domingo, 19 de octubre de 2014

San Pablo de la Cruz____Y OTRO

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domingo 19 Octubre 2014

San Pablo de la Cruz



San Pablo de la Cruz, presbítero y fundador
San Pablo de la Cruz, presbítero, que desde su juventud destacó por su vida penitente, su celo ardiente y su singular caridad hacia Cristo crucificado, al que veía en los pobres y enfermos. Fundó la Congregación de Clérigos Regulares de la Cruz y de la Pasión de Jesucristo, y pasó a la gloria en Roma, el día dieciocho de octubre.
San Pablo de la Cruz, fundador de los Pasionistas, nació en Ovada, en la República de Génova, en 1604, casi al mismo tiempo que Voltaire. Pablo Francisco era el hijo mayor de Lucas Danei, hombre de negocios de buena familia. Tanto éste como su esposa eran excelentes cristianos. Siempre que Pablo empezaba a llorar por cualquier motivo, su madre le mostraba el crucifijo y le hablaba de los sufrimientos de Cristo. Así, fue formando poco a poco en el niño, la gran devoción a la Pasión, que había de distinguirle toda su vida. El padre de Francisco leía en familia las vidas de los santos y exhortaba a sus hijos a guardarse de los peligros del juego y de los pleitos. Aunque Pablo era una de esas almas selectas que se entregan a Dios desde la infancia, a los quince años, un sermón que oyó le dejó convencido de que no correspondía suficientemente a la gracia. Así pues, luego de hacer una confesión general, emprendió una vida de austeridad: dormía en el suelo, pasaba varias horas de la noche en oración y tomaba severas disciplinas. En estas prácticas le imitaba su hermano, Juan Bautista, dos años menor que él. También fundó una especie de sociedad de santificación mutua con sus amigos, varios de los cuales entraron más tarde en la vida religiosa. En 1714, Pablo partió a Venecia para responder al llamado del Papa Clemente XI, quien había pedido voluntarios para la guerra contra los turcos; pero un año después se dio de baja, convencido de que no estaba hecho para la vida militar. Sintiendo que Dios no le llamaba tampoco a una vida ordinaria en el mundo, rechazó una cuantiosa herencia y un matrimonio brillante. Pero antes de que él o sus directores lograsen descubrir su verdadera vocación, vivió varios años en casa de sus padres, en Castellazzo de Lombardía, donde mediante la práctica de la oración constante, alcanzó un alto grado de contemplación.

En tres extraordinarias visiones que tuvo, en 1720, observó un hábito negro sobre el que estaba grabado el nombre de Jesús, en caracteres blancos, bajo una cruz, a la altura del pecho. En la tercera de esas visiones, la Santísima Virgen, vestida con el hábito negro, le ordenó que fundase una congregación cuyos miembros vistiesen ese hábito y sufriesen constantemente por la pasión y muerte de Cristo. Pablo presentó por escrito un relato de sus visiones al obispo de Alejandría, el cual consultó con varias personas de autoridad, entre las que se contaba el capuchino Columbano de Génova, antiguo director espiritual de Pablo. Conociendo la heroica vida de virtud y oración que el joven había llevado desde niño, todos declararon que se trataba, realmente, de una vocación señalada por Dios. Entonces, el obispo autorizó a Pablo a seguir el divino llamamiento y le confirió el hábito negro. La insignia de la cruz la reservó hasta que el Papa aprobase la nueva fundación. Pablo empezó inmediatamente a redactar las reglas de la futura congregación. Durante cuarenta días se retiró a una oscura y húmeda celda triangular, contigua a la sacristía de la iglesia de San Carlos de Castellazzo, donde vivió a pan y agua y durmió en un lecho de paja. Las reglas que redactó entonces, sin consultar ningún libro, son sustancialmente las mismas que observan actualmente los pasionistas.

Después de ese retiro, permaneció algún tiempo con Juan Bautista y otro discípulo, en las cercanías de Castellazzo, ayudando al clero en la catequesis y dando misiones con gran éxito. Pero pronto comprendió que, para cumplir plenamente su misión, necesitaba la aprobación de Roma. Así pues, descalzo, con la cabeza descubierta y sin un centavo en la bolsa, emprendió el viaje a la Ciudad Eterna. En Génova dejó a su hermano Juan Bautista. En cuanto llegó a Roma, se presentó en el Vaticano; pero, como no tenía credenciales, no pudo entrar. Pablo vio en ello una señal de que todavía no sonaba la hora de Dios y emprendió tranquilamente el viaje de vuelta. Pasó por las solitarias laderas de Monte Argentaro, que el mar separa casi enteramente de la península. El sitio le impresionó tanto, que poco después volvió con Juan Bautista, decidido a llevar en una de las ermitas abandonadas en aquel lugar, una vida tan austera como la de los padres del desierto. Más tarde, pasaron algún tiempo en Roma, donde recibieron las órdenes sagradas; pero en 1727, retornaron a Monte Argentaro, con la intención de fundar el primer noviciado, para el cual habían recibido ya la autorización pontificia.

En la empresa tuvieron que hacer frente a numerosas dificultades. Todos los primeros candidatos encontraron demasiado duro el régimen de vida y se volvieron atrás. Por otra parte, a causa de la amenaza de la guerra, los bienhechores no pudieron cumplir sus promesas. Finalmente, se desató una grave epidemia en los pueblos de los alrededores. Pablo y Juan Bautista, que habían recibido en Roma facultades de misioneros, se consagraron a dar los últimos sacramentos a los agonizantes, a cuidar a los enfermos y a reconciliar con Dios a los pecadores. Las misiones que predicaron por entonces tuvieron tal éxito, que pronto empezaron a llamarles de otros pueblos. Igualmente, solicitaron la admisión varios nuevos novicios (de los que no todos perseveraron) y, en 1737, se acabó de construir el primer «retiro» o monasterio pasionista. A partir de entonces, la congregación empezó a florecer, aunque las pruebas y decepciones no escasearon. En 1741, Benedicto XIV aprobó las reglas, un tanto mitigadas, e inmediatamente aumentó el número de vocaciones para la congregación. Seis años después, cuando los pasionistas tenían ya tres casas, se reunieron en capítulo general. Ya para entonces, la fama de sus misiones y de la austeridad de su vida se había divulgado por toda Italia. San Pablo en persona evangelizó casi todas las ciudades de los Estados Pontificios y la región de Toscana. El tema constante de su predicación era la Pasión de Cristo. Con una cruz en la mano y los brazos extendidos, el santo hablaba de los sufrimientos del Señor, en forma que conmovía aun a los más duros. Cuando se disciplinaba violentamente en público por los pecados del pueblo, hacía llorar aun a los soldados y a los bandoleros. Un oficial que asistió a una de las misiones confesó al santo: «Padre, yo he estado en muchas batallas, sin pestañear siquiera al tronar del cañón, pero la voz de vuestra reverencia me hace temblar de pies a cabeza». El apóstol trataba tiernamente a los penitentes en el confesionario, confirmándolos en sus buenos propósitos, exhortándolos a cambiar de vida y sugiriéndoles medios prácticos para perseverar en el buen camino.

