sábado 13
Septiembre 2014
San
Juán Crisóstomo
San Juan
Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia
Memoria de san Juan, obispo
de Constantinopla y doctor de la Iglesia, antioqueno de nacimiento, que,
ordenado presbítero, llegó a ser llamado «Crisóstomo» por su gran elocuencia.
Gran pastor y maestro de la fe en la sede constantinopolitana, fue desterrado
de la misma por insidias de sus enemigos, y al volver del exilio por decreto
del papa san Inocencio I, como consecuencia de los malos tratos recibidos de
sus guardianes durante el camino de regreso, entregó su alma a Dios en Cumana,
localidad del Ponto, el catorce de septiembre.
Este incomparable maestro
recibió después de su muerte el nombre de «Crisóstomo» o «Boca de Oro», en
recuerdo de sus maravillosos dones de oratoria. Pero su piedad y su indomable
valor son títulos todavía más gloriosos que hacen de él uno de los más grandes
pastores de la Iglesia. San Juan nació en Antioquía de Siria, alrededor del año
347. Era hijo único de Segundo, comandante de las tropas imperiales. Su madre, Antusa, que quedó viuda a los
veinte años, consagraba su tiempo a cuidar de su hijo, de su hogar, y a los
ejercicios de piedad. Su ejemplo impresionó tan profundamente a uno de los
maestros de Juan, famoso sofista pagano, que no pudo contener la exclamación: «¡Qué
mujeres tan extraordinarias produce el Cristianismo!» Antusa escogió para su hijo los
más notables maestros del Imperio. La elocuencia constituía en aquella época
una de las más importantes disciplinas. Juan la estudió bajo la dirección de Libanio, el más famoso de los
oradores de su tiempo, y pronto superó a su propio maestro. Cuando preguntaron
a Libanio en su lecho de muerte
quién debía sucederle en el cargo, respondió: «Yo había escogido a Juan, pero
los cristianos nos le han arrebatado».
De acuerdo con la costumbre
de la época, Juan no recibió el bautismo sino hasta los veintidós años, cuando
era estudiante de leyes. Poco después, junto con sus amigos Basilio, Teodoro
(que fue más tarde obispo de Mopsuesta) y algunos otros, empezó a frecuentar una escuela para
monjes, donde estudió bajo la dirección de Diodoro
de Tarso y, el año 374, ingresó en una de las comunidades de ermitaños de las
montañas del sur de Antioquía. Más tarde escribió un vivido relato de las
austeridades y pruebas de esos monjes. Juan pasó cuatro años bajo la dirección
de un anciano monje sirio, y después vivió dos años solo, en una cueva. La
humedad le produjo una grave enfermedad, y para reponerse tuvo que volver a la
ciudad, en el 381. Ese mismo año recibió el diaconado de manos de san Melecio. En 386, el obispo Flaviano le confirió el sacerdocio
y le nombró predicador suyo. Juan tenía entonces alrededor de cuarenta años.
