lunes 06
Octubre 2014
San Bruno de Colonia
San Bruno, abad y fundador
San Bruno, presbítero, el
cual, oriundo de Colonia, ciudad de Lotaringia, enseñó ciencias eclesiásticas en la Galia, aunque después,
deseando llevar vida solitaria, con algunos discípulos se instaló en el
apartado valle de Cartuja, en los Alpes, donde dio origen a una Orden que
conjuga la soledad de los eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado
por el papa Urbano II a Roma, para que le ayudase en las necesidades de la
Iglesia, pasó los últimos años de su vida como eremita en el cenobio de La
Torre, en Calabria, en la actual Italia.
El sabio y devoto cardenal
Bona, hablando de los monjes cartujos, cuya orden fue fundada por san Bruno,
los llama «el gran milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen
fuera de él; son ángeles en la tierra, como Juan Bautista en el desierto, y
constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se elevan al cielo como águilas,
y su instituto religioso está por encima de todos los otros». El fundador de
esa orden extraordinaria había nacido en el seno de una familia distinguida,
hacia el año 1030, en Colonia. Partió de su ciudad natal cuando era todavía
joven, para proseguir sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Cuando
volvió a Colonia, recibió la ordenación sacerdotal y se le confirió una
canonjía en la colegiata de San Cuniberto (aunque es posible que haya gozado de la canonjía desde
antes de partir a Reims). El año 1056, fue invitado a enseñar gramática y
teología en su antigua escuela. El hecho de que haya sido escogido para puestos
tan importantes cuando no tenía sino veintisiete años, demuestra que era un
hombre extraordinario, pero no revela los caminos que Dios le tenía reservados
para convertirse en lumbrera de la Iglesia. Bruno se ocupó de enseñar «a los
clérigos más avanzados y versados en las ciencias, no a los principiantes». Su
principal empeño consistía en llevar a sus discípulos a Dios y en enseñarles a
respetar y amar la ley divina. Muchos de ellos llegaron a ser eminentes
filósofos y teólogos, honraron a su maestro con sus talentos y habilidades y
extendieron su fama hasta los más apartados rincones. Uno de ellos, Eudes de Chátillon, que ciñó la tiara
pontificia con el nombre de Urbano II y fue beatificado.
San Bruno fue profesor en
la escuela de Reims donde mantuvo, durante dieciocho años, un alto nivel en los
estudios. Después, fue nombrado canciller de la diócesis por el arzobispo
Manasés, quien era un personaje absolutamente indigno de su alto cargo. Bruno
tuvo pronto ocasión de conocer la mala vida de su protector. El legado papal,
Hugo de Saint Dié, citó a juicio a Manasés
ante el concilio de Autun, en 1076; pero el
arzobispo se negó a presentarse y fue suspendido en el ejercicio de sus
funciones. San Bruno, el preboste de la diócesis (llamado también Manasés) y un
canónigo de Reims, llamado Poncio, acusaron al arzobispo ante el concilio. La
actitud de san Bruno fue tan prudente y reservada, que impresionó al legado, el
cual, escribiendo al Papa, alabó la virtud y prudencia de nuestro santo. El
arzobispo de Reims, furioso contra los tres canónigos que le habían acusado,
mandó saquear y destruir sus casas y vendió sus beneficios eclesiásticos. Los
tres canónigos se refugiaron en el castillo de Ebles de Roucy; allí permanecieron hasta que el
arzobispo simoníaco, engañando a san Gregorio
VII (cosa
que no era fácil), consiguió ser restituido al gobierno de su diócesis. San
Bruno se trasladó entonces a Colonia. Por aquel tiempo, había decidido ya
abandonar todo cargo eclesiástico, según lo había comunicado en una carta a
Rodolfo, preboste de Reims.
Durante una conversación
que habían tenido san Bruno, Rodolfo y otro canónigo en el jardín del castillo
de Ebles de Roucy, discutieron acerca de la
vanidad y falsedad de las ambiciones mundanas y de los goces de la vida eterna.
