Por entonces, san Pío V
nombró a varios visitadores apostólicos para que hiciesen una investigación
sobre la relajación de las diversas órdenes religiosas, con miras a la reforma.
El visitador de los carmelitas de Castilla fue un dominico muy conocido, el P.
Pedro Fernández. Naturalmente, el efecto que le produjo el convento de la
Encarnación de Ávila fue muy malo, e inmediatamente mandó llamar a santa Teresa
para nombrarla superiora del mismo. La tarea era particularmente desagradable
para la santa, tanto porque tenía que separarse de sus hijas, como por la
dificultad de dirigir una comunidad que, desde el principio, había visto con
recelo sus actividades de reformadora. Al principio, las religiosas se negaron
a obedecer a la nueva superiora, cuya sola presencia producía ataques de
histeria en algunas. La santa comenzó por explicarles que su misión no
consistía en instruirlas y guiarlas con el látigo en la mano, sino en servirlas
y aprender de ellas: «Madres y hermanas mías, el Señor me ha enviado aquí por
la voz de la obediencia a desempeñar un oficio en el que yo jamás había pensado
y para el que me siento muy mal preparada ... Mi única intención es serviros
... No temáis mi gobierno. Aunque he vivido largo tiempo entre las carmelitas
descalzas y he sido su superiora, sé también, por la misericordia del Señor,
cómo gobernar a las carmelitas calzadas». De esta manera se ganó la simpatía y
el afecto de la comunidad y le fue menos difícil restablecer la disciplina
entre las carmelitas calzadas, de acuerdo con sus constituciones. Poco a poco
prohibió completamente las visitas demasiado frecuentes (lo cual molestó mucho
a ciertos caballeros de Ávila), puso en orden las finanzas del convento e
introdujo el verdadero espíritu del claustro. En resumen, fue aquella una
realización característicamente teresiana. En Veas, a donde había ido a fundar
un convento, la santa conoció al P. Jerónimo Gracián, quien la convenció
fácilmente para que extendiese su campo de acción hasta Sevilla. El P. Gracián
era un fraile de la reforma carmelita que acababa precisamente de predicar la
cuaresma en Sevilla. Fuera de la fundación del convento de San José de Ávila,
ninguna otra fue más difícil que la del de Sevilla; entre otras dificultades
una novicia que había sido despedida, denunció a las carmelitas descalzas ante
la Inquisición como «iluminadas» y otras cosas peores.
Los carmelitas de Italia
veían con malos ojos el progreso de la reforma en España, lo mismo que los
carmelitas no reformados de España, pues comprendían que un día u otro se
verían obligados a reformarse. El P. Rubio, superior general de la Orden, quien
hasta entonces había favorecido a santa Teresa, se pasó al lado de sus enemigos
y reunió en Plasencia un capítulo general que aprobó una serie de decretos
contra la reforma. El nuevo nuncio apostólico, Felipe de Sega, destituyó al P.
Gracián de su cargo de visitador de los carmelitas descalzos y encarceló a san
Juan de la Cruz en un monasterio; por otra parte, ordenó a santa Teresa que se
retirase al convento que ella eligiera y que se abstuviese de fundar otros
nuevos. La santa, al mismo tiempo que encomendaba el asunto a Dios, decidió
valerse de los amigos que tenía en el mundo y consiguió que el propio Felipe II
interviniese en su favor. En efecto, el monarca convocó al nuncio y le
reprendió severamente por haberse opuesto a la reforma del Carmelo; además, en
1580, obtuvo de Roma una orden que eximía a los carmelitas descalzos de la
jurisdicción del provincial de los calzados. El P. Gracián fue elegido
provincial de los carmelitas descalzos. «Esa separación fue uno de los mayores
gozos y consolaciones de mi vida, pues en aquellos veinticinco años nuestra
orden había sufrido más persecuciones y pruebas de las que yo podría escribir
en un libro. Ahora estábamos por fin en paz, calzados y descalzos, y nada iba a
distraernos del servicio de Dios».
Indudablemente santa Teresa
era una mujer excepcionalmente dotada. Su bondad natural, su ternura de corazón
y su imaginación chispeante de gracia, equilibradas por una extraordinaria
madurez de juicio y una profunda intuición psicológica, le ganaban generalmente
el cariño y el respeto de todos. Razón tenía el poeta Crashaw al referirse a santa
Teresa bajo los símbolos aparentemente opuestos de «el águila» y «la paloma».
