lunes 08
Septiembre 2014
San
Pedro Claver
San Pedro Claver, religioso presbítero
En Nueva Cartagena, en
Colombia, muerte de san Pedro Claver,
presbítero, cuya memoria se celebra mañana.
Inglaterra tomó en cierta
manera parte en la abolición del tráfico de esclavos, pero también fueron los
ingleses quienes, por medio de personajes tan infames como Sir John Hawkins,
desempeñaron una parte muy importante en el establecimiento de ese mismo tráfico
entre el África y el Nuevo Mundo, en el siglo dieciséis. Y entre los verdaderos
héroes que dieron sus vidas en defensa de las víctimas de aquella siniestra
explotación, pertenecientes a países que no recibiron las doctrinas de la Reforma, el más grande de todos fue, sin
duda, san Pedro Claver, natural de aquella España
católica, que por entonces se hallaba en el apogeo de su gloria y su poder,
pero que no era, para la mayoría de los ingleses más que un país de piratas, de
imperialistas sin escrúpulos y de una religión supuestamente cruel, a juzgar
por el Tribunal de la Inquisición, sobre el que corrían fantásticas versiones
en Inglaterra. Pedro nació en la ciudad de Verdú,
en la región de Cataluña, hacía 1581 y, como desde chico dio muestras de poseer
grandes cualidades de inteligencia y de espíritu, se le destinó a la Iglesia y
se le mandó a estudiar a la Universidad de Barcelona. Ahí terminó sus estudios
con toda clase de distinciones y, tras de recibir las órdenes menores, decidió
llevar a cabo su determinación de ofrecerse a la Compañía de Jesús, que lo
recibió de buen grado. A la edad de veinte años, hizo su noviciado en
Tarragona; de ahí fue enviado al colegio de Montesione, en Palma de Mallorca. Entonces se produjo el encuentro
con san Alfonso Rodríguez, el portero del colegio, con una reputación de santidad muy
por encima de su humilde oficio; un encuentro que fijó el rumbo en la vida de
Pedro Claver. Desde entonces, estudió
la ciencia de los santos a los pies del hermano lego; y Alfonso, a medida que
conocía más a fondo al joven estudiante, apreciaba mejor sus cualidades y veía
en él, cada vez con mayor claridad, al hombre indicado para una tarea nueva,
ardua y descuidada por completo hasta aquel momento. Alfonso encendió en la
mente y el corazón de Pedro la idea de acudir en socorro de los miles y miles
que se hallaban sin recursos espirituales en las colonias del Nuevo Mundo. Años
más tarde, Pedro Claver reveló que san Alfonso no
sólo le había vaticinado que iría a América, sino que le indicó exactamente los
lugares donde habría de trabajar. Impulsado por aquellas exhortaciones, Pedro
habló con su provincial a fin de ofrecerse para las misiones en las Indias
Occidentales y se le respondió que, a su debido tiempo, sus superiores
decidirían sobre su vocación. Por lo pronto, se le envió a Barcelona para
estudiar teología y, al cabo de dos años, tras una nueva solicitud, se le
nombró para que representase a la provincia de Aragón en la misión de jesuitas
españoles que se enviaba a la colonia de Nueva Granada. Dejó para siempre las
tierras de España en abril de 1610 y, tras un viaje azaroso y lento, desembarcó
en Cartagena, en territorio de lo que hoy es la república de Colombia. En
seguida, pasó a la casa de los jesuitas en Santa Fe para completar su estudios
de teología, y se le utilizó lo mismo como enfermero y sacristán que como
portero o cocinero. Después, se trasladó a la nueva casa de la Compañía en
Tunja, a fin de hacer su Tercera Probación y, en 1615, regresó a Cartagena,
donde fue ordenado sacerdote.
