jueves 18
Septiembre 2014
San José Cupertino
San José de Cupertino, religioso presbítero
En Osimo, en el Piceno, san José de
Cupertino, presbítero de la Orden de
los Hermanos Menores Conventuales, célebre, en circunstancias difíciles, por su
pobreza, humildad y caridad para con los necesitados de Dios.
Jose Desa nació el 17 de junio de
1603 en Cupertino, pequeña población situada
entre Brindisi y Otranto. Sus padres eran
pobres, y el infortunio se había ensañado contra ellos. José vino al mundo en
un miserable cobertizo en la parte posterior de la casa, porque en aquellos
momentos sr procedía al embargo del inmueble, ya que su padre, un carpintero,
no había podido pagar sus deudas. En aquellas circunstancias, la niñez de José
tuvo que ser muy desdichada. Su madre, al quedar viuda, vio a su hijo como una
molestia y una carga más para su miseria y lo trataba con extremada dureza, por
lo que el niño creció débil, con marcada tendencia a la distracción y la
inercia. Llegaba a olvidarse incluso de comer y, si alguien se preocupaba por
recordárselo, respondía simplemente: «me olvidé». Acostumbraba a vagar por la
ciudad, a paso lento y desganado, y mirar a todas partes con la boca abierta,
de manera que se ganó el sobrenombre de «Boccaperta». Nadie le quería bien, a causa de su aire de simpleza y su
mal genio; sin embargo, en lo tocante a sus deberes religiosos, los cumplía con
una extraordinaria fidelidad y gran fervor. Al llegar a la edad en que debía
ganarse el pan, José entró como aprendiz de zapatero y se esforzó por aprender
el oficio, sin lograrlo. Al cumplir los diecisiete años, se presentó en el
convento de los franciscanos para solicitar su ingreso, pero fue rechazado.
Entonces, hizo su solicitud ante los capuchinos, que lo tomaron como hermano
lego, pero, al cabo de ocho meses, fue despedido por incapacidad para
desempeñar los deberes que imponía la orden. Su torpeza y su despreocupación le
incapacitaban para cualquier trabajo, como lo había probado en el convento,
donde dejaba caer de continuo los platos y las tazas en el suelo del
refectorio, se olvidaba de hacer lo que se le había ordenado y no se podía
confiar en él ni siquiera para encender el fuego del horno. Al verse
desamparado, José buscó refugio en la casa de un tío suyo muy rico, que se negó
rotundamente a ayudar a un «bueno para nada», por muy pariente cercano que
fuese, y el joven José se vio obligado a regresar a la miseria y el desprecio
de su casa. Por supuesto que su madre no tuvo el menor placer en verlo regresar
y, para deshacerse de él lo más pronto posible, rogó y suplicó a su hermano, un
fraile franciscano, que admitieran a José en el convento, con tanta insistencia
que, al fin, logró sus propósitos, y el joven ingresó como criado al monasterio
franciscano de Grottella. Se le dio un hábito de
terciario y se le puso a trabajar en los establos. Al parecer, fue entonces
cuando se produjo un cambio radical en José: desempeñó con notable destreza los
deberes que se le encomendaban y, con su humildad, su dulzura, su amor por la
mortificación y la penitencia, se granjeó tanto afecto y respeto por parte de
sus hermanos que, en 1625, la comunidad en pleno resolvió que debía ser
admitido entre los religiosos del coro y quedar así calificado como aspirante a
recibir las órdenes sagradas.
De esta manera, inició José
su noviciado y no tardaron sus virtudes en convertirlo en un objeto de
admiración, pero al mismo tiempo, se advirtió que no hacía grandes progresos en
los estudios. Por mucho que se esforzara, su capacidad intelectual no le daba
más que para leer mal y escribir peor. Carecía . de la facultad de expresarse
y, del único texto sobre el que pudo decir algo fue: «¡Bendito el vientre que
te concibió!» Cuando se le examinaba para el diaconado, el obispo abrió el
libro de los Evangelios a la ventura y, quién sabe por qué casualidad, sus ojos
cayeron precisamente sobre aquella frase; de manera que el prelado examinador
pidió al hermano José que disertara sobre ella, lo que el joven hizo bien y con
presteza. Cuando llegó el momento del examen para el sacerdocio, los primeros
candidatos respondieron a las preguntas en forma tan completa y satisfactoria,
que los restantes, entre los que se encontraba José, fueron aprobados sin haber
pasado por el examen. Tras de haber recibido las órdenes sacerdotales, en 1628,
pasó cinco años sin probar el pan o el vino, y las hierbas que comía los
viernes, eran tan amargas o desabridas, que sólo él las podía tragar. Sus
rigurosos ayunos cuaresmales le privaban absolutamente de todo alimento durante
todos los días, a excepción de los jueves y domingos, y pasaba sus horas
entregado a los trabajos manuales domésticos y de rutina que eran, bien lo
sabía él, los únicos que podía desempeñar.
