jueves 09
Octubre 2014
San Dionisio de Paris
Santos Dionisio, obispo, y
compañeros, mártires. Según la tradición, Dionisio, enviado por el Romano
Pontífice a la Galia, fue el primer obispo de París, y allí, junto con el
presbítero Rústico y el diácono Eleuterio, padecieron todos en las afueras de la
ciudad,
San Gregorio de Tours, que
escribió en el siglo VI, cuenta que san Dionisio de París nació en Italia. El
año 250 fue enviado con otros obispos misioneros a las Galias, donde sufrió el martirio.
El Hieronymianum menciona a san Dionisio el
9 de octubre, junto con los santos Rústico y Eleuterio. Ciertos autores
posteriores afirman que Rústico y Eleuterio eran respectivamente el sacerdote y
el diácono de san Dionisio, que se establecieron con él en Lutetia Parisiorum e introdujeron el
Evangelio en la isla del Sena. Debido a las numerosas conversiones que obraban
con su predicación, fueron arrestados; al cabo de largo tiempo de prisión, los
tres murieron decapitados. Los cuerpos de los mártires fueron arrojados al Sena,
pero los cristianos consiguieron rescatarlos y les dieron honrosa sepultura.
Más tarde se construyó sobre su sepulcro una capilla, junto a la cual se erigió
la gran abadía de Saint-Denis.
Dicha abadía fue fundada
por el rey Dagoberto I, quien murió el año 638. Probablemente un siglo más
tarde, empezó a introducirse la identificación de san
Dionisio Areopagita con
el obispo de París o, por lo menos, la idea de que san Dionisio de París había
sido enviado por el papa Clemente I en el primer siglo. Pero tal idea no se
popularizó sino hasta la época de Hilduino, abad de Saint-Denis. El año 827, el emperador Miguel II
regaló al emperador de Occidente, Luis el Piadoso, la copia de unos escritos
que se atribuían a san Dionisio Areopagita. Por desgracia, dichos escritos
llegaron a la abadía de Saint-Denis precisamente la víspera de la fiesta del
santo. Hilduino los tradujo al latín y,
algunos años más tarde, cuando el rey le pidió una biografía de san Dionisio de
París, el abad escribió un libro que llegó a convencer a la cristiandad de que
el obispo de París y el Areopagita eran una sola persona. En su obra titulada «Areopagitica», el abad Hilduino empleó muchos materiales
falsos o de poco valor, y resulta difícil creer que haya procedido así de buena
fe. La biografía que escribió es un tejido de fábulas. El Areopagita va a Roma,
donde el Papa San Clemente I le recibe personalmente y le envía a evangelizar
París. Los habitantes de París intentan en vano darle muerte, arrojándole a las
fieras, echándole al fuego y crucificándole, hasta que por fin, Dionisio muere
decapitado en Montmartre, junto con Rústico y
Eleuterio. El cuerpo decapitado de San Diniosio, guiado por un ángel, caminó, tres kilómetros, desde Montmartre hasta la abadía que lleva
su nombre, portando en las manos su propia cabeza y rodeado de coros de
ángeles; por ello fue sepultado en Saint-Denis.
El culto de san
Dionisio fue muy popular en la Edad Media. Ya en el siglo VI, Venancio
Fortunato le reconocía como el patrono de París ("Carmina", VIII, 3,
159) y el pueblo le considera como el protector de Francia, además de ser uno
de los «Catorce santos auxiliadores». El elogio del martirologio actual no
descarta que haya sido enviado a París por el Sumo Pontífice -como afirma el
relato tradicional-, pero evita dar nombres, ya que no se sabe con certeza los
años en que vivió.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. IV, hay un largo artículo sobre san Dionisio. El relato más antiguo del
martirio se atribuía erróneamente a Venancio Fortunato; B. Krusch, Monumenta Germaniae Historica, Auctores Antiq., vol. IV, pte. 2, pp. 101-105, hizo una
edición crítica de dicho relato, en el que no se identifica a san Dionisio con
el Areopagita, pero se dice que fue enviado a París por san Clemente I.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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jueves 09
Octubre 2014
San Juan Leonardi
San Juan Leonardi, presbítero y fundador
San Juan Leonardi, presbítero, que dejó la
ciudad de Lucca, en la región italiana de Toscana, donde ejercía como
farmacéutico, para llegar a ser sacerdote, y con el fin de enseñar a los niños
la doctrina cristiana, restaurar la vida apostólica del clero y propagar la fe católica,
instituyó la Orden de Clérigos Regulares, más tarde llamados de la Madre de
Dios, lo que le llevó a sufrir muchas contradicciones. También inició el
Colegio de Propaganda Fide, en Roma, donde, agotado por los trabajos, descansó
piadosamente.