Dios colmó a san Pablo de la Cruz de dones extraordinarios. El santo predijo el futuro, curó a muchos enfermos y, aun en su vida mortal, se apareció en varias ocasiones a personas que se hallaban muy distantes del sitio en que él se encontraba. En las ciudades, las gentes se arremolinaban a su alrededor, tratando de tocarle y de arrancarle un fragmento del hábito para guardarlo como reliquia, a pesar de que él desechaba toda muestra de veneración. En 1765, san Pablo tuvo la pena de perder a su hermano Juan Bautista, del que nunca se había separado y con quien le unía un cariño extraordinario. De temperamento muy diferente, ambos hermanos se completaban el uno al otro y luchaban juntos por adquirir la perfección. Desde que habían recibido la ordenación sacerdotal, se había confesado el uno con el otro, ejerciendo por turno el oficio de jueces. La única vez en que no estuvieron de acuerdo fue el día que Juan Bautista se atrevió a alabar a su hermano en su presencia. Ello hirió tan profundamente la humildad de san Pablo, que prohibió a su hermano que le dirigiese la palabra, lo cual resultó ser una penitencia tan dura para uno como para el otro. La nube de la desavenencia se esfumó finalmente al tercer día, cuando Juan Bautista pidió de rodillas perdón a su hermano. Jamás volvió a haber una dificultad entre ellos. En memoria de la amistad que los había unido, el Papa Clemente XIV confió, muchos años más tarde, a san Pablo de la Cruz, la basílica romana de San Juan y San Pablo.

En 1769, Clemente XIV aprobó definitivamente la nueva congregación. San Pablo hubiese querido retirarse entonces a la soledad, pues su salud se había debilitado mucho y el siervo de Dios consideraba terminada su tarea. Pero sus hijos se resistieron a cambiar de superior, y el Papa, que tenían gran cariño por el santo, quiso que pasase en Roma una temporada. Durante sus últimos años, san Pablo de la Cruz se consagró a la fundación de las religiosas pasionistas. Después de muchas dificultades, se inauguró en 1771 el primer convento, en Corneto; pero la mala salud del fundador le impidió asistir a la ceremonia y nunca llegó a ver a sus hijas espirituales vestidas con el hábito. Sintiéndose ya muy enfermo, mandó pedir al Papa su bendición, pero el Pontífice le respondió que la Iglesia necesitaba que viviese algunos años más. San Pablo mejoró un poco y vivió todavía tres años. Su muerte ocurrió el 18 de octubre de 1775, cuando tenía ochenta años. Su canonización tuvo lugar en 1867.

Lettere di S. Paolo della Croce, disposte ed annotate dal P. Amedeo della Madre del Buon Pastore (1924). Merece especial atención el diario espiritual de los cuarenta días de retiro en Castellazzo, en 1720, pues revela, más que cualquier otro documento, el trabajo de la gracia en el alma del santo. Existen numerosas biografías en varios idiomas. La primera fue la que escribió san Vicente Strambi. En 1924, apareció una edición corregida de la obra del P. Pío del Espíritu Santo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI 

 Paolo Francesco Danei Massari nació en Ovada, Italia, el 3 de enero de 1694. Era hijo de un comerciante. De dieciséis hermanos nacidos en la familia, solo sobrevivieron seis. Las penurias económicas marcaron su infancia. Viéndose obligado a trabajar y cambiar con frecuencia de domicilio, apenas pudo estudiar. Pero sus padres compensaron esta dificultad legándole un patrimonio inigualable para conocer y experimentar la verdadera sabiduría que procede de Dios. Luchino, su padre, le leía vidas de santos y le marcaba la senda que le convenía seguir, manteniéndole al abrigo de malas compañías. Su madre, Anna María, suscitó en él un amor inmenso por el Crucificado, enseñándole a acudir a Él ante cualquier contrariedad de la vida, que ya en su infancia determinó entregarle.
En un sermón se produjo lo que denominó su «conversión». Fue en 1713. Después de escuchar el pasaje evangélico: «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,5), «sintió un impulso irresistible de darse a una vida santa y perfecta», hizo confesión general, y tomó la vía penitencial alentado por la oración y lectura de las biografías de los santos que conocía. Junto a jóvenes afines, promovió una asociación de asistencia al prójimo; su palabra y ejemplo propició la consagración religiosa de algunos. Quiso ser mártir de la fe, y durante un año luchó en la cruzada impulsada por Clemente IX. Viendo que no era su camino, regresó junto a sus padres y llevó vida de intensa oración y penitencia. En ese periodo se le presentó un futuro halagüeño a nivel empresarial y personal, con un ventajoso matrimonio, aunque nada de ello logró seducirle.
En 1720, en sueños vio el hábito distintivo de la Orden que debía fundar, y a renglón seguido María le confirmaba que ésta debería tener como carisma el amor a la Pasión. De ahí brotó su hondo sentimiento: «Ser y hacer memoria del Crucificado y de los crucificados». Con permiso del obispo de Alejandría, que le impuso el hábito, se recluyó en un inhóspito y húmedo trastero de la sacristía de la iglesia de San Carlos, de Castellazzo. Ayunando, sin apenas descanso, compuso las reglas e inició la redacción de un «Diario espiritual» que tuvo que escribir por obediencia. Este era su afán:«No deseo saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno; solo deseo estar crucificado con Jesús».
Viviendo en soledad, emprendió su acción apostólica en zonas circundantes. Los destinatarios eran los niños a los que catequizaba. Difundió las Misiones Populares en el entorno con grandes frutos. Entre las primeras vocaciones hubo abandonos de los que pensaron que no podrían sobrellevar el rigor de la regla. Pero él siguió predicando, crucifijo en mano, con los brazos extendidos. Colocaba al lado una cruz de grandes proporciones y se dirigía al Crucificado. En su táctica apostólica, ensamblada con la fe, no había lugar para falsos pudores humanos. Cuando observaba que los corazones no se encendían ante el relato de los sufrimientos del Redentor, él mismo se infligía azotes ante el auditorio. A veces, aparecía con una corona de espinas en la cabeza. Había escrito: «el camino más corto para llegar a la santidad es el perderse enteramente en el abismo del sufrimiento del Salvador». Todo lo que tenía de inflexible a la hora de invitar a los pecadores a la conversión radical, se trocaba en comprensión y paciencia cuando los recibía en confesión; los animaba y confortaba haciéndoles ver la viabilidad de la perfección. Era claro en sus apreciaciones: «Si queréis, llevad un collar de perlas cuando salgáis, pero recordad que Jesús ha llevado una cuerda y una cadena al cuello».
En 1721 llegó a Roma soñando en la aprobación pontificia de la regla, pero fue tratado despóticamente por la guardia. Luego, ante la Virgen Salus Populi Romani,en la basílica de Santa María la Mayor, prometió «dedicarse a promover en los fieles la devoción a la Pasión de Cristo y empeñarse en reunir compañeros para hacer esto mismo». Su hermano carnal, Juan Bautista, se unió a él en Castellazzo; le acompañó en las misiones y fue su confesor hasta su muerte. En una ocasión hubo entre ellos un malentendido, y el santo le retiró la palabra. Tres días más tarde se postró de rodillas ante él y le pidió perdón. Después de intentos infructuosos para fundar, ambos se trasladaron a Roma; trabajaron en el hospital de San Gallicano. Fueron ordenados sacerdotes en 1727 por Benedicto XIII, quien les autorizó fundar, se instalaron en Monte Argentario y allí florecieron las vocaciones dando lugar al primer convento que se abrió en 1737.
Suavizada la regla por una comisión cardenalicia, Benedicto XIV la reconoció en 1741. En su carisma se hallaba la predilección por los pobres, aunque la idea rectora era infundir en todos el amor a Cristo crucificado ya que con él quedaría erradicada toda injusticia promovida por el pecado. «Cuando cometáis una falta, humillaos delante de Dios con profundo arrepentimiento, y luego, con un acto de gran confianza lanzad vuestra culpa al océano de su inmensa bondad». «Los sufrimientos de Jesús deben ser las joyas de nuestro corazón». «Cuando estéis angustiados por temores y dudas, decid a Jesús crucificado: ¡Oh, Jesús, amor de mi corazón, yo creo en ti, espero en ti, te amo sólo a ti!». Como no podía ser menos en alguien que amaba al Crucificado, tenía gran devoción por María que transmitió: «Rogad a María que bañe vuestro corazón con sus lágrimas dolorosas, con el fin de que tengáis un continuo recuerdo de la Pasión de Jesús y de sus penas maternales».
En 1771 fundó las Hermanas Pasionistas. En 1772 vio que se acercaba su muerte, solicitó la bendición del papa y éste le dijo que la Iglesia lo necesitaba. Tres años más tarde, el 18 de octubre de 1775, se apagó su vida. Dejaba atrás más de una decena de casas abiertas, dos centenares de misiones, 80 ejercicios espirituales e incontables conversiones. Había recibido el don de profecía y de milagros. Pío IX lo beatificó el 1 de mayo de 1853, y lo canonizó el 29 de junio de 1867..