Los tres habían quedado muy impresionados por aquella conversación y habían
prometido abandonar el mundo. Sin embargo, difirieron la ejecución de sus
planes hasta que el canónigo volviese a Roma, a donde tenía que viajar. Pero
éste no regresó, Rodolfo flaqueó en su resolución y volvió a establecerse en
Reims. Bruno fue el único que perseveró en su propósito de abrazar la vida
religiosa, a pesar de que todo le sonreía, ya que poseía abundantes riquezas y
gozaba de gran favor entre los personajes de importancia. Si se hubiese quedado
en el mundo, habría sido pronto elegido arzobispo de Reims. En vez de ello,
renunció a su beneficio eclesiástico y a todas sus riquezas y convenció a
algunos amigos para que se retirasen con él a la soledad. Al principio se
pusieron bajo la dirección de san Roberto, abad de Molesmes (quien colaboró más tarde
en la fundación del Císter), y se establecieron en Séche-Fontaine, cerca de Molesmes. Durante su estancia allí,
Bruno, deseoso de mayor virtud y perfección, se puso a reflexionar y a
consultar con sus compañeros acerca de lo que debían hacer para ello. Después
de hacer mucha penitencia y oración para conocer la voluntad de Dios, Bruno comprendió
que el sitio no se prestaba para sus propósitos y acudió a san Hugo, obispo de Grenoble, que era un hombre de Dios
y podía ayudarle a conocer su voluntad. Por otra parte, Bruno estaba al tanto
de que en los alrededores de Grenoble había muchos bosques solitarios en los que podría encontrar
la paz que deseaba. Seis de sus primeros compañeros partieron a Grenoble con él; entre ellos se
contaba Landuino, quien había de sucederle
en el gobierno de la Gran Cartuja.
Llegaron a Grenoble a mediados de 1084.
Inmediatamente se entrevistaron con san Hugo para pedirle que les designase un
sitio en el que pudiesen entregarse al servicio de Dios, lejos del mundo y
sosteniéndose del trabajo de sus manos. Hugo los recibió con los brazos abiertos,
ya que, según se cuenta, había visto antes en sueños a los siete forasteros, en
tanto que el mismo Dios construía una iglesia en el bosque de Chartreuse, y
siete estrellas brillaban en el cielo como para indicarle el camino. El obispo
de Grenoble abrazó fraternalmente a
los peregrinos y les designó el desierto de Chartreuse para que viviesen y les
prometió toda la ayuda que necesitasen para establecerse. Pero, a fin de
mantenerlos alerta en las dificultades y para que supiesen perfectamente a qué
atenerse, les previno que el sitio era de difícil acceso a causa de las
abruptas montañas y de la nieve que lo cubrían la mayor parte del año. San
Bruno aceptó el ofrecimiento con gran gozo, y san Hugo les concedió todos los
derechos que poseía sobre ese bosque y los puso en relación con el abad de Chaise-Dieu, en la Auvernia. Bruno y
sus compañeros empezaron por construir un oratorio y una serie de celdas a
cierta distancia unas de otras, exactamente como en las antiguas «lauras» de Palestina. Tal fue el
origen de la orden de los cartujos, que tomó su nombre del desierto de
Chartreuse.