Desde el momento de su
ordenación, la existencia de san José fue una serie ininterrumpida de éxtasis,
curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales, en una escala que no tiene
paralelo en ninguno otro de los santos. Todo lo que de cualquier manera se refiriese
particularmente a Dios o a los misterios de la religión, podía arrebatarle los
sentidos y tomarle insensible a lo que sucedía a su alrededor; las
distracciones y olvidos de su niñez y su juventud tuvieron ahora un fin y un
propósito claro y definido. A la vista de un cordero en el jardín de los
capuchinos en Fossombrone, quedó arrobado en la
contemplación del inmaculado Cordero de Dios, y se afirma que en aquella
ocasión, se elevó por los aires con el animalillo en los brazos. En todo
momento tuvo un dominio especial sobre las bestias, semejante al que tenía san
Francisco; se dice que las ovejas se reunían en torno suyo y escuchaban atentas
sus plegarias; una golondrina del convento le seguía por todas partes e iba
volando a donde él le mandaba. Particularmente durante la misa o el rezo de los
oficios, tenía raptos que le elevaban del suelo. Durante los diecisiete años
que pasó en Grottella se registraron setenta
casos de levitación, y el más extraordinario de todos ellos ocurrió cuando los
frailes construían un calvario. Faltaba por colocar la cruz del medio que tenía
una altura de casi diez metros y era pesadísima, de manera que ni los esfuerzos
de diez hombres podían levantarla hasta su sitio. Se afirma que entonces se
asomó el hermano José por la puerta del convento, voló los setenta y ocho
metros que le separaban del lugar donde se hallaban los otros frailes, tomó la
pesada cruz en sus brazos, «como si fuera de paja» y la levantó para dejarla en
su lugar, sobre el simulado montículo del Calvario. Fueron varios los testigos
que dieron cuenta de este sorprendente suceso, aunque lo mismo que ocurrió con
muchas otras de las maravillas obradas por el santo, sólo se dieron a conocer y
se registraron después de la muerte de José, cuando ya había transcurrido el
tiempo necesario para que no se exagerasen los acontecimientos y se fabricasen
las leyendas en base a ellos. Pero cualquiera que haya sido la naturaleza y la
realidad de aquellos sucesos, no cabe duda de que la vida diaria de san José
estuvo rodeada por tantos fenómenos perturbadores y extraños que, por lo menos
durante treinta y cinco años, sus superiores le prohibieron oficiar la misa en
público, tomar parte en el coro, comer a la mesa con los hermanos y asistir a
las procesiones y otras ceremonias públicas. Algunas veces, cuando se hallaba
en rapto y sin sentido, los frailes trataron de volverlo en sí con golpes,
quemaduras y pinchazos con agujas, pero nada de eso le producía efecto alguno y
sólo despertaba, según se dice, al oír la voz de su superior. Al recuperar los
sentidos, sonreía a todos dulcemente y les pedía perdón por lo que él llamaba
«su ataque de mareos».
La levitación (nombre que
se da a la elevación del cuerpo humano desde el suelo que pisa, sin que
intervenga ninguna fuerza física) en una forma u otra, se registró en unos
doscientos santos y beatos (y en otros muchos que no lo fueron) y, en sus
casos, semejante fenómeno se ha interpretado como una marca especial del favor
de Dios, por el cual pone de manifiesto, aun para los sentidos físicos, que la
plegaria es una elevación de la mente y el corazón hacia Dios. Tanto por la
extensión como por el número de esas experiencias, san José de Cupertino nos ofrece los ejemplos
clásicos de levitación, porque si bien algunos de los fenómenos que le
ocurrieron en su juventud podrían ponerse en tela de juicio, los que se
registraron en sus últimos años estuvieron bien atestiguados. Por ejemplo, uno
de sus biógrafos declara: «En 1645, el embajador de España en la corte
pontificia, el Gran Almirante de Castilla, pasó por ahí (por Asís) y visitó a
José de Cupertino en su celda. Luego de
conversar con él un buen rato, bajó a la iglesia y dijo a su esposa: 'Vengo de
ver y de hablar con otro san Francisco'. La señora manifestó entonces su gran
deseo de gozar de un privilegio igual y el padre guardián mandó decir a José
que bajase a la iglesia para hablar con Su Excelencia. El hermano respondió:
'Obedeceré, pero no puedo decir si podré hablar con la dama'. En efecto,
momentos después apareció en la puerta de la iglesia, pero en el mismo instante
clavó los ojos en una imagen de la Virgen María que se hallaba en el altar y,
de pronto, se elevó del suelo y voló unos doce pasos por encima de las cabezas
de los que estaban en la nave, hasta quedar parado a los pies de la estatua.
