sábado, 11 de octubre de 2014

San Juan XXIII .Y OTROS__11 Octubre

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sábado 11 Octubre 2014
San Juan XXIII



San  JUAN XXIII (1881-1963)

Nació en el seno de una familia numerosa campesina, de  profunda raigambre cristiana. Pronto ingresó en el Seminario, donde  profesó la Regla de la Orden franciscana seglar. Ordenado sacerdote,  trabajó en su diócesis hasta que, en 1921, se puso al servicio de  la Santa Sede.

En 1958 fue elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas  le valieron el nombre de "papa bueno". Juan Pablo II lo  beatificó el año 2000 y estableció que su fiesta se  celebre el 11 de octubre.

Nació el día  25 de noviembre de 1881 en
Sotto il Monte, diócesis y provincia de  Bérgamo (Italia). Ese mismo día fue bautizado, con el nombre de  Ángelo Giuseppe. Fue el cuarto de trece hermanos. Su familia  vivía del trabajo del campo. La vida de la familia Roncalli era de tipo  patriarcal. A su tío Zaverio, padrino de bautismo, atribuirá  él mismo su primera y fundamental formación religiosa. El clima  religioso de la familia y la fervorosa vida parroquial, fueron la primera y  fundamental escuela de vida cristiana, que marcó la fisonomía  espiritual de Ángelo Roncalli.

Recibió la confirmación y la  primera comunión en 1889 y, en 1892, ingresó en el seminario de  Bérgamo, donde estudió hasta el segundo año de  teología. Allí empezó a redactar sus apuntes espirituales,  que escribiría hasta el fin de sus días y que han sido recogidos  en el «Diario del alma». El 1 de marzo de 1896 el director espiritual  del seminario de Bérgamo lo admitió en
laOrden  franciscana seglar, cuya Regla profesó el 23 de mayo de  1897.

De 1901 a 1905 fue alumno del Pontificio  seminario romano, gracias a una beca de la diócesis de Bérgamo.  En este tiempo hizo, además, un año de servicio militar. Fue  ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Roma. En 1905 fue nombrado  secretario del nuevo obispo de Bérgamo, Mons.
Giácomo  María Radini Tedeschi. Desempeñó este cargo hasta 1914,  acompañando al obispo en las visitas pastorales y colaborando en  múltiples iniciativas apostólicas: sínodo,  redacción del boletín diocesano, peregrinaciones, obras sociales.  A la vez era profesor de historia, patrología y apologética en el  seminario, asistente de la Acción católica femenina, colaborador  en el diario católico de Bérgamo y predicador muy solicitado por  su elocuencia elegante, profunda y eficaz.

En aquellos años, además,  ahondó en el estudio de tres grandes pastores: san Carlos
Borromeo (de  quien publicó las Actas de la visita apostólica realizada a la  diócesis de Bérgamo en 1575), san Francisco de Sales y el  entonces beato Gregorio Barbarigo. Tras la muerte de Mons. Radini Tedeschi, en  1914, don Ángelo prosiguió su ministerio sacerdotal dedicado a la  docencia en el seminario y al apostolado, sobre todo entre los miembros de las  asociaciones católicas.

En 1915, cuando Italia entró en  guerra, fue llamado como sargento sanitario y nombrado capellán militar  de los soldados heridos que regresaban del frente. Al final de la guerra  abrió la «Casa del estudiante» y trabajó en la pastoral  de estudiantes. En 1919 fue nombrado director espiritual del seminario.

En 1921 empezó la segunda parte de  la vida de don Ángelo
Roncalli, dedicada al servicio de la Santa Sede.  Llamado a Roma por Benedicto XV como presidente para Italia del Consejo central  de las Obras pontificias para la Propagación de la fe, recorrió  muchas diócesis de Italia organizando círculos de misiones. En  1925 Pío XI lo nombró visitador apostólico para Bulgaria y  lo elevó al episcopado asignándole la sede titular de  Areópoli. Su lema episcopal, programa que lo acompañó  durante toda la vida, era: «Obediencia y paz».