Por aquel entonces, ya
hacía cerca de un siglo que funcionaba en las dos Américas el tráfico de
esclavos que tenía su centro principal en el puerto de Cartagena, el cual, por
su situación, se prestaba para establecer ahí una especie de almacén para la mercadería
humana. Por otra parte, el mercado de esclavos acababa de recibir gran
incremento al descubrirse que los indígenas carecían de la resistencia física
necesaria para soportar el recio trabajo en las minas de oro y plata y, en
consecuencia, había gran demanda de negros de Angola y del Congo. A éstos los
adquirían los tratantes en África occidental, a razón de dos coronas por
cabeza, cuando no los cambiaban por algunas provisiones, y los vendían en
América por doscientas coronas cada uno. Las condiciones en que los esclavos se
transportaban a través del Atlántico, eran increíblemente crueles e inhumanas;
baste señalar que los tratantes calculaban que una tercera parte de cada
cargamento se perdía por la muerte de los esclavos; pero a pesar de todo eso,
cada año desembarcaba en Cartagena un promedio de diez mil esclavos vivos. El
papa Pablo III y otras muchas autoridades y personajes mundiales condenaron el
enorme crimen, pero continuó el florecimiento de la «suprema vileza», como
calificó el pontífice Pío IX al tráfico de esclavos. Lo más que llegaron a
hacer los propietarios en respuesta a los incesantes llamados de la Iglesia,
fue hacer bautizar a sus esclavos, y aquella medida resultó contraproducente.
Los negros no recibían ninguna instrucción religiosa, no obtenían ninguna
protección contra sus explotadores ni alivio alguno a su miserable condición,
de manera que llegaron a considerar el bautismo como el signo y el símbolo de
su opresión y su infortunio. El clero era impotente para remediar ese estado de
cosas y no hacía más que protestar y dedicarse lo más posible a desempeñar su
ministerio individualmente, a dar remedio corporal y material a la mayor
cantidad de seres entre aquellos cientos de miles de hombres, mujeres y niños
que sufrían. Los sacerdotes no tenían fondos de caridad a su disposición, no
contaban con el apoyo de gente bien dispuesta; casi siempre tropezaban con los
obstáculos y barreras que les ponían los propietarios, o se desalentaban ante
la evidente hostilidad de los traficantes y, a menudo, se veían rechazados por
los mismos negros a los que querían ayudar.
Cuando el padre Claver fue ordenado en Cartagena,
conducía el movimiento de ayuda a los esclavos un gran misionero jesuita que
pasó cuarenta años a su servicio, el padre Alfonso de Sandoval. Después de
trabajar bajo sus órdenes, el joven Pedro Claver
se comprometió a «ser el esclavo de los negros para siempre». No obstante que
era tímido por naturaleza y no tenía mucha confianza en sí mismo, se lanzó con
absoluta decisión al trabajo y se entregó a él, no con un entusiasmo delirante
y desencaminado, sino con método y auténtica tenacidad. Se procuró numerosos
ayudantes, voluntarios o por paga y, tan pronto como un barco cargado de
esclavos entraba en el puerto, acudía Pedro Claver
a esperarlo en los muelles. A los negros se les desembarcaba y, tras un
recuento para comprobar las bajas, se les encerraba en corrales o terrenos
cercados, a donde acudían los «mirones», como los llama el padre de Sandoval,
«atraídos por la curiosidad, pero sin atreverse a acercarse demasiado».
Centenares de hombres que, durante varias semanas habían estado apiñados en las
estrechas bodegas de un barco, sin recibir siquiera los cuidados mínimos que se
prodigan a un cargamento de ganado, eran amontonados de nuevo en espacios
cercados, los buenos y sanos mezclados con los enfermos y los moribundos, bajo
un sol abrasador, en un clima insoportable por su calor y humedad. Era tan
horrible el espectáculo y tan repugnantes las condiciones, que un amigo del padre
Claver que le acompañó una vez,
no se atrevió a volver y, el propio padre de Sandoval, como se ha escrito en
una de las «relaciones» de su provincia, «al tener noticias de que iba a llegar
a puerto un cargamento de esclavos, comenzaba a sudar frío mientras una palidez
de muerte le desteñía la piel, al recordar las tremendas fatigas y el trabajo
indescriptible de las ocasiones anteriores. Las experiencias y las prácticas de
varios años no pudieron habituarlo a tanto dolor». Por aquellos corrales,
cercados o cobertizos, se adentraba Pedro Claver,
cargado con medicinas y alimentos, con pan, aguardiente, limones, tabaco y
otras cosas que pudiese distribuir entre los negros. Muchos de ellos estaban
demasiado asustados o demasiado enfermos para aceptar los regalos. «Primero
tenemos que hablar con ellos con nuestras manos y después tratamos de
comunicarnos con ellos por la palabra», decía el padre Claver. Al encontrarse con algún
moribundo, se detenía para bautizarlo y también reunía a todos los niños
nacidos durante el viaje para que recibiesen el bautismo. En todo el tiempo que
los negros pasaban en aquellos corrales, tan estrechamente apiñados que, en
realidad, tenían que dormir uno pegado al otro, san Pedro Claver permanecía con ellos,
ocupado en atender los cuerpos de los enfermos y las almas de todos.
