domingo
19 Octubre 2014
San
Pablo de la Cruz
San Pablo de la Cruz, presbítero y fundador
San Pablo de la Cruz,
presbítero, que desde su juventud destacó por su vida penitente, su celo
ardiente y su singular caridad hacia Cristo crucificado, al que veía en los
pobres y enfermos. Fundó la Congregación de Clérigos Regulares de la Cruz y de
la Pasión de Jesucristo, y pasó a la gloria en Roma, el día dieciocho de
octubre.
San Pablo de la Cruz,
fundador de los Pasionistas, nació en Ovada, en la República de Génova, en
1604, casi al mismo tiempo que Voltaire. Pablo Francisco era el hijo mayor de
Lucas Danei, hombre de negocios de
buena familia. Tanto éste como su esposa eran excelentes cristianos. Siempre
que Pablo empezaba a llorar por cualquier motivo, su madre le mostraba el
crucifijo y le hablaba de los sufrimientos de Cristo. Así, fue formando poco a poco
en el niño, la gran devoción a la Pasión, que había de distinguirle toda su
vida. El padre de Francisco leía en familia las vidas de los santos y exhortaba
a sus hijos a guardarse de los peligros del juego y de los pleitos. Aunque
Pablo era una de esas almas selectas que se entregan a Dios desde la infancia,
a los quince años, un sermón que oyó le dejó convencido de que no correspondía
suficientemente a la gracia. Así pues, luego de hacer una confesión general,
emprendió una vida de austeridad: dormía en el suelo, pasaba varias horas de la
noche en oración y tomaba severas disciplinas. En estas prácticas le imitaba su
hermano, Juan Bautista, dos años menor que él. También fundó una especie de
sociedad de santificación mutua con sus amigos, varios de los cuales entraron
más tarde en la vida religiosa. En 1714, Pablo partió a Venecia para responder
al llamado del Papa Clemente XI, quien había pedido voluntarios para la guerra
contra los turcos; pero un año después se dio de baja, convencido de que no
estaba hecho para la vida militar. Sintiendo que Dios no le llamaba tampoco a
una vida ordinaria en el mundo, rechazó una cuantiosa herencia y un matrimonio
brillante. Pero antes de que él o sus directores lograsen descubrir su
verdadera vocación, vivió varios años en casa de sus padres, en Castellazzo de Lombardía, donde
mediante la práctica de la oración constante, alcanzó un alto grado de
contemplación.
En tres extraordinarias
visiones que tuvo, en 1720, observó un hábito negro sobre el que estaba grabado
el nombre de Jesús, en caracteres blancos, bajo una cruz, a la altura del
pecho. En la tercera de esas visiones, la Santísima Virgen, vestida con el hábito
negro, le ordenó que fundase una congregación cuyos miembros vistiesen ese
hábito y sufriesen constantemente por la pasión y muerte de Cristo. Pablo
presentó por escrito un relato de sus visiones al obispo de Alejandría, el cual
consultó con varias personas de autoridad, entre las que se contaba el
capuchino Columbano de Génova, antiguo
director espiritual de Pablo. Conociendo la heroica vida de virtud y oración
que el joven había llevado desde niño, todos declararon que se trataba,
realmente, de una vocación señalada por Dios. Entonces, el obispo autorizó a
Pablo a seguir el divino llamamiento y le confirió el hábito negro. La insignia
de la cruz la reservó hasta que el Papa aprobase la nueva fundación. Pablo
empezó inmediatamente a redactar las reglas de la futura congregación. Durante
cuarenta días se retiró a una oscura y húmeda celda triangular, contigua a la
sacristía de la iglesia de San Carlos de Castellazzo, donde vivió a pan y agua y durmió en un lecho de paja. Las
reglas que redactó entonces, sin consultar ningún libro, son sustancialmente
las mismas que observan actualmente los pasionistas.
Después de ese retiro,
permaneció algún tiempo con Juan Bautista y otro discípulo, en las cercanías de
Castellazzo, ayudando al clero en la
catequesis y dando misiones con gran éxito. Pero pronto comprendió que, para
cumplir plenamente su misión, necesitaba la aprobación de Roma. Así pues,
descalzo, con la cabeza descubierta y sin un centavo en la bolsa, emprendió el
viaje a la Ciudad Eterna. En Génova dejó a su hermano Juan Bautista. En cuanto
llegó a Roma, se presentó en el Vaticano; pero, como no tenía credenciales, no
pudo entrar. Pablo vio en ello una señal de que todavía no sonaba la hora de
Dios y emprendió tranquilamente el viaje de vuelta. Pasó por las solitarias
laderas de Monte Argentaro, que el mar separa casi
enteramente de la península. El sitio le impresionó tanto, que poco después
volvió con Juan Bautista, decidido a llevar en una de las ermitas abandonadas
en aquel lugar, una vida tan austera como la de los padres del desierto. Más
tarde, pasaron algún tiempo en Roma, donde recibieron las órdenes sagradas;
pero en 1727, retornaron a Monte Argentaro, con la intención de fundar el primer noviciado, para el
cual habían recibido ya la autorización pontificia.
En la empresa tuvieron que
hacer frente a numerosas dificultades. Todos los primeros candidatos
encontraron demasiado duro el régimen de vida y se volvieron atrás. Por otra
parte, a causa de la amenaza de la guerra, los bienhechores no pudieron cumplir
sus promesas. Finalmente, se desató una grave epidemia en los pueblos de los
alrededores. Pablo y Juan Bautista, que habían recibido en Roma facultades de
misioneros, se consagraron a dar los últimos sacramentos a los agonizantes, a
cuidar a los enfermos y a reconciliar con Dios a los pecadores. Las misiones
que predicaron por entonces tuvieron tal éxito, que pronto empezaron a
llamarles de otros pueblos. Igualmente, solicitaron la admisión varios nuevos
novicios (de los que no todos perseveraron) y, en 1737, se acabó de construir
el primer «retiro» o monasterio pasionista. A partir de entonces, la
congregación empezó a florecer, aunque las pruebas y decepciones no escasearon.
En 1741, Benedicto XIV aprobó las reglas, un tanto mitigadas, e inmediatamente
aumentó el número de vocaciones para la congregación. Seis años después, cuando
los pasionistas tenían ya tres casas, se reunieron en capítulo general. Ya para
entonces, la fama de sus misiones y de la austeridad de su vida se había
divulgado por toda Italia. San Pablo en persona evangelizó casi todas las
ciudades de los Estados Pontificios y la región de Toscana. El tema constante
de su predicación era la Pasión de Cristo. Con una cruz en la mano y los brazos
extendidos, el santo hablaba de los sufrimientos del Señor, en forma que
conmovía aun a los más duros. Cuando se disciplinaba violentamente en público
por los pecados del pueblo, hacía llorar aun a los soldados y a los bandoleros.
Un oficial que asistió a una de las misiones confesó al santo: «Padre, yo he
estado en muchas batallas, sin pestañear siquiera al tronar del cañón, pero la
voz de vuestra reverencia me hace temblar de pies a cabeza». El apóstol trataba
tiernamente a los penitentes en el confesionario, confirmándolos en sus buenos
propósitos, exhortándolos a cambiar de vida y sugiriéndoles medios prácticos
para perseverar en el buen camino.