Tras su consagración episcopal, que  tuvo lugar el 19 de marzo de 1925 en Roma, inició su ministerio en  Bulgaria, donde permaneció hasta 1935. Visitó las comunidades  católicas y cultivó relaciones respetuosas con las demás  comunidades cristianas. Actuó con gran solicitud y caridad, aliviando  los sufrimientos causados por el terremoto de 1928. Sobrellevó en  silencio las incomprensiones y dificultades de un ministerio marcado por la  táctica pastoral de pequeños pasos. Afianzó su confianza  en Jesús crucificado y su entrega a él.

En 1935 fue nombrado delegado  apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo de trabajo. La  Iglesia católica tenía una presencia activa en muchos  ámbitos de la joven república, que se estaba renovando y  organizando. Mons.
Roncalli trabajó con intensidad al servicio de los  católicos y destacó por su diálogo y talante respetuoso  con los ortodoxos y con los musulmanes. Cuando estalló la segunda guerra  mundial se hallaba en Grecia, que quedó devastada por los combates.  Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó a  muchos judíos con el «visado de tránsito» de la  delegación apostólica. En diciembre de 1944 Pío XII lo  nombró nuncio apostólico en París.

Durante los últimos meses del  conflicto mundial, y una vez restablecida la paz, ayudó a los  prisioneros de guerra y trabajó en la normalización de la vida  eclesiástica en Francia. Visitó los grandes santuarios franceses  y participó en las fiestas populares y en las manifestaciones religiosas  más significativas. Fue un observador atento, prudente y lleno de  confianza en las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y del clero de  Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la sencillez  evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos más  intrincados. Procuró actuar como sacerdote en todas las situaciones.  Animado por una piedad sincera, dedicaba todos los días largo tiempo a  la oración y la meditación.

En 1953 fue creado cardenal y enviado a  Venecia como patriarca. Fue un pastor sabio y resuelto, a ejemplo de los santos  a quienes siempre había venerado, como san Lorenzo
Giustiniani, primer  patriarca de Venecia.

Tras la muerte de Pío XII, fue  elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII.  Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo presentó  al mundo como una auténtica imagen del buen Pastor. Manso y atento,  emprendedor y valiente, sencillo y cordial, practicó cristianamente las  obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y  a los enfermos, recibiendo a hombres de todas las naciones y creencias, y  cultivando un exquisito sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio,  sobre todo sus encíclicas «
Pacem in terris» y «Mater et  magistra», fue muy apreciado.

Convocó el Sínodo romano,  instituyó una Comisión para la revisión del Código  de derecho canónico y convocó el Concilio ecuménico  Vaticano II. Visitó muchas parroquias de su diócesis de Roma,  sobre todo las de los barrios nuevos. La gente vio en él un reflejo de  la bondad de Dios y lo llamó «el Papa de la bondad». Lo  sostenía un profundo espíritu de oración. Su persona,  iniciadora de una gran renovación en la Iglesia, irradiaba la paz propia  de quien confía siempre en el Señor. Falleció la tarde del  3 de junio de 1963.

Juan Pablo II lo beatificó el 3 de  septiembre del año 2000, y estableció que su fiesta se celebre el  11 de octubre, recordando así que Juan XXIII inauguró  solemnemente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962.


 

Textos de L'Osservatore Romano




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sábado 11 Octubre 2014
Santa María Soledad Torres Acosta