Permaneció ahí un momento y oró en homenaje a la Señora y, luego de emitir su
grito peculiar, voló de nuevo hasta la puerta de la iglesia y regresó de prisa
a su celda, mientras el almirante, su esposa y todos los miembros de su séquito
que presenciaron la escena, permanecían inmóviles en su sitio, como paralizados
por el asombro». Ese suceso que se relata en dos de las biografías del santo,
se presentó apoyado por numerosas referencias de los testigos oculares durante
las deposiciones en el proceso de canonización. «Es todavía más digna de confianza»,
dice el padre Thurston en «The
Month» de mayo de 1919, «la
evidencia de la levitación del santo suministrada en Osimo, donde pasó los últimos
seis años de su vida. Ahí le vieron sus hermanos en religión elevarse por los
aires hasta una altura de tres metros y medio a cuatro metros para besar la
frente del Niño Dios que se hallaba en brazos de una imagen de la Virgen, muy
por encima del altar, y no se limitó a eso, sino que alzó de los brazos de la
Virgen la imagen del Niño, que estaba hecha de cera y, como si la arrullara,
voló con ella en sus brazos hasta su celda donde continuó suspendido en los
aires en todas las actitudes y posturas imaginables. En otra ocasión, durante
aquellos últimos años de su vida, levantó a otro de los frailes y lo transportó
en su vuelo alrededor de una habitación y se afirma que ya había hecho lo mismo
en varias oportunidades previas. Durante la última misa que celebró, el día de
la Asunción de 1663, un mes antes de su muerte, tuvo un rapto que le levantó
más largo tiempo que todos los anteriores. Y para todos estos sucesos contamos
con la evidencia de numerosos testigos oculares que hicieron sus deposiciones
bajo juramento, como de costumbre, unos cuatro o cinco años más tarde
solamente. Sería irrazonable suponer que aquellos testigos se engañaron en
cuanto al hecho preciso de que el santo flotaba en los aires, puesto que todos
estaban convencidos de haberlo visto así bajo todas las condiciones y
circunstancias posibles». Próspero Lambertini, el que después fue el Papa Benedicto XIV, suprema autoridad
en las evidencias y procedimientos de las causas de canonización, estudió
personalmente, todos los pormenores en el caso de san José de Cupertino. El escritor dice más
adelante: «Cuando la causa se presentó a discusión ante la Congregación de
Ritos, (Lambertini) era 'promotor Fidei' (el personaje que
vulgarmente se conoce con el nombre de 'Ahogado del Diablo') y es cosa sabida
que su animadversión hacia las pruebas que se habían sometido a su
consideración era firme y exigente. Sin embargo, debemos creer que aquellos
escrúpulos quedaron completamente satisfechos, puesto que no sólo fue el propio
Lambertini quien, instalado ya en el
trono de San Pedro, emitió el decreto de beatificación en 1753, sino que en su
obra magna, 'De Servorum Dei Beatificatione', dice lo que sigue:
'Mientras yo desempeñaba el cargo de promotor de la Fe, se sometió a la
consideración de la Sacra Congregación de Ritos, la causa del venerable siervo
de Dios, José de Cupertino, causa ésta que, después
de mi retiro, fue llevada a una conclusión favorable. En el curso del proceso,
los testigos oculares de indiscutible integridad suministraron evidencias sobre
las famosas levitaciones o levantamientos desde el suelo y vuelos prolongados
del mencionado siervo de Dios cuando se hallaba arrebatado en éxtasis'. No cabe
la menor duda de que Benedicto XIV, un crítico apegado a normas estrictas que
conocía el valor de las evidencias y que había estudiado las deposiciones
originales con más detenimiento que cualquier otro de los miembros del
tribunal, creía a pie juntillas que los testigos de las levitaciones de san
José habían observado realmente lo que aseguraban haber visto».
Por supuesto, no faltaron
las personas para quienes aquellas manifestaciones eran piedra de escándalo.