Juan Leonardi trabajaba en una farmacia
de Lucca a mediados del siglo XVI. Dotado de un natural muy religioso, el
joven, miembro de la cofradía fundada por el beato Juan
Colombini, empezó a estudiar en
privado con el objeto de recibir las órdenes sagradas. Una vez ordenado
sacerdote, se consagró intensamente a su ministerio, particularmente en los
hospitales y prisiones. Poco a poco fueron reuniéndose con él algunos jóvenes,
que le ayudaban en su trabajo. Tenían su centro de reunión en la iglesia de
Santa María de la Rosa, en Lucca y vivían en común en una casa de los
alrededores. Era la época en que los destrozos causados por el protestantismo y
el espíritu de renovación del Concilio de Trento habían infundido en los
católicos fervorosos un gran deseo de reforma. Nada tiene, pues, de extraño que
Juan Leonardi y sus discípulos, varios
de los cuales se preparaban para el sacerdocio, hayan decidido fundar una nueva
congregación de sacerdotes seculares. Pero cuando el proyecto llegó a oídos de
los habitantes de la república de Lucca, suscitó una violenta oposición por
motivos políticos que nos cuesta trabajo entender hoy en día. En todo caso, la
oposición fue suficientemente violenta como para obligar a san Juan Leonardi a vivir el resto de su
vida fuera de Lucca, y sólo consiguió visitar la ciudad bajo la protección del
Papa.
En 1580, compró
secretamente para los miembros de su congregación la iglesia de Santa María Cortelandini. Tres años más tarde, con
la aprobación del Papa, el obispo de Lucca reconoció oficialmente la congreagción como una asociación de
sacerdotes seculares con votos simples (el nombre actual de la congregación y
el derecho de sus miembros a hacer votos solemnes datan de 1621). San Felipe
Neri apoyó y ayudó a san
Juan Ieonardi y le regaló sus posesiones
de San Girolamo della Carita, confiándole al
mismo tiempo el cuidado de su gato. También san José de Calasanz ayudó a nuestro
santo, y durante algún tiempo las congregaciones fundadas por ambos se
fundieron en una.
La congregación del P. Leonardi llegó a constituir una
fuerza espiritual de tanta importancia en Italia, que Clemente VIII la confirmó
en 1595. Dicho Pontífice tenía en tanto aprecio las virtudes y capacidades de
san Juan que le nombró vicario apostólico, encargado de supervisar la reforma
de los monjes de Valleumbrosa y Monte Vergine; además, le confió la
iglesia de Santa María in Portico
y nombró al cardenal Baronio protector de la
congregación. Actualmente la congregación es muy pequeña. San Juan Leonardi colaboró con Mons. J. B.
Vives en el primer proyecto de seminario de misiones extranjeras, por lo que
puede considerarse uno de los fundadores del Colegio «De Propaganda Fide», que
el papa Urbano VIII puso en práctica al fundarlo en 1627.
San Juan Leonardi contrajo la peste en 1609,
cuando atendía a los enfermos durante una epidemia y murió en octubre de ese
año. Su fiesta fue incluida en cl
calendario general en 1941.
L. Marracci, Vita del P. Giovanni Leonardi, Lucchese (1673). Las dos obras de
F. Ferraironi (1938), estudian a San
Juan como fundador y como colaborador en el proyecto del Colegio de Propaganda
Fide. Próspero Lambertini (Benedicto XIV) menciona
frecuentemente la causa de san Juan Leonardi en el lib. II de su gran obra «De beatificatione...».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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jueves 09
Octubre 2014
San Luís Beltrán
San Luis Bertrán, religioso presbítero
En Valencia, en España, san
Luis Bertrán, presbítero de la Orden de Predicadores, que en América meridional
predicó el evangelio de Cristo y defendió a varios pueblos indígenas.
En el antiguo reino de
Valencia, durante el siglo XVI, no escaseaban los vicios y corrupciones, y se
daban también las simulaciones lamentables de los moriscos, pero había, a pesar
de todo, vida cristiana floreciente, y no faltaban esas grandes luces de santidad,
por las que Cristo ilumina a su pueblo.