A diferencia de la mayoría
de los clérigos, el padre Claver
no consideraba que su ignorancia de la lengua le eximiera de la obligación de
instruirlos en las verdades de la religión, las reglas de la moral y las
palabras de Cristo que llevaban a sus espíritus el consuelo indispensable. Para
sus comunicaciones, el padre contaba con siete intérpretes, uno de los cuales
hablaba cuatro dialectos africanos y, con su ayuda, instruía a los esclavos y
los preparaba para el bautismo en grupos e individualmente. «Eran seres muy
atrasados y lentos para comprender», decía el padre Claver, y agregaba que él mismo
tenía dificultades insuperables para aprender la lengua y darse a entender. Por
eso recurría a las estampas e imágenes de Nuestro Señor en la cruz o bien unas
ingenuas ilustraciones que presentaban a los Papas, príncipes y otros grandes
personajes «blancos» que observaban regocijados cómo se bautizaba a un negro.
Pero sobre todo, trataba de infundir en ellos cierto grado de respeto propio,
de dignidad, para darles por lo menos una idea del valor altísimo que tiene un
ser humano redimido por la sangre de Cristo, aun cuando fueran despreciados y
explotados como esclavos. Asimismo, para despertar en ellos el dolor y el
arrepentimiento por sus culpas y sus vicios, les mostraba una espantable
representación del infierno que esgrimía con gesto amenazador, como una
advertencia. Después, dándose a entender como podía, les aseguraba que se les
amaba mucho más de lo que ellos pudieran pensar y que el amor de Dios no debía
ser ultrajado por la práctica del mal, por el odio y por la sensualidad. Era
necesario tomar a cada uno en particular y repetirle hasta el cansancio la más
simple de las enseñanzas, como la de hacer el signo de la cruz o aprender las
palabras de la breve oración que todos debían saber: «Jesucristo, Hijo de Dios,
Tú serás mi Padre y mi Madre y todo mi bien. Yo te amo. Me duele haber pecado
contra Ti. Señor, te quiero mucho,
mucho, mucho». Las dificultades con que tropezaba para enseñar, quedan
demostradas por el hecho de que en los bautismos colectivos a cada grupo de
diez catecúmenos se les daba el mismo nombre para que lo recordaran. Se calcula
que, en cuarenta años, san Pedro Claver
instruyó y bautizó de esta manera a más de 300.000 esclavos. Cuando había
tiempo y ocasión, les enseñaba también con grandes trabajos lo que significaba
el sacramento de la penitencia y la manera de practicarlo; se afirma que en un
año oyó las confesiones de unos cinco mil negros. Infatigablemente se esforzaba
por convencerlos de que debían evitar las ocasiones de pecado y, con el mismo
empeño, insistía ante los propietarios para que se preocuparan por el alma de
sus esclavos. El sacerdote llegó a ser la representación de la fuerza moral en
Cartagena y se cuenta la historia de un negro que consiguió librarse del asedio
de una mujer liviana en las calles de la ciudad tan sólo con decirle:
«¡Cuidado! ¡Allá viene el padre Claver!»