Oremos

Señor, Dios nuestro, que la intercesión y el ejemplo de San Pablo de la Cruz, que tuvo un amor tan intenso a la cruz de Jesucristo, nos alcancen la gracia de abrazar con valor nuestra cruz de cada día. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.






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domingo 19 Octubre 2014

San Juan Brebeuf



Santos Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y compañeros, mártires
Santos mártires Juan de Brébeuf e Isaac Jogues, presbíteros y compañeros de la Orden de la Compañía de Jesús, en el día en que san Juan de la Lande, religioso, fue asesinado por los paganos en el lugar llamado Ossernenon, entonces en territorio del Canadá, el mismo lugar donde algunos años antes había conseguido la corona del martirio san Renato Goupil. Son venerados conjuntamente sus santos compañeros Gabriel Lalemant, Antonio Daniel, Carlos Garnier y Natal Chabanel, que, en la región canadiense, en días distintos, después de muchas fatigas en la misión del pueblo de los hurones para anunciar el evangelio de Cristo a aquellas gentes, terminaron muriendo mártires.
Las buenas intenciones del explorador Jacques Cartier, que en 1534 realizó grandes esfuerzos para implantar el cristianismo en el Canadá, así como los intentos en el mismo sentido de Samuel Champlaio, que fundó la ciudad de Québec en 1608, no dieron los resultados apetecidos. Sin embargo, por deseo expreso del rey Enrique IV de Francia, aquel mismo año de 1608, partieron hacia el Canadá dos sacerdotes jesuitas, Pierre Biard y Ennemond Massé, quienes llegaron a la Acadia (Nueva Escocia), se instalaron en Port Royal (ahora la ciudad de Annapolis) e iniciaron su tarea de evangelizar a los indios suriqueses. Su primer trabajo fue el de aprender el idioma. El padre Massé se internó en los bosques para vivir entre aquellas tribus nómadas y recoger todos los datos que pudiese sobre sus costumbres y su lengua, mientras que el padre Biard permaneció en el establecimiento de Port Royal, donde trataba de atraerse, con regalos de alimentos y golosinas, a los pocos indios que allí había, a fin de que le enseñaran las palabras necesarias para hablarles. Al cabo de un año, los dos sacerdotes habían adquirido los conocimientos indispensables para escribir un catecismo en la lengua indígena y comenzar a enseñarlo. Inmediatamente descubrieron que una de las dos tribus con las que tenían que vérselas, los etchemines, eran decididamente hostiles al cristianismo, en tanto que los suriqueses, si bien se mostraban mejor dispuestos, carecían de todo sentido religioso. No había uno que dejase de entregarse a la embriaguez y a la brujería, y todos, sin excepción, practicaban la poligamia.

Sin embargo, cuando se unieron a los misioneros los nuevos colonos franceses, otros dos sacerdotes jesuitas y un hermano lego, pareció que se hallaba por buen camino el trabajo de evangelización. Pero todo aquello quedó interrumpido bruscamente en 1613, cuando el capitán pirata de un buque mercante inglés, al frente de toda su tripulación, practicó una devastadora incursión en Port Royal, hubo un saqueo desenfrenado, todos los establecimientos de los colonos fueron incendiados y un grupo de quince de ellos, incluso el padre Massé, fueron metidos en una barca y dejados a la ventura en alta mar. Después, el capitán inglés partió en su nave hacia Virginia y se llevó consigo al padre Biard y al padre Quentin. Los misioneros se las arreglaron eventualmente para regresar a Francia, pero ya para entonces, la tarea de predicar el Evangelio entre los indígenas de la Acadia, quedó absolutamente paralizada.

Entretanto, Champlain, el gobernador de Nueva Francia, solicitaba con insistencia el envío de buenos religiosos, hasta que, en 1615, llegaron a Tadroussac varios franciscanos. Aquellos frailes trabajaron heroicamente durante algún tiempo, pero al ver que no les era posible obtener los hombres y los medios necesarios para desarrollar debidamente la tarea, solicitaron la ayuda de los jesuitas. En el mismo año, tres sacerdotes de la Compañía de Jesús desembarcaron en Québec, precisamente cuando los indígenas acababan de matar al fraile franciscano Vial y a su catequista y de arrojar sus cadáveres al río, en la parte de los rápidos que hasta hoy se conoce como Soult-au-Récollet. De los tres recién llegados, uno era el padre Massé que, a salvo de su anterior y terrible experiencia, regresaba a su antiguo campo de trabajo, pero los otros dos, el padre Brébeuf y el padre Charles Lalemant, eran nuevos en la difícil faena. Cuando el padre Jean de Brébeuf ingresó al seminario de la compañía en Rouen, a la edad de veinticuatro años, su constitución era tan débil y enfermiza, que no pudo proseguir el curso normal de los estudios, ni soportó los períodos de enseñanza durante largo tiempo. Por eso, causa asombro que aquel tuberculoso inválido se transformase, en pocos años, en el titánico apóstol de los hurones, cuya capacidad para soportar las penalidades, cuyo valor ante el peligro, cuya entereza y energía eran tan extraordinarias que cuando los indios lo mataron, bebieron su sangre para adquirir su valentía.