Durante doce años, desempeñó este oficio y cargó con la responsabilidad de
representar al anciano obispo. Juan consideraba como su primera obligación el
cuidado y la instrucción de los pobres, y jamás dejó de hablar de ellos en sus
sermones y de incitar al pueblo a la limosna. Según los propios cálculos del
santo, Antioquía tenía entonces unos cien mil cristianos y otros tantos
paganos. Juan les alimentaba con la palabra divina, predicando varias veces por
semana y aun varias veces al día en algunas ocasiones. Cuando el emperador
Teodosio I se vio obligado a imponer un nuevo tributo a causa de la guerra con
Magno Máximo, los antioquenses se rebelaron y destrozaron las estatuas del
emperador, de su padre, de sus hijos y de si difunta esposa, sin que los
magistrados pudiesen impedirlo. Pero pasada la tempestad, el pueblo empezó a
reflexionar en las posibles consecuencias de sus actos, y el terror se apoderó
de todos, y aumentó cuando se presentaron en la ciudad dos oficiales de
Constantinopla que venían a imponer el castigo del emperador al pueblo. A pesar
de su edad, el obispo Flaviano partió bajo la más
violenta tempestad del año, a pedir clemencia al emperador, quien, movido a
compasión, perdonó a los ciudadanos de Antioquía. Entre tanto, san Juan había
estado predicando la más notable serie de sermones en su carrera, es decir, las
veintiuna famosas homilías «De las estatuas». En ellas se manifiesta la
extraordinaria comunicación que el orador creaba con sus oyentes y la
conciencia que tenía del poder de su palabra para hacer el bien. No hay duda de
que la cuaresma del año 387, en la que san Juan Crisóstomo predicó esas
homilías, modificó el curso de su carrera y que, a partir de ese momento, su
oratoria se convirtió, aun desde el punto de vista político, en una de las
grandes fuerzas que movían el Imperio. Después de la tormenta, el santo
continuó su trabajo con la energía de siempre; pero Dios le llamó pronto a
glorificar su nombre en otro puesto, donde le reservaba nuevas pruebas y nuevas
coronas.
A la muerte de Nectario,
arzobispo de Constantinopla, en 397, el emperador Arcadio, aconsejado por Eutropio, su ayuda de cámara,
resolvió apoyar la candidatura de san Juan Crisóstomo a dicha sede. Así pues,
dio al conde d'Este la orden de enviar a san
Juan a Constantinopla, pero sin publicar la noticia para evitar un
levantamiento popular. El conde fue a Antioquía; ahí pidió al santo que le
acompañase a las tumbas de los mártires en las afueras de la ciudad, y entonces
dio a un oficial la orden de transportar al predicador lo más rápidamente
posible a la ciudad imperial, en un carruaje. El arzobispo de Alejandría,
Teófilo, hombre orgulloso y turbulento, había ido a Constantinopla a recomendar
a un protegido suyo para la sede, pero tuvo que desistir de sus intrigas, y san
Juan fue consagrado por él mismo, el 26 de febrero del año 398.
En la administración de su
casa, el santo suprimió los gastos que su predecesor había considerado
necesarios para el mantenimiento de su dignidad, y consagró ese dinero al
socorro de los pobres y la ayuda a los hospitales. Una vez puesta en orden su
casa, el nuevo obispo emprendió la reforma del clero. A sus exhortaciones,
llenas de celo, añadió las disposiciones disciplinarias, aunque es preciso
reconocer que, por necesarias que éstas hayan sido, su severidad revela cierta
falta de tacto. El santo era un modelo exacto de lo que exigía de los otros. La
falta de modestia de las mujeres en aquella alegre capital, provocó la
indignación del obispo, quien les hizo ver cuan falsa y absurda era la excusa
de que se vestían así porque no veían en ello ningún daño. La elocuencia y el
celo del Crisóstomo movieron a penitencia a muchos pecadores y convirtieron a
numerosos idólatras y herejes. Los novacianos criticaron su bondad con los
pecadores, pues el santo les exhortaba al arrepentimiento con la compasión de
un padre, y acostumbraba decirles: «Si habéis caído en el pecado más de una
vez, y aun mil veces, venid a mí y yo os curaré». Sin embargo, era muy firme y
severo en el mantenimiento de la disciplina, y se mostraba inflexible con los
pecadores impenitentes. En cierta ocasión, los cristianos fueron a las carreras
un Viernes Santo y asistieron a los juegos el Sábado Santo. El virtuoso obispo
se sintió profundamente herido, y el Domingo de Pascua predicó un ardiente
sermón «Contra los juegos y los espectáculos del teatro y del circo». La
indignación le hizo olvidar la fiesta de la Pascua, y su exordio fue un
llamamiento conmovedor. Se han conservado numerosos sermones de san Juan
Crisóstomo, demostrando que no se equivocan quienes le consideran como el mayor
orador de todos los tiempos, a pesar de que su lenguaje, especialmente en sus
últimos años, era excesivamente violento y combalivo. Como alguien ha dicho, «en algunas ocasiones, san Juan
Crisóstomo casi grita a los pecadores», y hay razones para pensar que sus
ataques contra los judíos, por motivados que fuesen, causaron en parte los
sangrientos combates cutre éstos y los cristianos de Antioquía. No todos los
que se oponían al obispo eran malos; había entre ellos algunos cristianos
buenos y serios, como el que un día sería san Cirilo de
Alejandría.