Dios colmó a san Pablo de
la Cruz de dones extraordinarios. El santo predijo el futuro, curó a muchos
enfermos y, aun en su vida mortal, se apareció en varias ocasiones a personas
que se hallaban muy distantes del sitio en que él se encontraba. En las ciudades,
las gentes se arremolinaban a su alrededor, tratando de tocarle y de arrancarle
un fragmento del hábito para guardarlo como reliquia, a pesar de que él
desechaba toda muestra de veneración. En 1765, san Pablo tuvo la pena de perder
a su hermano Juan Bautista, del que nunca se había separado y con quien le unía
un cariño extraordinario. De temperamento muy diferente, ambos hermanos se
completaban el uno al otro y luchaban juntos por adquirir la perfección. Desde
que habían recibido la ordenación sacerdotal, se había confesado el uno con el
otro, ejerciendo por turno el oficio de jueces. La única vez en que no
estuvieron de acuerdo fue el día que Juan Bautista se atrevió a alabar a su
hermano en su presencia. Ello hirió tan profundamente la humildad de san Pablo,
que prohibió a su hermano que le dirigiese la palabra, lo cual resultó ser una
penitencia tan dura para uno como para el otro. La nube de la desavenencia se
esfumó finalmente al tercer día, cuando Juan Bautista pidió de rodillas perdón a
su hermano. Jamás volvió a haber una dificultad entre ellos. En memoria de la
amistad que los había unido, el Papa Clemente XIV confió, muchos años más
tarde, a san Pablo de la Cruz, la basílica romana de San Juan y San Pablo.
En 1769, Clemente XIV
aprobó definitivamente la nueva congregación. San Pablo hubiese querido
retirarse entonces a la soledad, pues su salud se había debilitado mucho y el
siervo de Dios consideraba terminada su tarea. Pero sus hijos se resistieron a
cambiar de superior, y el Papa, que tenían gran cariño por el santo, quiso que
pasase en Roma una temporada. Durante sus últimos años, san Pablo de la Cruz se
consagró a la fundación de las religiosas pasionistas. Después de muchas
dificultades, se inauguró en 1771 el primer convento, en Corneto; pero la mala
salud del fundador le impidió asistir a la ceremonia y nunca llegó a ver a sus
hijas espirituales vestidas con el hábito. Sintiéndose ya muy enfermo, mandó
pedir al Papa su bendición, pero el Pontífice le respondió que la Iglesia
necesitaba que viviese algunos años más. San Pablo mejoró un poco y vivió
todavía tres años. Su muerte ocurrió el 18 de octubre de 1775, cuando tenía
ochenta años. Su canonización tuvo lugar en 1867.
Lettere di S. Paolo della Croce, disposte ed annotate dal P. Amedeo della Madre del Buon Pastore (1924). Merece
especial atención el diario espiritual de los cuarenta días de retiro en Castellazzo, en 1720, pues revela, más
que cualquier otro documento, el trabajo de la gracia en el alma del santo.
Existen numerosas biografías en varios idiomas. La primera fue la que escribió
san Vicente Strambi. En 1924, apareció una
edición corregida de la obra del P. Pío del Espíritu Santo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
Paolo Francesco Danei Massari nació en Ovada, Italia, el
3 de enero de 1694. Era hijo de un comerciante. De dieciséis hermanos nacidos
en la familia, solo sobrevivieron seis. Las penurias económicas marcaron su
infancia. Viéndose obligado a trabajar y cambiar con frecuencia de domicilio,
apenas pudo estudiar. Pero sus padres compensaron esta dificultad legándole un
patrimonio inigualable para conocer y experimentar la verdadera sabiduría que
procede de Dios. Luchino, su padre, le leía vidas
de santos y le marcaba la senda que le convenía seguir, manteniéndole al abrigo
de malas compañías. Su madre, Anna María, suscitó en él un amor inmenso por el
Crucificado, enseñándole a acudir a Él ante cualquier contrariedad de la vida,
que ya en su infancia determinó entregarle.
En un sermón se produjo lo
que denominó su «conversión». Fue en 1713. Después de escuchar el pasaje
evangélico: «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,5), «sintió un
impulso irresistible de darse a una vida santa y perfecta», hizo confesión general, y
tomó la vía penitencial alentado por la oración y lectura de las biografías de
los santos que conocía. Junto a jóvenes afines, promovió una asociación de
asistencia al prójimo; su palabra y ejemplo propició la consagración religiosa
de algunos. Quiso ser mártir de la fe, y durante un año luchó en la cruzada
impulsada por Clemente IX. Viendo que no era su camino, regresó junto a sus
padres y llevó vida de intensa oración y penitencia. En ese periodo se le
presentó un futuro halagüeño a nivel empresarial y personal, con un ventajoso
matrimonio, aunque nada de ello logró seducirle.
En 1720, en sueños vio el
hábito distintivo de la Orden que debía fundar, y a renglón seguido María le
confirmaba que ésta debería tener como carisma el amor a la Pasión. De ahí
brotó su hondo sentimiento: «Ser y hacer memoria del Crucificado y de
los crucificados».
Con permiso del obispo de Alejandría, que le impuso el hábito, se recluyó en un
inhóspito y húmedo trastero de la sacristía de la iglesia de San Carlos, de Castellazzo. Ayunando, sin apenas
descanso, compuso las reglas e inició la redacción de un «Diario espiritual»
que tuvo que escribir por obediencia. Este era su afán:«No deseo
saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno; solo deseo estar crucificado
con Jesús».
Viviendo en soledad,
emprendió su acción apostólica en zonas circundantes. Los destinatarios eran
los niños a los que catequizaba. Difundió las Misiones Populares en el entorno
con grandes frutos. Entre las primeras vocaciones hubo abandonos de los que pensaron
que no podrían sobrellevar el rigor de la regla. Pero él siguió predicando,
crucifijo en mano, con los brazos extendidos. Colocaba al lado una cruz de
grandes proporciones y se dirigía al Crucificado. En su táctica apostólica,
ensamblada con la fe, no había lugar para falsos pudores humanos. Cuando
observaba que los corazones no se encendían ante el relato de los sufrimientos
del Redentor, él mismo se infligía azotes ante el auditorio. A veces, aparecía
con una corona de espinas en la cabeza. Había escrito: «el
camino más corto para llegar a la santidad es el perderse enteramente en el
abismo del sufrimiento del Salvador». Todo lo que tenía de inflexible a la hora de invitar a
los pecadores a la conversión radical, se trocaba en comprensión y paciencia
cuando los recibía en confesión; los animaba y confortaba haciéndoles ver la
viabilidad de la perfección. Era claro en sus apreciaciones: «Si
queréis, llevad un collar de perlas cuando salgáis, pero recordad que Jesús ha
llevado una cuerda y una cadena al cuello».