Como el padre Brébeuf no se atrevía a hacer frente en seguida a los hurones, permaneció durante algún tiempo con los algonquinos, en muy penosas condiciones de vida, para aprender su lengua y conocer sus costumbres. Al año siguiente, en compañía de un franciscano y de otro jesuita, se internó en la comarca de los hurones. Durante la caminata de casi mil kilómetros, hubo treinta y cinco ocasiones en que, a causa de los rápidos en las corrientes de los ríos, tuvieron que cargar con la canoa y con todos los bultos de sus provisiones para continuar a pie. Los tres sacerdotes establecieron por fin su residencia en el lugar llamado Tod's Point, pero muy pronto se ordenó el regreso de los dos compañeros del padre Brébeuf, y éste se quedó solo entre los hurones, cuya manera de vivir, menos nómada que la de otras tribus, brindaba mejores perspectivas a los misioneros para desarrollar su trabajo. No tardó mucho en descubrir que todos los pobladores de la región le miraban con desconfianza, tenían siniestras sospechas sobre sus actividades, le hacían responsable por cualquier calamidad o infortunio que les ocurriese y experimentaban un terror suspersticioso ante la cruz que campeaba sobre el techo de su cabaña. Durante aquel período, el padre Brébeuf fue incapaz de lograr una sola conversión entre los hurones y ya no hubo tiempo para hacer nuevos intentos, porque las circunstancias no le permitieron quedarse. La colonia francesa se hallaba desamparada: los ingleses habían cerrado el río San Lorenzo al tráfico de los colonos y no llegaba para éstos ningún abastecimiento ni ayuda desde Francia. El gobernador Champlain se vio obligado a rendirse; los colonos y los misioneros, expulsados, debieron regresar a su país y el Canadá se convirtió, por primera vez y por breve tiempo, en una colonia británica. Sin embargo, el infatigable Champlain se puso inmediatamente en actividad, llevó el asunto a los tribunales ingleses en Londres y pudo probar, de manera concluyente, que la invasión de la colonia era una usurpación injusta. En el año de 1632, Canadá volvió a manos de Francia.

Inmediatamente, se invitó a regresar a los franciscanos, pero como carecían de un número suficiente de misioneros, fueron los jesuitas, nuevamente los que se hicieron cargo del trabajo de evangelización. El padre Le Jeune, jefe de la misión, llegó a Nueva Francia en 1632, seguido por el padre Antoine Daniel y, en 1633, los padres Brébeuf y Massé, veteranos en aquellas lides, arribaron junto con el gobernador Champlain. El padre Le Jeune, que antes de abrazar el sacerdocio había sido hugonote, era un hombre de extraordinaria habilidad y amplia visión. Consideraba que la misión no era un asunto para unos cuantos sacerdotes y los pocos fieles que les apoyasen, sino una empresa de gran envergadura en la que deberían interesarse todos los católicos franceses. En consecuencia, concibió y realizó el plan de mantener bien informada a toda la nación sobre las verdaderas condiciones en el Canadá, por medio de una serie de descripciones gráficas, que se inició con la de sus experiencias personales sobre el viaje, las exploraciones y sus primeras impresiones respecto a los indígenas. Aquellas informaciones fueron escritas y enviadas a Francia en un término de dos meses para ser publicadas al terminar el año. Aquellos mensajes que se conocen como las «Relaciones Jesuíticas», se intercambiaron casi sin interrupción entre la «Nueva» y la «Vieja» Francia y, con frecuencia, comprendían cartas de los otros jesuitas como Brébeuf y Perrault. Las relaciones despertaron muy vivo interés, no sólo en Francia, sino en toda Europa, a tal punto que, desde su publicación, se inició una gran corriente de emigración desde el Viejo Continente y muy pronto, buen número de religiosos, hombres y mujeres, llegaron a trabajar entre los indios y a dar ayuda espiritual a los colonos. El padre Antoíne Daniel, que habría de ser el compañero del padre Brébeuf durante algún tiempo, era, como éste, natural de Normandía. Seguía los estudios de leyes cuando decidió ingresar en la Compañía de Jesús y, antes de partir hacia el Nuevo Mundo, había estado en estrecho contacto con todos los que le pudieran informar sobre la misión del Canadá.

Cuando los hurones llegaron a Québec para asistir a la feria anual, se mostraron muy contentos al ver de nuevo al padre Brébeuf y se agruparon en torno suyo para oírle hablar en su propia lengua. Muchos de los indígenas le pidieron que regresase con ellos a su comarca y él estaba muy bien dispuesto a seguirles, pero a última hora, los hurones atemorizados por las amenazas de un caudillo de Ottawa, rehusaron la compañía del sacerdote. Durante la feria del año siguiente, sin embargo, los hurones mismos rogaron al padre Brébeuf, al padre Daniel y a otro sacerdote llamado Darost, que fuesen a morar con ellos como sus huéspedes. Tras una jornada llena de penurias, durante la cual fueron incluso robados y abandonados por sus guías, llegaron los tres jesuitas a su destino, donde los propios hurones les construyeron una amplia cabaña. Brébeuf enseñó a sus compañeros el idioma local y muy pronto, el padre Daniel, que demostró ser un alumno aventajado, pudo recitar con los niños el Padre Nuestro, durante las reuniones que congregaba el padre Brébeuf en su cabaña. La religión, tal como la entendían los indios, se fundaba exclusivamente en el temor, y los misioneros debieron conformarse con empezar a enseñarles lo que buenamente pudiesen aprender. «Comenzaron a catequizarlos», escribió Brébeuf, «inculcándoles la memorable verdad de que sus almas son inmortales y que, después de la muerte del cuerpo, se van al infierno o al cielo. De esta manera nos acercamos a ellos en público o en privado. Yo les explico que en sus manos está elegir lo que quieran para su vida eterna». Hubo por entonces una época de gran sequía y amenazaba con declararse el hambre; los brujos del lugar no podían hacer nada para atajar la catástrofe, y todos los indios estaban al borde de la desesperación.

Entonces apelaron al padre Brébeuf, quien les recomendó que se dedicaran a la oración e inició con ellos una novena; en el último día de oraciones cayó la lluvia en abundancia y se salvaron las cosechas. Los hurones quedaron muy impresionados; pero los ancianos de la tribu se aferraban a sus antiguas tradiciones y los hombres maduros y los jóvenes eran indiferentes y despreocupados. Los misioneros jesuitas nunca administraban el bautismo a los adultos, sin haberlos sometido antes a una larga preparación en la que dieran pruebas de constancia; sólo bautizaban a los enfermos que estuviesen a punto de morir, de los cuales había siempre bastantes, debido a la persistencia de las epidemias. Los niños, en cambio, eran dóciles y estaban bien dispuestos a aprender y, sin embargo, los vicios se practicaban tan abiertamente, que era casi imposible evitar que los pequeños se contaminaran con las degeneraciones de sus mayores. Por lo tanto, se decidió establecer en Québec un seminario para los indígenas, y el padre Daniel, con dos o tres niños hurones, partió a la ciudad para fundar lo que llegó a ser el centro de las esperanzas de los misioneros. El propio padre Daniel era el maestro, el tutor, el enfermero y el compañero de juegos de los primeros seminaristas. Durante algún tiempo, el padre Brébeuf se quedó solo entre los hurones y aprovechó aquella circunstancia para escribir un tratado de instrucciones, que posteriormente fue famoso, destinado a los que acudiesen a participar en las misiones entre los indígenas.