Otra de las actividades a
las que el arzobispo consagró sus energías fue la fundación de comunidades de
mujeres piadosas. Entre las santas viudas que se confiaron a la dirección de
este gran maestro de santos, probablemente sea la más ilustre la noble santa Olimpia. San Juan Crisóstomo no se
limitaba a mirar por los fieles de su rebaño, sino que extendía su celo a las
más remotas legiones. Así, envió a un obispo a evangelizar a los escitas
nómadas, y a un hombre admirable a predicar a los godos. Palestina, Persia y
muchas otras provincias distantes sintieron los benéficos efectos de su celo.
El santo obispo se distinguió también por su extraordinario espíritu de
oración, virtud ésta que predicó incansablemente, exhortando a los mismos
laicos a recitar el oficio divino a media noche: «Muchos artesanos -decía-
tienen que levantarse a trabajar a media noche, y los soldados vigilan cuando
están de guardia; ¿por qué no hacéis vosotros lo mismo para alabar a Dios?»
Grande fue también la ternura con que el santo hablaba del admirable amor
divino, manifestado en la Eucaristía, y exhortaba a los fieles a la comunión
frecuente. Los negocios públicos exigieron a menudo la participación de san
Juan Crisóstomo; por ejemplo, a la caída del ayuda de cámara y antiguo esclavo Eutropio, en el 399, predicó un
famoso sermón en presencia del odiado cortesano, quien se había refugiado en la
catedral, detrás del altar. El obispo exhortó al pueblo a perdonar al culpable,
ya que el mismo emperador, a quien habían injuriado directamente, le había
perdonado. Como dijo el santo, en adelante no tendrían derecho a esperar que
Dios les perdonase, si no perdonaban entonces a quien necesitaba de
misericordia y de tiempo para hacer penitencia.
Pero San Juan Crisóstomo
tenía todavía que glorificar a Dios con sus sufrimientos, como lo había hecho
con sus trabajos. Y, si miramos el misterio de la cruz con ojos de fe,
reconoceremos que el santo se mostró más grande en las persecuciones contra él
que en todos los otros actos de su vida. Su principal adversario eclesiástico
fue el arzobispo Teófilo de Alejandría antes mencionado, que tenía muchos
cargos contra su hermano de Constantinopla. Enemigo no, menos peligroso era la
emperatriz Eudoxia. San Juan había sido
acusado de haberla llamado «Jezabel», y la malevolencia de algunos vio un
ataque a la emperatriz en el sermón del obispo contra la malicia y vanidad de
las mujeres de Constantinopla. Sabiendo que el obispo Teófilo no quería al
Crisóstomo. Eudoxia se unió a él en una
conspiración para deponer al obispo de Constantinopla. Teófilo llegó a dicha
ciudad en junio del 403, acompañado de varios obispos egipcios; se negó a
alojarse en la casa del santo y reunió un conciliábulo de treinta y seis
obispos en una casa de Calcedonia llamada «La Encina». Las principales razones
que se alegaban para deponer a Juan eran que había depuesto a un diácono por
haber golpeado a un esclavo; que había llamado reprobos a algunos miembros de su
clero; que nadie sabía cómo empleaba sus rentas; que había vendido algunos
objetos que pertenecían a la iglesia; que había depuesto a varios obispos fuera
de su provincia; que comía solo, y que daba la comunión a quienes no observaban
el ayuno eucarístico. Todas las acusaciones eran falsas, o carecían de
importancia. San Juan reunió un concilio legal en la ciudad, y se rehusó a
comparecer ante el conciliábulo de «La Encina». En vista de ello, el
conciliábulo procedió a firmar la sentencia de deposición y a enviarla al
emperador, añadiendo que el santo era reo de traición, probablemente por haber
llamado «Jezabel» a la emperatriz. El emperador dio la orden de destierro
contra san Juan Crisóstomo.