Concretamente, por esos
años nacieron o vivieron en el reino valenciano grandes santos. En aquella
Iglesia local había, pues, luces suficientes como para conocer el camino
verdadero del Evangelio. Y en ese marco cristiano nació y creció San Luis
Bertrán (1526-1581). La precocidad de Luis en la santidad hubiera sido muy rara
en un hogar cristiano mundanizado -que han sido y son los más frecuentes-, pero
no tuvo nada de extraño en un hogar tan cristiano como el de sus padres. En
efecto, sabemos que siendo todavía niño comenzó a imitar a los santos de
Cristo. Se entregaba, especialmente por las noches, a la oración y a la
penitencia, disciplinándose y durmiendo en el suelo. Al llegar a la
adolescencia se inició en dos devociones que continuó siempre: el Oficio parvo
de la Virgen y la comunión diaria.
Con todo, la vida de San
Luis no estuvo exenta de vacilaciones, y en no pocos casos, estuvo a punto de
dar pasos en falso en asuntos bastante graves. Así por ejemplo, siendo un
muchacho, decidió dejar su casa y vivir en forma mendicante, como había leído
que hicieron San Alejo y San Roque. Y con la excusa de una peregrinación a
Santiago, puso en práctica su plan, no sin escribir seriamente a sus padres una
carta, en la que, alegando numerosas citas de la sagrada Escritura, trataba de
justificar su resolución. Pero su fuga no fue más allá de Buñol, donde fue alcanzado por
un criado de su padre; estaba a sólo 38 Km de Valencia (hay allí en la
actualidad una ermita dedicada al santo que recuerda esta anécdota de su vida).
También estuvo a punto de equivocarse cuando, entusiasmado más tarde por la figura
de San Francisco de Paula, decidió ingresar en la orden de los mínimos. Nuestro
Señor Jesucristo, que no le perdía de vista, le hizo entender por uno de los
religiosos mínimos, el venerable padre Ambrosio de Jesús, que no era ése su
camino.
Entre los
dominicos
Cuando el Señor quiso
llamar a Luis Beltrán con los dominicos, su gracia había hecho florecer en
Valencia por aquellos años un gran convento de la Orden de Predicadores, con un
centenar de frailes. Es cierto que aquel monasterio había conocido antes tiempos
de relajación, pero fray Domingo de Córdoba, siendo provincial en 1531, realizó
con fuerte mano una profunda reforma. Diez años más tarde, en 1544, estando ya
aquel convento dominico en la paz verdadera de un orden justo, Luis Bertrán, a
pesar de que su salud era bastante precaria, tomó el hábito blanco y negro de
la Orden de Predicadores. Ese había de ser para siempre el muy amado camino de
San Luis Bertrán. Recibió su profesión el prior fray Juan Micó (1492-1555), ilustre
religioso, escritor y maestro espiritual.
Conocemos muchos detalles
de la vida religiosa de San Luis Bertrán por la biografía que de él escribió su
compañero, amigo y confidente fray Vicente Justiniano Antist, escritor de muchas obras,
y también prior algunos años del convento de Valencia. Él nos cuenta que fray
Luis «toda la vida fue recatado, y no se hallará novicio que le hiciese ventaja
en llevar los ojos bajos y compuestos en el coro y refectorio, fuera y dentro
de casa... Era muy austero en su vida, abstinentísimo en el comer, templado en el beber, amigo de disciplinas y
cilicios y vigilias y largas oraciones». Su fisonomía, tal como la reflejó
entonces un pintor valenciano, recuerda las figuras del Greco: era fray Luis un
hombre alto, de cara larga y delgada, con nariz aguileña, ojos profundos y
manos finas y largas.
Se diría que la
constitución psicosomática de San Luis Bertrán puso en él siempre una cierta
inclinación a la melancolía y al escrúpulo, y que el Señor permitió que estos
rasgos deficientes perdurasen en él, hasta cierta medida, para motivación
continua de su humildad y de su pura confianza en Dios, y también para estímulo
de quienes siendo débiles y enfermizos, temieran no estar en condiciones de
llegar a la perfecta santidad. Varias anécdotas nos muestran esta faceta
atormentada del carácter de San Luis Bertrán. Siendo maestro de novicios se
retiró bruscamente de una reunión, y al amigo que le siguió, y que le encontró
llorando, le dijo: «¿No tengo harto que llorar que no sé si me he de salvar?».
Por el contrario, esta temerosidad ante Dios comunicaba a
fray Luis un valor ilimitado ante los hombres. Como dijo de él el padre Antist, «nunca tenía cuenta de
contentar a los hombres, sino a Dios y a santo Domingo». El santo temor de
Dios, experimentado por él con una profundidad singularísima, poco frecuente,
unido a un amor de Dios aún más grande, le dejaba exento en absoluto de todo
temor a los hombres, a las fieras o a la naturaleza hostil, a las enfermedades
o a lo que fuera. Su valentía, como veremos, era absoluta: no temía a nada en
este mundo, pues sólo temía ofender a Dios.