San Hugo prohibió a las
mujeres el acceso al paraje en que se habían establecido Bruno y sus
compañeros, así como la caza, la pesca y la cría de ganado en la región. Al
principio, los monjes vivían por pares en las celdas, pero poco después cada
uno tuvo la suya propia, y sólo se reunían en la iglesia para el canto de los
maitines y las vísperas; el resto del oficio lo rezaban en privado. Unicamente en las grandes fiestas
comían dos veces al día; en esas ocasiones, se reunían en el refectorio, pero
de ordinario cada uno comía en su celda, como los ermitaños. En todo reinaba la
mayor pobreza; por ejemplo, el único objeto de plata que había en la iglesia
era el cáliz. El tiempo se repartía entre el trabajo y la oración. Una de las
principales ocupaciones de los monjes consistía en copiar libros, con lo que se
ganaban el sustento. La única dependencia verdaderamente rica del monasterio
era la biblioteca. La tierra era poco fértil y el clima muy inclemente, de
suerte que se prestaba poco para la siembra; en cambio, la cría de ganado
prosperaba. El beato Pedro
el Venerable,
abad de Cluny, escribía unos veinticinco años después de la muerte de san
Bruno: «Su vestido era más pobre que el del resto de los monjes y tan corto y
delgado que se estremecía uno al verlo. Llevaban camisas de pelo sobre el
cuerpo y ayunaban casi constantemente. Sólo comían pan negro; jamás probaban la
carne, ni siquiera cuando estaban enfermos; nunca pescaban pero comían pescado
cuando alguien se lo daba de limosna ... Pasaban el tiempo en la oración, la
lectura y el trabajo; su principal labor consistía en copiar libros. Sólo
celebraban la misa los domingos y días de fiesta». Tal era la vida que
llevaban, por más que no tenían reglas escritas, pero se inspiraban en la regla
de san Benito, en los puntos en que ésta era compatible con la vida eremítica.
San Bruno acostumbró a sus discípulos a observar fielmente el modo de vida que
les había prescrito. En 1127, el quinto prior de la Cartuja, llamado Guigues,
puso por escrito los usos y costumbres. Guigues hizo muchas modificaciones, y
sus «Consuetudines» son hoy todavía el libro
esencial. Los cartujos constituyen la única de las órdenes antiguas que nunca
ha sido reformada y que no ha tenido necesidad de reforma, gracias a su
absoluto aislamiento del mundo y al celo que han puesto siempre los superiores
y visitadores en no abrir la puerta a las mitigaciones y dispensas: «Cartusa nunquam reformata quia nunquam deformata». La Iglesia considera la
vida de los cartujos como el modelo perfecto del estado de contemplación y
penitencia. Sin embargo, cuando san Bruno se estableció en Chartreuse, no tenía
la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus monjes se extendieron,
seis años más tarde, por el Delfinado, ello se debió, además de la voluntad de
Dios, a una invitación que se les formuló, y lo menos que puede decirse es que
san Bruno no tenía el menor deseo de aceptar esa invitación inesperada.
San Hugo concibió una
admiración tan grande por san Bruno, que le tomó por director espiritual. A
pesar de las dificultades del viaje desde Grenoble a la Cartuja, acostumbraba ir allá de cuando en cuando para
conversar con san Bruno y aprovechar en la vida espiritual con su consejo y
ejemplo. Pero la fama del fundador se extendió más allá de Grenoble y llegó a oídos de su
antiguo discípulo, Eudes de Chátillon, quien, al ceñir la tiara
pontificia, había tomado el nombre de Urbano II. Cuando oyó hablar de la santa
vida que llevaba su maestro y, convencido de que era un hombre de ciencia y
prudencia excepcionales, el Pontífice le mandó llamar a Roma para que le
ayudase con sus consejos en el gobierno de la Iglesia. Difícilmente podía
haberse presentado al santo una ocasión más amarga de mostrar su obediencia y
hacer un sacrificio muy costoso. A pesar de ello, partió de la Cartuja a
principios del año 1090, después de nombrar a Landuino prior del monasterio. La
partida de Bruno produjo una pena enorme a sus discípulos, y varios de ellos
abandonaron el monasterio. Los demás le siguieron a Roma; pero Bruno los
convenció de que volviesen a la Cartuja, de la que se habían encargado durante
su ausencia los monjes de Chaise-Dieu.