Constantinopla vivió tres
días de gran agitación, y el Crisóstomo lanzó un vigoroso manifiesto desde el
pulpito: «Violentas tempestades me acosan por todas partes -dijo-; pero no las
temo, porque mis pies descansan sobre la roca. El mar rugiente y las gigantescas
olas no pueden hacer naufragar la nave de Jesucristo. No temo la muerte, que
considero como una ganancia; ni el destierro, porque toda la tierra es del
Señor; ni la pérdida de mis bienes, porque vine desnudo al mundo y desnudo
partiré de él». El obispo declaró que estaba pronto a dar su vida por sus
ovejas, y que todos sus sufrimientos provenían de que no se había ahorrado
trabajo alguno para ayudar a sus cristianos a salvarse. Después de este sermón
se entregó espontáneamente, sin que el pueblo lo supiera, y un legado del
emperador le condujo a Preneto de Bitinia. Pero el primer
destierro fue de corta duración. La ciudad sufrió un ligero terremoto que
aterrorizó a la supersticiosa Eudoxia,
quien rogó a Arcadio que hiciese volver al Crisóstomo del exilio. El emperador
le dio permiso de que escribiese el mismo día una carta, en la que la
emperatriz rogaba al santo que volviera y aseguraba no haber tenido parte en el
decreto de destierro. Toda la ciudad salió a recibir a su obispo, y el Bósforo
se cubrió de relucientes antochas. Teófilo y sus secuaces
huyeron esa misma noche.
Pero el buen tiempo duró
poco. Frente a la iglesia de Santa Sofía se había erigido una estatua de plata
de la emperatriz; los juegos públicos celebrados con motivo de la dedicación de
la estatua perturbaron la liturgia y produjeron desórdenes y manifestaciones
supersticiosas. El Crisóstomo había predicado frecuentemente contra los
espectáculos licenciosos. En esta ocasión, habían tenido lugar en un sitio que
los hacía todavía más inexcusables. Para que nadie pudiera acusarle de que
aprobase el abuso tácitamente, el santo obispo habló atacando los espectáculos
con la libertad y el valor que le caracterizaban. La vanidosa emperatriz tomó
esto como un ataque personal, y volvió a convocar a los enemigos de san Juan.
Teófilo no se atrevió a acudir, pero envió a tres legados. Este nuevo
conciliábulo apeló a ciertos cánones de un concilio arriano de Antioquía contra
san Atanasio, que mandaba que ningún obispo que hubiese sido depuesto por un
sínodo pudiese volver a tomar posesión de su sede, sino por decreto de otro
sínodo. Arcadio ordenó al santo que se retirara de su diócesis, pero éste se
negó a abandonar el rebaño que Dios le había confiado, a no ser por la fuerza.
El emperador mandó que sus tropas echasen a los fieles fuera de las iglesias el
Sábado Santo. Los templos fueron profanados con el derramamiento de sangre y se
produjeron otros ultrajes. El santo escribió al papa san Inocencio I, rogándole
que invalidase las órdenes del emperador, que eran notoriamente injustas.