En 1721 llegó a Roma
soñando en la aprobación pontificia de la regla, pero fue tratado
despóticamente por la guardia. Luego, ante la Virgen Salus Populi Romani,en la basílica de Santa María
la Mayor, prometió «dedicarse a promover en los fieles la devoción a la Pasión
de Cristo y empeñarse en reunir compañeros para hacer esto mismo». Su hermano carnal, Juan
Bautista, se unió a él en Castellazzo; le acompañó en las misiones y fue su confesor hasta su
muerte. En una ocasión hubo entre ellos un malentendido, y el santo le retiró
la palabra. Tres días más tarde se postró de rodillas ante él y le pidió
perdón. Después de intentos infructuosos para fundar, ambos se trasladaron a
Roma; trabajaron en el hospital de San Gallicano. Fueron ordenados sacerdotes en 1727 por Benedicto XIII,
quien les autorizó fundar, se instalaron en Monte Argentario y allí florecieron
las vocaciones dando lugar al primer convento que se abrió en 1737.
Suavizada la regla por una
comisión cardenalicia, Benedicto XIV la reconoció en 1741. En su carisma se
hallaba la predilección por los pobres, aunque la idea rectora era infundir en
todos el amor a Cristo crucificado ya que con él quedaría erradicada toda
injusticia promovida por el pecado. «Cuando cometáis una falta, humillaos
delante de Dios con profundo arrepentimiento, y luego, con un acto de gran
confianza lanzad vuestra culpa al océano de su inmensa bondad». «Los
sufrimientos de Jesús deben ser las joyas de nuestro corazón». «Cuando estéis
angustiados por temores y dudas, decid a Jesús crucificado: ¡Oh, Jesús, amor de
mi corazón, yo creo en ti, espero en ti, te amo sólo a ti!». Como no podía ser menos
en alguien que amaba al Crucificado, tenía gran devoción por María que
transmitió: «Rogad a María que bañe vuestro corazón con sus lágrimas
dolorosas, con el fin de que tengáis un continuo recuerdo de la Pasión de Jesús
y de sus penas maternales».
En 1771 fundó las Hermanas
Pasionistas. En 1772 vio que se acercaba su muerte, solicitó la bendición del
papa y éste le dijo que la Iglesia lo necesitaba. Tres años más tarde, el 18 de
octubre de 1775, se apagó su vida. Dejaba atrás más de una decena de casas
abiertas, dos centenares de misiones, 80 ejercicios espirituales e incontables
conversiones. Había recibido el don de profecía y de milagros. Pío IX lo
beatificó el 1 de mayo de 1853, y lo canonizó el 29 de junio de 1867..
Oremos
Señor, Dios nuestro, que la intercesión y el ejemplo de San Pablo de la Cruz, que tuvo un amor tan intenso a la cruz de Jesucristo, nos alcancen la gracia de abrazar con valor nuestra cruz de cada día. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
domingo
19 Octubre 2014
San
Juan Brebeuf
Santos Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y compañeros, mártires
Santos mártires Juan de Brébeuf e Isaac Jogues, presbíteros y compañeros
de la Orden de la Compañía de Jesús, en el día en que san Juan de la Lande,
religioso, fue asesinado por los paganos en el lugar llamado Ossernenon, entonces en territorio
del Canadá, el mismo lugar donde algunos años antes había conseguido la corona
del martirio san Renato Goupil. Son venerados
conjuntamente sus santos compañeros Gabriel Lalemant, Antonio Daniel, Carlos Garnier
y Natal Chabanel, que, en la región
canadiense, en días distintos, después de muchas fatigas en la misión del
pueblo de los hurones para anunciar el evangelio de Cristo a aquellas gentes,
terminaron muriendo mártires.
Las buenas intenciones del
explorador Jacques Cartier, que en 1534 realizó
grandes esfuerzos para implantar el cristianismo en el Canadá, así como los
intentos en el mismo sentido de Samuel Champlaio, que fundó la ciudad de Québec
en 1608, no dieron los resultados apetecidos. Sin embargo, por deseo expreso
del rey Enrique IV de Francia, aquel mismo año de 1608, partieron hacia el
Canadá dos sacerdotes jesuitas, Pierre Biard
y Ennemond Massé, quienes llegaron a la
Acadia (Nueva Escocia), se instalaron en Port Royal (ahora la ciudad de
Annapolis) e iniciaron su tarea de evangelizar a los indios suriqueses. Su primer trabajo fue el
de aprender el idioma. El padre Massé
se internó en los bosques para vivir entre aquellas tribus nómadas y recoger
todos los datos que pudiese sobre sus costumbres y su lengua, mientras que el
padre Biard permaneció en el
establecimiento de Port Royal, donde trataba de atraerse, con regalos de
alimentos y golosinas, a los pocos indios que allí había, a fin de que le
enseñaran las palabras necesarias para hablarles. Al cabo de un año, los dos
sacerdotes habían adquirido los conocimientos indispensables para escribir un
catecismo en la lengua indígena y comenzar a enseñarlo. Inmediatamente
descubrieron que una de las dos tribus con las que tenían que vérselas, los etchemines, eran decididamente
hostiles al cristianismo, en tanto que los suriqueses, si bien se mostraban mejor dispuestos, carecían de todo
sentido religioso. No había uno que dejase de entregarse a la embriaguez y a la
brujería, y todos, sin excepción, practicaban la poligamia.
Sin embargo, cuando se
unieron a los misioneros los nuevos colonos franceses, otros dos sacerdotes
jesuitas y un hermano lego, pareció que se hallaba por buen camino el trabajo
de evangelización. Pero todo aquello quedó interrumpido bruscamente en 1613, cuando
el capitán pirata de un buque mercante inglés, al frente de toda su
tripulación, practicó una devastadora incursión en Port Royal, hubo un saqueo
desenfrenado, todos los establecimientos de los colonos fueron incendiados y un
grupo de quince de ellos, incluso el padre Massé,
fueron metidos en una barca y dejados a la ventura en alta mar. Después, el
capitán inglés partió en su nave hacia Virginia y se llevó consigo al padre Biard y al padre Quentin. Los misioneros se las
arreglaron eventualmente para regresar a Francia, pero ya para entonces, la
tarea de predicar el Evangelio entre los indígenas de la Acadia, quedó
absolutamente paralizada.
Entretanto, Champlain, el gobernador de Nueva
Francia, solicitaba con insistencia el envío de buenos religiosos, hasta que,
en 1615, llegaron a Tadroussac varios franciscanos.
Aquellos frailes trabajaron heroicamente durante algún tiempo, pero al ver que
no les era posible obtener los hombres y los medios necesarios para desarrollar
debidamente la tarea, solicitaron la ayuda de los jesuitas. En el mismo año,
tres sacerdotes de la Compañía de Jesús desembarcaron en Québec, precisamente cuando los
indígenas acababan de matar al fraile franciscano Vial y a su catequista y de
arrojar sus cadáveres al río, en la parte de los rápidos que hasta hoy se
conoce como Soult-au-Récollet. De los tres recién
llegados, uno era el padre Massé
que, a salvo de su anterior y terrible experiencia, regresaba a su antiguo
campo de trabajo, pero los otros dos, el padre Brébeuf y el padre Charles Lalemant, eran nuevos en la difícil
faena. Cuando el padre Jean de Brébeuf
ingresó al seminario de la compañía en Rouen,
a la edad de veinticuatro años, su constitución era tan débil y enfermiza, que
no pudo proseguir el curso normal de los estudios, ni soportó los períodos de
enseñanza durante largo tiempo. Por eso, causa asombro que aquel tuberculoso
inválido se transformase, en pocos años, en el titánico apóstol de los hurones,
cuya capacidad para soportar las penalidades, cuyo valor ante el peligro, cuya
entereza y energía eran tan extraordinarias que cuando los indios lo mataron,
bebieron su sangre para adquirir su valentía.