Cuando por fin a los
esclavos se les reunía para enviarlos a las ruinas y las plantaciones, San
Pedro se desvivía por infundirles sus recomendaciones y consejos, puesto que le
sería muy difícil volver a verlos. Tenía una confianza absoluta de que Dios velaría
por ellos y, a diferencia de algunos reformadores sociales de tiempos
posteriores, no pensaba que ni aun el más brutal de los propietarios de
esclavos, fuese un bárbaro despreciable al que no podía llegar la misericordia
de Dios. También los dueños de plantaciones, los encomenderos y los hacendados
tenían almas iguales a las de los negros, por eso san Pedro apelaba a las almas
de los señores del lugar para que administraran justicia física y espiritual,
no tanto por el bien de los demás como por el suyo propio. Para los espíritus
cínicos o escépticos, la confianza del santo en la bondad humana debe haber
parecido pueril, y sin duda que todos pensaban que san Pedro quedaría
desilusionado con mucha frecuencia. Sin embargo, es imposible pasar por alto el
hecho de que ni siquiera las infamias del más cruel encomendero español podían
compararse con el trato ordinario que los más correctos plantadores ingleses de
Jamaica, por ejemplo, daban a sus esclavos en el siglo diecisiete y en el
dieciocho, ya que sus crueldades físicas eran infernales y su indiferencia
moral sólo podía calificarse de diabólica. Las leyes de España para sus
colonias autorizaban, por lo menos, el matrimonio de los esclavos, prohibían
que fueran separadas las familias, los protegía de los castigos y su captura,
una vez que conseguían su libertad. San Pedro Claver hizo todo lo que estaba de su mano
para que se observasen estas leyes. Cada primavera, después de Pascua, hacía
san Pedro una gira por las plantaciones, minas y haciendas cercanas a
Cartagena, a fin de comprobar cómo andaban sus negros. No siempre era bien
recibido. Los dueños se quejaban de que hacía perder el tiempo a los esclavos
con sus sermones, oraciones y cánticos; las damas afirmaban que durante una
larga temporada, después de que los negros asistían en tropel a la iglesia
durante las visitas del sacerdote, era materialmente imposible entrar al
templo. Y, si acaso los siervos se desmandaban un poco, se le echaba la culpa
al padre Claver. «¿Qué clase de hombre
soy, si no puedo hacer un poco de bien sin causar una gran confusión?», solía
preguntarse a sí mismo. Pero no por eso se desalentaba y no cesó en sus tareas
ni aun cuando las autoridades eclesiásticas prestaron oídos a las quejas de sus
enemigos.
La mayoría de las historias
en relación con el heroísmo o los poderes milagrosos de san Pedro Claver, se refieren a los
cuidados solícitos que tenía para con los negros cuando estaban enfermos, pero
aún encontraba tiempo para ocuparse de otros que sufrieran, aparte de los
esclavos. En Cartagena había dos hospitales: uno, el de San Sebastián, atendido
por los hermanos de San Juan de Dios, que se ocupaban de todos los casos en
general; el otro, el de San Lázaro, estaba destinado a los leprosos, los
atacados por enfermedades contagiosas y los que padecían el mal llamado «fuego
de San Antonio» (ergotismo). San Pedro visitaba indefectiblemente los dos
hospitales cada semana, aliviaba las necesidades materiales de los pacientes y
administraba tan efectivos consuelos espirituales, que muchos criminales y
pecadores empedernidos se arrepintieron e hicieron penitencia después de
charlar con él. También ejerció su apostolado entre los mercaderes y marineros
protestantes e incluso logró la conversión de un dignatario anglicano que dijo
ser archidiácono de Londres y a quien
conoció cuando visitaba a los prisioneros de guerra en un barco anclado en la
bahía. Por consideraciones temporales, el pastor inglés no se dejó conquistar
de buenas a primeras, pero cayó enfermo, fue llevado al hospital dc San Sebastián y, antes de
morir, entró a la Iglesia católica guiado por el padre Claver. Muchos ingleses de
Cartagena siguieron su ejemplo. Menor éxito tuve el santo jesuita en sus
esfuerzos por convertir a los musulmanes que llegaban al puerto y que, como
dice el biógrafo de Claver, «es bien sabido que,
entre todos los pueblos del mundo, son ellos los que más se obstinan en sus
errores»; pero en cambio, devolvió al buen camino a gran número de moros y
turcos renegados, aunque uno de ellos tardó treinta años en convencerse y aun
fue necesario que tuviese una visión de Nuestra Señora para rendirse. También
los criminales condenados a muerte gozaron de la benéfica influencia del padre Claver; los registros afirman que
no hubo una sola ejecución en Cartagena durante la existencia del sacerdote,
sin que éste se hallara presente para consolar al ajusticiado; por sus
palabras, tal vez por su sola presencia, muchos criminales endurecidos pasaron
sus últimas horas en la oración y el llanto por sus pecados. Y muchos,
muchísimos más a quienes la justicia humana no había condenado, acudían a
buscarle en el confesionario, donde solía pasar hasta quince horas consecutivas
en la tarea de reconvenir, aconsejar, alentar y absolver. Sus misiones
primaverales por los campos, en el curso de las cuales rehuía en lo posible
hospedarse en las grandes casas de los dueños para buscar refugio en las chozas
de los esclavos, eran continuadas en el otoño por otras misiones más difíciles,
entre los mercaderes, traficantes y marineros que, por aquella época, llegaban
en gran número a Cartagena y aumentaban el desorden y el vicio en el puerto.