También escribió a otros obispos del Occidente pidiéndoles su apoyo. El Papa
escribió a Teófilo exhortándole a comparecer ante un concilio que debía dictar
la sentencia, de acuerdo con los cánones de Nicea. Igualmente dirigió algunas
cartas a san Juan Crisóstomo, a sus fieles y algunos de sus amigos, con la
esperanza de que el nuevo concilio lo arreglaría todo. Lo mismo hizo Honorio,
emperador del Occidente. Pero Arcadio y Eudoxia
lograron impedir que el concilio se reuniese, pues Teófilo y otros cabecillas
de su facción temían la sentencia.
Crisóstomo solamente pudo
permanecer en Constantinopla hasta dos meses después de la Pascua. El miércoles
de Pentecotés, el emperador firmó la
orden de destierro. El santo se despidió de los obispos que le habían
permanecido fieles y de santa Olimpia y las demás diaconisas, que estaban
desoladas al verle partir, y abandonó su diócesis furtivamente para evitar una
sedición. Llegó a Nicea de Bitinia el 20 de junio de 404. Después de su
partida, un incendio consumió la basílica y el senado de Constantinopla. Muchos
de los partidarios del santo obispo fueron torturados para que descubrieran a
los causantes del incendio, pero no se consiguió averiguar nada. El emperador
determinó que san Juan Crisóstomo permaneciese en Cucuso, pequeña aldea de las
montañas de Armenia. El santo partió de Nicea en julio, y debió sufrir mucho a
causa del calor, la fatiga y la brutalidad de los soldados. Después de setenta
días de viaje, llegó a Cucuso, donde el obispo del lugar
y todo el pueblo cristiano rivalizaron en las muestras de respeto y cariño que
le prodigaron. Han llegado hasta nosotros las cartas que san Juan Crisóstomo
escribió desde el destierro a santa Olimpia y a otras personas, así como el
tratado que dedicó a dicha santa: «Que nadie puede hacer daño a aquél que no se
hace daño a sí mismo». Entretanto, el papa Inocencio y el emperador Honorio
habían enviado cinco obispos a Constantinopla para preparar el concilio,
exigiendo al mismo tiempo que el santo continuase en el gobierno de su
diócesis, hasta ser juzgado. Pero dichos obispos fueron hechos prisioneros en
Tracia, pues el partido de Teófilo (Eudoxia
había muerto en octubre a resultas de un mal parto) sabía muy bien que el
concilio les condenaría. Los partidarios de Teófilo consiguieron también que el
emperador desterrase a san Juan a Pitio, un lugar todavía más lejano en el
extremo oriental del Mar Negro. Dos oficiales partieron con el encargo de
conducirle hasta allá. Uno de ellos conservaba todavía un resto de compasión
humana, pero el otro era incapaz de dirigirse al obispo en términos correctos.
El viaje fue extremadamente penoso, ya que el calor hacía sufrir mucho al
anciano obispo, y los oficiales imperiales le obligaban a marchar en las horas
de sol abrasador. Al pasar por Comana
de Capadocia, el santo iba ya muy enfermo. Esto no obstante, los oficiales le
obligaron a arrastrarse hasta la capilla de San Basilisco, unos diez kilómetros
más lejos. Durante la noche, san Basilisco se apareció a san Juan y le dijo:
«Animo, hermano mío, que mañana estaremos juntos». Al día siguiente,
sintiéndose exhausto y muy enfermo, el obispo rogó a los oficiales que le
dejasen reposar un poco más. Estos se rehusaron a concederle esa gracia. Apenas
habían caminado siete kilómetros, vieron que el obispo estaba entrando en
agonía y le condujeron de nuevo a la capilla. Ahí el clero le revistió los
ornamentos episcopales, y el santo recibió los últimos sacramentos. Pocas horas
más tarde, pronunció sus últimas palabras: «Sea dada gloria a Dios por todo», y
entregó su alma. Era el día de la Santa Cruz, 14 de septiembre de 407.