Como el padre Brébeuf no se atrevía a hacer
frente en seguida a los hurones, permaneció durante algún tiempo con los
algonquinos, en muy penosas condiciones de vida, para aprender su lengua y
conocer sus costumbres. Al año siguiente, en compañía de un franciscano y de
otro jesuita, se internó en la comarca de los hurones. Durante la caminata de
casi mil kilómetros, hubo treinta y cinco ocasiones en que, a causa de los
rápidos en las corrientes de los ríos, tuvieron que cargar con la canoa y con
todos los bultos de sus provisiones para continuar a pie. Los tres sacerdotes
establecieron por fin su residencia en el lugar llamado Tod's Point, pero muy pronto se
ordenó el regreso de los dos compañeros del padre Brébeuf, y éste se quedó solo
entre los hurones, cuya manera de vivir, menos nómada que la de otras tribus,
brindaba mejores perspectivas a los misioneros para desarrollar su trabajo. No
tardó mucho en descubrir que todos los pobladores de la región le miraban con
desconfianza, tenían siniestras sospechas sobre sus actividades, le hacían
responsable por cualquier calamidad o infortunio que les ocurriese y
experimentaban un terror suspersticioso ante la cruz que campeaba
sobre el techo de su cabaña. Durante aquel período, el padre Brébeuf fue incapaz de lograr una
sola conversión entre los hurones y ya no hubo tiempo para hacer nuevos
intentos, porque las circunstancias no le permitieron quedarse. La colonia
francesa se hallaba desamparada: los ingleses habían cerrado el río San Lorenzo
al tráfico de los colonos y no llegaba para éstos ningún abastecimiento ni
ayuda desde Francia. El gobernador Champlain se vio obligado a rendirse; los colonos y los misioneros,
expulsados, debieron regresar a su país y el Canadá se convirtió, por primera
vez y por breve tiempo, en una colonia británica. Sin embargo, el infatigable Champlain se puso inmediatamente en
actividad, llevó el asunto a los tribunales ingleses en Londres y pudo probar,
de manera concluyente, que la invasión de la colonia era una usurpación
injusta. En el año de 1632, Canadá volvió a manos de Francia.
Inmediatamente, se invitó a
regresar a los franciscanos, pero como carecían de un número suficiente de
misioneros, fueron los jesuitas, nuevamente los que se hicieron cargo del
trabajo de evangelización. El padre Le Jeune,
jefe de la misión, llegó a Nueva Francia en 1632, seguido por el padre Antoine Daniel y, en 1633, los
padres Brébeuf y Massé, veteranos en aquellas
lides, arribaron junto con el gobernador Champlain. El padre Le Jeune,
que antes de abrazar el sacerdocio había sido hugonote, era un hombre de
extraordinaria habilidad y amplia visión. Consideraba que la misión no era un
asunto para unos cuantos sacerdotes y los pocos fieles que les apoyasen, sino
una empresa de gran envergadura en la que deberían interesarse todos los
católicos franceses. En consecuencia, concibió y realizó el plan de mantener
bien informada a toda la nación sobre las verdaderas condiciones en el Canadá,
por medio de una serie de descripciones gráficas, que se inició con la de sus
experiencias personales sobre el viaje, las exploraciones y sus primeras
impresiones respecto a los indígenas. Aquellas informaciones fueron escritas y
enviadas a Francia en un término de dos meses para ser publicadas al terminar
el año. Aquellos mensajes que se conocen como las «Relaciones Jesuíticas», se
intercambiaron casi sin interrupción entre la «Nueva» y la «Vieja» Francia y,
con frecuencia, comprendían cartas de los otros jesuitas como Brébeuf y Perrault. Las relaciones
despertaron muy vivo interés, no sólo en Francia, sino en toda Europa, a tal
punto que, desde su publicación, se inició una gran corriente de emigración
desde el Viejo Continente y muy pronto, buen número de religiosos, hombres y
mujeres, llegaron a trabajar entre los indios y a dar ayuda espiritual a los
colonos. El padre Antoíne Daniel, que habría de ser
el compañero del padre Brébeuf durante algún tiempo, era,
como éste, natural de Normandía. Seguía los estudios de leyes cuando decidió
ingresar en la Compañía de Jesús y, antes de partir hacia el Nuevo Mundo, había
estado en estrecho contacto con todos los que le pudieran informar sobre la
misión del Canadá.
Cuando los hurones llegaron
a Québec para asistir a la feria
anual, se mostraron muy contentos al ver de nuevo al padre Brébeuf y se agruparon en torno
suyo para oírle hablar en su propia lengua. Muchos de los indígenas le pidieron
que regresase con ellos a su comarca y él estaba muy bien dispuesto a
seguirles, pero a última hora, los hurones atemorizados por las amenazas de un caudillo
de Ottawa, rehusaron la compañía del sacerdote. Durante la feria del año
siguiente, sin embargo, los hurones mismos rogaron al padre Brébeuf, al padre Daniel y a otro
sacerdote llamado Darost, que fuesen a morar con
ellos como sus huéspedes. Tras una jornada llena de penurias, durante la cual
fueron incluso robados y abandonados por sus guías, llegaron los tres jesuitas
a su destino, donde los propios hurones les construyeron una amplia cabaña. Brébeuf enseñó a sus compañeros el
idioma local y muy pronto, el padre Daniel, que demostró ser un alumno
aventajado, pudo recitar con los niños el Padre Nuestro, durante las reuniones
que congregaba el padre Brébeuf en su cabaña. La religión,
tal como la entendían los indios, se fundaba exclusivamente en el temor, y los
misioneros debieron conformarse con empezar a enseñarles lo que buenamente
pudiesen aprender. «Comenzaron a catequizarlos», escribió Brébeuf, «inculcándoles la
memorable verdad de que sus almas son inmortales y que, después de la muerte
del cuerpo, se van al infierno o al cielo. De esta manera nos acercamos a ellos
en público o en privado. Yo les explico que en sus manos está elegir lo que quieran
para su vida eterna». Hubo por entonces una época de gran sequía y amenazaba
con declararse el hambre; los brujos del lugar no podían hacer nada para atajar
la catástrofe, y todos los indios estaban al borde de la desesperación.
Entonces apelaron al padre Brébeuf, quien les recomendó que
se dedicaran a la oración e inició con ellos una novena; en el último día de
oraciones cayó la lluvia en abundancia y se salvaron las cosechas. Los hurones
quedaron muy impresionados; pero los ancianos de la tribu se aferraban a sus
antiguas tradiciones y los hombres maduros y los jóvenes eran indiferentes y
despreocupados. Los misioneros jesuitas nunca administraban el bautismo a los
adultos, sin haberlos sometido antes a una larga preparación en la que dieran
pruebas de constancia; sólo bautizaban a los enfermos que estuviesen a punto de
morir, de los cuales había siempre bastantes, debido a la persistencia de las
epidemias. Los niños, en cambio, eran dóciles y estaban bien dispuestos a
aprender y, sin embargo, los vicios se practicaban tan abiertamente, que era
casi imposible evitar que los pequeños se contaminaran con las degeneraciones
de sus mayores. Por lo tanto, se decidió establecer en Québec un seminario para los
indígenas, y el padre Daniel, con dos o tres niños hurones, partió a la ciudad
para fundar lo que llegó a ser el centro de las esperanzas de los misioneros.