Santa María Soledad Torres Acosta, virgen y fundadora
Santa Soledad (Manuela) Torres Acosta, virgen, que desde su juventud demostró gran solicitud hacia los enfermos pobres, a los que atendió con total abnegación, especialmente al fundar la Congregación de Sien as de María Ministras de los Enfermos. Murió en Madrid, ciudad de España.
Santa María Soledad Torres Acosta, junto con las santas María Micaela Desmaisiéres,Joaquina Vedruna y Vicenta López, forma parte del escuadrón de virtuosas mujeres españolas que alcanzaron un grado de santidad heroica al servicio de los enfermos en el siglo XIX. Los padres de María Soledad eran Francisco Torres y Antonia Acosta, una pareja ejemplar de modestos comerciantes de Madrid. María, la segunda de sus cinco hijos, nació en 1826. La niña, que recibió en el bautismo el nombre de Manuela, era apacible y tan generosa que desde pequeña solía ocultar un poco de comida para repartirla entre los mendigos, y estaba siempre más pronta a enseñar el catecismo a los niños pobres que a jugar con ellos. En una época frecuentó el convento de las religiosas de Santo Domingo y parece que se sintió inclinada a ingresar en él, pero finalmente decidió esperar una indicación más clara de la voluntad de Dios.

La señal llegó cuando el servita Miguel Martínez y Sanz, vicario de una parroquia del barrio de Chamberí, angustiado por el crecido número de enfermos que había en su distrito, reunió en 1851 a siete mujeres en una comunidad religiosa para que se consagrasen al cuidado de los enfermos. Manuela ingresó en dicha comunidad a los veintiocho años y escogió el nombre de María Soledad, en honor de Nuestra Señora de la Soledad.

Aunque no escasearon las dificultades tanto interiores como exteriores, la nueva congregación fue creciendo gradualmente. Cinco años después de la fundación, el P. Miguel partió a Po con la mitad de los miembros para establecer allí una nueva congregación. María Soledad quedó como superiora de las seis religiosas de la casa de Madrid. En un momento dado, pareció que las autoridades eclesiásticas de la capital iban a disolver la comunidad, pero el P. Gabino Sánchez, su nuevo director, ayudó a María Soledad a obtener el apoyo de la reina, y así quedó conjurado el peligro. En 1861, empezó a despejarse el horizonte, ya que las Siervas de María recibieron entonces la aprobación diocesana, y otro agustino, el P. Angel Barra, fue nombrado director. La congregación amplió su campo de actividades con una institución para atender a las jóvenes delincuentes, y las fundaciones empezaron a multiplicarse.

Durante la epidemia de cólera de 1865, la caridad heroica de María Soledad y sus compañeras les ganó el agradecimiento de los madrileños. Algunos años más tarde, una parte de las religiosas se independizó de la superiora para formar una nueva congregación. Naturalmente, no escasearon entonces las acusaciones tan comunes en la vida de las fundadoras de congregaciones religiosas. Según la expresión de una de sus súbditas, santa María Soledad era como el yunque sobre el que se descargan todos los golpes. Pero el cielo premió la paciencia de su sierva concediéndole, en 1875, el gozo de ver su congregación extenderse hasta Santiago de Cuba. A partir de entonces, se aceleró el desarrollo de la obra: las casas y hospitales de la congregación surgieron en todas las provincias de España y ese período de multiplicación culminó en 1878, cuando se confió a las Siervas de María el antiguo hospital de San Carlos del Escorial.

El crecimiento de la congregación continuó durante los diez últimos años de la vida de María Soledad, que fueron extraordinariamente serenos. A fines de septiembre de 1887, la santa cayó enferma. El 8 de octubre, sus religiosas comprendieron que se acercaba su fin y le pidieron: «Madre, bendecidnos como san Francisco a sus hijos». María Soledad movió la cabeza en señal de negativa; pero una de las religiosas la ayudó a erguirse un poco en el lecho, y entonces la fundadora dijo lentamente, al tiempo que alzaba la mano: «Hijas mías, vivid siempre en paz y unión». El 11 de octubre murió apaciblemente. Había sido durante treinta y cinco años la directora, la guía y la inspiradora de las Siervas de María. Bajo su dirección, la pequeña semilla de las seis primeras religiosas había producido una congregación floreciente, bien disciplinada, muy efectiva y profundamente fervorosa. La obra seguiría extendiéndose después de la muerte de María Soledad, por Italia, Francia, Portugal y América. A muy pocos es dado comprender la humildad, la caridad, la prudencia y el olvido de sí mismo que exige la fundación de una obra de tal envergadura, pero la Iglesia, que lo sabe muy bien, beatificó en 1950 a la Madre María Soledad, y SS. Pablo VI la canonizó en 1970.