En 1636, llegaron otros cinco jesuitas, de entre los cuales dos estaban destinados a figurar en el número de los mártires: el padre Jogues, que llegó a ser el apóstol de la nueva nación indígena, y el padre Garnier. Isaac Jogues, natural de Orléans, ingresó a los diecisiete años de edad al noviciado de la Compañía en Rouen y de allí pasó al colegio real de La Fleche, considerado por Descartes como el primer colegio de Europa. Después de su ordenación, fue destinado al Canadá y emprendió el viaje junto con el gobernador de Nueva Francia, Huault de Montmagny. Charles Garnier era un parisino educado en el Colegio de Clermont. A los diecinueve años ingresó al noviciado y, después de su ordenación, en 1635, se ofreció para la misión del Canadá. Partió junto con Jogues en 1636. Garnier tenía entonces treinta años y Jogues veintinueve. Mientras el padre Brébeuf estuvo solo entre los hurones, presenció la conmoción de los preparativos de guerra para rechazar una invasión de los iroqueses, los enemigos tradicionales, y tras las batallas, fue testigo obligado de la espantosa escena de las torturas y la muerte de un prisionero iroqués. El sacerdote no pudo hacer nada para evitar aquellas crueldades increíbles, pero como había bautizado al cautivo poco antes, se impuso la obligación de permanecer a su lado para alentarlo y ayudarlo a bien morir. Así presenció la manifestación de un nuevo aspecto del carácter de los indígenas, que fue toda una revelación para él. «La forma en que se burlaron de su víctima, fue verdaderamente diabólica», escribió el padre Brébeuf. «Mientras más quemaban sus carnes y rompían sus huesos, más le halagaban y aun le acariciaban. Fue una horrible tragedia que duró toda la noche». No sabía por entonces el sacerdote que presenciaba lo mismo que él iba a sufrir.

Cinco de los misioneros recién llegados partieron inmediatamente a reunirse con el padre Brébeuf, y el padre Jogues, que no había sido destinado a los hurones, también fue a sumarse a la misión unos meses después. Una de las frecuentes epidemias que asolaba por entonces la región, atacó a varios de los nuevos misioneros y, a pesar de que éstos, aún los convalescientes, ayudaban en todo lo posible a los indios enfermos, los hechiceros del lugar se encargaron de hacer correr el rumor de que la llegada de los extranjeros era la causa del mal que atacaba a los indígenas. A duras penas y sólo temporalmente, hicieron frente los misioneros a aquella campaña de calumnias.

No obstante todos aquellos contratiempos, en el mes de mayo de 1637, Brébeuf se sintió impulsado a escribir al padre general de su orden en estos términos: «Se nos escucha con complacencia, hemos bautizado a más de 200 este año y desde casi todas las aldeas y caseríos de la comarca se nos ha invitado a visitarlos. Por otra parte, como resultado de esta última epidemia y de los rumores que hicieron circular los brujos, las gentes nos conocen más y mejor y, por lo menos, a juzgar por nuestra conducta, comprenden que no hemos venido a comprar pieles ni a comerciar con ellos, sino únicamente a enseñarles y a procurar para ellos la salvación de su alma y, a fin de cuentas, la felicidad que durará eternamente». No pasó mucho tiempo, sin que la esperanza de los misioneros recibiese un nuevo golpe, a causa del resurgimiento de las sospechas de los indígenas, que culminó en un consejo de veintiocho ancianos de la tribu que, prácticamente, sometieron a juicio en ausencia a todos los sacerdotes misioneros. Ante las acusaciones, el padre Brébeuf se defendió y defendió a sus compañeros brillantemente, pero al cabo de nuevos concilios e interrogatorios, se le informó que, por decisión del pueblo, él y sus compañeros debían morir. Los misioneros tomaron las cosas con calma; entre todos, redactaron un último informe y declaración para sus superiores y, después, el padre Brébeuf invitó a los indios a su fiesta de despedida. En el transcurso de aquel ágape, el sacerdote les habló sobre la vida después de la muerte, con palabras tan sencillas y acento tan emocionado, que los indígenas se conmovieron, proclamaron su decisión de que el padre Brébeuf se quedara con ellos y se comprometieron a dejar en paz a los otros misioneros.
Se estableció una segunda misión en la cercana localidad de Teanaustaye y el padre Lalemant quedó a cargo de la nueva casa y de la antigua, mientras que el padre Brébeuf se puso al frente de una tercera casa, llamada Sainte-Marie, a corta distancia de los caseríos indígenas. Aquel establecimiento fue como la oficina central de las misiones y el cuartel general de los sacerdotes y sus ayudantes, así como el refugio para los labradores y soldados franceses. Allí se construyeron un hospital y un fuerte, se estableció un cementerio y, durante cinco años, los misioneros trabajaron con perseverancia. Con frecuencia, emprendieron largas y peligrosas expediciones a los territorios de otras tribus, como los petum o indios del tabaco, los ojibways y los neuters, que vivían en las tierras al norte del lago Erie. Era muy rara la ocasión en la que aquellos indígenas recibían bien la visita de los sacerdotes. En 1637, el primer indígena adulto recibió el bautismo; dos años más tarde, se habían bautizado otros ochenta y, en 1641, sesenta más recibieron el sacramento. Las cifras no indicaban un gran progreso, pero en cambio demostraban que era posible la conversión de los indígenas. El padre Lalemant, en la relación que escribió en 1639, decía: «A veces nos hemos preguntado si podemos tener esperanzas en la conversión de este país, sin llegar al derramamiento de sangre». Al mismo tiempo, por lo menos dos de los misioneros, el padre Brébeuf y el padre Jogues, oraban de continuo para tomar parte en la gloria del sufrimiento, aunque no del martirio.