Algunas veces, san Pedro se pasaba el día entero en la plaza grande de la
ciudad, donde desembocaban las cuatro calles principales, para predicar ante
todo el que se detenía a escucharle. Después de haber sido el apóstol de los
negros, lo fue de toda la ciudad de Cartagena. Un trabajo tan enorme recibió la
ayuda de Dios, que otorgó al padre Claver
los dones que siempre concedió a sus apóstoles, de obrar milagros, de
profetizar y de leer en los corazones. Pocos han sido los santos que
desarrollaron sus actividades en circunstancias tan adversas y repugnantes como
él, pero aun aquellas mortificaciones de la carne no eran bastantes, puesto que
el santo usaba de continuo instrumentos para las más severas penitencias;
muchas veces oraba a solas en su celda con una corona de espinas en la cabeza y
una cruz muy pesada sobre sus hombros. Evitaba los más inocentes regalos para
sus sentidos, no fuera que éstos lo desviaran del sendero de sacrificio que
había elegido; por eso, jamás usó para sí mismo de la indulgencia y la bondad
que usaba para con los demás. Cierta vez en que alababan su celo apostólico,
replicó: «Así tiene que ser y no hay nada de extraordinario en ello. Es el
resultado de mi temperamento entusiasta e impetuoso. Si no fuera por este
trabajo, yo sería una insoportable molestia para mí mismo y para los demás».
OOOOOOOOOO
Santo(s)
del día
San
Pedro Claver
Beato Ismael Escrihuela Esteve
Beato Pascual Fortuño Almela
Beata Josefa de San Juan de Dios
Beato Adán Bargielski
Beato Ladislao Bladzinski
San Sergio I,
San Adriano de Nicomedia
San Timoteo Antioquía
San Amón.
San Eusebio Gaza
Santos Pedro, Fausto, Dión y Amonio
San Néstor Gaza
San Isaac de los armenios
San Tomás de Villanueva
San Pedro de Chavanon
San Corbiniano de Freising
Beata Serafina Sforza
Santa Adela
Beato Tomás Palaser
San Disibodo Rhin
Beatos Antonio de San Buenaventura
Beato Federico Ozanam
Beato José Cecilio Rodríguez González
Beato Marino Blanes Giner
Beato Ismael Escrihuela Esteve
Beato Pascual Fortuño Almela
Beata Josefa de San Juan de Dios
Beato Adán Bargielski
Beato Ladislao Bladzinski
San Sergio I,
San Adriano de Nicomedia
San Timoteo Antioquía
San Amón.
San Eusebio Gaza
Santos Pedro, Fausto, Dión y Amonio
San Néstor Gaza
San Isaac de los armenios
San Tomás de Villanueva
San Pedro de Chavanon
San Corbiniano de Freising
Beata Serafina Sforza
Santa Adela
Beato Tomás Palaser
San Disibodo Rhin
Beatos Antonio de San Buenaventura
Beato Federico Ozanam
Beato José Cecilio Rodríguez González
Beato Marino Blanes Giner
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