En Acta Apostolicae Sedis, vol. XLII (1950), pp. 182-197, puede verse el documento de beatificación y una nota biográfica. Existe en italiano una biografía escrita por E. Federici (1950); se trata de una obra sustancialmente exacta, pero prolija. En español existe por lo menos la biografía de J. A. Zugasti.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


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sábado 11 Octubre 2014
Santos Táraco y Andrónico



Santos Táraco, Probo y Andrónicomártires
En Anazarbe, de Cilicia, santos Táraco, Probo y Andrónico, mártires, que, en la persecución bajo el emperador Diocleciano, perdieron la vida por confesar a Cristo.
Durante mucho tiempo, las «actas» de estos mártires fueron consideradas como auténticas. El P. Delehaye afirma que se trata de una combinación de ciertos hechos históricos con numerosos detalles imaginarios. Según dicho autor, los tres mártires fueron arrestados en Pompeyópolis, en Cilicia, durante la persecución de Diocleciano y Maximiano. Fueron llevados a la presencia del gobernador de la provincia, Numeriano Máximo, quien los envió a Tarso, la capital. El gobernador anunció a Taraco que iba a interrogarle primero a causa de su ancianidad y le preguntó su nombre:
Taraco: Soy cristiano.
Máximo: Deja en paz esa locura blasfema y dime tu nombre.
Taraco: Soy cristiano.
Máximo: Golpeadle en la boca para que no vuelva a contestar en esa forma.
Taraco: Te estoy diciendo mi verdadero nombre. Pero si lo que quieres es saber el que me dieron mis padres, me llamo Taraco y mi nombre, en el ejército, era Víctor.
Máximo: ¿De qué país eres y cuál es tu oficio?
Taraco: Soy romano y nací en Claudiópolis de la Isauria. Fui soldado, pero abandoné esa profesión a causa de mi religión.
Máximo: Veo que tu impiedad te obligó a deponer las armas. Pero, ¿cómo obtuviste que te diesen de baja en el ejército?
Taraco: Se lo pedí a mi capitán, Publio, quien me lo concedió.
Máximo: Piensa en tus canas. Te prometo premiarte, si obedeces a las órdenes de nuestros señores. Sacrifica a los dioses, como lo hacen los mismos emperadores, que son amos del mundo.
Taraco: El diablo los engaña para que lo hagan.
Máximo: Rompedle la mandíbula por haber dicho que el diablo engaña a los emperadores.
Taraco: Repito lo dicho. Los emperadores son hombres susceptibles de engaño.
Máximo: Sacrifica a los dioses y déjate de sutilezas.
Taraco: No me es lícito traicionar la ley de Dios.
El diálogo se prolongó, y Taraco permaneció inconmovible. Entonces el centurión le dijo: «Te aconsejo que ofrezcas sacrificios y salves tu vida». Taraco replicó que bien podía ahorrarse tales consejos. Máximo dio la orden de que le condujesen a la prisión, encadenado, y llamó al siguiente acusado.
Máximo: ¿Cómo te llamas?
Probo: Mi nombre principal y más venerable es Cristiano. Pero el nombre con que me conoce el mundo es Probo.
Máximo: ¿De qué país y familia eres?
Probo: Mi padre nació en Tracia. Yo soy plebeyo. Nací en Side, de Panfilia y confieso que soy cristiano.
Máximo: Tal confesión no favorece tu causa. Sacrifica a los dioses, y te prometo considerarte como amigo.
Probo: No aspiro a tu amistad. En una época fui rico, pero renuncié a todo para servir al Dios vivo.
Máximo: Desnudadle y azotadle con nervios de buey.
En tanto que se ejecutaba la orden, el centurión Demetrio le dijo: Evítate esta tortura. Mira los arroyos de sangre que brotan de tu cuerpo.
Probo: Haz lo que quieras de mi cuerpo. Tus tormentos son deliciosos.
Máximo: ¿No hay manera de curar tu locura, hombre insensato?
Probo: Soy menos insensato que tú, puesto que no adoro a los demonios.
Máximo: Derribadle de espaldas y golpeadle el vientre.
Probo: ¡Señor, ayuda a tu siervo!
Máximo: Preguntadle después de cada golpe, dónde está su Señor.
Probo: El Señor está conmigo y seguirá ayudándome; tus tormentos me hacen tan poca mella, que no te obedeceré.
Máximo: ¡Imbécil, mira en qué estado estás; el suelo se halla cubierto de sangre!
Probo: Cuanto más sufre mi cuerpo, más fortalece Dios mi alma.