En el año 1642, el país de los hurones se hallaba asolado por las calamidades: las cosechas eran muy pobres, abundaban las enfermedades y no había manera de obtener ropa. Québec era la única fuente de abastecimientos y, por acuerdo general de los misioneros, se eligió al padre Jogues para que condujera una expedición a la ciudad. El sacerdote llegó con bien a su destino y emprendió el regreso con abundantes provisiones para la misión, pero los iroqueses, acérrimos enemigos de los hurones y los más feroces de los indígenas de las tribus, estaban al acecho y habían tendido una emboscada a los expedicionarios. La historia del ataque, del cautiverio, de los malos tratos, de las torturas a que fueron sometidos los expedicionarios, no puede relatarse aquí. Basta informar que el padre Jogues y su ayudante, René Goupil, aparte de haber sido apaleados varias veces y golpeados por los puños de sus captores, tuvieron que soportar que les arrancaran el pelo de la cabeza y de las barbas, así como las uñas de todos los dedos, y todavía el dedo índice les fue arrancado a mordizcos hasta su nacimiento. Pero lo que más apenaba al sacerdote era la crueldad brutal con que fueron tratados los indígenas cristianos convertidos por él. El primero en morir martirizado el 29 de septiembre de 1642, fue René Goupil, despedazado por las hachas (tomahawks) que le arrojaban desde cierta distancia, por haber hecho el signo de la cruz sobre la cabeza de algunos niños. Aquel René Goupil fue un hombre extraordinario. Se había esforzado por formar parte de la Compañía de Jesús e incluso había ingresado en el noviciado, pero su precaria salud le obligó a abandonar el intento. Entonces, siguió la carrera de medicina y se las arregló para trasladarse al Canadá, donde ofreció sus servicios a los misioneros, cuya fortaleza llegó a emular.

El padre Jogues permaneció como esclavo entre los mohawks, una de las tribus de los iroqueses, quienes ya habían decidido matarlo. Debió su liberación a los colonos holandeses que, desde que se enteraron de las penurias que sufrían los cautivos, habían tratado de salvarlos. Gracias a las gestiones del gobernador del Fuerte Orange y del gobernador de la colonia de Nueva Holanda, el padre Jogues fue embarcado en una nave que le condujo a Inglaterra y de allí se trasladó a su nativa Francia, donde su arribo despertó inusitado interés. Como tenía los dedos mutilados, le estaba vedado celebrar la misma, pero el papa Urbano VIII le otorgó un permiso especial para hacerlo, puesto que «sería una injusticia que un mártir por Cristo no beba la sangre de Cristo». A principios de 1644, el padre Jogues navegaba otra vez hacia la Nueva Francia. Al llegar a Montreal, que acababa de ser fundada, comenzó a trabajar entre los indios de las proximidades, en espera del momento de volver a la comarca de los hurones, un viaje que era cada vez más peligroso, porque los indios iroqueses estaban al acecho a Io largo de todo el camino. Por aquel entonces y en forma inesperada, estos indígenas enviaron una embajada a la localidad de Tres Ríos, para gestionar la paz. El padre Jogues, que se hallaba presente en los parlamentos, advirtió que no habían acudido los representantes de Ossernenon, la aldea principal de la tribu. Además, en el curso de las pláticas, resultó evidente que los iroqueses sólo querían hacer las paces con los franceses y no con los hurones. De todas maneras, se resolvió enviar una delegación de Nueva Francia para parlamentar con los jefes iroqueses en Ossernenon. y el padre Jogues fue nombrado principal embajador, junto con Jean Bourdon, que representaba al gobierno de la colonia.

La comitiva partió por la ruta del Lago Champlain y el Lago George y, luego de emplear los días de una semana en confirmar los detalles del pacto, regresó a Québec. El padre Jogues dejó en Ossernenon una gran caja llena de artículos religiosos, porque tenía la intención de regresar como misionero entre los mohawks y le resultaba conveniente deshacerse de uno de los bultos. Aquella caja fue la causa de su martirio. Antes del arribo de la comitiva, los mohawks habían recolectado una mala cosecha y, tan pronto como partieron los embajadores, asoló a la comarca una terrible epidemia que los indígenas achacaron a «los demonios escondidos en la caja del padre Jogues». Por eso, en cuanto supieron que el sacerdote realizaba una tercera visita a sus aldeas, le tendieron una celada en la que cayeron él y su compañero Lalande. Ambos fueron golpeados, despojados de todo lo que llevaban y conducidos a Ossernenon, medio desnudos y atados con cuerdas. Sus captores eran miembros de la tribu del Oso y, si bien los indígenas de otros grupos familiares trataron de proteger a los cautivos y decidir su suerte en un consejo, los primeros se negaron a toda clemencia. En la tarde del 18 de octubre, el padre Isaac Jogues fue invitado a comer en una cabaña y, tan pronto como entró, los indígenas ahí reunidos le arrojaron sus hachas y le dieron muerte. Cortaron la cabeza al cadáver y la colocaron en la punta de un palo, vuelta en dirección al camino por donde había llegado el sacerdote*. Al día siguiente, su compañero Jean Lalande y el guía, un indígena hurón, fueron igualmente muertos a hachazos, decapitados y arrojados sus cuerpos al río. Esta ciudad de Ossernenon, escenario de los martirios, fue el sitio donde, diez años más tarde, vino al mundo la beata Catalina Tekakwitha. Jean Lalande, lo mismo que René Goupil, era un donné o «donado» de la misión. El martirio del padre Jogues decidió la suerte de los hurones, cuya única esperanza de obtener la paz radicaba en los buenos oficios del misionero entre sus feroces enemigos, los iroqueses. Por aquel entonces, los hurones comenzaban a aceptar la fe cristiana en número considerable y había veinticuatro misioneros, incluso el padre Daniel, trabajando entre ellos. En realidad, el país de los hurones estaba en camino de hacerse cristiano y, si hubiesen gozado de un período de paz, toda la tribu se habría convertido, pero los iroqueses no cesaban en sus hostilidades. Después de una serie de ataques y saqueos a las aldeas huronas, sin que se salvase ninguno de los habitantes, el 4 de julio de 1648, aparecieron en Teanaustaye, precisamente cuando el padre Daniel acababa de celebrar la misa. A la vista del enemigo, se apoderó de todos un gran pánico y muchos de entre ellos buscaron amparo junto al sacerdote, quien comenzó a bautizarlos rápidamente. Pero eran tantos los que le imploraban el sacramento en presencia del peligro, que acabó por mojar su pañuelo y los bautizó colectivamente, por aspersión. Entretanto, los iroqueses se adueñaban de la aldea, palmo a palmo, y los fieles instaban al padre Daniel para que escapara, pero éste se negó y, en vez de huír, fue a visitar a algunos ancianos y enfermos que, desde tiempo atrás, preparaba para el bautismo. Hizo un rápido recorrido por las cabañas para alentar a los asustados pobladores y regresó a la iglesia, que encontró llena de cristianos indígenas. Les habló para darles instrucciones a fin de que escaparan mientras pudieran hacerlo y, luego, salió solo de la iglesia para ir al encuentro del enemigo. Al ver los iroqueses al padre Antoine Daniel le rodearon y comenzaron a dispararle flechas hasta que cayó muerto. Desnudaron el cadáver, lo arrojaron dentro de la iglesia y prendieron fuego al edificio. Como dice el narrador de aquel martirio, «el padre Daniel no podía haber sido más gloriosamente consumido que en la pira de aquella capilla ardiente».