En sus primeros tiempos de
religioso, no acertó fray Luis a dar a su vida una forma plenamente dominicana.
Tan centrado andaba en la oración y la penitencia, que no atendía
suficientemente a los libros, «porque le parecía que los estudios escolásticos
eran muy distractivos». Muy pronto el Señor le
sacó de esta equivocación, haciéndole advertir el engaño, y fray Luis tomó para
siempre el estudioso camino sapiencial de Santo Tomás, convencido ya de que el
demonio «suele despeñar en grandes errores a los que quieren volar sin alas,
quiere decir, contemplar sin saber». En adelante, San Luis Bertrán, como buen
dominico, unirá armoniosamente en su vida oración y penitencia, estudio y
predicación.
En 1547 fray Luis fue
ordenado sacerdote. Y poco después, a la edad de veintitrés años, caso muy poco
frecuente, recibió el nombramiento de maestro de novicios del convento de
Valencia. La importancia de aquel ministerio era clave, pues allí se forjaban los
religiosos de la provincia dominicana de Aragón. Y recuérdese, por otra parte,
que en aquellos años formaban el noviciado dominicano no sólo los religiosos
novicios, sino todos los profesos todavía estudiantes, que no habían sido
ordenados sacerdotes. Siete veces en su vida hubo fray Luis de ser maestro de
novicios, y esta faceta, la de formador y maestro espiritual, fue la más
característica de su fisonomía personal.
Aunque la misión principal
de fray Luis Bertrán fue la de maestro de novicios, también tuvo años de
gobierno. A los treinta y un años fue elegido, por voto unánime, prior del
convento de Santa Ana de Albaida, a cien kilómetros de Valencia, y allí mostró que,
siendo tan místico y recogido, tenía capacidad para gobernar espiritualmente,
gestionar asuntos, estar en todo y resolver problemas. Concretamente, el
convento de Santa Ana pasaba por una extrema pobreza, y «sin ser él pedigüeño,
ni molestar a nadie, ni hacer diligencias extraordinarias para sacar dineros,
ni curando de acariciar mucho la gente, antes siendo algo seco, nuestro Señor,
que es el universal repartidor de las limosnas, movía los corazones de los
fieles para que le socorrieran bastantemente». En especial durante la noche,
pasaba muchas horas en oración, y allá resolvía todo con el Señor, también la
penuria de la casa, hasta el punto de que la comunidad estuvo en situación de
dar grandes limosnas a los pobres. Y así decía fray Luis: «Si mucho damos por
acá (señalando la portería), más nos vuelve Dios por allá (y señalaba la
iglesia)».
Oración y
penitencia, discernimiento de espíritus
San Luis Bertrán tuvo
siempre su clave secreta en la oración, a la que dedicaba muchas horas. «Salía
de la oración hecho un fuego, y el resplandor es una de las propiedades del
fuego». Ese extraño fulgor de su rostro, del que hablan los testigos, se hacía
a veces claridad impresionante al celebrar la eucaristía, o cuando venía de
orar en el coro, o también al regresar de sus fugas contemplativas entre los
árboles de un monte cercano. Un día del Corpus, en Santa Ana de Albaida, estuvo
arrodillado ante Cristo en la eucaristía desde el amanecer hasta la noche,
fuera de un momento en que salió para tomar algo de alimento.
Por otro lado, fray Luis, a
pesar de su salud tan precaria -pasó enfermo casi todo el tiempo de su vida
religiosa-, se entregó siempre a la penitencia con un gran empeño, que venía de
su amor al Crucificado y a los pecadores. Apenas salido de una enfermedad,
comenta un testigo, apenas iniciada una convalecencia, ya estaba de nuevo en
sus penitencias: «No era como algunos, que si por hacer penitencia enferman,
después huyen de ella extrañamente».
Dos o tres veces al día las
disciplinas le hacían sangrar. Llevaba cilicio ordinariamente. Dormía, siempre
vestido, sobre un banco, o en la cama si hacía mucho frío. Amargaba los
alimentos para no encontrar gusto en ellos. Solía decir: «Domine hic ure, hic seca, hic non parcas,
ut in æternum parcas» (Señor, aquí
quema, aquí corta, aquí no perdones, para que me perdones en la eternidad).
Uno de los dones
espirituales más señalados en San Luis Bertrán fue la clarividencia en el trato
de las almas, un discernimiento espiritual certero y pronto, por el que
participaba del conocimiento que Cristo tiene de los hombres: «No tenía
necesidad de que nadie diese testimonio del hombre, pues El conocía lo que en
el hombre había» (Jn 2,25). Con frecuencia, en
confesión o en dirección espiritual, fray Luis daba respuestas a preguntas no
formuladas, corregía pecados secretos, descubría vocaciones todavía ignoradas,
resolvía dudas íntimas, aseguraba las conciencias. Y en esto pasaba a veces más
allá del umbral de lo natural, adentrándose en lo milagroso.