San Bruno obtuvo permiso
para establecerse en las ruinas de las termas de Diocleciano, de donde el Papa podía
llamarle fácilmente cuando lo necesitaba. Es imposible determinar con certeza
la importancia del papel de san Bruno en el gobierno de la Iglesia. Algunas de
las disposiciones que se le atribuían antiguamente, fueron en realidad obra de
su homónimo, san Bruno de
Segni;
pero está fuera de duda que nuestro santo colaboró en la preparación de varios
sínodos organizados por Urbano II para reformar al clero. Por otra parte, el
espíritu contemplativo del fundador de la Cartuja le llevaba naturalmente a
trabajar sin ruido. El Papa intentó hacerle arzobispo de Reggio, pero el santo
supo defenderse con tanta habilidad y supo dar al Pontífice tales argumentos
para que le dejase retornar a la soledad, que Urbano II acabó por concederle
permiso de retirarse a la Calabria; sin embargo, no le dejó volver a la Cartuja
para tenerle siempre a mano. El conde Rogelio, hermano de Roberto Guiscardo, regaló al santo el
hermoso y fértil valle de La Torre, en la diócesis de Squillace. Allí se estableció san
Bruno con algunos discípulos que se había ganado en Roma. Imposible describir
el fervor y el gozo que el fundador de la Cartuja experimentó al volver a la
soledad. Escribió por entonces una carta muy cariñosa a su amigo Rodolfo de
Reims para invitarle a reunirse con él, recordando amigablemente la promesa que
le había hecho y describiéndole en términos amables y entusiastas los gozos y
deleites que él y sus compañeros hallaban en ese género de vida. La carta
demuestra ampliamente que san Bruno no era un hombre melancólico y severo. La
alegría, que corre siempre pareja con la verdadera virtud, es particularmente
necesaria a las almas que viven en la soledad, ya que nada hay para ella tan
pernicioso como la tristeza y la tendencia exagerada a la introspección.
En 1099, Landuino, el prior de la Cartuja,
fue a Calabria a consultar con san Bruno ciertos puntos del instituto que había
fundado, pues los monjes no querían apartarse un ápice del espíritu del
fundador. Bruno les escribió entonces una carta llena de ternura y de espiritualidad,
donde les daba instrucciones acerca de la vida eremítica, resolvía todas sus
dificultades, les consolaba de lo que habían tenido que sufrir y les alentaba a
la perseverancia. En sus dos ermitas de Calabria, llamadas Santa María y San
Esteban, Bruno supo inspirar el espíritu de la Cartuja. En la cuestión
material, recibió generosa ayuda del conde Rogelio, con quien llegó a unirle
una estrecha amistad. El santo solía visitar al conde y su familia en Mileto, con ocasión de algún
bautismo u otra celebración familiar; por su parte Rogelio acostumbraba ir a
pasar algunas temporadas en La Torre. Bruno y el conde murieron con tres meses
de diferencia. En cierta ocasión en que Rogelio había puesto sitio a Capua, se salvó de la traición
de uno de sus oficiales gracias a que san Bruno le previno en sueños. Cuando el
conde comprobó la traición, condenó a muerte al oficial, pero san Bruno obtuvo
el perdón para él.
A fines de septiembre de
1101, San Bruno contrajo su última enfermedad. Al sentir que se aproximaba la
muerte, mandó llamar a todos los monjes e hizo una confesión pública y una
profesión de fe. Sus discípulos se encargaron de transmitir a la posteridad dicha
profesión. El santo expiró el domingo 6 de octubre de 1101. Los monjes de La
Torre enviaron un relato de su muerte a las principales iglesias y monasterios
de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra e Irlanda, pues era entonces costumbre
pedir oraciones por las almas de los que habían fallecido. Ese documento, junto
con los «elogia» escritos por los ciento setenta y ocho que recibieron el
relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos que existen. San
Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los cartujos rehuyen todas las manifestaciones
públicas. Sin embargo, en 1514 obtuvieron del papa León X el permiso de
celebrar la fiesta de su fundador, y Clemente X la extendió a toda la Iglesia
de Occidente en 1674. El santo es particularmente popular en Calabria, y el culto
que se le tributa refleja en cierto modo el doble aspecto activo y
contemplativo de su vida.