Al año siguiente, el cuerpo
de san Juan Crisóstomo fue trasladado a Constantinopla. El emperador Teodosio
II y su hermana santa Pulqueria acompañaron en procesión
el cadáver junto con el arzobispo san Patroclo, pidiendo perdón por el pecado
de sus padres, que tan ciegamente habían perseguido al siervo de Dios. El
cuerpo del santo fue depositado en la iglesia de los Apóstoles el 27 de enero.
En la Iglesia bizantina, san Juan Crisóstomo es uno de los tres Santos
Patriarcas y Doctores Universales; los otros dos son san Basilio y san Gregorio
Nazianceno. La Iglesia de Occidente
cuenta también a san Atanasio en el grupo de los grandes doctores griegos. En
1909, San Pío X declaró a san Juan Crisóstomo patrono de los predicadores. Su
nombre está incluido en la liturgia eucarística de los ritos bizantino, sirio,
caldeo y maronita.
La literatura sobre san
Juan Crisóstomo es, naturalmente, enorme. La mejor biografía que podemos
recomendar, sobre todo por el admirable sentido histórico con que el autor
sitúa al santo en su tiempo, es la de Mons. Duchesne en su Histoire ancienne de L'Eglise, vols. II y III; pero la
biografía definitiva es la de Dom
C. Baur, Der hl. Johannes Chrysostomus und seine Zeit (2 vols., 1929-1930). En
el volumen II de la Patrología de Quasten, edición BAC, puede leerse una amplia y detallada
introducción, tanto a la persona como a la obra del gran Doctor.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
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San Eulogio, patriarca de Alejandría. Elevado a esta dignidad por el Emperador Tiberio-Constantino, expulsó a los Acéfalos de aquella diócesis y desenmascaró sus doctrinas en sabios tratados. Han llegado hasta nosotros Once discursos, de los cuales el nono es una alabanza del estado monacal, y seis libros contra las novaciones.
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En Valence, de la Galia Lugdunense, san Emiliano, venerado como primer obispo de esta ciudad.
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sábado 13
Septiembre 2014
San Amado Remiremont
San Amado (+ ca. 630)
Sobre el abad del célebre
monasterio alsaciano de Remiremont, San Amado, nos informa
ampliamente unaVita antigua, escrita unos
cincuenta años después de su muerte. Su autor se muestra gran entusiasta del
Santo, pero mezcla en su biografía multitud de cosas, por las que da claramente
a entender que se trata de adiciones más o menos legendarias. Sin embargo, si
bien se mira, en el fondo de la exposición es enteramente digno de fe, y por lo
que se refiere a la descripción de la vida monástica del tiempo, coincide
substancialmente con otras obras clásicas de Luxeuil y Bobbio.
Así, pues, conforme a
esta Vita,
nació Amado hacia el 565 en un arrabal de Grenoble, en Francia, de una familia galo-romana, y siendo todavía
niño fue conducido por su padre hacia el año 581 a Agauno (St. Moritz), donde se inició en la
vida monástica; se ordenó de sacerdote y pasó treinta años en la práctica de la
oración y de la vida religiosa. Con todo esto fue creciendo cada vez más en él
el ansia de la soledad y de la vida eremítica, por lo cual escapó del monasterio
y se internó en la montaña, donde se entregó a una vida completamente
solitaria. Indudablemente, en los detalles que refiere la biografía sobre el
modo como realizó esta huida a la soledad y lo que ocurrió durante los años
siguientes, hay aditamentos propios de la leyenda; pero lo que aparece
claramente a través de toda la narración es el espíritu eminentemente
contemplativo de Amado, que deseaba vivir en la más absoluta soledad. Semejante
fenómeno ocurría frecuentemente en los grandes monasterios medievales, como por
ejemplo en Montserrat, donde se construyeron para este efecto celdas
solitarias, a donde podían retirarse estos anacoretas y llevar allí una vida de
contemplación y penitencia.
