jueves 23
Octubre 2014
San Juan de Capistrano
San Juan de Capistrano, presbítero de la Orden de
Hermanos Menores, que luchó en favor de la disciplina regular, estuvo al
servicio de la fe y costumbres católicas en casi toda Europa, y con sus
exhortaciones y plegarias mantuvo el fervor del pueblo fiel, defendiendo
también la libertad de los cristianos. En la localidad de Ujlak, junto al Danubio, en el
reino de Hungría, descansó en el Señor.
Capistrano es un pueblecito en los
Abruzos, que, en otro tiempo, formó parte del reino de Nápoles. Allí, en el
siglo XIV, cierto soldado -se discute si de origen francés o alemán-, se había
establecido, después de cumplir con su servicio militar a las órdenes de Luis
I. Se casó con una mujer italiana y de esta unión nació, en 1386, un hijo,
llamado Juan, que estaba destinado a adquirir fama como una de las grandes
luminarias de la orden franciscana. Desde su infancia, el niño fue notable por
su adelanto. Estudió leyes en Perugia con tal éxito, que en 1412, con 26 años,
fue nombrado gobernador de la ciudad y contrajo matrimonio con la hija de uno
de los principales ciudadanos. Durante las hostilidades entre Perugia y los Malatesta, fue hecho prisionero y en
esta ocasión tomó la decisión de cambiar su manera de vivir y hacerse
religioso. Cómo consiguió solucionar el problema de su matrimonio, no está del
todo claro. Pero se dice que atravesó Perugia montado al revés en un asno y con
un enorme sombrero de papel, en el que estaban escritos claramente sus peores
pecados. Fue apedreado por los muchachos y cubierto de inmundicias y en estas
condiciones, se presentó al noviciado de los frailes menores, pidiendo su
admisión. En aquella época (1416), tenía treinta años y parece que su maestro
de novicios pensó que para un hombre de tal fuerza de voluntad, que había
estado acostumbrado a hacer todo a su manera, era necesario una dura disciplina
para probar la sinceridad de su vocación (Juan no había hecho aún la primera
comunión). Las pruebas a las que se le sometió fueron de lo más humillantes y,
en algunas ocasiones, fueron seguidas de manifestaciones sobrenaturales. Pero
el hermano Juan perseveró y, años más tarde, a menudo expresaba su gratitud al
implacable instructor que le hizo comprender que el vencimiento propio era el
único camino seguro hacia la perfección.
En 1420, Juan fue elevado a
la dignidad sacerdotal. Mientras tanto, hizo extraordinarios progresos en los
estudios, llevando al mismo tiempo una vida de extrema austeridad; recorrió los
caminos descalzo; dedicaba solamente tres o cuatro horas al sueño y llevaba
puesta continuamente una áspera camisa de cerdas. En sus estudios tuvo por
compañero a san Jacobo de la Marca y por maestro a san Bernardino de
Siena,
a quien le tomó el más profundo afecto y veneración. Pronto, las excepcionales
dotes oratorias de Juan se dieron a conocer. Toda la Italia de aquella época
atravesaba una terrible crisis de inquietud política y relajación de
costumbres. Estas dificultades eran causadas o, por lo menos acentuadas, por el
hecho de que existían tres rivales que reclamaban el Papado y por el acerbo
antagonismo entre güelfos y gibelinos, que aún persistía. A pesar de todo esto,
en sus predicaciones en toda la extensión de la península, Juan encontró
maravillosas respuestas. Hay, sin lugar a duda, una nota de exageración en los
términos en que los padres Cristóbal de Varese y Nicolás de Fara describen el
efecto producido por sus discursos. Hablan de 100.000 y hasta de 150.000
oyentes que escuchaban cada sermón. Eso ciertamente no era posible en un país
diezmado por guerras, hambre y pestes, y con los escasos medios de comunicación
de aquel entonces. Pero había bastante razón para justificar el entusiasmo de
los citados escritores, cuando nos dicen: «No había nadie tan ansioso como Juan
Capistrano por la conversión de los
herejes, cismáticos y judíos. Nadie que anhelara tanto que su religión
floreciera, o que tuviera mayor poder para obrar maravillas. No había nadie que
deseara tan ardientemente el martirio, ni tan famoso por su santidad. Y así, era
recibido con honor en todas las provincias de Italia. La afluencia de gente a
sus sermones era tan grande, que hacía pensar que los tiempos apostólicos
habían vuelto. Al llegar a la provincia, los pueblos y aldeas se conmovían y
grandes multitudes acudían a oírlo. Los pueblos lo invitaban a visitarlos, ya
por medio de cartas apremiantes, o por medio de mensajeros, o apelando al
Soberano Pontífice mediante personas influyentes». Pero lo que principalmente
absorbía toda la atención del santo era el trabajo de la predicación y la
conversión de las almas.
