Santa María Salomé
Santa María Salomé
Santa María Salomé, esposa
del Zebedeo, madre de Santiago y Juan,
apóstoles preferidos de Jesús, fue también del grupo de amigos del maestro.
Le pidió a Jesús los
primeros puestos en el reino para sus hijos, aprendió del propio Cristo
lecciones de humildad y servicio evangélico hasta la muerte; estuvo al pie de
la Cruz y se afanó con cariño en el entierro de Jesús y en el cuidado de su
sepulcro.
Fue una de las mujeres
testigo de la resurrección de Cristo y se encuentra entre los que oran juntos
en el Cenáculo con la Virgen y los apóstoles en el nacimiento de la Iglesia.
Oremos
Concédenos, Señor, un conocimiento profundo y un amor intenso a tu santo nombre, semejantes a los que diste a Santa María Salomé, para que así, sirviéndote con sinceridad y lealtad, a ejemplo suyo también nosotros te agrademos con nuestra fe y con nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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miércoles
22 Octubre 2014
San Abercio de Hierópolis
San Abercio de Hierópolis, obispo
En Hierópolis, ciudad de Frigia, san Abercio, obispo, discípulo de
Cristo, buen Pastor, del cual se cuenta que peregrinó por diversas regiones
anunciando la fe, siendo alimentado con un místico manjar.
En el siglo II, vivía en la
Frigia Salutaris cierto Abercio Marcelo, que era obispo de
Hierópolis. A los setenta y dos años
de edad, hizo una peregrinación a Roma y al regreso, pasó por Siria, por
Mesopotamia y visitó Nísibis. En todas partes encontró
cristianos fervorosos, que habían sido purificados por el bautismo y se nutrían
del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Cuando volvió a Frigia, se construyó un
sepulcro en el que mandó colocar una inscripción en la que se relataba con
términos simbólicos e ininteligibles para los no cristianos, el viaje que había
hecho a Roma para «contemplar la majestad» del Pastor universal y omnividente (es decir, de Cristo).
Un hagiógrafo griego,
interpretando esa inscripción a su modo, escribió una «biografía» de san Abercio. Según esa ingeniosa
narración, el santo obispo convirtió con su predicación y milagros a tantas
personas, que se le dio el título de «equiapostolico» (igual de los Apóstoles). Su fama llegó a oídos del
emperador Marco Aurelio, quien le mandó llamar a Roma, pues su hija Lucila
estaba endemoniada (de esa forma, la simbólica «reina vestida de oro»,
mencionada en el epitafio se convierte en la hija del emperador). San Abercio exorcizó con éxito a la
joven y ordenó al demonio que trasportase desde el hipódromo romano hasta su
ciudad episcopal la piedra de un altar, para emplearla en la construcción de su
sepulcro. El autor de la biografía tomó algunos episodios de la vida de otros
santos y presentó en el apéndice de su obra el original de la inscripción de Abercio.
Con el tiempo la
inscripción en piedra cayó en el olvido, y los historiadores consideraban el
contenido de la inscripción -sólo conocido por la «biografía», con la misma
desconfianza que a la biografía de la que formaba parte, hasta que en 1822, el
arqueólogo inglés W. M. Ramsey descubrió en Kelendres, cerca de Simula, una inscripción fechada el año 216. Era el
epitafio de un tal Alejandro, Hijo de Antonio; pero los primeros y los últimos
versos eran prácticamente una transcripción de los de la inscripción de Abercio. El año siguiente, Ramsey
descubrió en los muros de las termas de Hierópolis otros fragmentos que completaban casi en su totalidad la
parte del epitafio de Abercio que faltaba en la primera
piedra, y que se podía cotejar gracias a la transcripción del biógrafo. Con
esas dos inscripciones y al texto de la biografía de san Abercio, se consiguió completar
una inscripción de gran valor, ya que refleja el lenguaje y las creencias
cristianas de tan temprana época. Sin embargo, no todos los historiadores
admitían que Abercio fuese cristiano, ya que el
lenguaje que utiliza, como se verá, es muy simbólico y oscuro; interpretando
los símbolos de la inscripción en forma muy subjetiva, algunos llegaban a decir
que había sido un sacerdote de Cibeles o de otro culto sincretista. Finalmente,
al cabo de innumerables investigaciones, se llegó a la conclusión de que el Abercio de la inscripción había
sido realmente un obispo cristiano. El nombre de Abercio figura en la liturgia griega desde
el siglo X; también se halla en el Martirologio Romano actual, aunque por mucho
tiempo se lo tuvo por obispo de Hierápolis (sede de san Papías)
en vez de Hierópolis, que es la correcta. Este
último error procede de la biografía griega arriba mencionada.