Esta cualidad llegó a ser
tan patente que durante toda su vida recibió siempre consultas de religiosos y
seglares, obispos, nobles o personas del pueblo sencillo. Su fama de oráculo
del Señor llegaba prácticamente a toda España. Citaremos sólo un ejemplo. En
1560, teniendo fray Luis treinta y cuatro años, y estando de nuevo como maestro
de novicios en Valencia, recibió carta de Santa Teresa de Jesús, en la cual la
santa fundadora, al encontrar tantas y tales dificultades para su reforma del
Carmelo, le consultaba, después de haberlo hecho con San Pedro de Alcántara y
otros hombres santos, si su empresa era realmente obra de Dios.
Tres o cuatro meses tardó
fray Luis en enviarle su respuesta, pues quiso primero encomendar bien el
asunto al Señor «en mis pobres oraciones y sacrificios». La carta a Santa
Teresa, que se conserva, es clara y breve: «Ahora digo en nombre del mismo
Señor que os animéis para tan grande empresa, que El os ayudará y favorecerá. Y
de su parte os certifico que no pasarán cincuenta años que vuestra religión no
sea una de las más ilustres en la Iglesia de Dios».
La llamada
de América
En 1562 llegaron de América
al convento dos padres que buscaban refuerzos para la gran obra misionera que
allí se estaba desarrollando. Hablaron de aquel inmenso Mundo Nuevo, de la
necesidad urgente de aquellos pueblos, de las respuestas florecientes que allí
estaba encontrando el Señor. Fray Luis fue el primero en inscribir su nombre.
Una vez más trataron todos de disuadirle, y también el prior fray Jaime
Serrano, alegando unos y otros su poca salud y la tarea que en el noviciado
llevaba con tanto fruto.
Pero en esta ocasión la
llamada de América era llamada del mismo Cristo. En cuaresma de 1562 partía
fray Luis Bertrán de Sevilla hacia América en un galeón. Durante el viaje, un
fuerte golpe que recibió por accidente en una pierna le dejó para siempre una
cojera bastante pronunciada. Y cuando después de tres meses de navegación bajó
del barco en Cartagena de Indias aquel fraile larguirucho, flaco y macilento,
con su paso desigual y vacilante, más de uno se habría preguntado qué podría
hacer aquel pobre fraile en los duros trabajos misioneros entre los indios...
En las peores dificultades,
el método misionero de San Luis se hacía muy simple. Cuando todo se ponía en
contra, cuando fallaba su salud, cuando ya no podía más, cuando los indios no
se convertían, unas cuantas horas o días de oración y de disciplinas introducían
en su miserable acción la acción de Cristo, y todo iba adelante con frutos
increíbles. Nunca le falló esta fórmula, que no es, por cierto, una receta
mágica, sino una fórmula evangélica, directamente enseñada por el ejemplo y la
enseñanza del Señor. Oración y penitencia.
Y pobreza, también enseñada
por Cristo. Fray Luis se metía por campos y montes, caminos y selvas, como un
pobre de Dios, «sin bolsa ni alforja» (Lc
10,4), confiado a la Providencia, a lo que le diesen para comer, y nunca quiso
aceptar aquellos regalos, dinero o alimentos que muchas veces querían darle
para que pudiera seguir adelante más seguro.
Un compatriota suyo,
Jerónimo Cardilla, que le acompañó en este
tiempo como criado, se quejaba de esto muy amargamente, pues tampoco a él le
permitía recibir nada para el camino. En una ocasión, cuando esta locura
evangélica les puso en riesgo muy grave, Jerónimo acusó a fray Luis sin ningún
respeto: «Vos tenéis la culpa de lo que nos está pasando. Aquí moriremos de
hambre, si antes una fiera no acaba con nosotros». Entonces fray Luis, como
siempre, le llamó a la confianza en Dios, le recordó aquello de «los lirios y
los pájaros», y llegó a «prometerle» la ayuda providencial del Señor. Al tiempo
llegaron a un árbol que estaba cargado de fruta, junto a una fuente. Jerónimo
confesó su culpa, comió y bebió todo cuanto quiso, y cargó sus alforjas para el
camino. Fray Luis, advertido de aquello, vació las alforjas, y Jerónimo no
quiso acompañarle más en sus correrías apostólicas. Ya tenía bastante.