No hay ocasión para referir
aquí al detalle las dificultades domésticas que agobiaron a la Orden de San
Francisco, a partir de la muerte de su seráfico fundador. Baste decir que el
grupo conocido como «los Espirituales» no tenía, de ninguna manera, los mismos
puntos de vista respecto de la observancia religiosa que los que fueron
llamados «relajados». La reforma de los observantes, que había sido iniciada en
la mitad del siglo XIV, se encontraba todavía obstruida en muchas formas por la
administración de superiores generales que sostenían un diferente tipo de
perfección y, por otro lado, hubo también exageraciones en la dirección de una
austeridad más severa, que culminó eventualmente con las enseñanzas heréticas
de los «Fraticelli». Todas estas dificultades
requerían un arreglo y Capistrano, trabajando en armonía con
san Bernardino de Siena, fue llamado a soportar gran parte de esta pesada
carga. Después del capítulo general, celebrado en Asís en 1430, se nombró a san
Juan para que sacara las conclusiones a que había llegado la asamblea y, estos
«Estatutos Martinianos», como fueron llamados (en
virtud de su confirmación por el papa Martín VI), se cuentan entre los más
importantes en la historia de la Orden. De nuevo, en otras varias ocasiones, le
confió la Santa Sede a Juan poderes inquisitoriales, como por ejemplo, para
proceder en contra de los «Fraticelli» y para investigar la grave acusación que se hizo contra la
Orden de los Jesuatos, fundada por el beato Juan
Colombini. Más tarde, estuvo
profundamente interesado en la reforma de las monjas franciscanas, que debían
su principal inspiración a santa Coleta, así como a los terciarios de la
orden. En el Concilio de Ferrara, trasladado después a Florencia, se le escuchó
con atención, pero entre las primeras y las últimas sesiones, se vio obligado a
visitar Jerusalén como comisario apostólico. Incidentalmente, había contribuido
mucho a la inclusión de los armenios en el arreglo con los griegos, por
desgracia de corta duración, que iba a tener efecto en Florencia.
Cuando el emperador
Federico III, encontrando que la fe religiosa de los países bajo su soberanía
sufría penosamente por las actividades de los husitas y otros sectarios
heréticos, pidió ayuda al papa Nicolás V, y san Juan Capistrano fue enviado como comisario
e inquisidor general, y partió para Viena en 1451, con doce de sus hermanos
franciscanos para que le ayudaran. Está fuera de duda que su arribo produjo
gran sensación. Silvio Eneas, el futuro Papa Pío II, nos relata cómo, al entrar
al territorio austríaco, «los sacerdotes y el pueblo salieron a recibirlo,
llevando las sagradas reliquias. Lo saludaron como legado de la Sede
Apostólica, como predicador de la verdad y como a un gran profeta enviado por
Dios. Bajaban de las montañas para saludar a Juan, como si Pedro o Pablo o
alguno de los otros apóstoles fuera el que llegara. Gustosamente besaban la
orla de su vestidura, le presentaban sus enfermos y afligidos y se dice que
muchos fueron curados. La gente importante de la ciudad salió a recibirlo y lo
condujo a Viena. No había plaza que pudiera contener a las multitudes. Todos lo
miraban como a un ángel de Dios». El trabajo de Juan como inquisidor y sus
tratos con los husitas y otros herejes bohemios ha sido severamente criticado,
pero éste no es el lugar para intentar ninguna justificación. Su celo era
cauterizante y consumidor, aunque era misericordioso con los humildes y los
arrepentidos. Se adelantaba a su tiempo en su actitud con respecto a la
brujería y al uso de la tortura. Los milagros que lo acompañaban dondequiera
que iba y que él atribuía a las reliquias de san Bernardino de Siena, fueron
asiduamente observados por sus compañeros. Más tarde, se levantó un prejuicio
en contra del santo, a causa de los relatos que fueron publicados sobre estas
maravillas. Viajó de un lugar a otro, predicando en Baviera, Sajonia y Polonia,
y sus esfuerzos eran, en todas partes, acompañados por un gran renacimiento de
la fe y la devoción. Cocleo de Nüremberg nos relata que «los que lo
vieron allí lo describen como un hombre pequeño de cuerpo, enjuto, extenuado y
con la piel pegada al hueso, pero entusiasta, fuerte y asiduo en el trabajo.