El propio padre Daniel era el maestro, el tutor, el enfermero y el compañero de
juegos de los primeros seminaristas. Durante algún tiempo, el padre Brébeuf se quedó solo entre los
hurones y aprovechó aquella circunstancia para escribir un tratado de
instrucciones, que posteriormente fue famoso, destinado a los que acudiesen a
participar en las misiones entre los indígenas.
En 1636, llegaron otros
cinco jesuitas, de entre los cuales dos estaban destinados a figurar en el
número de los mártires: el padre Jogues,
que llegó a ser el apóstol de la nueva nación indígena, y el padre Garnier. Isaac Jogues, natural de Orléans, ingresó a los diecisiete
años de edad al noviciado de la Compañía en Rouen
y de allí pasó al colegio real de La Fleche, considerado por Descartes como el
primer colegio de Europa. Después de su ordenación, fue destinado al Canadá y
emprendió el viaje junto con el gobernador de Nueva Francia, Huault de Montmagny. Charles Garnier era un parisino educado en
el Colegio de Clermont. A los diecinueve años ingresó al noviciado y, después
de su ordenación, en 1635, se ofreció para la misión del Canadá. Partió junto
con Jogues en 1636. Garnier tenía entonces treinta
años y Jogues veintinueve. Mientras el
padre Brébeuf estuvo solo entre los
hurones, presenció la conmoción de los preparativos de guerra para rechazar una
invasión de los iroqueses, los enemigos tradicionales, y tras las batallas, fue
testigo obligado de la espantosa escena de las torturas y la muerte de un
prisionero iroqués. El sacerdote no pudo hacer nada para evitar aquellas
crueldades increíbles, pero como había bautizado al cautivo poco antes, se
impuso la obligación de permanecer a su lado para alentarlo y ayudarlo a bien
morir. Así presenció la manifestación de un nuevo aspecto del carácter de los
indígenas, que fue toda una revelación para él. «La forma en que se burlaron de
su víctima, fue verdaderamente diabólica», escribió el padre Brébeuf. «Mientras más quemaban
sus carnes y rompían sus huesos, más le halagaban y aun le acariciaban. Fue una
horrible tragedia que duró toda la noche». No sabía por entonces el sacerdote
que presenciaba lo mismo que él iba a sufrir.
Cinco de los misioneros
recién llegados partieron inmediatamente a reunirse con el padre Brébeuf, y el padre Jogues, que no había sido
destinado a los hurones, también fue a sumarse a la misión unos meses después.
Una de las frecuentes epidemias que asolaba por entonces la región, atacó a
varios de los nuevos misioneros y, a pesar de que éstos, aún los convalescientes, ayudaban en todo lo
posible a los indios enfermos, los hechiceros del lugar se encargaron de hacer
correr el rumor de que la llegada de los extranjeros era la causa del mal que
atacaba a los indígenas. A duras penas y sólo temporalmente, hicieron frente
los misioneros a aquella campaña de calumnias.
No obstante todos aquellos
contratiempos, en el mes de mayo de 1637, Brébeuf
se sintió impulsado a escribir al padre general de su orden en estos términos:
«Se nos escucha con complacencia, hemos bautizado a más de 200 este año y desde
casi todas las aldeas y caseríos de la comarca se nos ha invitado a visitarlos.
Por otra parte, como resultado de esta última epidemia y de los rumores que
hicieron circular los brujos, las gentes nos conocen más y mejor y, por lo
menos, a juzgar por nuestra conducta, comprenden que no hemos venido a comprar
pieles ni a comerciar con ellos, sino únicamente a enseñarles y a procurar para
ellos la salvación de su alma y, a fin de cuentas, la felicidad que durará
eternamente». No pasó mucho tiempo, sin que la esperanza de los misioneros
recibiese un nuevo golpe, a causa del resurgimiento de las sospechas de los
indígenas, que culminó en un consejo de veintiocho ancianos de la tribu que,
prácticamente, sometieron a juicio en ausencia a todos los sacerdotes
misioneros. Ante las acusaciones, el padre Brébeuf
se defendió y defendió a sus compañeros brillantemente, pero al cabo de nuevos
concilios e interrogatorios, se le informó que, por decisión del pueblo, él y
sus compañeros debían morir. Los misioneros tomaron las cosas con calma; entre
todos, redactaron un último informe y declaración para sus superiores y,
después, el padre Brébeuf invitó a los indios a su
fiesta de despedida. En el transcurso de aquel ágape, el sacerdote les habló
sobre la vida después de la muerte, con palabras tan sencillas y acento tan
emocionado, que los indígenas se conmovieron, proclamaron su decisión de que el
padre Brébeuf se quedara con ellos y se
comprometieron a dejar en paz a los otros misioneros.
Se estableció una segunda
misión en la cercana localidad de Teanaustaye y el padre Lalemant quedó a cargo de la nueva casa y de la antigua, mientras que
el padre Brébeuf se puso al frente de una
tercera casa, llamada Sainte-Marie, a corta distancia
de los caseríos indígenas. Aquel establecimiento fue como la oficina central de
las misiones y el cuartel general de los sacerdotes y sus ayudantes, así como
el refugio para los labradores y soldados franceses. Allí se construyeron un
hospital y un fuerte, se estableció un cementerio y, durante cinco años, los
misioneros trabajaron con perseverancia. Con frecuencia, emprendieron largas y
peligrosas expediciones a los territorios de otras tribus, como los petum o indios del tabaco, los ojibways y los neuters, que vivían en las tierras
al norte del lago Erie. Era muy rara la ocasión en la que aquellos indígenas
recibían bien la visita de los sacerdotes. En 1637, el primer indígena adulto
recibió el bautismo; dos años más tarde, se habían bautizado otros ochenta y,
en 1641, sesenta más recibieron el sacramento. Las cifras no indicaban un gran
progreso, pero en cambio demostraban que era posible la conversión de los
indígenas. El padre Lalemant, en la relación que
escribió en 1639, decía: «A veces nos hemos preguntado si podemos tener
esperanzas en la conversión de este país, sin llegar al derramamiento de
sangre». Al mismo tiempo, por lo menos dos de los misioneros, el padre Brébeuf y el padre Jogues, oraban de continuo para
tomar parte en la gloria del sufrimiento, aunque no del martirio.