Cuando le parecía necesario, la santa sabía hacer frente a las más altas
autoridades civiles o eclesiásticas, y los ataques del mundo no le hacían
doblar la cabeza. Las palabras que dirigió al P. Salazar: «Guardaos de oponeros
al Espíritu Santo», no fueron un reto de histérica; y no fue un abuso de
autoridad lo que la movió a tratar con dureza implacable a una superiora que se
había incapacitado a fuerza de hacer penitencia. Pero el águila no mataba a la
paloma, como puede verse por la carta que escribió a un sobrino suyo que
llevaba una vida alegre y disipada: «Bendito sea Dios porque os ha guiado en la
elección de una mujer tan buena y ha hecho que os caséis pronto, pues habíais
empezado a disiparos desde tan joven, que temíamos mucho por vos. Esto os
mostrará el amor que os profeso». La santa tomó a su cargo a la hija ilegítima
y a la hermana del joven, la cual tenía entonces siete años: «Las religiosas
deberíamos tener siempre con nosotras a una niña de esa edad». El ingenio y la
franqueza de Teresa jamás sobrepasaban la medida, ni siquiera cuando los
empleaba como un arma. En cierta ocasión en que un caballero indiscreto alabó
la belleza de su pies descalzos, Teresa se echó a reír y le dijo que los mirase
bien porque jamás volvería a verlos. Los famosos dichos «Bien sabéis lo que es
una comunidad de mujeres» e «Hijas mías, estas son tonterías de mujeres»,
prueban el realismo con que la santa consideraba a sus súbditas. Criticando un
escrito de su buen amigo Francisco de Salcedo, Teresa le escribía: «El señor
Salcedo repite constantemente: `Como dice San Pablo', `Como dice el Espíritu
Santo', y termina declarando que su obra es una serie de necedades. Me parece
que voy a denunciarle a la Inquisición». La intuición de santa Teresa se
manifestaba sobre todo en la elección de las novicias de las nuevas
fundaciones. Lo primero que exigía, aun antes que la piedad, era que fuesen
inteligentes, es decir, equilibradas y maduras, porque sabía que es más fácil
adquirir la piedad que la madurez de juicio. «Una persona inteligente es
sencilla y sumisa, porque ve sus faltas y comprende que tiene necesidad de un
guía. Una persona tonta y estrecha es incapaz de ver sus faltas, aunque se las
pongan delante de los ojos; y como está satisfecha de sí misma, jamás se
mejora». «Aunque el Señor diese a esta joven los dones de la devoción y la
contemplación, jamás llegará a ser inteligente, de suerte que será siempre una
carga para la comunidad. ¡Que Dios nos guarde de las monjas tontas!» Imposible
ser más realista que santa Teresa.
En 1580, cuando se llevó a
cabo la separación de las dos ramas del Carmelo, santa Teresa tenía ya sesenta
y cinco años y su salud estaba muy debilitada. En los dos últimos años de su
vida fundó otros dos conventos, lo cual hacía un total de diecisiete. Las
fundaciones de la santa no eran simplemente un refugio de las almas
contemplativas, sino también una especie de reparación ds los destrozos llevados a
cabo en los monasterios por el protestantismo, principalmente en Inglaterra y
Alemania. Dios tenía reservada para los últimos años de vida de su sierva, la
prueba cruel de que interviniera en el proceso legal del testamento de su
hermano Lorenzo, cuya hija era superiora en el convento de Valladolid. Como uno
de los abogados tratase con rudeza a la santa, ésta replicó: «Quiera Dios
trataros con la cortesía con que vos me tratáis a mí». Sin embargo, Teresa se
quedó sin palabra cuando su sobrina, que hasta entonces había sido una
excelente religiosa, la puso a la puerta del convento de Valladolid, que ella
misma había fundado. Poco después, la santa escribía a la madre María de San
José: «Os suplico, a vos y a vuestras religiosas, que no pidáis a Dios que me
alargue la vida. Al contrario, pedidle que me lleve pronto al eterno descanso,
pues ya no puedo seros de ninguna utilidad». En la fundación del convento de
Burgos, que fue la última, las dificultades no escasearon. En julio de 1582,
cuando el convento estaba ya en marcha, santa Teresa tenía la intención de
retornar a Ávila, pero se vio obligada a modificar sus planes para ir a Alba de
Tormes a visitar a la duquesa María Henríquez. La beata Ana de San
Bartolomé refiere
que el viaje no estuvo bien proyectado y que santa Teresa se hallaba ya tan
débil, que se desmayó en el camino. Una noche sólo pudieron comer unos cuantos
higos. Al llegar a Alba de Tormes, la santa tuvo que acostarse inmediatamente.
Tres días más tarde, dijo a la beata Ana: «Por fin, hija mía, ha llegado la
hora de mi muerte». El P. Antonio de Heredia le dio los últimos sacramentos y
le preguntó dónde quería que la sepultasen. Teresa replicó sencillamente:
«¿Tengo que decidirlo yo? ¿Me van a negar aquí un agujero para mi cuerpo?»
Cuando el P. de Heredia le llevó el viático, la santa consiguió erguirse en el
lecho, y exclamó: «¡Oh, Señor, por fin ha llegado la hora de vernos cara a
cara!» Santa Teresa de Jesús, visiblemente trasportada por lo que el Señor le
mostraba, murió en brazos de la beata Ana a las 9 de la noche del 4 de octubre
de 1582. Precisamente al día siguiente, entró en vigor la reforma gregoriana
del calendario, que suprimió diez días, de suerte que la fiesta de la santa fue
fijada, más tarde, el 15 de octubre. Teresa fue sepultada en Alba de Tormes,
donde reposan todavía sus reliquias. Su canonización tuvo lugar en 1622, y en
1970, como ya dijimos, fue proclamada Dortora
de la Iglesia.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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