Dormía con su hábito y se levantaba antes de la aurora, recitaba su oficio y
celebraba luego la misa. Después de eso, predicaba en latín, que en seguida era
traducido al pueblo por un intérprete». También visitaba a los enfermos que
esperaban su llegada, poniéndoles las manos sobre la cabeza, rezando y
tocándolos con una de las reliquias de san Bernardino.
La caída de Constantinopla
a manos de los turcos, puso fin a esta campaña espiritual. Capistrano fue llamado para alentar a
los defensores de Occidente y para predicar una cruzada contra los infieles.
Sus primeros esfuerzos en Baviera y aún en Austria encontraron poca respuesta
y, a principios de 1456, la situación se hizo desesperada. Los turcos avanzaban
para sitiar Belgrado y el santo, que por este tiempo había viajado a Hungría,
reunido en consejo con el gran general Huniyades, vio con claridad que tendrían que depender principalmente
del esfuerzo local. San Juan, personalmente, se extenuó predicando y exhortando
al pueblo húngaro para levantar un ejército que pudiera enfrentarse al peligro
amenazante y él mismo condujo a Belgrado más tropas que había podido reclutar.
Muy pronto, los turcos estuvieron parapetados y el sitio empezó. Animados por
las oraciones de Capistrano y su heroico ejemplo en el
campo de batalla, y adecuadamente guiados por la experiencia militar de Huniyades, los soldados de la
guarnición consiguieron al fin una abrumadora victoria. El sitio fue abandonado
y la Europa occidental quedó a salvo, temporalmente, pero la putrefacción de
miles de cadáveres que quedaron insepultos alrededor de la ciudad, provocó una
epidemia que costó la vida, primero que a nadie, a Huniyades y después, un mes o dos
más tarde, al mismo Capistrano, agotado por años de
trabajo y austeridades y por las penalidades del sitio. Murió pacíficamente en Villach, el 23 de octubre de 1456
y fue canonizado en 1724. Su fiesta fue general en 1890 para toda la Iglesia
occidental.
Acta Sanctorum, octubre,
vol. x. Ver Bolandistas, Biblioteca Hagiográfica Latina, nn. 4360-4368, pero además de
esto, existe considerable cantidad de nueva información referente a los
escritos de san Juan, sus cartas, reformas y otras actividades, que ha sido
publicada durante el siglo actual en el Archivum Franciscanum Historicum editado en Quaracchi; préstese particular
atención a los escritos referentes a san Juan y los husitas en los volúmenes XV
y XVI de la misma publicación. Este y otros materiales han sido usados por J. Hofer en el St. John Capistran, Reformer (1943), obra de gran valor
y erudición.
fuente: «Franciscanos para cada día» Fr. G. Ferrini O.F.M.
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Nació Juan el 24 de octubre
de 1386 en Capistrano, L’Áquila, Italia. Cursó derecho en
Perugia y allí alcanzó tal prestigio como jurista que Ladislao di Durazzo, rey de Nápoles, lo nombró
gobernador de la ciudad. En 1416 intervino como pacificador entre las facciones
de Perugia y Malatesta, que se hallaban
enfrentadas, y fue hecho prisionero. En la cárcel sufrió una radical
transformación. Reflexionó sobre la vida que había llevado, y en un sueño san
Francisco lo invitó a unirse con sus discípulos. Eso hizo Juan al ser liberado,
después de salir victorioso de interna lucha. Aplacadas las voces
contradictorias que brotaban dentro de sí, el único impedimento que podría
haber tenido era un matrimonio anterior que, por graves razones de peso, cuando
ingresó en la cárcel ya se había anulado.