Cuando san José recorría la provincia de Bari y atraía a las multitudes, las
autoridades eclesiásticas le denunciaron como a «uno que anda por los caminos
de estas provincias y que, como un nuevo Mesías, arrastra a las muchedumbres en
pos suya, a causa de ciertos prodigios realizados ante unas cuantas de aquellas
gentes ignorantes que están dispuestas a creer cualquier cosa». El vicario
general presentó la queja al inquisidor de Nápoles y se hizo comparecer a José.
Al examinarse los pormenores de las acusaciones, no hallaron los inquisidores
nada digno de censura, pero no por eso levantaron los cargos al acusado, sino
que le enviaron a Roma para que se presentara ante el ministro general de su
orden. Este le recibió al principio con dureza, pero muy pronto quedó
impresionado por la evidente inocencia y el porte humilde de José y acabó por
llevarle consigo a ver al Papa Urbano VIII. A la vista del Vicario de Cristo,
el santo entró en éxtasis, y dijo el Pontífice Urbano que si José moría antes
que él, no dejaría de dar testimonio sobre el milagro que acababa de
presenciar. En Roma se decidió enviar a José de regreso a Asís, donde
nuevamente sus superiores le trataron con una notable severidad y, por lo
menos, fingieron que le consideraban como un hipócrita. Llegó a Asís en 1639 y
permaneció ahí trece años. Al principio debió sufrir muy duras pruebas, tanto
internas como externas. Hubo temporadas en las que le pareció que Dios le había
abandonado; a sus ejercicios religiosos les acompañaba una sequedad espiritual
que le afligía en extremo, al tiempo que las más terribles tentaciones le
hundían en una melancolía tan profunda, que apenas si levantaba los ojos del
suelo. Al ser informado de esto el ministro general, mandó llamar a José a Roma
y, tras de retenerlo ahí tres semanas, lo devolvió a Asís. Durante su viaje a
Roma, el santo experimentó un retorno de aquellos consuelos divinos que le
habían sido retirados temporalmente. Las noticias sobre la santidad y los
milagros de José sobrepasaron las fronteras de Italia, y personajes tan
distinguidos corno el almirante de Castilla, a quien ya mencionamos, se
detenían en Asís para visitarlo. Entre estas personalidades se hallaba también
John Frederick, duque de Brunswick y Hanover. Aquel noble señor, que era
luterano, se conmovió tanto por lo que presenció, que ahí mismo abrazó la
religión católica. El santo solía decir a ciertas personas escrupulosas que
acudían a consultarle: «No me gustan los escrúpulos ni la melancolía: si tus
intenciones son buenas, no tienes nada que temer». Siempre instaba a la
plegaria. «Orad», decía. «Si os turban la aridez o las distracciones, decid un
Padre Nuestro y eso basta, porque entonces habréis hecho oración vocal y
mental». Cuando el cardenal Lauria
le preguntó lo que veían las almas en éxtasis durante sus raptos, repuso: «Se
sienten como transportadas dentro de una galería maravillosa, resplandeciente
con una belleza interminable y ahí, con una sola mirada en un espejo,
comprenden las visiones maravillosas que Dios se complace en mostrarles». En el
ir y venir de la vida diaria andaba siempre tan preocupado por las cosas
celestiales, que si se cruzaba una mujer en su camino, él suponía,
auténticamente y con toda sinceridad, que veía pasar a Nuestra Señora, a Santa
Catalina o a Santa Clara y, si era un hombre desconocido el que se atravesaba,
lo confundía con alguno de los Apóstoles y muchas veces, al encontrarse con
otro fraile compañero suyo, creyó estar ante san Antonio o ante el propio san
Francisco.
Por razones que
desconocemos, en 1653, la Inquisición de Perugia recibió instrucciones para
sacar a José de la comunidad de su orden y ponerlo a cargo de los capuchinos en
calidad de fraile solitario en las colinas de Pietrarosa donde debía vivir en
estricta reclusión. «¿Será necesario que vaya prisionero?», inquirió, y partió
sin tardanza, con tanta prisa, que dejó su sombrero, su capa, su breviario y
sus anteojos. Y en efecto, había ido a una prisión. No se le permitía abandonar
la clausura del convento, hablar con alguien fuera de los frailes, escribir o
recibir cartas; quedó completamente aislado del mundo exterior. Pero sin duda
que, aparte de la inquietud y la tristeza que necesariamente experimentaba al
verse separado de los otros conventuales y tratado como un criminal, aquella
vida debe haber resultado particularmente satisfactoria para san José. Por otra
parte, no duró mucho su aislamiento, porque no tardaron las gentes en descubrir
el escondite y los peregrinos poblaron el lugar antes desierto. Entonces se le
llevó subrepticiamente a otra reclusión igual en la casa de los capuchinos en Fossombrone. Y así pasó el resto de su
vida. En 1665 el capítulo general de los franciscanos conventuales pidió que
les fuera devuelto su santo a Asís, pero el Papa Alejandro VII respondió que
con un san Francisco de Asís había bastante. En 1657, se le permitió residir en
la casa de los conventuales en Osimo;
sin embargo, ahí fue más estricta su reclusión y sólo a muy contados religiosos
se les autorizaba a visitarle en su celda. En medio de todo aquel rigor y hasta
el fin de sus días, tuvo el consuelo cotidiano de las manifestaciones
sobrenaturales y se puede decir que, si bien los hombres le abandonaron, Dios
se estrechaba cada vez más íntimamente con él. El 10 de agosto de 1663, se sintó enfermo y supo que su fin
estaba próximo: murió cinco semanas después, a la edad de sesenta años. Fue
canonizado en 1767.