En el año 1642, el país de
los hurones se hallaba asolado por las calamidades: las cosechas eran muy
pobres, abundaban las enfermedades y no había manera de obtener ropa. Québec era la única fuente de
abastecimientos y, por acuerdo general de los misioneros, se eligió al padre Jogues para que condujera una
expedición a la ciudad. El sacerdote llegó con bien a su destino y emprendió el
regreso con abundantes provisiones para la misión, pero los iroqueses,
acérrimos enemigos de los hurones y los más feroces de los indígenas de las tribus,
estaban al acecho y habían tendido una emboscada a los expedicionarios. La
historia del ataque, del cautiverio, de los malos tratos, de las torturas a que
fueron sometidos los expedicionarios, no puede relatarse aquí. Basta informar
que el padre Jogues y su ayudante, René Goupil, aparte de haber sido
apaleados varias veces y golpeados por los puños de sus captores, tuvieron que
soportar que les arrancaran el pelo de la cabeza y de las barbas, así como las
uñas de todos los dedos, y todavía el dedo índice les fue arrancado a mordizcos hasta su nacimiento. Pero
lo que más apenaba al sacerdote era la crueldad brutal con que fueron tratados
los indígenas cristianos convertidos por él. El primero en morir martirizado el
29 de septiembre de 1642, fue René Goupil,
despedazado por las hachas (tomahawks) que le arrojaban desde cierta distancia, por haber hecho el
signo de la cruz sobre la cabeza de algunos niños. Aquel René Goupil fue un hombre
extraordinario. Se había esforzado por formar parte de la Compañía de Jesús e
incluso había ingresado en el noviciado, pero su precaria salud le obligó a
abandonar el intento. Entonces, siguió la carrera de medicina y se las arregló
para trasladarse al Canadá, donde ofreció sus servicios a los misioneros, cuya
fortaleza llegó a emular.
El padre Jogues permaneció como esclavo
entre los mohawks, una de las tribus de los iroqueses, quienes ya habían
decidido matarlo. Debió su liberación a los colonos holandeses que, desde que
se enteraron de las penurias que sufrían los cautivos, habían tratado de salvarlos.
Gracias a las gestiones del gobernador del Fuerte Orange y del gobernador de la
colonia de Nueva Holanda, el padre Jogues
fue embarcado en una nave que le condujo a Inglaterra y de allí se trasladó a
su nativa Francia, donde su arribo despertó inusitado interés. Como tenía los
dedos mutilados, le estaba vedado celebrar la misma, pero el papa Urbano VIII
le otorgó un permiso especial para hacerlo, puesto que «sería una injusticia
que un mártir por Cristo no beba la sangre de Cristo». A principios de 1644, el
padre Jogues navegaba otra vez hacia la
Nueva Francia. Al llegar a Montreal, que acababa de ser fundada, comenzó a
trabajar entre los indios de las proximidades, en espera del momento de volver
a la comarca de los hurones, un viaje que era cada vez más peligroso, porque
los indios iroqueses estaban al acecho a Io largo de todo el camino. Por aquel
entonces y en forma inesperada, estos indígenas enviaron una embajada a la
localidad de Tres Ríos, para gestionar la paz. El padre Jogues, que se hallaba presente
en los parlamentos, advirtió que no habían acudido los representantes de Ossernenon, la aldea principal de la
tribu. Además, en el curso de las pláticas, resultó evidente que los iroqueses
sólo querían hacer las paces con los franceses y no con los hurones. De todas
maneras, se resolvió enviar una delegación de Nueva Francia para parlamentar
con los jefes iroqueses en Ossernenon. y el padre Jogues
fue nombrado principal embajador, junto con Jean Bourdon, que representaba al gobierno de la
colonia.
La comitiva partió por la
ruta del Lago Champlain y el Lago George y, luego
de emplear los días de una semana en confirmar los detalles del pacto, regresó
a Québec. El padre Jogues dejó en Ossernenon una gran caja llena de
artículos religiosos, porque tenía la intención de regresar como misionero
entre los mohawks y le resultaba conveniente deshacerse de uno de los bultos.
Aquella caja fue la causa de su martirio. Antes del arribo de la comitiva, los
mohawks habían recolectado una mala cosecha y, tan pronto como partieron los
embajadores, asoló a la comarca una terrible epidemia que los indígenas
achacaron a «los demonios escondidos en la caja del padre Jogues». Por eso, en cuanto
supieron que el sacerdote realizaba una tercera visita a sus aldeas, le
tendieron una celada en la que cayeron él y su compañero Lalande. Ambos fueron golpeados,
despojados de todo lo que llevaban y conducidos a Ossernenon, medio desnudos y atados
con cuerdas. Sus captores eran miembros de la tribu del Oso y, si bien los
indígenas de otros grupos familiares trataron de proteger a los cautivos y
decidir su suerte en un consejo, los primeros se negaron a toda clemencia. En la
tarde del 18 de octubre, el padre Isaac Jogues
fue invitado a comer en una cabaña y, tan pronto como entró, los indígenas ahí
reunidos le arrojaron sus hachas y le dieron muerte. Cortaron la cabeza al
cadáver y la colocaron en la punta de un palo, vuelta en dirección al camino
por donde había llegado el sacerdote*. Al día siguiente, su compañero Jean Lalande y el guía, un indígena
hurón, fueron igualmente muertos a hachazos, decapitados y arrojados sus
cuerpos al río. Esta ciudad de Ossernenon, escenario de los martirios, fue el sitio donde, diez años
más tarde, vino al mundo la beata
Catalina Tekakwitha. Jean Lalande, lo mismo que René Goupil, era un donné o «donado» de la misión.
El martirio del padre Jogues decidió la suerte de los
hurones, cuya única esperanza de obtener la paz radicaba en los buenos oficios
del misionero entre sus feroces enemigos, los iroqueses. Por aquel entonces,
los hurones comenzaban a aceptar la fe cristiana en número considerable y había
veinticuatro misioneros, incluso el padre Daniel, trabajando entre ellos. En
realidad, el país de los hurones estaba en camino de hacerse cristiano y, si
hubiesen gozado de un período de paz, toda la tribu se habría convertido, pero
los iroqueses no cesaban en sus hostilidades. Después de una serie de ataques y
saqueos a las aldeas huronas, sin que se salvase ninguno de los habitantes, el
4 de julio de 1648, aparecieron en Teanaustaye, precisamente cuando el padre Daniel acababa de celebrar la
misa. A la vista del enemigo, se apoderó de todos un gran pánico y muchos de
entre ellos buscaron amparo junto al sacerdote, quien comenzó a bautizarlos
rápidamente. Pero eran tantos los que le imploraban el sacramento en presencia
del peligro, que acabó por mojar su pañuelo y los bautizó colectivamente, por
aspersión. Entretanto, los iroqueses se adueñaban de la aldea, palmo a palmo, y
los fieles instaban al padre Daniel para que escapara, pero éste se negó y, en
vez de huír, fue a visitar a algunos
ancianos y enfermos que, desde tiempo atrás, preparaba para el bautismo. Hizo
un rápido recorrido por las cabañas para alentar a los asustados pobladores y
regresó a la iglesia, que encontró llena de cristianos indígenas. Les habló
para darles instrucciones a fin de que escaparan mientras pudieran hacerlo y,
luego, salió solo de la iglesia para ir al encuentro del enemigo. Al ver los
iroqueses al padre Antoine Daniel le rodearon y
comenzaron a dispararle flechas hasta que cayó muerto. Desnudaron el cadáver,
lo arrojaron dentro de la iglesia y prendieron fuego al edificio. Como dice el
narrador de aquel martirio, «el padre Daniel no podía haber sido más gloriosamente
consumido que en la pira de aquella capilla ardiente».