Éste es el texto del
epitafio, y no es menor memoria del santo leerlo precisamente en su día.
Téngase presente que dos símbolos cristianos que ahora son importantes pero
accesorios al símbolo central de la cruz, eran, sin embargo, dos elementos
muchísimo más difundidos en los primeros siglos: la imagen de Jesús como Buen
Pastor, y la palabra «pez» para referirse a Cristo o a nuestra fe, que en
griego es un anagrama del anuncio cristiano; efectivamente en griego pez, ichthys, contiene el anagrama de Iesoús CHristós THeoú Yiós Soter (Jesús, el Cristo, el Hijo
de Dios, el Salvador):
Yo,
ciudadano de una ciudad distinguida, hice este monumento
en vida, para tener aquí a tiempo un lugar para mi cuerpo.
Me llamo Abercio, soy discípulo del pastor casto
que apacienta sus rebaños de ovejas por montes y campos,
que tiene los ojos grandes que miran a todas partes.
Este es, pues, el que me enseñó... escrituras fieles.
El que me envió a Roma a contemplar la majestad soberana
y a ver a una reina de áurea veste y sandalias de oro.
Allí vi a un pueblo que tenía un sello resplandeciente.
Y vi la llanura de Siria y todas las ciudades, y Nísibe
después de atravesar el Eufrates; en todas partes hallé colegas,
teniendo por compañero a Pablo, en todas partes me guiaba la fe
y en todas partes me servía en comida el pez del manantial,
muy grande, puro, que cogía una virgen casta
y lo daba siempre a comer a los amigos,
teniendo un vino delicioso y dando mezcla de vino y agua con pan.
Yo, Abercio, estando presente, dicté estas cosas para que aquí se escribiesen,
a los setenta y dos años de edad.
Quien entienda estas cosas y sienta de la misma manera, ruegue por Abercio.
Nadie ponga otro túmulo sobre el mío.
De lo contrario pagará dos mil monedas de oro al tesoro romano
y mil a mi querida patria Hierópolis.
en vida, para tener aquí a tiempo un lugar para mi cuerpo.
Me llamo Abercio, soy discípulo del pastor casto
que apacienta sus rebaños de ovejas por montes y campos,
que tiene los ojos grandes que miran a todas partes.
Este es, pues, el que me enseñó... escrituras fieles.
El que me envió a Roma a contemplar la majestad soberana
y a ver a una reina de áurea veste y sandalias de oro.
Allí vi a un pueblo que tenía un sello resplandeciente.
Y vi la llanura de Siria y todas las ciudades, y Nísibe
después de atravesar el Eufrates; en todas partes hallé colegas,
teniendo por compañero a Pablo, en todas partes me guiaba la fe
y en todas partes me servía en comida el pez del manantial,
muy grande, puro, que cogía una virgen casta
y lo daba siempre a comer a los amigos,
teniendo un vino delicioso y dando mezcla de vino y agua con pan.
Yo, Abercio, estando presente, dicté estas cosas para que aquí se escribiesen,
a los setenta y dos años de edad.
Quien entienda estas cosas y sienta de la misma manera, ruegue por Abercio.
Nadie ponga otro túmulo sobre el mío.
De lo contrario pagará dos mil monedas de oro al tesoro romano
y mil a mi querida patria Hierópolis.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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miércoles
22 Octubre 2014
San Marcos de Jerusalén
San Marcos de Jerusalén, obispo
Conmemoración de san
Marcos, obispo de Jerusalén, que fue el primer obispo procedente de los
gentiles que ocupó la sede de la Iglesia de la Ciudad Santa, y trabajó con fe y
celo por reunir a sus fieles dispersados por la guerra.
