miércoles
10 Septiembre 2014
San Nicolás de Tolentino –
San Nicolás de Tolentino, religioso presbítero
En Tolentino, del Piceno, san Nicolás,
presbítero, religioso de la Orden de Ermitaños de San Agustín, el cual, fraile
de rigurosa penitencia y oración asidua, severo consigo y comprensivo con los
demás, se autoimponía muchas veces la penitencia
de otros.
Nació en Sant´Angelo in Pontano, Italia, en 1245. Sus
padres, que durante años esperaban descendencia, en el transcurso de una
peregrinación a Bari prometieron que si lograban ser bendecidos por Dios con
ella en el caso de que fuese un varón lo consagrarían a san Nicolás, titular de
la ciudad. Y así lo hicieron atribuyéndole la pronta concepción de ese hijo tan
deseado. El pequeño Nicolás creció dando muestras de la bondad y amabilidad
que, junto a su desprendimiento y sensibilidad por los necesitados,
caracterizaría su vida entera. Y es que el sensible y piadoso muchacho solía
atender personalmente a los pobres que llegaban a su casa pidiendo ayuda. Los
primeros conocimientos se los proporcionó el sacerdote en su localidad natal.
Puede que el ejemplo y
educación que recibió de sus padres, junto con la cercana presencia de los
ermitaños agustinos, despertara en él una temprana vocación, porque a los 12
años ingresó en el convento como «oblato». Su idea no era recibir únicamente esa
formación que completaría con creces la que pudo darle el bondadoso clérigo,
sino que albergaba el sueño de ser agustino. A los 15 años inició el noviciado,
y en 1261 profesó. En 1269 fue ordenado sacerdote por el obispo san Benito de Cíngoli. Después ejerció su misión
pastoral en distintos puntos de la región de Las Marcas durante seis años. Pero
sus superiores seguramente preocupados por su débil salud, viendo que ni
siquiera le ayudaba en su restablecimiento la misión que le encomendaron de
maestro de novicios que no exigía continuos desplazamientos, en 1275
determinaron enviarle a Tolentino donde permaneció el resto
de su vida.
Fue un hombre de gran
austeridad; es la característica que se subraya unánimemente cuando se
configura su trayectoria espiritual. Su ascetismo, forjado en el fecundo
aprendizaje que había tenido previamente en conventos herederos de la genuina
tradición eremítica, estaba signado por la mortificación y el ayuno. Aparte de
la frugalidad de su comida, y la radicalidad de su pobreza –mantenía un solo
hábito que remendaba cuando era preciso, dormía poco y en condiciones no aptas
precisamente para el rácano descanso y menos para una persona corpulenta como
él: en un saco, con una piedra como almohada y cubriéndose solo con su propio
manto–, no desestimaba todo lo que podía ayudarle a conquistar la perfección.
Es decir, que estas asperezas penitenciales y las disciplinas físicas que
también se aplicaba no sustituían a la donación de sí mismo. Se esforzaba en
ofrendarse, como hacía por ejemplo, con su criterio. Así, aunque no le agradaba
la carne, cuando el superior le recomendaba su ingesta por el bien de su salud,
se doblegaba humildemente. De todos modos, con una lógica que excede a la
ofrecida por textos científicos, en lo que a su bienestar concernía solía poner
en duda la preeminencia del valor nutricional de la carne frente al de las
hortalizas. No tenía duda de que si Dios quería para él una fortaleza física
que estaba lejos de poseer, la ingesta de verduras le habría servido. Se cuenta
que, en una ocasión, teniendo en el plato dos sabrosas perdices asadas, Nicolás
les ordenó: «Seguid vuestro camino». Y, al parecer, las aves emprendieron instantáneo vuelo.
Al margen de estas
anécdotas, tal como se puso de relieve en el proceso de su canonización, fue un
hombre obediente y fiel, efectuando lo que se le indicaba con prontitud y
alegría; una persona dócil, sensible, entrañable, cercana, disponible,
comprensiva, exquisita siempre en su trato que disfrutaba viendo gozar a los
demás en el día a día. Era lo que cabía esperar de una persona como él que
dedicaba a la oración 15 horas diarias. El resto del tiempo lo repartía en
tareas apostólicas, confesión, lectura, meditación, asistencia al refectorio,
al rezo del oficio divino…, y algún pequeño momento solaz en el recreo
comunitario. ¡La multiplicación del tiempo, como se aprecia frecuentemente en
esta sección de ZENIT, es otra gracia que reciben los santos! La continua
presencia de Dios en él explica la profunda e incontenible emoción que sentía
ante la Eucaristía, hecho que muchas personas pudieron constatar alguna vez, y
también los favores extraordinarios que recibió, así como los numerosos
milagros que obró. Su apostolado estuvo caracterizado por la dulzura y la
amabilidad, rubricado por su admirable caridad. De ella sabían bien cercanos y
lejanos, y de forma especial los enfermos y pobres a los que asistía
sirviéndose de un bastón cuando ya no tenía fuerzas para deambular por sí
mismo, así como los penitentes que se confesaban con él –casi toda la ciudad lo
hacía–, y las tantas personas que le acogían con gusto en sus domicilios cuando
los visitaba. Ésta era otra de las actividades apostólicas de Nicolás por la
que sentía particular debilidad.