Máximo le envió entonces a la prisión y mandó llamar al tercer cristiano, quien dijo llamarse Andrónico y ser un patricio de Efeso. También él se negó a ofrecer sacrificios. Máximo le envió a reunirse con sus compañeros y así terminó el primer interrogatorio. El segundo se llevó a cabo en Mopsuestia. Las «actas» repiten las preguntas de Máximo y las respuestas de los mártires, así como los tormentos a los que fueron sometidos. Andrónico hizo notar a su juez que las heridas que había sufrido en el interrogatorio anterior estaban perfectamente curadas. Máximo gritó entonces a los guardias: «¡Imbéciles!, ¿acaso no os prohibí estrictamente que dejáseis entrar a alguien a vendarles las heridas? Ya veo cómo habéis cumplido mis órdenes.» El carcelero Pegaso replicó: «Juro por tu grandeza que nadie ha vendado sus heridas ni ha entrado a visitarle. Le he tenido encadenado en el rincón más apartado de la prisión. Si miento, puedes cortarme la cabeza.»
Máximo: Entonces, ¿cómo explicas que las cicatrices hayan desaparecido?
Pegaso: No sé.
Andrónico: ¡Necio! Nuestro Salvador es un médico poderoso que cura a todos los que le adoran y esperan en Él. Para ello no necesita de medicinas. Le basta con su palabra. Aunque vive en el cielo, está presente en todas partes, por más que tú no le conozcas.
Máximo: Las tonterías que dices no te van a salvar. Sacrifica o perderás la vida.
Andrónico: No retiro una sola de mis palabras. No creas que vas a asustarme como a un niño.
El tercer interrogatorio tuvo lugar en Anazarbus. Taraco fue el primero en comparecer y respondió con su valentía habitual. Cuando Máximo mandó tenderle en el potro, Taraco le dijo: «Podría yo alegar el rescripto que prohibe que los jueces condenen al potro a los militares, pero renuncio voluntariamente a ese privilegio.» Máximo condenó también a Probo a la tortura y ordenó a los guardias que le hiciesen comer, por fuerza, algunos de los alimentos que se habían ofrecido a los ídolos.
Máximo: ¿Ya lo ves? Después de tanto sufrir por no ofrecer sacrificios, has acabado por comer los manjares ofrecidos a los dioses.
Probo: No veo por qué consideras como una hazaña el haberme hecho comer esos manjares contra mi voluntad.
Máximo: Como quiera que sea, ya los probaste. Prométeme ahora gustarlos por tu voluntad y te pondré inmediatamente en libertad.
Probo: Aunque me obligaras a comer todos los manjares ofrecidos a los ídolos, no ganarías gran cosa, porque Dios ve que los como contra mi voluntad.
Finalmente, los tres mártires fueron condenados a ser arrojados a las fieras. Máximo mandó llamar a Terenciano, el encargado de los juegos del circo, y le ordenó que organizase una función para el día siguiente. Desde muy temprano, la multitud llegó al teatro, que distaba más de un kilómetro de Anazarbus. El autor de las actas narra muy por menudo los acontecimientos y afirma que él los presenció, con otros dos cristianos, desde una colina próxima. En cuanto los mártires penetraron en la arena, la multitud guardó silencio, compadecida de los cristianos, y muchos empezaron a murmurar contra la crueldad del gobernador. Algunos se dispusieron a partir, pero el gobernador, furioso, dio orden de cerrar las puertas. Un león, un oso y otras fieras salvajes fueron sacadas a la arena, pero se limitaron a lamer las heridas de los mártires, sin hacerles daño alguno. Máximo, ciego por la cólera, mandó que los gladiadores decapitasen a los tres testigos de Cristo. Una vez cumplida la sentencia, Máximo mandó que sus cadáveres quedasen bajo la guardia de seis centinelas para que los cristianos no los robasen. La noche era muy oscura, y una violenta tempestad dispersó a los guardias. Los cristianos, guiados por una milagrosa estrella, distinguieron los cadáveres de los mártires, los cargaron en las espaldas y les dieron sepultura, en una cueva de las colinas cercanas. El autor de las actas cuenta que los cristianos de Anazarbus enviaron su relato a la iglesia de Iconium para que Io hiciesen llegar a los fieles de Pisidia y Panfilia a fin de alentarlos.
Ruinart y Acta Sanctorum, oct., vol. V, presentan los textos griego y latino de las actas. Existen además otras recensiones, entre ellas una versión siria publicada por Bedjan. También se conserva un panegírico de Severo de Antíoco (Patrologia Orientalis, vol. XX, pp. 277-295. Harnack, Die Chronologie der altchritslich Litteratur, vol. II, 1904, pp. 479-480), hablando sobre las actas, aduce algunas razones que le mueven a no considerarlas como copia de un documento oficial; no obstante, su opinión acerca de ellas es menos severa que la de Delebaye en Les légendes hagiographiques (1927), p. 114.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