Se hizo franciscano en
Perugia en octubre de 1416, a la edad de 30 años. Primeramente fue destinado a
misiones humildes. En ese momento la necesidad de regresar a la observancia
primitiva gravitaba sobre la comunidad, instada por san Bernardino de Siena.
Ambos entablaron entrañable amistad. Bernardino le enseñó teología y Juan le
correspondió estando a su lado; le defendió frente a las acusaciones de
herejía. Además compartieron similares bríos que les llevaron a preservar la fe
frente a los infieles. Aún no había sido ordenado, y Juan comenzó a destacar en
la predicación. A los 33 años recibió ese sacramento. Entonces el papa le
nombró inquisidor de los fraticelos, y emprendió una misión itinerante
por distintos estados europeos. Combatió las herejías de los husitas, participó
en la dieta de Frankfurt y fue artífice de la unidad entre los armenios y Roma.
De forma reiterada le designaron vicario general de la observancia, fue nuncio
apostólico en Austria, etc.
Hacía poco que era
sacerdote cuando dijo: «Aunque no tengo la última responsabilidad,
estoy decidido a invertir todas mis fuerzas, hasta el último momento de mi
vida, en defensa del rebaño de Cristo». Lo demostró. Era un hombre de oración, gran penitente.
Su rostro era, en sí mismo, un tratado de vida ascética. Dormía dos horas y, a
veces, una sola; austero en sus alimentos, templado y prudente en sus juicios,
todo caridad y dulzura, entregado por completo a su prójimo. Las huellas del
rigor que se impuso iluminaban sus ojos; eran una candela viva de amor a
Cristo. La gente le seguía y le escuchaba enfervorizada, viendo en su llamada a
la conversión una invitación del cielo. En Brescia predicó ante 126.000
personas. Su fama a la hora de sanar a los enfermos le precedía, y muchos
intentaban tomar como reliquia trozos de su túnica. Sabiendo el valor de la
formación, instó a sus hermanos al estudio: «Ninguno es
mensajero de Dios si no anuncia la verdad; y no puede anunciar la verdad quién
no la conoce; y no puede conocerla si no la aprendió […]. Deben encontrar el
tiempo para dedicarse a las letras y a las ciencias... para no tentar a Dios
con vanas presunciones...».
Los pontífices contaron con
él valorando sus excelentes dotes para la diplomacia, su prudencia y fidelidad
a la Sede de Pedro. Tanto Martín V, como Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III le
encomendaron diversas causas delicadas que solventó admirablemente. Declinó ser
obispo en tres ocasiones; prefería mantener la misión de predicador. En 1430 se
implicó en un asunto que incumbía directamente a su Orden: la unidad. Para
lograrla propuso las constituciones martinianas (en honor de Martín V), pensando que con ellas podría mediar
entre las dos tendencias polarizadas que surgieron entre los franciscanos: el
laxismo y el rigorismo. No tuvo éxito en su empeño. Sufrió críticas e
incomprensiones internas, que se unieron a otras externas.
Fue un ardoroso defensor de
la fe en lugares de batalla. Animaba a las tropas a luchar bravamente por
Cristo: «Sea avanzando que retrocediendo, golpeando o siendo
golpeados, invoquen el nombre de Jesús. Solo en Él está la salvación y la
victoria». La
última en la que participó fue en 1456, en Belgrado, obteniendo la victoria con
su fe; tenía entonces 70 años. Tres meses más tarde, el 23 de octubre de ese
año, murió en Vilak a causa de la peste. En
aras de su proverbial obediencia al pontífice hubiese ido donde fuera. Así se
lo había confesado a san Bernardino: «Soy un viejo, débil, enfermizo... No puedo
más... Pero si el papa lo dispusiera de otra forma, lo acepto, aunque deba
arrastrarme medio muerto, o bien debiera atravesar barreras de espinas, fuego y
agua».
Pero Dios había previsto que entregase su sangre después de haber participado
heroicamente en esta guerra contra el turco.