En una visión contempló el
purgatorio después del fallecimiento de un religioso que hallándose en él, rogó
sus oraciones. Sus penitencias y súplicas por él y por otros que purgaban sus
penas, fueron escuchadas. De ahí que se le considere abogado de las almas del
purgatorio. Su muerte se la anunció una estrella que apareció persistentemente
durante varias jornadas, apuntando primeramente a su localidad natal y
situándose después en Tolentino, justo encima del
convento. Un religioso venerable, al que consultó, descifró su
significado: «La estrella es símbolo de tu santidad. En el sitio donde se
detiene se abrirá pronto una tumba; es tu tumba, que será bendecida en todo el
mundo como manantial de prodigios, gracias y favores celestiales». La estrella le siguió
unos días hasta que el 10 de septiembre de 1305, invocando a María por la que
tuvo desde niño gran devoción, y contemplando el preciado lignum crucis, falleció. Sus últimas
palabras dirigidas a la comunidad habían sido: «Mis
amados hermanos; mi conciencia no me reprocha nada; pero no por eso me siento justificado».Eugenio IV lo canonizó el 1 de
febrero de 1446.
miércoles
10 Septiembre 2014
San Pedro de Mezonzo
San Pedro de Mezonzo, obispo Compostela.
Hijo de
su tiempo.—
Tiempo de señores y de siervos, nació, con el signo de la servidumbre, en
Curtis (Coruña), al pie del palacio en donde servían sus padres: Martín y Mustacia, allá por los años de 930.
Y vivió siempre bajo
ese mismo signo de servidumbre; pues sirvió a sus amos, don Hermenegildo y doña
Paterna, como "capellán"; sirvió a los monjes benedictinos en Mezonzo, Sobrado y Antealtares,
como abad; sirvió a la diócesis compostelana como obispo, y sirvió a Dios como
fiel cristiano.
Porque fue siervo
toda su vida, terminó como terminan los humildes: señor de sí y de los demás:
Santo.
Santo de
su tiempo (930-1003).—
Grabó en el recuerdo de sus coetáneos cuatro imágenes vivas de su figura santa:
imagen de cortesano santo; imagen de monje santo; imagen de abad santo; imagen
de obispo santo.
Imagen de
cortesano santo.—
Hasta los veintidós años vivió con los señores de sus padres. Y su fidelidad,
su honradez y su piedad debieron ser muy acendradas, puesto que a sus dieciocho
abriles los infantes le nombraron su "capellán" para que custodiase
sus tesoros, y sus alhajas, y sus vasos sagrados, y sus vestiduras
sacerdotales... En ese oficio de cortesano fiel mereció la gracia del
llamamiento divino y puso los cimientos de su santidad monacal.
Imagen de
monje santo.—
Cuando don Hermenegildo y doña Paterna ingresaron en el monasterio de Sobrado,
fundado por ellos, Pedro vistió la cogulla en Santa María de Mezonzo, a unas dos leguas de
Curtis. Contaba entonces veintidós años. Lejos del ruido del mundo y de las
comodidades de los castillos, se dedicó de lleno al estudio y a la oración. De
su aprovechamiento en las letras y en las ciencias nos dejó constancia el Cronicón
Iriense al
llamarle: "Monasterii Mosonti sapientem monachum" (monje sabio del
monasterio de Mezonzo). De su espíritu de
oración nos habla el hecho de que el abad le eligiese para el presbiterado (el
9 de julio del 959 ya firma: "Petrus Presbyter").
Imagen de
abad santo.—
A sus treinta y seis años empuñó el báculo abacial de Sobrado. El estudio y la
oración de Mezonzo le habían hecho acreedor a
tal dignidad. Y su gobierno no debió defraudar a los monjes, puesto que, a los
pocos años, su fama le llevó a la abadía de Antealtares, el Montecasino medieval en el noroeste de
España. En Antealtares fue confidente de San Rosendo, obispo de Compostela por
aquel entonces. Y dirigido por él, se hizo un padre para los monjes, un maestro
para los sabios y un modelo para todos.
Imagen de
obispo santo.—
Tenía cincuenta y cinco años cuando todos los "Seniores Loci Sancti" —canónigos de
Santiago— le eligieron obispo. Fue el mejor elogio a su prelacía en
Antealtares. Y el mejor acierto en aquellos días en que Compostela precisaba un
obispo sabio, celoso y santo. De su episcopado nos quedan como recuerdo la salvación
de las reliquias del Apóstol y del mobiliario litúrgico compostelano cuando la
invasión de Almanzor, la edificación de la iglesia de San Martín Pinario, la reedificación de la de
Curtis —su pueblo natal—, la restauración de la catedral y la paz que logró
para Galicia entera con su oración, con su sacrificio y con su predicación.
Santo,
con un estilo de santidad característico de su tiempo.— El temor: San Pedro de Mezonzo explicó su primera lección
desde la Cátedra del Hijo del Trueno sobre el primero de los doce grados de
humildad que San Benito exige a sus monjes: el temor de Dios. Lección
verdaderamente oportuna. Pues los normandos amenazaban por el norte. Por el sur
llegaban rumores de que los moros codiciaban las riquezas de la ciudad del
Apóstol. Doctos e indoctos interpretaban falsamente el Evangelio, creyendo que
el año 1000 acontecería el fin del mundo. Reinaba un pánico general. Un pánico
terrorífico que despoblaba las ciudades y villas y abarrotaba los monasterios.
Un pánico que multiplicaba los cilicios, y los sayales, y la ceniza... En ese
medio ambiente se oyó la voz del nuevo obispo, recomendando y bendiciendo el
temor, pero desaconsejando y condenando el miedo al castigo, presentando a Dios
como un Padre que ama a sus hijos y quiere premiarlos, y del que sólo hay que
temer la pérdida de su amor o la pérdida de sus premios; no como un juez
vengador y sin entrañas que acecha a sus súbditos para castigarlos sin motivo.