La providencia del Padre
celestial, siempre solícita para aquellos que de verdad se confían filialmente
a su omnipotencia amorosa, le envió otro Jerónimo a fray Luis, con el que
anduvo siete meses. Por él sabemos que muchas veces, especialmente los viernes,
San Luis Bertrán se alejaba de él, y en un lugar apartado se disciplinaba muy
duramente, orando sin cesar ante un crucifijo. Por él también conocemos que, de
camino por aquellas soledades, desérticas o selváticas, no era raro que se
acercaran amenazantes bestias feroces. Entonces, mientras Jerónimo quedaba
paralizado de espanto, fray Luis seguía impertérrito, y bendiciendo aquellas
fieras con la señal de la cruz, las dejaba mansas y sin fiereza alguna, de modo
que podían seguir adelante sin peligro.
Una vez comprobadas las
desconcertantes posibilidades misioneras de este santo fraile, le confían sus
superiores un pueblecito situado en las estribaciones de los Andes, llamado Tubara. En aquella doctrina hay
escuela e iglesia, y viven unos pocos españoles, en tanto que el núcleo
principal de los indios, temerosos, no vive en el pueblo, sino en la selva, en
el monte, donde en seguida va fray Luis a buscarlos. Siempre a su estilo, llega
el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas, y no hay camino, por
escarpado o peligroso que sea, que le arredre. A todas partes hace él que
llegue la verdad y el amor de Cristo.
En los tres años que pasó
en Tubara consiguió San Luis muchas
conversiones de españoles y el bautizo de unos dos mil indios, siempre a su
estilo, siempre suicida, al modo evangélico: grano de trigo que cae en tierra,
muere, y da mucho fruto (Jn 12,24). San Luis, en
realidad, se cuidaba muy poco, lo mínimo exigido por la prudencia sobrenatural,
y en cambio se arriesgaba mucho, muchísimo, hasta entrar de lleno en lo que
para unos era locura y para otros escándalo (1Cor 1,23).
Lo vemos en ocasiones como
ésta: un cacique le dijo que creería en Cristo si era capaz de resistir un
veneno que él le prepararía. Fray Luis le tomó la palabra sin vacilar: «¿Matenéis vuestra palabra de
convertiros si bebo sin daño vuestro veneno?». Y obtenida la afirmativa: «Venga
ese veneno y sea lo que Dios quiera». Hizo fray Luis la señal de la cruz sobre
la copa y bebió de un trago aquel veneno activísimo. Y a continuación pasó a
ocuparse de lo que había que hacer para bautizar unos cuantos cientos más de
indios asombrados y convertidos.
Una vez, tratando de
persuadir a un cacique principal, éste se resistía diciendo: «No; tu religión
me gusta, pero tengo miedo a mi ídolo». Fray Luis se mostró dispuesto a
terminar con este miedo. Con el cacique se dirigió al adoratorio, y allí, ante
el pánico de todos, la emprendió a patadas con el dicho ídolo, hasta que el
cacique y los suyos se vieron libres del temor idolátrico, y aceptaron el
Evangelio.
Aquel fraile debilucho y
sin salud se mostraba bastante más fuerte de lo que parecía a primera vista, y
desde luego bastante más eficaz en el apostolado de lo que cualquier previsión
humana hubiera podido pensar. Así las cosas, el demonio se vio obligado a tomar
cartas directamente en el asunto. Trató de intimidarle con visiones, con golpes
y con ruidos horribles, sin conseguir nada. Pero quizá la peor tentación del
demonio se produjo cuando un falso ermitaño le hizo llegar mensajes
descorazonadores: «Os tengo que decir de parte del Señor, que os ha de
persuadir a volver a Valencia, de donde jamás teníais que haber salido. Si
permanecéis más tiempo aquí, no sólo será nulo vuestro trabajo, sino que
peligra vuestra eterna salvación». Sólo una luz del cielo pudo salvar de esta
asechanza el corazón de fray Luis, que ya por temperamento era inseguro y
atormentado, y que una y otra vez se preguntaba acerca de su propia salvación.
El santo, llevado a este límite, se refugió en Cristo, hizo la señal de la cruz,
y el falso ermitaño huyó «dando espantosos aullidos, como de lobo».
Final en
las Indias
Cuarenta y un años tenía
San Luis cuando llevaba ya cinco de apostolado en Nueva Granada. En el tiempo
que le queda en América su labor misionera le hará adentrarse en las regiones
más cerradas a la luz del Evangelio. Fray Luis está ya al final de su tiempo en
América. Su salud, realmente, está hecha una miseria. Él, que en Valencia se
confesaba más de una vez al día, ahora apenas tenía ocasión de confesar, como
no fuera yendo a muchas leguas de distancia, y esto le afligía no poco, pues
siendo tan seguro y certero en el discernimiento espiritual de los corazones
ajenos, era, por permisión de Dios, sumamente inseguro y escrupuloso respecto
de su propio corazón.