Todo lo que se puede
afirmar sobre este santo está contenido en el elogio del Martirologio Romano,
que prácticamente reproduce la línea que le dedica Eusebio en su Historia
Eclesiástica IV,6,4. El contexto histórico es la guerra judía en tiempos de
Adriano, hacia el 130 de nuestra era, que lleva al emperador a expulsar por
completo a los judíos de Jerusalén, y, vaciada la ciudad, repoblarla con
gentiles, y con el nuevo nombre de Elia (se discute si Elia es la misma ciudad
de Jerusalén o una nueva fundación, pero en todo caso reemplaza a Jerusalén),
nombre que conservó por siglos. Los cristianos, que hasta ese momento habían
mantenido la sucesión apostólica por línea de judíos (los «parientes del Señor»
habían tenido prioridad en esa sucesión, según las listas que maneja Eusebio),
debieron también elegir por primera vez un gentil, quizás por obligación,
quizás simplemente porque las nuevas circunstancias lo aconsejaban. Según esos
mismos listados que Eusebio conoció, Marcos fue el decimosexto obispo de
Jerusalén.
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Santos Felipe de Heraclea y Hermetes, mártires
En Adrianópolis, en Tracia, santos
mártires Felipe, obispo de Heraclea, y Hermetes, diácono. El primero de
ellos, Felipe, al pedirle el prefecto Justino, durante la persecución bajo el
emperador Diocleciano, que cerrase la iglesia,
entregase los vasos sagrados y mostrase los libros litúrgicos, le respondió que
no podía dar estas cosas ni él recibirlas, por lo que, después de ser
encarcelados y azotados, fueron quemados vivos.
Felipe, obispo de Heraclea, capital de Tracia, fue
martirizado durante la persecución de Diocleciano. Como desempeñó con gran fidelidad sus obligaciones de
diácono y de sacerdote, fue elegido obispo de Heraclea. Gobernó su diócesis con
gran virtud y prudencia durante la persecución. A fin de extender y perpetuar
la obra de Dios, formó a muchos discípulos en las ciencias sagradas y en la
piedad sólida. Dos de ellos, el sacerdote Severo y el diácono Hermes, tuvieron
la dicha de acompañar a san Felipe en el martirio. Hermes, antiguo magistrado
de la ciudad, empezó a practicar el trabajo manual desde el momento en que
recibió el diaconado y convenció a su hijo para que hiciese lo propio. Cuando Diocleciano publicó sus primeros
edictos persecutorios, muchas personas aconsejaron a san Felipe que huyese de
la ciudad; pero el santo se negó a hacerlo y continuó con sus exhortaciones a
su grey para mantener la constancia y la paciencia. El gobernador envió a un
tal Aristómaco a clausurar las puertas de
la iglesia. Felipe le dijo: «¿Crees acaso que Dios vive entre cuatro paredes
más bien que en el corazón de los hombres?» En seguida, el obispo reunió a los
cristianos fuera de la iglesia. Al día siguiente, los esbirros del emperador
sellaron los vasos y los libros sagrados. Los fieles entristecidos, se
reunieron frente a la iglesia cerrada; Felipe se puso de espaldas contra la
puerta y, para alentarlos, comenzó a hablar con palabras de fuego y se negó a
retirarse.
El gobernador Bassus, se enteró de que Felipe y
sus cristianos celebraban el día del Señor delante de la iglesia y los mandó
traer a su presencia. «¿Quién de vosotros es el maestro?», preguntó. Felipe
respondió: «Yo». Bassus le dijo: «Bien sabes que
el emperador ha prohibido que os reunáis. Entrégame los vasos de oro y plata y
los libros que acostumbráis leer». El obispo replicó: «Estamos dispuestos a
entregarte los vasos, porque Dios no se complace en los metales preciosos sino
en la caridad. En cuanto a los libros sagrados, ni tú puedes exigírmelos, ni yo
puedo entregarlos». El gobernador mandó llamar a los verdugos y ordenó a uno de
ellos que atormentase a Felipe. Este soportó el tormento con invencible valor.