Ese temor, alimentado
por el deseo sincero de agradar a Dios, por la confianza filial de su
paternidad y por la esperanza de la recompensa, fue el temor que animó a San
Pedro de Mezonzo. El que le obligó a firmar
sus órdenes y escrituras: "sub pondus
timoris Dei" (bajo el peso
del temor de Dios). El que le condujo a esa santidad que sancionó la opinión
pública y que aprobó la Iglesia al inscribirle en el catálogo de los santos.
La tradición ha
registrado dos pruebas fehacientes de lo reverencial, y de lo filial, y de lo
confiado de su temor: la leyenda del monje solitario y la Salve.
La leyenda del monje
solitario la relata así López Ferreiro en su Historia
de la S. A. M. Iglesia de Santiago: "Los muslimes seguían avanzando, y el 10 ú 11 de
agosto (del año de 997) dieron vista a los muros de Compostela. Se acercan
cautelosos, pero advierten con sorpresa que las torres y las almenas se hallan
desiertas, y que no ofrecen la menor señal de resistencia (San Pedro había
juzgado más prudente evacuar la ciudad con todo cuanto de precioso y digno de
estimación se encerraba en ella y guarecerse en el interior del país, al abrigo
de una áspera sierra, en donde sería más fácil burlar al enemigo, gastar sus
fuerzas, agotar sus recursos y obligarle a la retirada). Penetran en la ciudad
y notan la misma quietud, la misma soledad, el mismo silencio. Se dirigen al
templo del Apóstol, y lo ven también abierto y abandonado. Unicamente al pie de la tumba de
Santiago hallan postrado a un anciano monje en actitud de orar.
—¿Qué haces aquí? —le
interroga Almanzor.
—Estoy orando ante el
sepulcro de Santiago —contestó el monje.
—Reza cuanto quieras
—replicó Almanzor—. Y prohibió que nadie le molestase; y aún se añade que puso
guardias cerca del sepulcro para impedir cualquier desmán y atropello".
Los comentarios
huelgan. San Pedro no tiene miedo a enfrentarse con el Señor. En vez de escapar
como todos, baja a la catedral, se pone en la presencia de Dios, le adora de
rodillas, le cuenta su tragedia como a Padre, le pide remedio, pone por intercesor
al Apóstol... y confía. Ese era su temor de Dios,
La otra prueba de la
santidad de su temor es la Salve. Porque la Salve —esa oración mariana
compuesta por San Pedro— es el canto del temor. Pero el canto del temor
reverencial, del temor filial, del temor confiado... Del temor santo. Su autor
se retrató en ella. Veámoslo.
La violencia furiosa
y pagana de los normandos y la avaricia sanguinaria y antirreligiosa de los
musulmanes obligaron a las gentes a buscar y esperar la tumba y la ultratumba
entre las peñas de las montañas (temor servil). San Pedro, en vez del camino de
la fuga, cogió el camino del altar de la Virgen. Y, ante él, la saludó:
"Dios te salve". Reconoció su realeza y su poder: "Reina".
Excluyó de Ella todo espíritu de castigo y de venganza: "Madre de
misericordia". Le hizo una reverencia en tres tiempos y con tres piropos:
"Vida, dulzura y esperanza nuestra". Y la volvió a saludar:
"Dios te salve" (temor reverencial).
La peste, el hambre y
la guerra que cundían por Europa, y el recuerdo de los desastres privados,
familiares y sociales ocasionados por los normandos y los moros, condujeron a
los gallegos al caos popular y al miedo a Dios (temor servil.) Sólo San Pedro
no perdió el control de sus nervios y la serenidad de su espíritu. Oró a Dios
cabe el sepulcro del Apóstol, como vimos arriba. Y expuso sus cuitas a la Madre
de Dios, cabe su altar, de esta manera: "El arcángel nos arrojó del
paraíso terrenal, al arrojar a nuestros primeros padres, Adán y Eva, y,
errantes, andamos por el mundo: "A Tí
llamamos los desterrados hijos de Eva". El mundo sólo nos brinda cardos y
abrojos, trabajo y dolor: "A ti clamamos gimiendo y llorando en este valle
de lágrimas". Eres Reina y Madre de misericordia. Como Reina puedes poner
remedio. Como Madre de misericordia quieres hacerlo: "Vuelve a nosotros
esos tus ojos misericordiosos" (temor filial).
La hecatombe del
país, el relinchar de los caballos y el chirriar de los carros de batalla, los
sueños con armas y el olor a muerto hicieron que la generalidad de los hombres
viese anticristos por todas las esquinas, creyese encima el fin del mundo,
desesperase de la salvación (temor servil). El obispo santo fue el único que no
se dejó arrollar por las circunstancias. Al contrario, se aprovechó de esas
mismas circunstancias para pedir a su "Esperanza": "Y después de
este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre" (temor
confiado).
Ese fue San Pedro de Mezonzo. Un santo amante de su
patria chica. Un santo defensor de su Patria grande.
Un santo religioso
cien por cien. Un santo apóstol a lo Hijo del Trueno. Un santo con temple de su
tiempo. Un santo, santo de verdad.
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miércoles
10 Septiembre 2014
San Nemesio de Egipto
San Nemesio, mártir
En Alejandría de Egipto,
san Nemesio, mártir, que, acusado falsamente de ladrón, fue llevado a juicio y
absuelto por el juez, pero después, en la persecución desencadenada bajo el
emperador Decio, fue acusado de nuevo ante
el juez Emiliano de profesar la religión cristiana, motivo por el cual le
atormentaron con reiterados suplicios y, después, fue quemado junto a unos
ladrones, a semejanza del Salvador, que sufrió la cruz entre ellos.
Y un tal
Nemesio, egipcio también, fue acusado falsamente de vivir con ladrones, y
cuando había logrado deshacer tan absurda calumnia ante el centurión, fue
denunciado por cristiano y vino encadenado ante el gobernador. Éste, injusto
por demás, lo maltrató con tormentos y azotes en doble dosis que a los
bandidos, y entre bandidos hizo quemar al bienaventurado, que así se veía
honrado con el ejemplo de Cristo.