Una vez localizado el
lugar de su retiro, tomó el monasterio de Agauno
el cuidado de proporcionarle lo indispensable para vivir, y, a semejanza de los
antiguos anacoretas de Egipto, continuó durante algunos años llevando aquella
vida de soledad y contemplación. La Vitaacumula
en este lugar diversos hechos más o menos milagrosos, que debieron ocurrir en
este tiempo. Tales son, por ejemplo: que al llevarle cierto día el monje Berino la pequeña cantidad de
agua y el pan, que debía sustentarlo durante tres días, un cuervo derramó el
agua y se llevó el pan, a lo que añade el biógrafo que, al observarlo el santo
solitario, exclamó: "Gracias, Señor, pues reconozco tu voluntad de que
prolongue mi ayuno". Más aún. Con el fin de librar al monje Berino del trabajo de traerle
aquel alimento, él mismo cavó un poco de tierra en torno a su celda y cultivó
algo de cebada, que luego molía con unas piedras, y de este modo se
proporcionaba el nutrimento necesario, y al mismo tiempo, golpeando la roca con
su bastón, hizo brotar el agua que necesitaba.
Estas y otras
anécdotas, aun admitiendo su carácter legendario, nos dan a conocer la vida de
paz y tranquilidad y de entrega absoluta a la oración y penitencia que llevaba
Amado en la soledad próxima al monasterio de Agauno, semejante por completo a la de
otros solitarios que dependían de algunos monasterios. Respecto de la vida que
allí llevaba, se nos dice que iba vestido de una piel de cordero; que no se
bañaba más de dos veces al año, por Navidad y por Pascua; que observaba
riguroso ayuno durante todo el año, particularmente en la Cuaresma. En medio de
una vida de tanta austeridad, como había sucedido con los antiguos solitarios,
trató el demonio por diversos medios de vencer su virtud. Así se refiere que,
habiéndolo visitado en cierta ocasión el obispo y dejado sobre la mesa algunas
monedas de oro, se aprovechó de ello el enemigo para tentarlo; pero él las tomó
con decisión y arrojó inmediatamente al fondo de un precipicio. Y en otra
ocasión, furioso el demonio por la virtud heroica del ermitaño, lanzó una
enorme roca contra su celda con el fin de que la destruyera matando al mismo
tiempo al solitario; pero Dios detuvo milagrosamente la roca, y no ocurrió
nada.
Sin discutir, pues,
la veracidad de estos acontecimientos, deducimos de todo ello que Amado llevó
durante algunos años una vida ejemplar de soledad y penitencia, que llegó a
causar la admiración, no sólo del monasterio de Agauno, sino también de las regiones
vecinas. Así se explica lo que ocurrió después del año 614 y constituye la
tercera y última etapa de la vida de San Amado; pues, llenos los monjes de
admiración por su extraordinaria virtud y deseando sacar el mayor provecho
espiritual de ella, lo nombraron abad del nuevo monasterio, fundado en Remiremont, que gobernó durante unos
quince años, dando admirable ejemplo de todas las virtudes religiosas.
Tal es el hecho
substancial en que se resume la vida de nuestro Santo durante sus últimos años.
Pero nuestra
biografía nos presenta estos hechos con un conjunto de circunstancias, más o
menos objetivas o legendarias, dignas de tenerse en cuenta. Refiere, en efecto,
que pasando por Agauno el abad de Luxeuil, San Eustaquio, camino de
Italia, quedó prendado de la virtud de Amado, a quien visitó y con quien tuvo
interesantes conversaciones en su soledad; por lo cual, al volver de Roma en
614, se lo llevó consigo diciendo que no debía permanecer oculta aquella
maravillosa lumbrera que Dios había enviado al mundo, y así, durante algún
tiempo, Amado se dedicó a predicar en el territorio de Austrasia, donde arrastraba a los
hombres con su ejemplo y produjo extraordinario fruto.
Pues bien, en una de
sus misiones se encontró con un gran señor, llamado Romarico, ansioso de fundar un
monasterio en sus dominios de Remiremont, en la región de los Vosgos.