Se halla impreso un summarium preparado por la
Congregación de Ritos en 1688, con los datos principales de las deposiciones de
los testigos en el proceso de beatificación. Debe observarse, sin embargo, que
actualmente no existen más que dos copias de ese resumen y que, al parecer, los
bolandistas no tuvieron acceso a él. Por lo tanto, se contentaron con imprimir
en el Acta Sanctorum sept. vol. V, los datos obtenidos en biografías publicadas
anteriormente, como las de Pastrovicchi (1753) y Bernino
(1722). La bula de canonización, un extenso documento que contiene abundantes
datos biográficos, se halla impresa en las biografías italianas posteriores,
así como en la traducción al francés de la obre de Bernino (1856) . En ese mismo
libro se relata destacadamente y con lujo de detalles, la historia de las
levitaciones y vuelos de san José. Cf. H. Thurston, en The Physical Phenomena of Mysticism (1952).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
OOOOOOOOOOO
jueves 18
Septiembre 2014
Santo Domingo Trach
Santo Domingo Trach, presbítero y mártir
En la ciudad de Nam Dinh, en Tonquín, santo Domingo Trach, presbítero de la Orden de
Predicadores y mártir, decapitado en tiempo del emperador Minh Mang por preferir la muerte a
pisotear la cruz.
Nace en Ngai-Voi, Tonkín, el año 1792. En
1825 ingresa en la Orden de Predicadores donde hace la profesión religiosa.
Ordenado sacerdote, ejercita su ministerio sucesivamente en Quam-Cong y en Luc-Thuy-Thuong, de cuyo seminario es
nombrado director espiritual. Al estallar la persecución, se refugia en Tra-Lu, en casa de un amigo y
en ella desarrolla cuanto trabajo apostólico puede, estando ya entonces muy
debilitado por la tuberculosis. Fue a Nguong-Nhan a visitar a un sacerdote y allí fue arrestado y llevado a la
cárcel de Nam-Dinh, donde convirtió a santo
Tomás Toan, que había tenido la debilidad de apostatar. Ni amenazas ni torturas
lograron de él que apostatara y pisoteara la cruz, y por ello fue condenado a
muerte. Confirmada la pena por el rey, el 18 de septiembre de 1840 fue llevado
al campo de las Siete Yugadas y allí decapitado. Fue canonizado el 19 de junio
de 1988 por el papa Juan Pablo II.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
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Santo(s)
del día
San
José Cupertino
San Océano de Nicomedia
Santa Ariadna de Prymneso
San Senario de Avranches
San Ferréolo de Limoges
Santo Domingo Trach
Beato David Okelo
Beato Carlos Eraña Guruceta
Beato Fernando García Sendra
Beato Ambrosio Chuliá Ferrandis
Beato José Kut
Beato Juan Macías
San Metodio Grecia
Santa Ricarda de Andlau
San Ferréolo de Viena
San Eustorgio I de Milán
Santa Sofía Viena
San Eumenio de Gortina
San Walberto Cambrai
San Desiderio Rennes
San Océano de Nicomedia
Santa Ariadna de Prymneso
San Senario de Avranches
San Ferréolo de Limoges
Santo Domingo Trach
Beato David Okelo
Beato Carlos Eraña Guruceta
Beato Fernando García Sendra
Beato Ambrosio Chuliá Ferrandis
Beato José Kut
Beato Juan Macías
San Metodio Grecia
Santa Ricarda de Andlau
San Ferréolo de Viena
San Eustorgio I de Milán
Santa Sofía Viena
San Eumenio de Gortina
San Walberto Cambrai
San Desiderio Rennes
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