El legado que dejaba a sus
hermanos, a la Iglesia y a la posteridad era, como el de todos los santos, un
compendio de virtudes heroicas desplegadas sin descanso por amor a Cristo. Tan
aclamado en Europa que se le ha considerado «stella Bohemorum», «lux Germanie», «clara fax Hungarie», «decus Polonorum», también «padre devoto» y
«varón santo». Inocencio X lo beatificó el 19 de diciembre de 1650. Alejandro
VIII lo canonizó el 16 de octubre de 1690.
Oh Dios, que suscitaste a san Juan de Capistrano para confortar a tu pueblo en las adversidades, te rogamos humildemente que reafirmes nuestra confianza en tu protección y conserves en paz a tu Iglesia. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén
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jueves 23
Octubre 2014
Santos Servando y Germán
Santos Servando y Germán, mártires
Cerca de Gades, en la
provincia hispánica de Bética, santos Servando y Germán, mártires en la
persecución bajo el emperador Diocleciano.
La leyenda nos dice que
Servando y Germán fueron hijos de los santos Marcelo y Nonia, y hermanos de los
mártires y santos, Claudio, Lupercio, Victorio, Emeterio, Celedonio, Acisclo, Victoria, Fausto, Januario y Marcial. Según las mismas actas
legendarias, san Marcelo, el padre, sufrió el martirio en la Tingitania (África) el 30 de octubre
del 288; Servando y Germán, en el Cerro Ursoniano, en Cádiz, el día 23 de octubre del 290; Claudio, Lupercio y Victorio, en Galicia el
30 de octubre del 290; Emeterio y Celedonio, en Calahorra el 3 de marzo del
290; Acisclo y Victoria, en Córdoba, de
donde son patronos, el 17 de noviembre del 303; Fausto, Januario y Marcial, igualmente en
Córdoba el día 28 de septiembre de 303 d.C.; Nonia, la madre, cuando supo la muerte de
su marido y de alguno de sus hijos, pidió a Dios que la llevase con Él y así
sucedió, siendo tenida por santa y mártir. Naturalmente, es la historia de
estos parentescos la que es legendaria, no los martirios, que están
razonablemente documentados para casi todos los casos.
En los antiguos breviarios
hay constancia de la memoria de los santos Mártires Servando y Germán, y estos
recuerdos y otros comenzaron a mover a la opinión pública en favor de su
patronato, hasta el punto de que ambos Cabildos -el municipal y el catedralicio,
eran otros tiempos- alcanzaron del Pontífice Paulo V (1605 - 1621) la concesión
de Jubileo para la fiesta de los santos Patronos y la declaración canónica de
su Patronato, celebrándose ésta por primera vez, «con juramento de perpetua
devoción», el día 23 de octubre de 1619, bajo el obispado del Ilmo. Sr. Don
Juan de Cuenca, Capellán del rey Felipe III, que entró a ocupar la diócesis el
17 de abril de 1613 y la gobernó hasta el año 1623. Durante su mandato, en
1614, se despachó Real Cédula a 29 de noviembre en que se hizo merced al
Cabildo de Cádiz, para que «haya de ser Administrador de la Capilla del Pópulo
un señor Dignidad o Canónigo de su seno...» hoy, tristemente, dicha capilla
real, se encuentra cerrada al culto por la desidia, la ruina y la negligencia
de los que tenían que ser sus administradores.
El Cerro, conocido
antiguamente con el nombre de «Collado Ursoniano», se alza en la Isla de León, dando vista al islote donde se
alza el castillo de Sancti-Petri
y dominando la extensión de la costa gaditana hasta el Faro de San Sebastián.
El actual nombre de «Cerro de los Mártires», parece que data de la época
visigótica, por suponer la tradición, muy arraigada entre las gentes de la
zona, que en dicho lugar sufrieron martirio por decapitación los hermanos
Servando y Germán. En pasadas épocas y cuando en la actualidad se realizan
excavaciones arqueológicas, aparecen por las laderas del cerro, fragmentos y
grandes restos de construcciones de marcado interés que proceden de las que
existieron en la antigüedad cuando el cerro tuvo un carácter religioso por
haber sido sus tierras regadas por la sangre de los mártires.