Conducido, pues, por Amado al célebre monasterio de Luxeuil, hízose él mismo monje, y con la
aprobación y consejo de Eustasio fundaron el nuevo
monasterio de Remiremont, del que fue nombrado abad
el mismo Amado. La vida monástica arraigó rápidamente. Bien pronto quedó
organizado un monasterio de religiosas, que mantenían el Laus perennis, como se hacía en Agauno. Amado dejó a Romarico al frente de los monjes,
retirándose él a una gruta solitaria, donde se entregó de nuevo a la vida de
contemplación, que constituía sus delicias. Solamente los domingos volvía al
monasterio doble de Remiremont, donde daba interesantes
instrucciones ascéticas a los religiosos y a las religiosas.
Finalmente, rodeado
éste de la mayor veneración de todos, después de haberse distinguido en la
dirección de los religiosos y religiosas que la Providencia le había confiado,
sufrió con heroica paciencia durante un año las molestias de una horrible enfermedad,
y viendo que se acercaba su fin, pidió humildemente perdón de sus faltas, y
entregó su alma a Dios hacia el año 630. El aroma de sus virtudes y del buen
ejemplo que había dado en las tres etapas de su vida, como simple monje en Agauno, en el más exacto
cumplimiento de la regla y vida monástica, como solitario en su vida de
contemplación y penitencia, y como abad de Remiremont con la acertada dirección de los religiosos y religiosas y
yendo delante de todos en la práctica de todas las virtudes, todo esto apareció
más claramente después de su muerte. Por esto se extendió rápidamente la fama
de su santidad, y en el siglo IX fue ya incluido en el martirologio romano.
La iglesia de
Saint-Amé, cerca de Remiremont, ha sido construida junto
a la gruta donde murió. No lejos de Agauno,
una capilla señala el lugar probable de su primer retiro.
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sábado 13
Septiembre 2014
San Felipe (s. III)
día
San Felipe, padre de Santa Eugenia, que abandonó la prefectura de Egipto para hacerse cristiano, y su sucesor en el cargo, Terencio, le mandó degollar, s. III.
San Felipe, padre de Santa Eugenia, que abandonó la prefectura de Egipto para hacerse cristiano, y su sucesor en el cargo, Terencio, le mandó degollar, s. III.
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sábado 13
Septiembre 2014
San Eulogio Alejandría
San Eulogio, patriarca de Alejandría. Elevado a esta dignidad por el Emperador Tiberio-Constantino, expulsó a los Acéfalos de aquella diócesis y desenmascaró sus doctrinas en sabios tratados. Han llegado hasta nosotros Once discursos, de los cuales el nono es una alabanza del estado monacal, y seis libros contra las novaciones.
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sábado 13
Septiembre 2014
San Emiliano de Valence
En Valence, de la Galia Lugdunense, san Emiliano, venerado como primer obispo de esta ciudad.
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Santo(s)
del día
San
Juán
Crisóstomo
San Amado Remiremont
San Felipe (s. III)
San Litorio de Tours
San Julián de Galacia
San Eulogio Alejandría
Basílicas del monte Calvario
San Emiliano de Valence
San Marcelino de Cartago
San Israel de Dorat
San Maurilio de Angers
San Teobaldo de Dorat
San Amado de Remiremont
San Colombino de Lure
San Venerio de Tino
San Amado de Sion
Beata María de Jesús
Beato Aurelio María Villalón
San Amado Remiremont
San Felipe (s. III)
San Litorio de Tours
San Julián de Galacia
San Eulogio Alejandría
Basílicas del monte Calvario
San Emiliano de Valence
San Marcelino de Cartago
San Israel de Dorat
San Maurilio de Angers
San Teobaldo de Dorat
San Amado de Remiremont
San Colombino de Lure
San Venerio de Tino
San Amado de Sion
Beata María de Jesús
Beato Aurelio María Villalón
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