Hermes dijo al gobernador que, aunque destruyese todos los libros de la
verdadera doctrina, no conseguiría destruir la palabra de Dios. Bassus le mandó azotar. En
seguida, Publio, ayudante del gobernador, acompañó a Hermes al sitio en que
estaban depositados los vasos sagrados. Publio intentó apoderarse de algunos y,
cuando Hermes trató de impedirlo, le dio tan tremenda bofetada, que le dejó el
rostro bañado en sangre. El gobernador reprobó la conducta de Publio y ordenó
que curasen la herida de Hermes. En seguida, envió a los prisioneros a la plaza
central y mandó a los guardias que destruyesen el techo de la iglesia. Los
soldados aprovecharon la ocasión para quemar los libros sagrados, y las llamas
se elevaron tan alto, que los presentes quedaron maravillados. Cuando Felipe,
quien se hallaba en la plaza central, se enteró de lo sucedido, habló
largamente sobre la venganza de Dios que amenaza a los malvados y recordó al
pueblo que los templos de los ídolos se habían incendiado muchas veces.
Entonces, se presentó en la
plaza un sacerdote pagano con sus ministros, llevando consigo todo lo necesario
para el sacrificio. También llegó Bassus,
seguido por la multitud. Algunos de los presentes se compadecían de los
cristianos, otros, especialmente los judíos, clamaban contra ellos. Bassus exhortó a san Felipe a
ofrecer sacrificios a los dioses, a los emperadores y a la fortuna de la
ciudad; después, le señaló una estatua de Hércules y le dijo que se contentaría
con que la tocase. El obispo replicó que las imágenes eran muy útiles a los escultores,
pero que no podían hacer bien alguno a quienes las adoraban. Entonces Bassus, volviéndose hacía Hermes,
le preguntó sí él estaba dispuesto a ofrecer sacrificios. Hermes respondió:
«No. Yo también soy cristiano». Bassus
le preguntó: «Si Felipe ofrece sacrificios, ¿seguirás tú su ejemplo?» Hermes
replicó que no y que tampoco conseguirían que Felipe sacrificase a los dioses.
Después de emplear toda clase de amenazas y promesas para que ofreciesen el
sacrificio, el gobernador mandó que los mártires fuesen conducidos a la
prisión. En el camino unos malvados derribaron por tierra a Felipe, quien se
levantó sonriente, con gran admiración de la turba. Los mártires entraron en la
prisión cantando gozosamente un salmo de agradecimiento a Dios. Pocos días
después el gobernador permitió que se trasladasen a la casa de un tal Paneras,
a donde muchos cristianos y neófitos acudieron a oír las instrucciones de los
mártires. Más tarde, los prisioneros fueron conducidos a una prisión contigua
al teatro que tenía un pasadizo secreto hacia éste, por donde los cristianos
pudieron ir a visitarlos durante la noche, en gran número.
En el ínterin, el
gobernador Bassus fue sustituido por
Justino. El cambio alarmó mucho a los cristianos, ya que Bassus era un hombre razonable y
su esposa había sido cristiana durante algún tiempo; en cambio, Justino era un
hombre muy cruel. Zoilo, el magistrado de la ciudad, condujo a Felipe a
presencia de Justino, quien le repitió la orden del emperador y le exhortó a
ofrecer sacrificios. Felipe respondió: «Soy cristiano y no puedo obedecer tus
órdenes. Si quieres, puedes castigarnos, pero no conseguirás que obedezcamos».
Justino le amenzó con la tortura, y el
obispo respondió: «Dame tormento, pero no lograrás vencerme; no hay poder
alguno capaz de obligarme a ofrecer sacrificios». Justino le dijo que los
guardias iban a llevarle a rastras hasta la prisión. Felipe replicó: «¡Dios lo
quiera!» Entonces Justino ordenó que le atasen los pies y le arrastrasen a la
prisión. Los guardias le arrastraron sobre las piedras con tal violencia, que
Felipe llegó a la prisión cubierto de sangre. Los cristianos le recibieron y le
llevaron en brazos a la mazmorra.
Los perseguidores habían
buscado durante largo tiempo al sacerdote Severo, quien se había escondido.