Según la tradición, los
cuerpos de los santos hermanos mártires Servando y Germán, permanecieron en el
cerro hasta que, acentuada la decadencia de la isla gaditana y su acercamiento
a Roma cada vez más distanciado, los venerables restos fueron trasladados a
Mérida, el de san Germán, en la capital de la Lusitania y el de san Servando a
Sevilla, la capital de la Bética. El culto a los santos, grande y extenso
incluso fuera de nuestros ámbitos, continuó durante la época visigoda, que
constituyó la Diócesis Asidonense desde el año 619.
Extractado, con algunas
modificaciones, de «Un poco de historia sobre los Santos Patronos» [de Cádiz] escrito de
D. Ángel Mozo Polo, Académico Correspondiente de La Real Academia de Bellas
Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla y Ateneísta de Número del Ateneo de
Cádiz.
fuente: cadizcofrade.net
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jueves 23
Octubre 2014
San Luigi de Giacomo
Nació en diciembre de 1842,
en Valle de San Giacomo, ubicado en la provincia de Como, en frontera entre
Italia y Suiza. Tenía 12 hermanos. En su pueblito natal comenzó desde
pequeño a cultivar el don de la fe. "En las tardes largas, especialmente
las festivas, se leía la Santa Biblia y varias vidas de santos.
El rosario era además la
oración que el papá Lorenzo y mamá María Bianchi recitaban junto con sus
numerosos hijos", dice en su autobiografía.
Estudió en el colegio Galio
de Como. Luego ingresó al seminario. Cuando volvía a su pueblo por las
vacaciones aprovechaba para visitar a los pobres y campesinos que habitaban en
los lugares de tránsito. Desde allí comenzó a florecer su aguda sensibilidad
social.
Su acción pastoral también
se desarrolló con fuerza en el contexto del movimiento de unificación de Italia
y la dominación de Austria en el norte de su país.
Recibió la ordenación
sacerdotal en 1866. Durante un año se fue a un pequeño pueblo ubicado cerca de
Aquila donde enseñó a leer a varios de sus habitantes. Luego viajó a Turín y
por tres años perteneció a la orden de San Juan Bosco, a quien conoció personalmente
luego regresó a ser sacerdote diocesano. Constantemente se preocupaba por
la fortaleza espiritual de sus feligreses y la atención hacia los más pobres.
"Tengo en el alma la
caridad y la conciencia de que Dios nos ha enviado al mundo para construir una
sociedad justa y convertirnos para estas personas en sus padres, madres o
hermanos, y servir en esta alegría de vivir", decía el futuro santo.
"Su método pedagógico
estaba inspirado en el "preventivo" que pretendía crear una
sensibilidad en los educadores", explica el postulador para su causa de
canonización, padre Mario Carrera.
Con un grupo de mujeres, Guanella se dedicó a sacar adelante
una residencia de ancianos. Así comenzaba una nueva congregación: las Hijas de
Santa María de la Providencia, de la cual nació también la rama masculina: la
congregación de los Siervos de la Caridad.
Pero a don Guanella no se interesaba sólo por
la pobreza material sino también por la espiritual. Uno de sus principales
discípulos fue el famoso psicólogo Agostino Gemelli (1878-1959) quien nació y
creció en el seno de una familia de librepensadores. Al conocer a este
sacerdote su se convirtió al catolicismo y más tarde entró en la orden
franciscana. "Aquello que la ciencia humana no podrá nunca hacer, lo ha
hecho don Guanella con su fe y su capacidad
de trabajar", decía.
En 1915 viajó a Marsica en Abruzzo donde fue a llevar
auxilio a las víctimas de un terremoto que recientemente había devastado
aquel lugar. Murió el mismo año en la población de Como y fue beatificado por
Pablo VI en 1964.
Actualmente la Familia Guanelliana, compuesta por los Siervos
de la Caridad e Hijas de Santa María de la Divina Providencia, y por varios
colaboradores laicos se extiende en varios países: Argentina, Chile,
Paraguay, Brasil, Colombia, Guatemala, México, España, Estados Unidos, India,
Filipinas, Ghana, Congo y Nigeria.
Canonizado el 23
octubre 2011 por el Papa Benedicto XVI.
Oremos
Señor Dios todopoderoso, que de entre tus fieles elegiste a San Luigi Guanella para que manifestara a sus hermanos el camino que conduce a ti, concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir a Jesucristo, nuestro maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con nuestros hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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