Durante el año siguiente, el 16 de marzo de 1649, los iroqueses atacaron la aldea en que se hallaban los padres Jean De Brébeuf y Gabriel Lalemant. De entre los jesuitas que llegaron a Nueva Francia, Gabriel Lalemant fue el último de los mártires. Dos de sus tíos habían sido misioneros en el Canadá, y él mismo, después de hacer sus votos como sacerdote jesuita en París, agregó un cuarto voto: el de ofrecer su vida en sacrificio por la salvación de los indios. Tuvo que aguardar catorce años para cumplir con aquel voto. Las torturas a que fueron sometidos los dos sacerdotes, fueron de las más atroces de cuantas registra la historia. Después de desnudarlos completamente y golpearlos con palos en todas las partes de sus cuerpos, el padre Rrébeuf se incorporó a duras penas y comenzó a exhortar y alentar a los cristianos que le rodeaban. A uno de los dos sacerdotes le fueron cortadas ambas manos; a los dos les aplicaron barrotes de hierro calentados en las hogueras, en los sobacos y los costados y les pusieron sobre los hombros collares hechos con puntas de lanza calentadas al rojo. Después, los verdugos les colocaron en torno a la cintura, fajas de corteza de árboles bañadas en resinas, a las que prendieron fuego. En medio de aquellos tormentos atroces, el padre Lalemant levantó la vista al cielo e imploró a Dios con gestos y ademanes, mientras que el padre Brébeuf mantenía tensos los músculos de su cara, que parecía de piedra, corno si fuese insensible al dolor. En un momento dado, como si hubiese recuperado el conocimiento de pronto, comenzó a hablar a sus verdugos y a los cristianos cautivos hasta que aquéllos, para hacerle callar, le cortaron la punta de la nariz y desgarraron sus labios y luego, corno una burlesca simulación del bautismo, vertieron sobre él y su compañero, calderos de agua hirviente. Por último, comenzaron a cortarles grandes trozos de carne que arrojaban al fuego para asarla y, luego, a los dos, les abrieron una gran incisión sobre el pecho y les sacaron el corazón, no sin antes recoger la sangre en cuencos para beberla cuando aún estaba caliente.

El martirio de los dos misioneros y la matanza de hurones, lejos de satisfacer la ferocidad de los iroqueses, avivó su sed de sangre. Antes de que terminara el año de 1649, ya habían penetrado hasta la comarca de Tabaco, donde el padre Charles Garnier había fundado una misión en 1641 y donde los jesuitas tenían ya dos casas. Cuando los habitantes de la aldea de Saint-Jean supieron que se acercaba el enemigo, enviaron a los hombres a su encuentro, pero los atacantes, informados por sus espías sobre la indefensa condición en que había quedado el caserío, dieron un rodeo para evitar el encuentro con los guerreros enviados en su contra y llegaron a Saint-Jean por sorpresa. En el curso de la indescriptible orgía de sangre que se produjo durante el ataque, el padre Garnier, el único sacerdote en aquella misión, corría de un lugar a otro, a la vista del enemigo, para dar la absolución a los cristianos moribundos, bautizar a los niños y a los catecúmenos y consolar a los que pudiera, sin cuidarse para nada del propio peligro. Cuando se afanaba en aquellos menesteres, fue muerto por los disparos del mosquete de un iroqués. Aun cuando estaba herido de muerte, hizo un esfuerzo para arrastrarse a atender a otro moribundo que estaba cerca, pero luego de algunos vanos intentos, quedó exánime en el suelo y un indio que pasaba a la carrera, para rematarlo, le arrojó el hacha que se le quedó clavada en la cabeza. Terminada la matanza, algunos de los indios cristianos sepultaron los restos del padre Garnier en el lugar donde había estado su iglesia.

El padre Noël Chabanel, el misionero que trabajaba junto con el padre Garnier, se hallaba ausente en el momento del ataque, pero no pudo escapar. Precisamente caminaba hacia su misión con algunos hurones cristianos, cuando oyó la gritería de los iroqueses que regresaban de Saint-Jean. El sacerdote dió instrucciones a sus fieles para que huyesen y se ocultasen en los bosques y, cuando todos se hubieron dispersado, se dispuso a seguirlos. A paso lento, porque estaba exhausto, se internó en la espesura y, desde entonces no se volvió a saber nada de él. Algún tiempo después, un hurón apóstata confesó que había matado a puñaladas al padre Chabanel, simplemente por su odio a la fe cristiana. No fue Chabanel el menos heroico entre los mártires. Es cierto que no poseía la misma capacidad para adaptarse que los demás; nunca pudo aprender el idioma de los «salvajes», como él les llamaba, y experimentaba una sincera repugnancia al verlos, al tratarlos, ante su manera de comer y de vivir. Además, durante toda su estadía en el Canadá, había experimentado una sequedad espiritual que le hacía sufrir terriblemente. Y sin embargo, a fin de atarse de manera inviolable al trabajo que aborrecía, hizo el voto solemne ante el Santísimo Sacramento, de permanecer en la misión hasta su muerte. El sacrificio de aquellos nobles mártires dio un resultado maravilloso, puesto que no había transcurrido mucho tiempo después de su muerte, cuando las verdades que ellos proclamaban fueron aceptadas por todos, aun por sus mismos verdugos, y los misioneros que les sucedieron, conquistaron para el cristianismo a todas las tribus con las que tuvieron relaciones los primeros jesuitas llegados al Canadá.