Finalmente, movido por el Espíritu Santo, Severo se entregó y fue enviado a la
prisión. Los tres mártires pasaron siete meses en un horrible calabozo. Después,
fueron trasladados a Adrianópolis, a una casa particular,
para esperar la llegada del gobernador. Al día siguiente, Justino mandó
conducir a Felipe a las termas y dio orden de que le azotasen hasta que la
carne se cayese a pedazos. El valor del mártir impresionó no sólo a la turba,
sino al propio Justino, quien le envió nuevamente a la prisión. En seguida
mandó llamar a Hermes para azotarle. Los miembros de la corte le querían bien,
pues había sido un magistrado muy popular en HeracIea. Pero Hermes permaneció
firme en la fe y fue nuevamente enviado a la prisión. Los mártires dieron
gracias a Dios por esa primera victoria. Tres días después, Justino los convocó
de nuevo. Habiendo exhortado en vano a Felipe, se volvió hacia Hermes y le dijo:
«Tu compañero es insensible a los horrores de la muerte. Espero que tú
comprendas el valor de la vida y ofrezcas sacrificios a los dioses». Hermes
respondió con una invectiva contra la idolatría. Justino gritó enfurecido:
«Hablas como si quisieses convertirme al cristianismo». En seguida consultó a
sus consejeros y pronunció la sentencia: «Ordenamos que Felipe y Hermes, que
por su desobediencia a los edictos imperiales se han hecho indignos del nombre
y los derechos de los ciudadanos romanos, sean quemados públicamente para que
el pueblo aprenda a obedecer».
Los mártires fueron con
gran gozo al sitio de la ejecución. Como Felipe tenía los pies destrozados, fue
llevado en brazos. Hermes, que caminaba también con gran dificultad, dijo a
Felipe: «Maestro, apresurémonos a ir al encuentro del Señor. ¿Qué importan
nuestros pies, puesto que ya no nos serviremos de ellos?» Después, se volvió
hacia la multitud y dijo: «El Señor me ha revelado el martirio que me espera.
Soñé que una paloma blanca como la nieve venía a posarse sobre mi cabeza,
descendía sobre mi pecho y me daba a comer un manjar exquisito. Entonces
comprendí que el Señor se había complacido en llamarme al honor del martirio».
Una vez llegados al sitio de la ejecución, los verdugos, según la costumbre,
enterraron a Felipe en la arena hasta la altura de las rodillas y le ataron las
manos a la espalda. Lo mismo hicieron con Hermes, el cual, como no pudiese
sostenerse sin la ayuda de un bastón, pues tenía los pies muy débiles, exclamó
riendo: «Se ve que el diablo no es capaz de sostenerme ni siquiera en estas
circunstancias». Antes de que los verdugos prendiesen fuego a la pira, Hermes
se dirigió a un cristiano llamado Velogio
y 1e dijo: «Os ruego por nuestro Salvador Jesucristo que digáis a mi hijo que
pague cuanto se haya gastado en mí para que tenga yo la conciencia tranquila,
pues aun las leyes de este mundo mandan que se paguen las deudas. Decidle
también que, aunque es joven, debe ganarse la vida con el trabajo de sus manos,
como yo. Y que sea bueno con todos». En seguida, los guardias le ataron las
manos y encendieron la hoguera. Los mártires alabaron a Dios y le dieron
gracias mientras pudieron hablar. Sus cuerpos no se desintegraron. El cuerpo de
Felipe, que era ya un hombre anciano, parecía haber rejuvenecido y tenía las
manos extendidas como si se hallase en oración. El cadáver de Hermes conservaba
su color natural, sólo las orejas estaban un poco amoratadas. Justino ordenó
que los cuerpos de los mártires fuesen arrojados al río, de donde algunos
cristianos de Adrianópolis consiguieron rescatarlos
con redes. El sacerdote Severo, que estaba aún en la prisión, se alegró al
enterarse del triunfo y la gloria de sus compañeros y pidió ardientemente a
Dios que le concediese compartirlos, como había compartido su defensa de la fe.
Dios escuchó sus oraciones, y Severo fue martirizado al día siguiente. El
edicto que mandaba quemar los escritos sagrados y destruir las iglesias, indica
que el martirio tuvo lugar después de la publicación de los edictos
persecutorios de Diocleciano.