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sábado 11 Octubre 2014
San Felipe el diácono



San Felipe el diácono, santo del NT
Conmemoración de san Felipe, uno de los siete diáconos elegidos por los Apóstoles, que convirtió a los samaritanos a la fe en Cristo, bautizó al eunuco de Candace, que era la reina de los etíopes, y evangelizó todas las ciudades por las que pasaba hasta llegar a Cesarea de Palestina, donde, según la tradición, descansó en el Señor.
Todo lo que en realidad sabemos acerca de san Felipe, se encuentra en los Hechos de los Apóstoles, principalmente en el capítulo 8. Su nombre sugiere que era de origen griego, pero san Isidoro de Pelusium afirma que había nacido en Cesarea (de Palestina). Su nombre figura en segundo lugar en la lista de los siete diáconos especialmente destinados, en los primeros días de la Iglesia, a cuidar al núcleo de fieles necesitados de protección e instrucción, a fin de que los Apóstoles quedaran desligados de esa obligación y pudieran dedicarse exclusivamente a difundir la «Palabra» (hechos 6,5). Sin embargo, no tardó en ampliarse la tarea de los diáconos, puesto que asistían al sacerdote en el ministerio de la Eucaristía, bautizaban en la ausencia del sacerdote y también ellos predicaban el Evangelio. San Felipe el diácono ponía tanto entusiasmo en la misión de extender la nueva fe, que ya en el propio Hechos de lso Apóstoles se registra para él el sobrenombre de «Evangelista» (Hechos 21,8); también es posible, como hipótesis, que «evangelista» haya sido un oficio en la primitiva Iglesia (quizás evangelizador, o compositor de evangelios), tal como sugiere la lista de «carismas» de Efesios 4,11.