Esto narra san Dionisio de
Alejandría en una carta a Fabio de Antioquía, reportándole detalles de las
crueles persecuciones bajo Decio.
Junto a la mención de Nemesio las hay de muchos otros, que se conmemoran en
distintas fechas en el Martirologio, por ejemplo el 14 de diciembre, los santos
mártires Herón, Isidoro, Ateo y Dióscoro. Aunque carezcamos de más detalles de sus vidas, y apenas
sobrevivan su nombre y el hecho del martirio, son estos campeones antiguos los
que han hecho vida las palabras de la fe: si el grano cae en tierra y mnuere, da mucho fruto.
La carta de Dionisio se
conserva citada in extenso por Eusebio de Cesarea
en su Historia Eclesiástica, VI, cap. 41; el párrafo sobre Nemesio es el 21.
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miércoles
10 Septiembre 2014
San Teodardo de Tongres
San Teodardo de Tongres, obispo y mártir
Cerca de Spira, en la Renania, en
Germania, pasión de san Teodardo, obispo de Tongres y mártir, que fue
asesinado yendo a visitar al rey Childerico.
Teodardo fue un enérgico obispo de Tongres-Maastricht y un hombre
alegre, simpático y bien dispuesto. Eso es prácticamente todo lo que sabernos
de su vida, aparte de algunos datos sobre sus actos. Algunos nobles sin
escrúpulos habían tomado posesión de las tierras que, por derecho, pertenecían
a su iglesia. Entonces, tomó la resolución de presentarse ante Childerico II de Austrasia para pedirle que se
hiciera justicia. Al pasar por el bosque de Bienwand, cerca de Spira,
fue asaltado por unos bandoleros, que le mataron. Su biógrafo nos informa que
san Teodardo tuvo tiempo de pronunciar
un largo discurso ante sus asesinos, quienes le respondieron con una cita de
Horacio... En vista de que su muerte ocurrió cuando emprendía una jornada en
defensa de los derechos de la Iglesia, fue venerado como mártir, y su sucesor, san
Lamberto,
trasladó sus restos a la iglesia de Lieja. Incluso el Martirologio Romano
actual conserva la catalogación de san Teodardo como mártir.
Hay una biografía anónima,
escrita en el siglo octavo y otra en fecha posterior, quizá por Heriger, abad de Lobbes. La primera, se halla
impresa en Acta Sanctorum, sept. vol. IV. Ver también a G. Kurth, en Etude Critique sur Saint Larnbert (1876), pp. 67 y ss. y L.
van der Essen, Etude critique... (1907), pp.
135-143.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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miércoles
10 Septiembre 2014
San Salvio de Albi
San Salvio de Albi, monje y obispo
En Albi, de Aquitania, san Salvio, obispo, que, procedente
de la vida claustral, fue promovido a la sede a su pesar y, al declararse una
fuerte epidemia, como buen pastor no quiso ausentarse de su ciudad.
Salvio pertenecía a una familia
de la ciudad francesa de Albi. Fue doctor en derecho y también magistrado; pero
su amor por el retiro y su deseo por verse libre de distracciones le indujeron
a ingresar como monje en un convento, del que llegó a ser abad por elección de
sus hermanos. Vivía retirado en una celda construida a cierta distancia del
monasterio. Allí le atacó repentinamente una violenta fiebre que lo dejó
inconsciente y muerto en opinión de todos los que acudieron a verle; a decir
verdad, el propio santo estaba seguro de que había muerto y sostenía que el
cielo le había permitido esa experiencia para devolverle después a la vida.
Como quiera que haya sido, Salvio
estaba vivo en el año 574, cuando fue sacado de su retiro para que ocupase la
sede de Albi.
En su puesto de obispo
llevó la misma existencia austera de siempre. Cualquier cantidad de dinero o de
provisiones que le caía en la mano, era distribuída entre los pobres. Cuando el patricio Momolo pasó por Albi conduciendo
a gran número de prisioneros, san Salvio
lo siguió hasta rescatar al último de los cautivos. Chilperico, el rey de Soissons que se las daba de
teólogo, hizo un tratado muy poco ortodoxo, y san Salvio junto con su amigo san
Gregorio de Tours discutieron
con el monarca y consiguieron devolverle a la ortodoxia. En el año 584, una
epidemia causó estragos entre los fieles de su sede, y fue en vano que sus
subordinados y amigos le recomendaran cuidados y precauciones, porque el
obispo, inflamado por la caridad, infatigable y abnegado, iba por todas partes
donde creía que era necesaria su presencia. Visitaba a los enfermos, los
consolaba y los exhortaba a prepararse para llegar a la eternidad. No tardó en
contagiarse y, al saber que su hora estaba próxima, mandó traer su ataúd, se
vistió con ropas humildes y, así, se dispuso a comparecer delante de Dios.
Murió el 10 de septiembre de 584.
Historia Francorum de San Gregorio de Tours.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
fami_ � m - 8� �^ r:red;mso-font-kerning:12.0pt;language:es-TRAD'> Critique sur Saint Larnbert (1876), pp. 67 y ss. y L.
van der Essen, Etude critique... (1907), pp.
135-143.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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miércoles
10 Septiembre 2014
Santa Pulqueria de Constantinopla
Santa Pulqueria, emperatriz
En Constantinopla, santa Pulqueria, defensora y promotora de
la fe ortodoxa.