La Vita antiquior (Acta Sanctorum, oct.,
vol. III) no fue ciertamente escrita antes del siglo XIII. Pero basta leer la
autobiografía de Guiberto de Nogent, la vida de san Hugo de Grenoble escrita por Guigues y las
crónicas y cartas de la época (entre las que se cuentan dos del propio san
Bruno), para obtener un vívido retrato del fundador de la Cartuja. Dichos
materiales han sido aprovechados para el artículo de Acta Sanctorum y para el que
le dedica Dom Le Couteulx en sus Annales Ordinis Cartusiensis, vol. I. En el web cartujo (en el apartado
«textos» del menú de la izquierda) se encontrarán algunos textos de y sobre san
Bruno, incluyendo la profesión de fe y la carta a Rodolfo de Reims a las que
hace referencia el texto del Butler.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
Oremos
Señor, Dios nuestro, que llamaste a San Bruno a la soledad y quisiste que allí te sirviera en la oración y en el silencio, haz que nosotros, por su intercesión, en medio de la agitación de este mundo, sepamos encontrar siempre en ti nuestro descanso. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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Octubre 2014
Santa María Francisca de las
cinco llagas
Anna María Gallo nació en Nápoles, Italia, el 25 de marzo de 1715. Sus padres eran comerciantes y residían en el conocido barrio español, entonces feudo de pillos, gentes de mal vivir. Gracias a Bárbara, su madre, Anna vio dulcificada parte de su vida, ya que tuvo que presenciar (y fue también receptora) de los malos tratos de su padre. Éste era tan iracundo que, antes de su nacimiento, su madre presa de angustia, acudió a san Francisco Jerónimo y a san Juan José de la Cruz quienes le vaticinaron que tendría una hija santa. Y esta virtuosa y abnegada mujer enseñó a la niña a vivir en la presencia de Dios. Su ejemplo hizo que en el barrio fuese conocida como la «santita». En el taller de hilados su padre le impuso un horario de trabajo inusual para su edad. Dedicaba varias horas al día a la oración, la lectura, la meditación y las penitencias que fueron ordinarias en su itinerario espiritual. Todo ello sin menoscabo de su tarea en la que rendía el doble que las trabajadoras que vivían centradas en la labor. Y eso llamaba la atención de sus compañeras.
Desconocían que
privadamente había consagrado su vida a Dios. Por eso cuando a los 16 años, su
padre se empeñó en desposarla con un pretendiente de buena posición que
admiraba su virtud y belleza, pese a que las penitencias se reflejaban en su
pálido rostro, se negó rotundamente. Él la golpeó sin piedad y la recluyó
vetándole todo alimento, excepto pan y agua. Fue su oportunidad para
intensificar la mortificación, la oración y la penitencia, hasta que Bárbara
consiguió aplacar a su marido con la mediación del P. Teófilo, franciscano de
la Orden menor, y terminó con el encierro de la santa en 1731. Entonces tomó el
hábito como terciaria franciscana de san Pedro de Alcántara, y el nombre de
María Francisca de las Cinco Llagas con el que fue encumbrada a los altares; lo
eligió por su devoción a la Pasión de Cristo, a la Virgen María y al Poverello.
Fue dirigida por los
Hermanos Menores del convento de Santa Lucía al Monte, si bien seguía viviendo
en el domicilio paterno. Allí prosiguió el régimen de vida austero con ayunos y
disciplinas que se infligía con severidad, incluyendo flagelaciones y cilicios,
entre otros. La circunstancia de continuar al abrigo de su familia llevó
consigo determinados contratiempos. Con la cercanía hubo hechos evidentes de
carácter sobrenatural que no pudo mantener ocultos, y los suyos unieron sus
críticas mordaces a las de otras personas ajenas al hogar. Porque Anna fue
bendecida con favores místicos (éxtasis, apariciones, arrobamientos…), y dones
extraordinarios. Su padre intentó obtener provecho de ellos y le trasladó lo
que un negociante le había propuesto: nada menos que hiciera uso de estas
gracias para obtener un buen dinero, dedicada a una especie de quiromancia. La
joven protestó: no era una adivina. Pero su padre replicó que, al ser una
santa, conseguiría el favor de Dios para adivinar el futuro. Al recibir su
negativa, volcó su ira en ella azotándola con el látigo. Por este hecho, un
juez, que fue advertido por el obispo, le amenazó con una multa si volvía a
castigar a su hija de ese modo. Nunca más lo hizo.