Durante el año siguiente,
el 16 de marzo de 1649, los iroqueses atacaron la aldea en que se hallaban los
padres Jean De Brébeuf y Gabriel Lalemant. De entre los jesuitas que
llegaron a Nueva Francia, Gabriel Lalemant fue el último de los mártires. Dos de sus tíos habían sido
misioneros en el Canadá, y él mismo, después de hacer sus votos como sacerdote
jesuita en París, agregó un cuarto voto: el de ofrecer su vida en sacrificio
por la salvación de los indios. Tuvo que aguardar catorce años para cumplir con
aquel voto. Las torturas a que fueron sometidos los dos sacerdotes, fueron de
las más atroces de cuantas registra la historia. Después de desnudarlos
completamente y golpearlos con palos en todas las partes de sus cuerpos, el
padre Rrébeuf se incorporó a duras penas
y comenzó a exhortar y alentar a los cristianos que le rodeaban. A uno de los
dos sacerdotes le fueron cortadas ambas manos; a los dos les aplicaron barrotes
de hierro calentados en las hogueras, en los sobacos y los costados y les
pusieron sobre los hombros collares hechos con puntas de lanza calentadas al
rojo. Después, los verdugos les colocaron en torno a la cintura, fajas de
corteza de árboles bañadas en resinas, a las que prendieron fuego. En medio de
aquellos tormentos atroces, el padre Lalemant levantó la vista al cielo e imploró a Dios con gestos y
ademanes, mientras que el padre Brébeuf
mantenía tensos los músculos de su cara, que parecía de piedra, corno si fuese
insensible al dolor. En un momento dado, como si hubiese recuperado el
conocimiento de pronto, comenzó a hablar a sus verdugos y a los cristianos
cautivos hasta que aquéllos, para hacerle callar, le cortaron la punta de la
nariz y desgarraron sus labios y luego, corno una burlesca simulación del
bautismo, vertieron sobre él y su compañero, calderos de agua hirviente. Por
último, comenzaron a cortarles grandes trozos de carne que arrojaban al fuego
para asarla y, luego, a los dos, les abrieron una gran incisión sobre el pecho
y les sacaron el corazón, no sin antes recoger la sangre en cuencos para
beberla cuando aún estaba caliente.
El martirio de los dos
misioneros y la matanza de hurones, lejos de satisfacer la ferocidad de los
iroqueses, avivó su sed de sangre. Antes de que terminara el año de 1649, ya
habían penetrado hasta la comarca de Tabaco, donde el padre Charles Garnier había fundado una misión
en 1641 y donde los jesuitas tenían ya dos casas. Cuando los habitantes de la
aldea de Saint-Jean supieron que se acercaba el enemigo, enviaron a los hombres
a su encuentro, pero los atacantes, informados por sus espías sobre la
indefensa condición en que había quedado el caserío, dieron un rodeo para
evitar el encuentro con los guerreros enviados en su contra y llegaron a
Saint-Jean por sorpresa. En el curso de la indescriptible orgía de sangre que
se produjo durante el ataque, el padre Garnier,
el único sacerdote en aquella misión, corría de un lugar a otro, a la vista del
enemigo, para dar la absolución a los cristianos moribundos, bautizar a los
niños y a los catecúmenos y consolar a los que pudiera, sin cuidarse para nada
del propio peligro. Cuando se afanaba en aquellos menesteres, fue muerto por
los disparos del mosquete de un iroqués. Aun cuando estaba herido de muerte,
hizo un esfuerzo para arrastrarse a atender a otro moribundo que estaba cerca,
pero luego de algunos vanos intentos, quedó exánime en el suelo y un indio que
pasaba a la carrera, para rematarlo, le arrojó el hacha que se le quedó clavada
en la cabeza. Terminada la matanza, algunos de los indios cristianos sepultaron
los restos del padre Garnier en el lugar donde había
estado su iglesia.
El padre Noël Chabanel, el misionero que
trabajaba junto con el padre Garnier,
se hallaba ausente en el momento del ataque, pero no pudo escapar. Precisamente
caminaba hacia su misión con algunos hurones cristianos, cuando oyó la gritería
de los iroqueses que regresaban de Saint-Jean. El sacerdote dió instrucciones a sus fieles
para que huyesen y se ocultasen en los bosques y, cuando todos se hubieron
dispersado, se dispuso a seguirlos. A paso lento, porque estaba exhausto, se
internó en la espesura y, desde entonces no se volvió a saber nada de él. Algún
tiempo después, un hurón apóstata confesó que había matado a puñaladas al padre
Chabanel, simplemente por su odio a
la fe cristiana. No fue Chabanel el menos heroico entre los
mártires. Es cierto que no poseía la misma capacidad para adaptarse que los
demás; nunca pudo aprender el idioma de los «salvajes», como él les llamaba, y
experimentaba una sincera repugnancia al verlos, al tratarlos, ante su manera
de comer y de vivir. Además, durante toda su estadía en el Canadá, había
experimentado una sequedad espiritual que le hacía sufrir terriblemente. Y sin
embargo, a fin de atarse de manera inviolable al trabajo que aborrecía, hizo el
voto solemne ante el Santísimo Sacramento, de permanecer en la misión hasta su
muerte. El sacrificio de aquellos nobles mártires dio un resultado maravilloso,
puesto que no había transcurrido mucho tiempo después de su muerte, cuando las
verdades que ellos proclamaban fueron aceptadas por todos, aun por sus mismos
verdugos, y los misioneros que les sucedieron, conquistaron para el
cristianismo a todas las tribus con las que tuvieron relaciones los primeros
jesuitas llegados al Canadá.
La principal de las fuentes
de información relativas a estos mártires es, por supuesto, la colección de las
cartas, informes y relaciones de los propios misioneros. Estos documentos están
al alcance de todos los interesados, en las varias ediciones y traducciones de
Las Relaciones Jesuíticas. Entre los varios libros que proporcionan narraciones
más concretas, pueden mencionarse The
Jesuit Martyrs of North America (1925), de J. Wynne; The Jesuit Martyrs of Canada (1925), de E. J. Devine y
el Pioneer Priest of North America, de T. J. Campbell, en
versiones en inglés. En francés, se cuenta con Martyrs de la Nouvelle France, de Rigaul et Goyau y Martyrs du Canadá (1930), de H. Fouquenay, que debe ser recomendada
por su excelente bibliografía. Muchos historiadores no católicos han rendido
tributo generoso a estos gloriosos misioneros, sobre todo F. Parkman en The Jesuits in North America (1868).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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SAN JUAN DE BRÉBEUF Y SAN
ISAAC JOGUES Y COMPAÑEROS MÁRTIRES S. XVII San Juan de Brébeuf y otros misioneros fueron
de los primeros exploradores blancos en establecerse en lo que hoy en día es
Ontario.
Siguiendo a los mercaderes
de pieles, fray Brébeuf y otros sacerdotes fueron
al Nuevo Mundo para tratar de convertir al cristianismo a los nativos
americanos. Decir que encontraron resistencia es un eufemismo; fueron
torturados y matados, y sus misiones destruidas. Como misioneros, su éxito fue
problemático. Como exploradores se las arreglaron algo mejor, convirtiéndose en
parte de los anales de la historia.