Cuando los discípulos se dispersaron, después del martirio de san Esteban, él llevó la luz del Evangelio a Samaria. El gran éxito que obtuvo indujo a los Apóstoles a enviar, desde Jerusalén, a san Pedro y a san Juan, para confirmar a los conversos. Entre éstos se hallaba Simón Mago, a quien Felipe había bautizado. Probablemente, el diácono se encontraba aún en Samaria, cuando un ángel le dio instrucciones para que se dirigiese al sur, hacia el camino que llevaba de Jerusalén a Gaza. Allí encontró Felipe a uno de los altos funcionarios de la reina Candace de Etiopía. El hombre, que sin duda era un africano prosélito de los judíos, iba en viaje de regreso luego de una peregrinación al Templo de Jerusalén y se hallaba sentado sobre una carreta, abstraído y desconcertado por las profecías de Isaías que estaba leyendo. San Felipe se le acercó para explicarle que los vaticinios del profeta ya se habían cumplido totalmente, con la encarnación, el nacimiento y la muerte de Jesucristo. El etíope creyó y fue bautizado.

El Espíritu de Dios condujo después a San Felipe hacia Azotus, donde predicó lo mismo que en todas las ciudades por las que pasaba, hasta llegar a Cesarea, que tal vez era su lugar de residencia. Unos veinticuatro años después, cuando san Pablo visitó Cesarea, se hospedó en la casa donde san Felipe vivía con sus cuatro hijas solteras, que eran profetisas. De acuerdo con una tradición griega posterior, san Felipe llegó a ser obispo de Tralles, en Lidia. Eusebio de Cesarea menciona a Felipe el diácono, aunque no cuenta más que lo que dice Hechos, pero en una sección donde habla de Felipe el apóstol cita un escrito de Próculo donde dice: «Después de Felipe, hubo en Hierápolis (la de Asia) cuatro profetisas que eran hijas de éste. Su sepulcro y el de su padre se hallan en aquel lugar» (H.E. III,31,4). Parece claro que, aunque Eusebio se haya confundido y citado este testimonio en relación a Felipe el apóstol, se refiere en realidad, con toda probabilidad, a Felipe el diácono, cuyas cuatro hijas, vírgenes y profetizas, son ya conocidas por el Nuevo testamento (Hechos 21,9). En suma, no se sabe con certeza el lugar donde murió Felipe el diácono. El Martirologio Romano actual prefiere ceñirse al dato más seguro, Cesarea de palestina, que proviene del Nuevo Testamento.

 Acta Sanctorum, junio, vol. I; también Eusebio y las introducciones modernas a Hechos de los Apóstoles, como Comentario Bíblico San Jerónimo, tomo III (Hechos) y especialmente Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, Nuevo Testamento, Hechos, nº 59 (p. 234). 
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


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sábado 11 Octubre 2014
San Fermín de Uzés

San Fermín de Uzésobispo
En Uzés, de la Galia Narbonense, san Fermín, obispo, discípulo de san Cesáreo de Arlés, que enseñó a su pueblo el camino de la verdad.
Éstos son los datos históricos que poseemos: ya obispo, participó en el Concilio de Orleans del 541, 549 y en el de París del 552. Fue discípulo y amigo de san Cesáreo de Arles, con quien (además de otros) suscribió la Regla de las Santas Vírgenes, y, muerto su amigo, escribió el primer libro de la Vida de san Cesareo junto con san Cipriano de Toulon. El poeta romano Arator lo celebraba en estos términos:
«...
Firminus venerabilis ille sacerdos
Pascere qui populum dogmatis ore potest.
Hujus ad Italiae tendit laudatio fines,
atque ultra patriam nomen gloria habet
(Firmino, el venerable sacerdote,
que puede apacentar al pueblo con su boca.
Hasta los confines de Italia llega su alabanza
y más allá de la patria tiene un nombre en la gloria.)

Se ignora la fecha de su nacimiento y su muerte, pero sabemos que es el tercero en la lista de obispos conocidos de Uzés, seguido por san Ferreolo. Su culto es muy antiguo: el martirologio de Usuardo lo inscribe el 11 de octubre. Una vida, muy posterior e indigna de crédito, trata de hacerlo descendiente de la familia real merovingia y tío de su sucesor.
fuente: Santi e Beati







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