A la muerte de su madre, la
santa se trasladó al domicilio del sacerdote Giovanni Pessiri, al que sirvió los treinta
y ocho años restantes de su vida. Allí vivió junto a otra franciscana. Las
tentaciones y ataques que le infligía el demonio eran frecuentes; hasta fue
inducida al suicidio. Del crucifijo brotó un día la solución para ahuyentarlo: «Cuando
te asalten los ataques de los enemigos del alma, haz la señal de la cruz, y
además de invocar los nombres de las tres divinas Personas de la Santísima
Trinidad, debes decir varias veces: ‘Jesús, José y María’». Así lo venció. Fue
frecuentemente acompañada del arcángel san Rafael y ocasionalmente del arcángel
san Miguel.
En medio de sus numerosos
éxtasis, que la dejaban sin sentido, en la Navidad de 1741 vivió la experiencia
del «desposorio místico»; quedó ciega durante 24 horas. Los fenómenos místicos
que la acompañaron en tres ocasiones, se manifestaron en el instante de recibir
la comunión, momentos en los que la Sagrada Forma, bien en manos del
consagrante o hallándose en el copón, se posaba en sus labios sin que mano
humana la depositara en ellos. Pero lo más significativo fue la aparición en su
cuerpo de las cinco llagas de la Pasión del divino Redentor. Además, sufría
dolores similares a los que Cristo padeció en todo el proceso comenzando por el
Huerto de los Olivos, la flagelación, coronación de espinas, portar la cruz a
cuestas camino del calvario, la crucifixión y el estado de agonía del Viernes
Santo. Todo ello lo entregó en oblación por la conversión de los pecadores y
por las almas del purgatorio. A lo largo de su vida padeció incomprensiones,
ofensas y murmuraciones de diverso calado, sufrimientos que asumió con
paciencia, silencio y oración.
En ese proceso de
discernimiento seguido por las autoridades eclesiásticas para dilucidar cuánto
de verdad había en sus visiones y cuánto de superchería, el cardenal arzobispo Spinelli determinó que fuese
dirigida durante siete años por el sacerdote Ignacio Mostillo, que la sometió a
severas pruebas, asegurándose de la autenticidad de las mismas. En una ocasión
confió a su director espiritual: «He sufrido en mi vida todo lo que una
persona humana puede sufrir. Pero todo ha sido por amor a Dios».Recibió también el don de
profecía; vaticinó a san Francisco Javier María Bianchi, a quien conocía,
que subiría a los altares. Murió 6 de octubre de 1791. Gregorio XVI la
beatificó el 12 de noviembre de 1843. Pío IX la canonizó el 29 de junio de
1867. La silla en la que se sentó en Nápoles durante los últimos 7 años de su
vida, es codiciada por las mujeres con esterilidad diagnosticada, que toman
asiento en ella al saber que se cuentan por miles las que después de haberlo
hecho hallándose en sus condiciones concibieron un hijo.
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lunes 06
Octubre 2014
San Jose M. Rubio Peralta
José María Rubio Peralta nació en Dalías (Almería) el 22 de julio de 1864 en una familia muy numerosa. Cursó los estudios eclesiásticos en el Seminario de Granada y en el de Madrid. Aquí en 1887 fue ordenado presbítero. Ejerció su ministerio sacerdotal en las parroquias de Chinchón y Estremera. Fue profesor del Seminario, notario de la Curia y Capellán de las Monjas Bernardas.
En 1906 ingresó en la Compañía de Jesús y fue destinado a ejercer su ministerio pastoral también en Madrid donde permaneció hasta su muerte, que tuvo lugar en Aranjuez el 2 de mayo de 1929.
Formado en la escuela de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, con una profunda vida espiritual, alimentada sobre todo en el amor a la Eucaristía y en la devoción al Corazón de Jesús, se dedicó: a reconciliar penitentes en el confesionario, a la predicación del evangelio de forma sencilla, a la atención pastoral y social en los barrios más pobres de Madrid y a la formación de seglares para que actuaran como cristianos en la familia, en su profesión y en la sociedad. Promovió la obra de las “Marías de los Sagrarios”. Ya en su tiempo se le llamó: “el apóstol de Madrid”.