El martirio de Felipe,
Severo y Hermes es uno de los episodios mejor probados de la persecución de Diocleciano. El Breviarium sirio del siglo IV
conmemora el martirio el 22 de octubre. El texto de las actas latinas de Felipe
de Heraclea puede verse en Ruinart y en Acta Sanctorum, oct.,
vol. IX. H. Leclereq tradujo ese documento al
francés, en Les Martyrs, vol. u, pp. 238-257. Cf.
P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, núm. 27, Note Agiografiche, fase. 5 y 175, 9. N. de
ETF: en la edición actual del Martirologio Romano no se ha inscripto a Severo,
aunque posiblemente se deba sólo a una omisión involuntaria.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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Santos Felipe de Heraclea y Hermetes, mártires
En Adrianópolis, en Tracia, santos
mártires Felipe, obispo de Heraclea, y Hermetes, diácono. El primero de
ellos, Felipe, al pedirle el prefecto Justino, durante la persecución bajo el
emperador Diocleciano, que cerrase la iglesia,
entregase los vasos sagrados y mostrase los libros litúrgicos, le respondió que
no podía dar estas cosas ni él recibirlas, por lo que, después de ser
encarcelados y azotados, fueron quemados vivos.
Felipe, obispo de Heraclea, capital de Tracia, fue
martirizado durante la persecución de Diocleciano. Como desempeñó con gran fidelidad sus obligaciones de
diácono y de sacerdote, fue elegido obispo de Heraclea. Gobernó su diócesis con
gran virtud y prudencia durante la persecución. A fin de extender y perpetuar
la obra de Dios, formó a muchos discípulos en las ciencias sagradas y en la
piedad sólida. Dos de ellos, el sacerdote Severo y el diácono Hermes, tuvieron
la dicha de acompañar a san Felipe en el martirio. Hermes, antiguo magistrado
de la ciudad, empezó a practicar el trabajo manual desde el momento en que
recibió el diaconado y convenció a su hijo para que hiciese lo propio. Cuando Diocleciano publicó sus primeros
edictos persecutorios, muchas personas aconsejaron a san Felipe que huyese de
la ciudad; pero el santo se negó a hacerlo y continuó con sus exhortaciones a
su grey para mantener la constancia y la paciencia. El gobernador envió a un
tal Aristómaco a clausurar las puertas de
la iglesia. Felipe le dijo: «¿Crees acaso que Dios vive entre cuatro paredes
más bien que en el corazón de los hombres?» En seguida, el obispo reunió a los
cristianos fuera de la iglesia. Al día siguiente, los esbirros del emperador
sellaron los vasos y los libros sagrados. Los fieles entristecidos, se
reunieron frente a la iglesia cerrada; Felipe se puso de espaldas contra la
puerta y, para alentarlos, comenzó a hablar con palabras de fuego y se negó a
retirarse.
El gobernador Bassus, se enteró de que Felipe y
sus cristianos celebraban el día del Señor delante de la iglesia y los mandó
traer a su presencia. «¿Quién de vosotros es el maestro?», preguntó. Felipe
respondió: «Yo». Bassus le dijo: «Bien sabes que
el emperador ha prohibido que os reunáis. Entrégame los vasos de oro y plata y
los libros que acostumbráis leer». El obispo replicó: «Estamos dispuestos a
entregarte los vasos, porque Dios no se complace en los metales preciosos sino
en la caridad. En cuanto a los libros sagrados, ni tú puedes exigírmelos, ni yo
puedo entregarlos». El gobernador mandó llamar a los verdugos y ordenó a uno de
ellos que atormentase a Felipe. Este soportó el tormento con invencible valor.
Hermes dijo al gobernador que, aunque destruyese todos los libros de la
verdadera doctrina, no conseguiría destruir la palabra de Dios. Bassus le mandó azotar. En
seguida, Publio, ayudante del gobernador, acompañó a Hermes al sitio en que
estaban depositados los vasos sagrados. Publio intentó apoderarse de algunos y,
cuando Hermes trató de impedirlo, le dio tan tremenda bofetada, que le dejó el
rostro bañado en sangre. El gobernador reprobó la conducta de Publio y ordenó
que curasen la herida de Hermes. En seguida, envió a los prisioneros a la plaza
central y mandó a los guardias que destruyesen el techo de la iglesia. Los
soldados aprovecharon la ocasión para quemar los libros sagrados, y las llamas
se elevaron tan alto, que los presentes quedaron maravillados. Cuando Felipe,
quien se hallaba en la plaza central, se enteró de lo sucedido, habló
largamente sobre la venganza de Dios que amenaza a los malvados y recordó al
pueblo que los templos de los ídolos se habían incendiado muchas veces.