Los ocho jesuitas franceses
que fueron ejecutados por ser seguidores de Jesús Dios nuestro Señor en
América del Norte en el siglo XVII se pueden distribuir en dos grupos: unos
padecieron el martirio cerca de Auriesville, en el actual Estado de Nueva York, en territorio de los
iroqueses: son San Renato Goupil-el
protomártir de América (29 de septiembre de 1642) y los Santos Isaac Jogues y Juan de La Lande (18 de
octubre de 1648).
Los demás recibieron la
muerte en territorio de Canadá habitado por los hurones: son los Santos Carlos
Daniel (4 de julio de 1648), Juan de Brebeuf
y Gabriel Lalemant (16 de marzo de 1649),
Natal Chabanel (diciembre de 1649) y
Carlos Garnier (7 de diciembre de 1642).
Isaac Jogues había sido apresado y
torturado por los iroqueses en 1642. Más tarde, liberado por los
holandeses, había regresado a Francia donde produjo enorme impresión el relato
de sus sufrimientos. Pero quiso retornar de nuevo, al cabo de tres meses: «Mis
pecados, escribía, me han hecho indigno de morir entre los iroqueses»
El Señor no había de tardar
en atender el deseo de su siervo, de quien pudo afirmar un compañero que «era
un alma pegada, si cabe hablar así, al Santísimo Sacramento». Juan de Brébeuf, el hombre más notable del
grupo, era un místico profundamente unido a Dios en la oración y la
penitencia.
Había hecho el voto de no
huir jamás de la ocasión del martirio. En cuanto a Natal Chabanel, al que le torturaba la
tentación de pedir su retorno a Francia, hizo, el día del Corpus Christi en
1647, el «voto de estabilidad perpetua en esta Misión de los
Hurones». Isaac Jogues
fue el primer sacerdote católico que pisó Nueva Ámsterdam, hoy Nueva York; cayó
prisionero de los iroqueses que le torturaron hasta mutilarle ambas manos,
consiguió huir, fue recibido en Francia con grandes honores y, de nuevo en el
Canadá, murió de un golpe de tomahawk en la cabeza.
Compañero suyo de martirio
fue el hermano Jean Lalande. En la hoguera perecieron Antoine Daniel y Gabriel Lalemant, y los demás son Charles Garnier, muerto a hachazos, Jean
de Brébeuf, que expiró después de
torturas inauditas, René Goupil y Noel Chabanel, quien sentía tanta
repugnancia por el ambiente en que se encontraba que hizo voto solemne de no
abandonar su puesto.
Ninguno abandonó su puesto,
y cuando se les canonizó colectivamente en 1930 la iglesia les hizo modelos de
las prioridades espirituales sobre la propia vida.
Oremos
Dios nuestro, que consagraste las primicias de la fe en las regiones de la América del Norte con la predicación y la sangre de los santos Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y compañeros mártires, haz que, por su intercesión, vaya floreciendo y fructificando día a día en todo el mundo una abundante cosecha de nuevos cristianos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
domingo
19 Octubre 2014
San
Joel Profeta
San Joel, santo del AT
Conmemoración de san Joel,
profeta, que anunció el día grande del Señor y el misterio de la efusión del
Espíritu sobre toda criatura, lo que Dios tuvo a bien hacer llegar a su pleno
cumplimiento en la persona de Cristo, el día de Pentecostés.
El libro de Joel es
pequeño, apenas cuatro capítulos, o casi mejor se diría tres y medio, a juzgar
por la brevísima extensión del capítulo tercero. Pero los problemas que
plantean las alusiones históricas y las muchas alusiones literarias que
contiene, justifican que al autor se lo haya situado en una época tan temprana
como el siglo VIII aC. o tan tardía como el III.
Sí, así de indeterminado se nos presenta el autor, del que sólo sabemos su
nombre y filiación: Joel, hijo de Petuel
(o Fetuel). Sobre su persona nada
más podemos decir con certeza. Podemos deducir que se trata de alguien de
elevada cultura, porque maneja el idioma y las convenciones poéticas con
fluidez. Se ha tratado de relacionarlo con los «profetas cultuales», profetas
sacerdotes o estrechamente relacionados con el culto del templo, pero nada hay
de decisivo al respecto en el libro.
Lo más interesante, sin
embargo, no es su persona sino el libro mismo, la mirada que propone. Abre con
una grandiosa visión de la naturaleza: el profeta contempla una plaga de
langostas, seguida de una sequía. la descripción es completamente realista, como
de quien verdaderamente ha visto aquello de lo que habla. Sin embargo, las
referencias a estos hechos naturales, van mezclando frases que ya no se
refieren a la devastación de la naturaleza, sino a la devastación sufrida por
el pueblo de Dios, arrasado por los enemigos. Una y otra referencia se
entretejen:
«El campo ha sido arrasado, en duelo está el suelo, porque el grano ha sido arrasado, ha faltado el mosto, y el aceite virgen se ha agotado. ¡Consternaos, labradores, gemid, viñadores, por el trigo y la cebada, porque se ha perdido la cosecha del campo! Se ha secado la viña, se ha amustiado la higuera, granado, palmera, manzano, todos los árboles del campo están secos. ¡Sí, se ha secado la alegría de entre los hijos de hombre! ¡Ceñíos y plañid, sacerdotes, gemid, ministros del altar; venid, pasad la noche en sayal, ministros de mi Dios, porque a la Casa de vuestro Dios se le ha negado oblación y libación!»
A la enormidad de toda esta
destrucción en la naturaleza y en la tierra de Yahvé, el profeta le opone un tercer
plano: el «Día de Yahvé», en el que él se levanta
para destruir a su vez a sus enemigos, los enemigos de Israel, e instaurar
definitivamente su Reino. Llega finalmente la paz, llega la restauración
definitiva, pero no suavemente, sino por una lucha que el poeta describe con imágenes
y alusiones que se hunden en el lenguaje de los demás profetas. Si, por
ejemplo, Isaías describía la gran instauración del reinado de Yahvé con estas palabras:
«Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas» (Is 2,4b), Joel no deja de
lanzar esta advertencia: «Forjad espadas de vuestros azadones y lanzas de
vuestras podaderas», en clara alusión inversa al dístico de Isaías.
La visión inicial,
naturalista de Joel adquiere, en conjunto, un tono apocalíptico, que bien
conocemos por otros poetas apocalípticos de la misma Biblia y de fuera de ella
también: «Y realizaré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, fuego,
columnas de humo. El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, ante la
venida del Día de Yahveh, grande y terrible.» (Jl 3,3-4). La destrucción y
el juicio, sin embargo, no son más que el prólogo de la instauración de una paz
y una comunión con Yahvé como hasta ahora nunca han
tenido los hombres: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en
toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos
soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las
siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días.» (Jl 3,1-2) Promesa que retoma
el Martirologio para relacionarla con la efusión del Espíritu en Pentecostés.
El libro está muy presente
en la liturgia, ya que se leen en ella muchos versículos, sea en la misa, o en
las horas del oficio. Sin embargo, esas lecturas fragmentarias, aunque logran
extraer el tono de grandiosidad y esperanza de la promesa divina, pierden un
poco el sentido de unidad de este poema, que mezcla todo el tiempo los tres
planos, de la naturaleza, de la historia de Israel, de la escatología del
mundo, en una unidad que vale la pena percibir.
OOOOOOOOOOOOOOOOOO
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