Por otra parte, siempre
tuvo fray Luis graves problemas de conciencia en la atención pastoral de
aquellos pecadores que eran españoles, pues con sus abusos escandalizaban
gravemente a los indios paganos o recién bautizados. Podemos recordar sobre
esto aquella ocasión en que San Luis asistía a un banquete ofrecido por las
autoridades, y en el que participaban algunos encomenderos que él sabía crueles
e injustos. En un momento dado, fray Luis «dixo
a los encomenderos: ¿Quieren desengañarse de que es sangre de los indios lo que
comen? Pues véanlo con sus propios ojos; y apretando entre sus mismas manos las
arepas [de maíz], empezaron a destilar sangre sobre los manteles de la mesa.
Asombrados, aunque no enmendados con suceso tan raro y prueba tan evidente,
procuraron siempre ocultarlo todos los interesados».
Así las cosas, al final de
su estancia en América, recibió una carta del obispo de Chiapas, en México,
fray Bartolomé de las Casas, hermano suyo dominico. En ella le animaba a
dedicarse a la conversión de los indios; «me consta que así lo hacéis con singular
fruto». Y le ponía en guardia respecto de los cristianos españoles: «Lo que más
quiero advertiros, y para eso principalmente os escribo, es que miréis bien
cómo confesáis y absolvéis a los conquistadores y encomenderos, cuando no se
contentan con los privilegios del rey y tratan tiránicamente a los naturales
contra la expresa intención de su majestad».
Mucho debió angustiarle a
fray Luis esta carta, que agudizaba sus propias preocupaciones morales. Y
también debió pasar en esos momentos, dado su temperamento escrupuloso, muchas
dudas y penas antes de llegar al convencimiento de que estaba de Dios que él
pusiera fin a su labor misionera entre los indios. Sin duda que llegó a tal
decisión sólamente cuando el Señor le dio
conciencia moral cierta de que así convenía. Sólo entonces fray Luis pidió al
padre General licencia para regresar a España, y la obtuvo. De tal modo que su
último nombramiento como prior de Santa Fe quedó sin efecto.
Predicador
general
En 1569 llegó fray Luis a
Sevilla, y regresó al convento valenciano de Santo Domingo. Estaba macilento y
demacrado, tanto que hubo de pasar una larga temporada de absoluto reposo. Pero
al año y medio de su vuelta ya le nombraron prior de San Onofre por votación unánime. Y en
sus tres años de priorato aquel santo fraile, alto y flaco, cojo, algo sordo y
de mala vista, «mostró ser bueno no solamente para la contemplación, mas
también para la acción». Con suma caridad, con un celo enérgico por la observancia,
con un sentido de la pobreza y de la providencia que para algunos era locura,
procuró un desconocido bienestar material y espiritual a la comunidad.
En 1574 el Capítulo
dominicano de la provincia de Aragón nombró a fray Luis Bertrán predicador
general, un título propio de la Orden de Predicadores. Como predicador popular
recorrió toda la zona de Valencia, alargándose a la región de Castellón y
también de Alicante. Normalmente hacía los caminos a pie, a no ser que la llaga
crónica, que desde su viaje a América le había dejado cojo, se pusiera peor y
le exigiera a veces emplear alguna cabalgadura prestada. Su predicación,
sencilla y sumamente vibrante, llegaba directamente a los corazones. Solía
hacerla más gráfica y conmovedora contando muchos ejemplos y refiriendo
numerosas anécdotas personales, sobre todo de su apostolado en América, cosa
que hacía a veces por humildad en tercera persona. «En la predicación
-testifica un contemporáneo- no era muy gracioso ni deleitaba a los oyentes,
pero tenía grande espíritu y movía mucho, porque aunque no tenía la voz muy
sonora, ni era tan expedito de lengua como otros, era tan grande el fervor con
que hablaba, que pocos advertían aquellas faltas». Oyendo a San Luis Bertrán,
sucesor de San Vicente Ferrer en tierras de Valencia, apenas era posible
mantener el corazón indiferente a la Palabra divina.