Como un indicio del papel
importantísimo que desempeñaron en los asuntos religiosos y eclesiásticos los
emperadores romano-bizantinos y de la influencia de las mujeres en la corte
imperial (una influencia no siempre benéfica), recordemos que los Padres del
famoso Concilio de Calcedonia, que hizo época, aclamaron a la emperatriz Pulqueria, como «guardiana de la fe,
pacificadora, pía, creyente y una segunda santa Elena». Estos títulos no eran
simples galanterías de los obispos orientales, sino signo de que éstos sabían
por experiencia la importancia de conservar la buena voluntad del soberano
imperial y de su corte.
Pulqueria era la nieta de Teodosio
el Grande y la hija del emperador Arcadio, el que murió en el año 408. La
princesa nació en el año 399. Tuvo tres hermanas: Flacilla, que era la mayor, murió
muy joven; Arcadia y Marina eran menores que Pulquería. El emperador dejó un
hijo, Teodosio II, que era tímido, bueno y devoto, incapaz para manejar los
asuntos públicos y sin la energía suficiente para la posición que ocupaba. A
Teodosio le interesaba más escribir o pintar que el arte de gobernar, y sus
allegados le daban el sobrenombre de «Calígrafo». En el año de 414, Pulquería,
que sólo tenía la edad de quince años, en nombre de su joven hermano, fue
declarada augusta, participante con Teodosio en el gobierno del imperio y
encargada también del cuidado y educación del príncipe.
Bajo el gobierno de Pulqueria, la corte mejoró mucho de
lo que había sido en tiempos de su madre, quien despertó la justa cólera de san
Juan Crisóstomo. Al convertirse en augusta, Pulqueria hizo un voto de perpetua virginidad e indujo a sus hermanas
a hacer lo propio. Probablemente, los motivos de aquella decisión no fueron
religiosos, ni en parte, ni completamente. Era una mujer de negocios que veía
las cosas tal como eran y no quería que el hombre se casara con ella o con
alguna de sus hermanas llegara a meterse en los asuntos de la administración
política o hiciera el intento de arrebatar el trono a su hermano. Pero tampoco
se puede decir que el voto estuviese desprovisto de cierto sentido religioso,
puesto que la soberana había citado a Dios como testigo y no era de las que
tomaban el nombre de Dios en vano. Y Pulquería mantuvo su juramento, aun
después de haberse casado, de hecho. De todas maneras, resulta exagerado
representar a la corte de aquel tiempo como una especie de monasterio: el
espectáculo de las jóvenes princesas dedicadas la mayor parte del tiempo a
hilar, bordar y a los ejercicios de devoción en la iglesia no tenía nada de
extraordinario y, si Pulqueria impedía a los hombres el
acceso a sus departamentos y a los de sus hermanas, era por una medida de
elemental prudencia, en vista de que las lenguas de la corte andaban muy
sueltas, y los oficiales bizantinos no se distinguían por su buena conducta.
Tenemos la impresión de que era una familia muy unida y muy trabajadora, cuya
primordial preocupación era el cuidado y la educación de Teodosio. Por
desgracia, como sucede a menudo con las gentes muy inteligentes y capaces, Pulqueria estaba segura de bastarse
a sí misma y (tal vez sin intención al principio) aprovechó la ventaja de la
falta de interés de su hermano por los asuntos públicos para educarlo como un
virtuoso cahallerito y un joven estudioso, pero
no un gobernante. Como se ha escrito irónicamente: «La incapacidad de Teodosio
para la administración era tan marcada, que apenas si se le puede acusar de
haber aumentado los infortunios de su reino por sus propios actos». Si de los
infortunios podía culparse a Teodosio, las buenas fortunas podrían achacarse a
la prudencia y el buen gobierno de Pulqueria. El carácter resuelto de ésta y la tímida indiferencia de su
hermano, se ponen de manifiesto en un suceso que ocurrió cuando Pulqueria, para poner a prueba a
Teodosio, le presentó un decreto para la sentencia de muerte contra sí misma.
El joven lo firmó precipitadamente, sin haberlo siquiera leído.
Cuando Teodosio llegó a la
edad de contraer matrimonio, Pulqueria volvió a tomar en consideración las complicaciones políticas
y, debemos admitirlo, también la salvaguardia de sus propios intereses y su
ascendencia que, en las circunstancias, eran para el bien y el progreso del
estado; eligió para él a Atenaís, la más bella, muy
acaudalada y muy encumbrada hija de un filósofo de Atenas que aún era pagano.
Teodosio aceptó de buen grado a la joven, y ella no tuvo ningún reparo en
hacerse cristiana, de modo que, en el año 421, se casaron. Dos años más tarde,
Teodosio declaró augusta a su esposa Atenaís
o Eudoquia, como se le había puesto
en el bautismo. Era inevitable que la augusta Eudoquia, tarde o temprano,
intentase menguar los poderes de su cuñada, la augusta Pulqueria. A su debido tiempo, la
ambiciosa hija del filósofo ejerció todas sus artes femeniles sobre su débil y
pusilánime esposo, hasta que consiguió que desterrara a Pulqueria en Hebdomon. El exilio duró algunos
años. Podemos creer sin reparos, como dice Alban
Butler, que santa Pulqueria «consideró el castigo de
su exilio como un favor del cielo y consagró todo su tiempo a Dios en la
plegaria y al prójimo en las buenas obras. Nunca se quejó por la ingratitud de
su hermano, ni por las inicuas intrigas de la emperatriz que todo se lo debía,
ni por las injusticias de sus ministros». Sin duda, que habría estado contenta
«con olvidarse del mundo y con que el mundo se olvidara de ella», pero no podía
pasar por alto que tenía muchas y muy graves responsabilidades en aquella gran
parte del mundo cuya capital era Constantinopla. Durante algún tiempo las cosas
marcharon bastante bien, hasta que más o menos por el año de 441, se produjo la
caída de Eudoquia. Se la había acusado, tal
vez injustamente, de haber sido infiel al emperador con un apuesto aunque
gotoso oficial llamado Paulino, y fue desterrada a Jerusalén, oculta bajo el
disfraz de un peregrino. Ya nunca regresó. En la corte hubo una reorganización
general de las oficinas de gobierno y todos los puestos cambiaron de mano; a Pulqueria se le llamó del exilio,
pero no para darle su antiguo cargo de supremo gobierno, ya que la jefatura
estaba ocupada ahora por Crisafio, un antiguo partidario y
admirador de Eudoquia. Bajo la administración de
aquel hombre, el imperio de Oriente fue de mal en peor durante diez años.