La principal de las fuentes de información relativas a estos mártires es, por supuesto, la colección de las cartas, informes y relaciones de los propios misioneros. Estos documentos están al alcance de todos los interesados, en las varias ediciones y traducciones de Las Relaciones Jesuíticas. Entre los varios libros que proporcionan narraciones más concretas, pueden mencionarse The Jesuit Martyrs of North America (1925), de J. Wynne; The Jesuit Martyrs of Canada (1925), de E. J. Devine y el Pioneer Priest of North America, de T. J. Campbell, en versiones en inglés. En francés, se cuenta con Martyrs de la Nouvelle France, de Rigaul et Goyau y Martyrs du Canadá (1930), de H. Fouquenay, que debe ser recomendada por su excelente bibliografía. Muchos historiadores no católicos han rendido tributo generoso a estos gloriosos misioneros, sobre todo F. Parkman en The Jesuits in North America (1868).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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SAN JUAN DE BRÉBEUF Y SAN ISAAC JOGUES Y COMPAÑEROS MÁRTIRES S. XVII  San Juan de Brébeuf y otros misioneros fueron de los primeros exploradores blancos en establecerse en lo que hoy en día es Ontario.  
Siguiendo a los mercaderes de pieles, fray Brébeuf y otros sacerdotes fueron al Nuevo Mundo para tratar de convertir al cristianismo a los nativos americanos. Decir que encontraron resistencia es un eufemismo; fueron torturados y matados, y sus misiones destruidas. Como misioneros, su éxito fue problemático. Como exploradores se las arreglaron algo mejor, convirtiéndose en parte de los anales de la historia.  
Los ocho jesuitas franceses que fueron ejecutados por ser seguidores de Jesús Dios nuestro Señor en América del Norte en el siglo XVII se pueden distribuir en dos grupos: unos padecieron el martirio cerca de Auriesville, en el actual Estado de Nueva York, en territorio de los iroqueses: son San Renato Goupil-el protomártir de América (29 de septiembre de 1642) y los Santos Isaac Jogues y Juan de La Lande (18 de octubre de 1648).  
Los demás recibieron la muerte en territorio de Canadá habitado por los hurones: son los Santos Carlos Daniel (4 de julio de 1648), Juan de Brebeuf y Gabriel Lalemant (16 de marzo de 1649), Natal Chabanel (diciembre de 1649) y Carlos Garnier (7 de diciembre de 1642). Isaac Jogues había sido apresado y torturado por los iroqueses en 1642.   Más tarde, liberado por los holandeses, había regresado a Francia donde produjo enorme impresión el relato de sus sufrimientos. Pero quiso retornar de nuevo, al cabo de tres meses: «Mis pecados, escribía, me han hecho indigno de morir entre los iroqueses»
El Señor no había de tardar en atender el deseo de su siervo, de quien pudo afirmar un compañero que «era un alma pegada, si cabe hablar así, al Santísimo Sacramento». Juan de Brébeuf, el hombre más notable del grupo, era un místico profundamente unido a Dios en la oración y la penitencia.    
Había hecho el voto de no huir jamás de la ocasión del martirio. En cuanto a Natal Chabanel, al que le torturaba la tentación de pedir su retorno a Francia, hizo, el día del Corpus Christi en 1647, el «voto de estabilidad perpetua en esta Misión de los Hurones».   Isaac Jogues fue el primer sacerdote católico que pisó Nueva Ámsterdam, hoy Nueva York; cayó prisionero de los iroqueses que le torturaron hasta mutilarle ambas manos, consiguió huir, fue recibido en Francia con grandes honores y, de nuevo en el Canadá, murió de un golpe de tomahawk en la cabeza.  
Compañero suyo de martirio fue el hermano Jean Lalande. En la hoguera perecieron Antoine Daniel y Gabriel Lalemant, y los demás son Charles Garnier, muerto a hachazos, Jean de Brébeuf, que expiró después de torturas inauditas, René Goupil y Noel Chabanel, quien sentía tanta repugnancia por el ambiente en que se encontraba que hizo voto solemne de no abandonar su puesto.  
Ninguno abandonó su puesto, y cuando se les canonizó colectivamente en 1930 la iglesia les hizo modelos de las prioridades espirituales sobre la propia vida.




Oremos

Dios nuestro, que consagraste las primicias de la fe en las regiones de la América del Norte con la predicación y la sangre de los santos Juan de
Brébeuf, Isaac Jogues y compañeros mártires, haz que, por su intercesión, vaya floreciendo y fructificando día a día en todo el mundo una abundante cosecha de nuevos cristianos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



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domingo 19 Octubre 2014

San Joel Profeta



San Joel, santo del AT
Conmemoración de san Joel, profeta, que anunció el día grande del Señor y el misterio de la efusión del Espíritu sobre toda criatura, lo que Dios tuvo a bien hacer llegar a su pleno cumplimiento en la persona de Cristo, el día de Pentecostés.
El libro de Joel es pequeño, apenas cuatro capítulos, o casi mejor se diría tres y medio, a juzgar por la brevísima extensión del capítulo tercero. Pero los problemas que plantean las alusiones históricas y las muchas alusiones literarias que contiene, justifican que al autor se lo haya situado en una época tan temprana como el siglo VIII aC. o tan tardía como el III. Sí, así de indeterminado se nos presenta el autor, del que sólo sabemos su nombre y filiación: Joel, hijo de Petuel (o Fetuel). Sobre su persona nada más podemos decir con certeza. Podemos deducir que se trata de alguien de elevada cultura, porque maneja el idioma y las convenciones poéticas con fluidez. Se ha tratado de relacionarlo con los «profetas cultuales», profetas sacerdotes o estrechamente relacionados con el culto del templo, pero nada hay de decisivo al respecto en el libro.
Lo más interesante, sin embargo, no es su persona sino el libro mismo, la mirada que propone. Abre con una grandiosa visión de la naturaleza: el profeta contempla una plaga de langostas, seguida de una sequía. la descripción es completamente realista, como de quien verdaderamente ha visto aquello de lo que habla. Sin embargo, las referencias a estos hechos naturales, van mezclando frases que ya no se refieren a la devastación de la naturaleza, sino a la devastación sufrida por el pueblo de Dios, arrasado por los enemigos. Una y otra referencia se entretejen:

«El campo ha sido arrasado, en duelo está el suelo, porque el grano ha sido arrasado, ha faltado el mosto, y el aceite virgen se ha agotado. ¡Consternaos, labradores, gemid, viñadores, por el trigo y la cebada, porque se ha perdido la cosecha del campo! Se ha secado la viña, se ha amustiado la higuera, granado, palmera, manzano, todos los árboles del campo están secos. ¡Sí, se ha secado la alegría de entre los hijos de hombre! ¡Ceñíos y plañid, sacerdotes, gemid, ministros del altar; venid, pasad la noche en sayal, ministros de mi Dios, porque a la Casa de vuestro Dios se le ha negado oblación y libación!»
A la enormidad de toda esta destrucción en la naturaleza y en la tierra de Yahvé, el profeta le opone un tercer plano: el «Día de Yahvé», en el que él se levanta para destruir a su vez a sus enemigos, los enemigos de Israel, e instaurar definitivamente su Reino. Llega finalmente la paz, llega la restauración definitiva, pero no suavemente, sino por una lucha que el poeta describe con imágenes y alusiones que se hunden en el lenguaje de los demás profetas. Si, por ejemplo, Isaías describía la gran instauración del reinado de Yahvé con estas palabras: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas» (Is 2,4b), Joel no deja de lanzar esta advertencia: «Forjad espadas de vuestros azadones y lanzas de vuestras podaderas», en clara alusión inversa al dístico de Isaías.
La visión inicial, naturalista de Joel adquiere, en conjunto, un tono apocalíptico, que bien conocemos por otros poetas apocalípticos de la misma Biblia y de fuera de ella también: «Y realizaré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, fuego, columnas de humo. El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, ante la venida del Día de Yahveh, grande y terrible.» (Jl 3,3-4). La destrucción y el juicio, sin embargo, no son más que el prólogo de la instauración de una paz y una comunión con Yahvé como hasta ahora nunca han tenido los hombres: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días.» (Jl 3,1-2) Promesa que retoma el Martirologio para relacionarla con la efusión del Espíritu en Pentecostés.
El libro está muy presente en la liturgia, ya que se leen en ella muchos versículos, sea en la misa, o en las horas del oficio. Sin embargo, esas lecturas fragmentarias, aunque logran extraer el tono de grandiosidad y esperanza de la promesa divina, pierden un poco el sentido de unidad de este poema, que mezcla todo el tiempo los tres planos, de la naturaleza, de la historia de Israel, de la escatología del mundo, en una unidad que vale la pena percibir.








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