Entonces, se presentó en la
plaza un sacerdote pagano con sus ministros, llevando consigo todo lo necesario
para el sacrificio. También llegó Bassus,
seguido por la multitud. Algunos de los presentes se compadecían de los
cristianos, otros, especialmente los judíos, clamaban contra ellos. Bassus exhortó a san Felipe a
ofrecer sacrificios a los dioses, a los emperadores y a la fortuna de la
ciudad; después, le señaló una estatua de Hércules y le dijo que se contentaría
con que la tocase. El obispo replicó que las imágenes eran muy útiles a los escultores,
pero que no podían hacer bien alguno a quienes las adoraban. Entonces Bassus, volviéndose hacía Hermes,
le preguntó sí él estaba dispuesto a ofrecer sacrificios. Hermes respondió:
«No. Yo también soy cristiano». Bassus
le preguntó: «Si Felipe ofrece sacrificios, ¿seguirás tú su ejemplo?» Hermes
replicó que no y que tampoco conseguirían que Felipe sacrificase a los dioses.
Después de emplear toda clase de amenazas y promesas para que ofreciesen el
sacrificio, el gobernador mandó que los mártires fuesen conducidos a la
prisión. En el camino unos malvados derribaron por tierra a Felipe, quien se
levantó sonriente, con gran admiración de la turba. Los mártires entraron en la
prisión cantando gozosamente un salmo de agradecimiento a Dios. Pocos días
después el gobernador permitió que se trasladasen a la casa de un tal Paneras,
a donde muchos cristianos y neófitos acudieron a oír las instrucciones de los
mártires. Más tarde, los prisioneros fueron conducidos a una prisión contigua
al teatro que tenía un pasadizo secreto hacia éste, por donde los cristianos
pudieron ir a visitarlos durante la noche, en gran número.
En el ínterin, el
gobernador Bassus fue sustituido por
Justino. El cambio alarmó mucho a los cristianos, ya que Bassus era un hombre razonable y
su esposa había sido cristiana durante algún tiempo; en cambio, Justino era un
hombre muy cruel. Zoilo, el magistrado de la ciudad, condujo a Felipe a
presencia de Justino, quien le repitió la orden del emperador y le exhortó a
ofrecer sacrificios. Felipe respondió: «Soy cristiano y no puedo obedecer tus
órdenes. Si quieres, puedes castigarnos, pero no conseguirás que obedezcamos».
Justino le amenzó con la tortura, y el
obispo respondió: «Dame tormento, pero no lograrás vencerme; no hay poder
alguno capaz de obligarme a ofrecer sacrificios». Justino le dijo que los
guardias iban a llevarle a rastras hasta la prisión. Felipe replicó: «¡Dios lo
quiera!» Entonces Justino ordenó que le atasen los pies y le arrastrasen a la
prisión. Los guardias le arrastraron sobre las piedras con tal violencia, que
Felipe llegó a la prisión cubierto de sangre. Los cristianos le recibieron y le
llevaron en brazos a la mazmorra.
Los perseguidores habían
buscado durante largo tiempo al sacerdote Severo, quien se había escondido.
Finalmente, movido por el Espíritu Santo, Severo se entregó y fue enviado a la
prisión. Los tres mártires pasaron siete meses en un horrible calabozo. Después,
fueron trasladados a Adrianópolis, a una casa particular,
para esperar la llegada del gobernador. Al día siguiente, Justino mandó
conducir a Felipe a las termas y dio orden de que le azotasen hasta que la
carne se cayese a pedazos. El valor del mártir impresionó no sólo a la turba,
sino al propio Justino, quien le envió nuevamente a la prisión. En seguida
mandó llamar a Hermes para azotarle. Los miembros de la corte le querían bien,
pues había sido un magistrado muy popular en HeracIea. Pero Hermes permaneció
firme en la fe y fue nuevamente enviado a la prisión. Los mártires dieron
gracias a Dios por esa primera victoria. Tres días después, Justino los convocó
de nuevo. Habiendo exhortado en vano a Felipe, se volvió hacia Hermes y le dijo:
«Tu compañero es insensible a los horrores de la muerte. Espero que tú
comprendas el valor de la vida y ofrezcas sacrificios a los dioses». Hermes
respondió con una invectiva contra la idolatría. Justino gritó enfurecido:
«Hablas como si quisieses convertirme al cristianismo». En seguida consultó a
sus consejeros y pronunció la sentencia: «Ordenamos que Felipe y Hermes, que
por su desobediencia a los edictos imperiales se han hecho indignos del nombre
y los derechos de los ciudadanos romanos, sean quemados públicamente para que
el pueblo aprenda a obedecer».