Por las presiones de Crisafio y sin ninguna
consideración por la firmeza de las ideas teológicas, ya que anteriormente
había favorecido a Nestorio, el emperador Teodosio
brindó su apoyo incondicional a Eutiques y a la herejía monofisita. En el año de 449, el papa san León
el Grande apeló
a santa Pulqueria y al emperador para que
rechazaran y combatieran el monofisismo; como respuesta, Teodosio aprobó las
actas del «infame Sínodo» de Efeso
y expulsó a san Flaviano de la sede de
Constantinopla. Pulqueria se mantenía firme en la
ortodoxia, pero su influencia sobre su hermano se había debilitado. El papa
escribió de nuevo; Hilario, el archidiácono de Roma, escribió también; dejaron oír sus protestas y sus
consejos Valentiniano III, el emperador de Occidente, su esposa Eudosia, la hija de Teodosio y
Gala Plácida, su madre ... y, de repente, en medio de aquella lluvia de
apelaciones, murió el emperador Teodosio, como consecuencia de los golpes que
recibió al caer del caballo durante una partida de caza.
Santa Pulqueria, qué por entonces tenía
cincuenta y un años, instaló en el trono imperial a un general veterano de
humilde origen, siete años mayor que ella. Llevaba el nombre de Marciano; era
natural de Tracia y viudo. Pulqueria juzgó prudente y muy ventajoso para el estado y para la
estabilidad del trono, contraer matrimonio con Marciano y así se lo propuso,
con la única condición de que ella quedase en libertad para mantener su voto de
virginidad. El general veterano aceptó y ambos gobernaron juntos como dos
buenos amigos siempre de acuerdo en sus puntos de vista y sus sentimientos,
encaminados al progreso de la religión y el aumento del bienestar público. Los
emperadores dieron una calurosa bienvenida a los delegados que envió el papa
León a Constantinopla, y su celo en favor de la fe católica les valió las más
cálidas felicitaciones y encomios por parte de aquel Pontífice y del Concilio
de Calcedonia que, convocado en 451 bajo el patrocinio de los emperadores,
condenó a la herejía monofisita. Pulqueria y Marciano hicieron todo lo que estaba a su alcance para que
los decretos de aquella asamblea quedaran establecidos en todo el imperio de
Oriente, pero fracasaron lamentablemente en Egipto y en Siria. La propia
emperatriz santa Pulquería escribió a un monje y a una abadesa de un convento
de monjas de Palestina, con el propósito de convencerlos de que el Concilio de
Calcedonia no había propiciado, como se afirmaba, una reavivación del
nestorianismo, sino que condenó aquel error juntamente con las opuestas ideas
herejes de Eutiques. Por dos veces con
anterioridad, en 414 y 443, Pulqueria había perdonado el pago de impuestos atrasados que abarcaban
un período de sesenta años, y tanto ella como su esposo procuraron contentar a
su pueblo con bajos impuestos y los menores gastos de guerra que fueran
posibles. El admirable espíritu con que desempeñaron sus deberes de
gobernantes, se traduce en el lema de Marciano: «Nuestra obligación de
soberanos es cuidar de la raza humana». Por desgracia, la magnífica sociedad no
duró más de tres años, porque en el mes de julio del 453 murió santa Pulqueria.
Aquella gran emperatriz
construyó muchas iglesias, tres de ellas en honor de la Madre de Dios: la de Blakhernae, la de Khalkopratia y la de Hodegetria, que figuraron entre las
más famosas iglesias marianas de la cristiandad. En la última de las iglesias
mencionadas la emperatriz instaló la famosísima pintura de la Virgen María que
había sido traída de Jerusalén y que se atribuye al Evangelista San Lucas. Pulqueria y Teodosio fueron los
primeros emperadores de Constantinopla con inclinaciones griegas más que
latinas; ella propició el establecimiento de la universidad donde se enseñaba
la lengua griega y había cursos sobre literatura y filosofía de Grecia; fue
ella quien redactó las reglas y principios sobre las obligaciones y necesidades
de los gobernantes, reunidos en el llamado Código de Teodosio. Si tomamos en
consideración los actos y virtudes de la emperatriz, admitiremos que los
elogios de san Próculo en su panegírico del papa
san León y de los padres del Concilio de Calcedonia, no eran meros cumplidos,
sino alabanzas que ella merecía. El Martirologio Romano menciona a santa Pulqueria en la fecha de hoy; su
nombre fue inscrito por el cardenal Baronio;
su fiesta se celebra entre los griegos, aunque en una época su culto se
extendió por el Occidente y su fiesta se observaba, por ejemplo, en todo
Portugal y en el reino de Nápoles.
Pulqueria desempeñó una parte
importante en la historia eclesiástica de su tiempo, pero no tiene una
biografía propia. Ver el Acta Sanctorum, sept., vol. III y vol. IV, pp.