Fue beatificado por Vuestra Santidad el 6 de octubre de 1985.
Fue canonizado por el Papa Juan Pablo II, el domingo 4 de mayo de 2003 (tercer domingo de Pascua), durante la V visita de Su Santidad a España. La misa de canonización se realizó en la Plaza Madrid de Colón.
Fuente: www.vatican.va
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lunes 06
Octubre 2014
San Ságar de Laodicea
San Ságar de Laodicea, obispo y mártir
En Laodicea, de Frigia, san Ságar, obispo y mártir, que
padeció en tiempo de Servilio Paulo, procónsul de Asia.
Conocemos a san Ságar (o Sagaris) de Laodicea más bien tangencialmente,
ya que no nos han llegado obras o relatos extensos; sin embargo aparece en
algunas citas de Eusebio en su Historia Eclesiástica y se verá que, por el modo
de introducir el nombre, habrá sido en su epoca
un personaje destacado. En efecto, Eusebio cuenta (H.E. IV,26,3)) que Melitón
de Sardes (al que conocemos por su preciosa homilía sobre la Pascua, que se lee
en el oficio de la Semana Santa) escribió una obra sobre la Pascua (en realidad
eran dos libros); esta obra se ha perdido, pero Eusebio cita el comienzo: «Bajo
el procónsul de Asia Servilio Pablo, tiempo en que Sagaris sufrió martirio, hubo en Laodicea muchas disputas acerca de
la Pascua, que precisamente caía en aquellos días, y se escribió esto...». Esta
es la primer mención que tenemos, y con cierta precisión, ya que nos dice en
qué consulado ocurrió el martirio.
Lamentablemente, como suele
suceder, la mención de Servilio Paulo no es nada clara, ya
que no hubo en esa época ningún cónsul llamado así; pudo ser un tal L. Sergio
Paulo, cónsul en Asia en el 168 (que por supuesto carece de relación con el
Sergio Paulo de Hech. 13,7, un siglo y cuarto
anterior), o bien un tal Q. Servilio Pudens, cónsul en Asia en el 166.
El error podría ser del propio Eusebio al transcribir el párrafo de Melitón. De
todos modos, sea como sea, queda situado el martirio en Laodicea, entre el 166 y el 168. El
Martirologio Romano ha aceptado el nombre incorrecto de Servilio Paulo, ya que transcribe
directamente lo que dice Eusebio.
Podría acabar aquí todo lo
que sabemos de san Sagaris, y no estaríamos peor que
con otros mártires antiguos, sin embargo nos ha llegado aun otra referencia, trambién transcripta por Eusebio,
aunque esta vez de una carta de Polícrates al papa san Víctor, donde el obispo de Asia
se queja al de Roma porque Víctor pretende imponerles el modo de establecer la
fecha de celebración de la Pascua, siendo que desde antiguo estaba en uso en
Asia la práctica llamada «cuartodecimana», que entendía que debía celebrarse el
14 Nisán, como la pascua judía, es decir, al primer día de luna llena luego del
equinoccio de primavera, cayera en el día de la semana que fuere. En Roma, y en
muchas otras iglesias, ya se usaba lo que vino a ser luego la práctica general
-la misma que la actual-, es decir, el domingo posterior a la primer luna llena
del equinoccio de primavera. Tal como acostumbraban a rodear de caridad las
discusiones, cada uno de los grupos consideraba, no sólo que el otro estaba
equivocado, sino que era hereje. Así que san Víctor trató a los obispos de Asia
de herejes, y Polícrates le responde con una
punzante carta, donde le refuta la práctica romana, y va señalando cuáles
obispos famosos habían sido «cuartodecimanos», añadiéndole con ironía que,
aunque no celebraron como en Roma, «resucitarán el día de la venida del Señor».