Los mártires fueron con
gran gozo al sitio de la ejecución. Como Felipe tenía los pies destrozados, fue
llevado en brazos. Hermes, que caminaba también con gran dificultad, dijo a
Felipe: «Maestro, apresurémonos a ir al encuentro del Señor. ¿Qué importan
nuestros pies, puesto que ya no nos serviremos de ellos?» Después, se volvió
hacia la multitud y dijo: «El Señor me ha revelado el martirio que me espera.
Soñé que una paloma blanca como la nieve venía a posarse sobre mi cabeza,
descendía sobre mi pecho y me daba a comer un manjar exquisito. Entonces
comprendí que el Señor se había complacido en llamarme al honor del martirio».
Una vez llegados al sitio de la ejecución, los verdugos, según la costumbre,
enterraron a Felipe en la arena hasta la altura de las rodillas y le ataron las
manos a la espalda. Lo mismo hicieron con Hermes, el cual, como no pudiese
sostenerse sin la ayuda de un bastón, pues tenía los pies muy débiles, exclamó
riendo: «Se ve que el diablo no es capaz de sostenerme ni siquiera en estas
circunstancias». Antes de que los verdugos prendiesen fuego a la pira, Hermes
se dirigió a un cristiano llamado Velogio
y 1e dijo: «Os ruego por nuestro Salvador Jesucristo que digáis a mi hijo que
pague cuanto se haya gastado en mí para que tenga yo la conciencia tranquila,
pues aun las leyes de este mundo mandan que se paguen las deudas. Decidle
también que, aunque es joven, debe ganarse la vida con el trabajo de sus manos,
como yo. Y que sea bueno con todos». En seguida, los guardias le ataron las
manos y encendieron la hoguera. Los mártires alabaron a Dios y le dieron
gracias mientras pudieron hablar. Sus cuerpos no se desintegraron. El cuerpo de
Felipe, que era ya un hombre anciano, parecía haber rejuvenecido y tenía las
manos extendidas como si se hallase en oración. El cadáver de Hermes conservaba
su color natural, sólo las orejas estaban un poco amoratadas. Justino ordenó
que los cuerpos de los mártires fuesen arrojados al río, de donde algunos
cristianos de Adrianópolis consiguieron rescatarlos
con redes. El sacerdote Severo, que estaba aún en la prisión, se alegró al
enterarse del triunfo y la gloria de sus compañeros y pidió ardientemente a
Dios que le concediese compartirlos, como había compartido su defensa de la fe.
Dios escuchó sus oraciones, y Severo fue martirizado al día siguiente. El
edicto que mandaba quemar los escritos sagrados y destruir las iglesias, indica
que el martirio tuvo lugar después de la publicación de los edictos
persecutorios de Diocleciano.
El martirio de Felipe,
Severo y Hermes es uno de los episodios mejor probados de la persecución de Diocleciano. El Breviarium sirio del siglo IV
conmemora el martirio el 22 de octubre. El texto de las actas latinas de Felipe
de Heraclea puede verse en Ruinart y en Acta Sanctorum, oct.,
vol. IX. H. Leclereq tradujo ese documento al
francés, en Les Martyrs, vol. u, pp. 238-257. Cf.
P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, núm. 27, Note Agiografiche, fase. 5 y 175, 9. N. de
ETF: en la edición actual del Martirologio Romano no se ha inscripto a Severo,
aunque posiblemente se deba sólo a una omisión involuntaria.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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