778-782; a Hefele-Leclercq, en Conciles, vol. II, pp. 375-377 y
las acostumbradas referencias en las diversas obras.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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miércoles
10 Septiembre 2014
Beato Sebastián Kimura
205 Mártires
del Japón, 1617 - 1632
Fueron beatificados en 1867
por el papaa Pío IX, en una ceremonia
conjunta donde elevó a los altares a 205 testigos en la persecución japonesa,
muchos entre 1617 y 1632 (la mayoría en 1622).
En 1867, el mismo año en
que se reanudó la persecución en Urakami,
aunque no llegó al derramamiento de sangre, el Papa Pío IX beatificó a 205
mártires del Japón, de entre los cuales el Martirologio Franciscano cuenta con
dieciocho miembros de la primera orden y veintidós terciarios. Por diversas
causas (entre las que desgraciadamente nos vemos obligados a reconocer la de
los celos nacionales y aun las rivalidades religiosas entre los misioneros de
varias órdenes) el "shogun" Ieyasu
Tokugawa decretó que el
cristianismo tenía que ser abolido. La persecución se inició en 1614, y los
beatos franciscanos sufrieron el martirio entre los años 1617 y 1632. La
persecución aumentó gradualmente en intensidad hasta 1622, cuando tuvo lugar la
"gran matanza", en la cual fue una de las principales víctimas el
beato Apolinar Franco. Era castellano, natural de Aguilar del Campo, y tras de
recibir su doctorado en Salamanca, se hizo fraile menor de la observancia. En
1600, fue enviado a la misión de Filipinas y de ahí al Japón. Al empezar la
persecución, fue nombrado comisionado general a cargo de la misión. Cuando se
hallaba en Nagasaki, en 1617, oyó decir que no había quedado ni un solo
sacerdote en la provincia de Omura,
donde había numerosos cristianos, de manera que sin disfrazarse y sin tomar
precaución alguna, se fue a ejercer entre ellos su ministerio. En seguida, fue
arrojado en una inmunda prisión, donde permaneció cinco años. El padre Apolinar
no cesó de dar consuelo a su grey por medio de mensajes y cartas, y
administraba los sacramentos a los que lograban entrar en la cárcel. Varios
otros cristianos estaban presos con él, y uno de sus hermanos en religión, el
beato Ricardo De Santa Ana, escribió lo siguiente al padre guardián de su
convento en Nivelles: «hace casi un año que
estoy en esta miserable prisión donde me acompañan nueve religiosos de mi
orden, ocho dominicos y seis jesuitas. Los restantes son cristianos japoneses
que nos han ayudado mucho en nuestro ministerio. Algunos han estado aquí desde
hace cinco años. No comemos otra cosa que un poco de arroz y sólo bebemos agua.
El camino al martirio ha sido abierto para nosotros por más de trescientos
mártires, todos japoneses, a quienes se infligió toda clase de torturas. Todos
nosotros, los sobrevivientes, estamos destinados a morir. Nosotros los
religiosos y aquéllos que nos han ayudado, estamos destinados a ser quemados en
fuego lento; lo otros serán decapitados ... Si todavía vive mi madre, ruego a
su reverencia que tenga a bien decirle que Dios me ha mostrado Su Misericordia
al permitirme que sufra y muera por Él. Ya no me queda tiempo para escribirle a
mi madre».
A principios de septiembre
de 1622, veinte de los prisioneros fueron llevados a Nagasaki. El día 12, el
Beato Apolinar y los otros siete que se quedaron con él en Omura, murieron quemados vivos,
incluso los beatos Francisco De San Buenaventura y Pablo De Santa Clara, a
quienes el padre Apolinar impuso el hábito franciscano mientras se hallaba en
prisión. Dos días antes, los que habían sido llevados a Nagasaki sufrieron allí
la misma suerte. Entre los franciscanos figuraba el beato Ricardo, a quien ya
mencionamos, y la beata Lucía De Freitas. Esta era una japonesa noble, viuda de
un mercader portugués. Lucía se hizo terciaria franciscana y, durante el resto
de su vida, se dedicó a la causa de los pobres y al socorro de los cristianos
perseguidos. Se le infligió la espantosa muerte en la hoguera, cuando tenía más
de ochenta años de edad. Había sido capturada porque en su casa vivía escondido
fray Ricardo de Santa Ana. Entre los confesores que fueron llevados de la
prisión de Omura a Nagasaki, como ya se
dijo anteriormente, se hallaban el beato Carlos Spinola y el beato Sebastián Kimura de la Compañía de Jesús.