La cuestión puede leerse
más extensamente en el artículo referido a san Víctor, pero lo que os importa
aquí es que precisamente uno de los obispos que cita Polícrates en defensa de su posición
es san Sagaris: «»Y en Esmirna,
Policarpo, obispo y mártir. Y Traseas,
obispo asimismo y mártir, que procede de Eumenia
y reposa en Esmirna. ¿Y qué falta hace hablar de Sagaris, obispo y mártir, que descansa en Laodicea...?» (H.E. V,24,4-5).
Gracias, entonces, a esta disputa de los obispos de Asia con el de Roma,
sabemos hoy este minúsculo dato adicional sobre san Sagaris, que posiblemente no nos
hubiera llegado de otro modo: que adhería a la tradición apostólica que se
fundaba en Juan, y celebraba la Pascua en la fecha judía.
D. Argimiro Velasco
Delgado, edición BAC, 2008.
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lunes 06
Octubre 2014
Santa Fe de Agen
Santa Fe, mártir
En Agen, ciudad de Aquitania,
santa Fe, mártir.
uando esta
doncella compareció ante los procuradores Daciano y Ageno por ser cristiana, hizo primero la señal
de la cruz y pidió la ayuda celestial, después se volvió hacia Daciano, quien
le preguntó: «¿Cómo te llamas?» Ella respondió: «Me llamo Fe y espero estar a
la altura de mi nombre». Daciano le preguntó: «¿Cuál es tu religión?» Fe
replicó: «Desde niña he servido a Cristo y a Él me he consagrado». Daciano, que se
sentía inclinado al perdón, le dijo: «Hija mía, piensa en tu juventud y tu
belleza. Renuncia a tu religión y ofrece sacrificios a Diana. Es una diosa de
tu sexo y te concederá toda clase de bienes». Pero la santa respondió: «Todos
los dioses de los gentiles son malos. ¿Cómo, pues, me pides que les ofrezca
sacrificios?» Daciano exclamó: «Si no ofreces sacrificios,
morirás en el tormento». La joven replicó: «Estoy pronta a sufrir todos los
tormentos por Cristo. Ardo en deseos de morir por Él». Daciano ordenó a
los verdugos que trajesen una parrilla y tendiesen a Fe sobre ella. Los
verdugos vertieron aceite en el fuego para avivar las llamas y hacer más
violenta la tortura. Algunos espectadores, horrorizados gritaron: «¿Cómo te
atreves a atormentar a una doncella cuyo único crimen es adorar a Dios?» Daciano mandó
arrestar al punto a algunos de los que habían lanzado ese grito. Como éstos se
negasen a ofrecer sacrificios, fueron decapitados junto con santa Fe.
La leyenda que acabamos de
reproducir no es fidedigna, ya que se confunde en algunos puntos con la
de san Caprasio. Pero el culto de santa Fe
era muy popular en la Edad Media en Europa. La capilla del costado oriental de
la cripta de la catedral de San Pablo, en Londres, lleva todavía el nombre de
la santa. Antes del Gran Incendio de Londres (1666), existía en Faringdon Ward Within una parroquia consagrada a
santa Fe, que fue derribada en 1240 para ensanchar el coro de la catedral.
La leyenda de la vida y
milagros de Santa Fe era extraordinariamente popular en la Edad Media. En
«Biblioteca Hagiográfica Latina» hay una lista de treinta y ocho diferentes
textos latinos (nn. 2928-2965); de ellos se
derivó una serie de obras en diversos idiomas, particularmente interesantes
desde el punto de vista filológico. Véase, por ejemplo, Hoepfener y Alfaric, La chanson de Ste Foy (2 vols., 1926), y la
reseña que hay sobre esa obra en Analecta Bollandiana, vol. XLV (1927), pp.
421-425. En Acta Sanctorum, oct., vol. III, hay un texto muy antiguo y
relativamente sobrio del martirio de la santa, en el que no se menciona
nominalmente a san Caprasio, Cf. Bouillet-Serviéres, Ste Foy (1900); y Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. u, pp. 144-146. El
hecho de que el Hieronymianum mencione a Santa Fe
permite suponer que la santa fue realmente martirizada en Agen, pero es imposible
precisar cuándo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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