San Luis, al predicar,
hacía continuas citas de la Sagrada Escritura, que conocía muy bien, y como era
muy estudioso, daba buen fundamento doctrinal a cuanto predicaba. «Tengo para
mí -opinaba el padre Antist- que en toda esta
provincia no hay religioso que tantos libros haya leído de cabo a cabo». Había
reunido una biblioteca personal muy cuantiosa, como pudo comprobarse a su
muerte, cuando parte de sus libros se distribuyeron entre los religiosos, y
otra parte se vendió en ochocientos sueldos, que se destinaron para la
biblioteca común. Él, como maestro espiritual, «no era -sigue diciendo el padre
Antist- de la condición de
algunos maestros, que quieren echar tanto por el camino de la devoción, que
aborrecen el estudio, como si las letras repugnasen a la santidad, o como si la
ignorancia demasiada ayudase a la devoción. Antes, siempre decía que estudiásemos».
Y en esto fray Luis, como en todo, daba ejemplo vivo de lo que predicaba a los
otros.
Tuvo fray Luis
intervenciones públicas de gran importancia: en 1579, por ejemplo, a
requerimiento del virrey, que había sido consultado al efecto por Felipe II,
hizo un informe sobre la posible expulsión de los moriscos, en el que San Luis
reconocía que en parte habían sido forzados al bautismo: «aquello no fue bien
hecho y pluguiera a Dios que nunca se hiciera». El problema era gravísimo, pues
los moriscos «casi todos son herejes y aun apóstatas, que es peor,... y guardan
las ceremonias de Mahoma en cuanto pueden». Uno de los remedios que propone es
que «No se administre el bautismo a los niños hijos [de moriscos], si han de
vivir en casa de sus padres, porque hay evidencia moral de que serán apóstatas
como ellos, y más vale que sean moros, que herejes o apóstatas». Este dictamen
fue refrendado por su buen amigo San Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, en
cartas al rey.
Muerte en
el día previsto
El uno de enero de 1581
cumplió fray Luis sus cincuenta y cinco años, sabiendo que iba a morir pronto;
conoció incluso la fecha: el 9 de octubre, fiesta de San Dionisio y compañeros
mártires. Ese conocimiento, así consta, llegó a hacerse público en Valencia.
Así por ejemplo, en los primeros meses de ese año, el prior de la Cartuja de
Porta-Coeli se enteró de tal fecha por
el Patriarca y por otras personas, y al volver al monasterio escribió en un
papel: «Anno 1581, in festo Sancti Dionisii, moritur fr. Ludovicus Bertrandus». Selló luego el papel, y
lo guardó en la caja fuerte del monasterio con el siguiente sobreescrito: «Secreto que ha de ser
abierto en la fiesta de Todos los Santos del año 1581».
Todavía predicó San Luis
algunos sermones importantes, pero ya no pensaba sino en morir en los brazos de
Cristo. Pero tampoco entonces le dejaban tranquilo, y por su celda de moribundo
pasaba una procesión interminable de visitantes, llenos de solicitud y
veneración. Aún hizo algunos milagros, y uno de ellos estando en su lecho de
muerte: a ruegos de su buen amigo el caballero don Juan Boil de Arenós, cuya hija doña Isabel
estaba agonizando de un mal parto, consiguió con su oración volverla a la
salud.
El más asiduo y devoto de
sus visitantes fue el Patriarca, San Juan de Ribera, tanto que terminó por
llevarse al enfermo a su casa arzobispal de Godella.
Allí el arzobispo, según cuentan testigos, «le componía la cama, le acomodaba
los paños de las llagas que tenía en las piernas y besábalas con profunda humildad y
devoción». Según refiere el padre Antist,
«él mismo le cortaba el pan y la comida. Daba también la bendición y las
gracias y, en más de una ocasión, le sirvió de rodillas la bebida y aun le
ponía los bocados en la boca. Acabada la cena, se estaba muchas veces el
Patriarca con fray Luis hablando de cosas del espíritu en la ventana, porque el
benigno padre gustaba en extremo de mirar al cielo, que, en fin, era su casa».
Vuelto al convento, aún
vive un mes postrado. Y cuando algunos amigos le hacen música en la celda, él
esconde su rostro bañado en lágrimas bajo la sábana, pues ya presiente la
bienaventuranza celestial. El 6 de octubre pregunta en qué día está, y cuando se
lo dicen, hace la cuenta: «¡Oh, bendito sea Dios! ¡Aún me quedan cuatro días!».
Cuando llegó el día, se volvió hacia San Juan de Ribera, su amado arzobispo:
«Monseñor, despídame, que ya me muero. Dadme vuestra bendición».
Y ese día murió,
justamente, el 9 de octubre de 1581, fiesta de San Dionisio y compañeros
mártires. Paulo V lo beatificó en 1608, y Clemente X lo incluyó en 1671 entre
los santos de Cristo y de su Iglesia.
fuente: Hechos de los Apóstoles en América
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