El Beato Carlos, natural de Italia, tras un fracasado intento de llegar al
Japón, desembarcó, por fin, en sus costas a fines del siglo diecisiete y
durante dieciocho años trabajó ahí como misionero. Por aquel entonces, los
jesuitas (y también los lazaritas) del Lejano Oriente,
hicieron un estudio especial y prácticas intensas de astronomía que les
valieron la admiración y el favor de las autoridades de China y de Japón. El
Beato Carlos era un hábil matemático y astrónomo y, en 1612, escribió un
tratado técnico sobre el eclipse lunar que se vio en Nagasaki. Seis años
después, fue detenido y, en la prisión donde fue encerrado, en Omura, se encontraba ya el Beato
Sebastián Kimura, uno de los primeros
japoneses que fueran ordenados sacerdotes, descendiente de un convertido que
había sido bautizado por san Francisco Javier. El 10 de septiembre de 1622, los
dos jesuitas y varios compañeros fueron conducidos al sitio de la ejecución,
sobre una colina, en las afueras de Nagasaki, pero tuvieron que esperar ahí más
de una hora hasta que llegaron otros confesores condenados a morir, desde la
propia Nagasaki. Fue un momento conmovedor aquel en que, frente a numerosos
cristianos y paganos que se habían reunido en torno a la colina, los dos grupos
elegidos se encontraron y se saludaron con mucha reverencia y gravedad. Entre
los que habían llegado al último se encontraba la beata Isabel Fernández, una
viuda española condenada por haber dado hospedaje al padre Carlos, quien le
había bautizado a un hijo. «¿Dónde está mi pequeño Ignacio?», preguntó el
sacerdote al verla. «Aquí lo tiene, padre», replicó Isabel al tiempo que sacaba
de entre las gente a un chiquillo como de cuatro años. «Lo traje conmigo
-agregó- para que muera por Cristo antes de que crezca más y lo ofenda». El
niño se arrodilló para que el padre Spinola
lo bendijera. Miró cómo le cortaban la cabeza a su madre y, luego, se
desabotonó el cuello de la camisa y se ofreció a la espada del verdugo. A los
sacerdotes y algunos de los otros cristianos se les reservaba una muerte más
terrible. Fueron atados a sendos postes, en torno a los cuales, como a un metro
y veinticinco centímetros de distancia, se encedía
una hoguera. Cuando las llamas amenazaban con quemar rápidamente a las
víctimas, los verdugos arrojaban agua sobre la leña para disminuir la fuerza
del fuego. Algunos murieron en una hora o poco más, sofocados por el humo y el
calor; entre éstos se encontraban el padre Carlos y el padre Sebastián. A
otros, se les prolongó la espantosa agonía hasta bien entrada la noche y aun
hasta el siguiente amanecer. Dos jóvenes japoneses fiaqueron y pidieron misericordia:
no pedían la vida a cambio de renegar de su fe, sino solamente una muerte más
rápida y menos cruel. Aun eso les fue negado, y los dos japoneses murieron como
los demás. Tal vez en aquella ocasión, la escena del martirio fue más dramática
e impresionante que en otras muchas durante la persecución.
Entre los condenados
figuraban muchos japoneses: el beato Clemente Vom y su hijo, el beato Antonio; el
beato Domingo Xamada y su esposa, la beata
Clara; el catequista, beato León Satzuma;
cinco mujeres que llevaban todas el nombre de María y se apellidaban,
respectivamente: Tanaura, Tanaca, Tocuan, Xum y Sanga, las últimas cuatro
murieron junto con sus esposos; los niños, beatos Pedro Nangaxi, Pedro Sanga y Miguel Amiki, éste último, de cinco
años de edad, murió junto con su padre el anciano beato Tomás Xiquiro y un coreano, el beato
Antonio, con su esposa y un hijo pequeño. Todos estos fueron decapitados. Cinco
días después, en la localidad de Firando,
pereció en la hoguera el beato Camilo Costanzo, un jesuita italiano, natural de Calabría. Durante nueve años, había
sido misionero en el Japón, hasta que fue desterrado, en 1611. En Macao
escribió varios tratados en japonés para defender al cristianismo de los
ataques de los paganos. En 1621, regresó clandestinamente, con el disfraz de un
soldado. Al año siguiente se le capturó. La Compañía de Jesús celebra su fiesta
el 25 de septiembre para unirla a la del beato Agustín Ota y el beato Gaspar Cotenda, catequistas japoneses, un
niño de doce años, el beat0 Francisco Taquea y otro de siete, el beato Pedro Kikiemon ; a todos éstos los
mataron los propios japoneses por simple odio a la fe cristiana, con dos o tres
días de diferencia. Otro distinguido jesuita, el beato Pablo Navarro, fue
quemado en vida en Shimabara, el l de noviembre del
mismo año. Era italiano y estuvo largo tiempo en la India antes de misionar en
el Japón. Llegó a dominar el idioma a la perfección, ejerció su ministerio con
celo extraordinario en Nagasaki y otras partes y, durante veinte años, fue
rector de la casa de los jesuitas en Amanguchi. Las cartas llenas de nobles y elevados conceptos que
escribió el padre Navarro en vísperas de su martirio, fueron impresas en el
segundo volumen de la «Histoire de la Religion Chrétienne au Japon» (1869), de L. Pagés. Así
se consumó la «gran matanza» de 1622.
Richard Cocks, miembro de la tripulación
de un barco inglés que por entonces se hallaba en el Japón, dio testimonio de
haber visto unas cincuenta y cinco personas martirizadas al mismo tiempo en Miako. «Entre aquellas gentes
había niños pequeños, de cinco o seis años, a los que quemaban en los brazos de
sus madres y que gritaban con ellas: `¡Jesús, recibe nuestras almas!' Muchos
otros, sigue diciendo el marino inglés en su testimonio, se hallan en prisión,
donde esperan la muerte a cada instante, porque son muy pocos los que reniegan
de su fe para salvarse».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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Santo(s)
del día
San
Nicolás de Tolentino
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San Pedro de Mezonzo
San Nemesio de Egipto
San Sóstenes de Calcedonia
Santa Menodora
San Apeles Palestina
San Agabio de Novara
San Teodardo de Tongres
San Salvio de Albi
Santa Pulqueria de Constantinopla
Beato Sebastián Kimura
Santos Nemesiano y Dativo
San Autberto de Avranches
Beato Oglerio de Vercelli
San Ambrosio Eduardo Barlow
Beato Jacobo Gagnot
San Pedro de Mezonzo
San Nemesio de Egipto
San Sóstenes de Calcedonia
Santa Menodora
San Apeles Palestina
San Agabio de Novara
San Teodardo de Tongres
San Salvio de Albi
Santa Pulqueria de Constantinopla
Beato Sebastián Kimura
Santos Nemesiano y Dativo
San Autberto de Avranches
Beato Oglerio de Vercelli
San Ambrosio Eduardo Barlow
Beato Jacobo Gagnot
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