lunes 15
Septiembre 2014
Santa
Catalina Fieschi
Santa Catalina Fieschi, viuda
En Génova, en la Liguria,
santa Catalina Fieschi, viuda, insigne por el
desprecio de lo mundano, por sus frecuentes ayunos, amor de Dios y caridad para
con los necesitados y enfermos.
En Liguria, la familia de
los Fieschi, perteneciente al partido
de los güelfos, gozaba de gran prestigio y de una larga y distinguida historia.
En 1234, dio a la Iglesia un papa tan enérgico y destacado como Inocencio IV y,
en 1276, al sobrino del primero, que reinó poco tiempo como Adrián V. A
mediados del siglo decimoquinto, la familia Fieschi
había alcanzado su máximo poder y esplendor en Liguria, en el Piamonte y en
Lombardía; uno de sus miembros era cardenal y otro, llamado Jaime, descendiente
del hermano de Inocencio IV, era virrey de Nápoles, bajo el gobierno del rey
René de Anjou. Este Jaime Fieschi estaba casado con una dama
genovesa, Francesca di Negro, y a esta pareja de nobles le nació en el año de
1447, en Génova, una niña, la quinta y última de sus hijos, a la que llamaron Caterinetta, a quien después y para
siempre se conoció como Catalina. Sus biógrafos dan abundantes detalles sobre
su niñez prometedora, datos éstos que tal vez podrían descartarse como vulgar
panegírico, pero a partir de la edad de trece años, su inclinación hacia la
vida religiosa se manifestó decididamente. Ya por entonces, una hermana suya
era canonesa regular y el capellán de su convento era el confesor de Catalina.
A éste le preguntó la niña si podía tomar el hábito, pero él, tras de consultar
con las monjas, la rechazó a causa de su poca edad. Más o menos por esa época
murió el padre de Catalina. Cuando la joven cumplió dieciséis años, contrajo
matrimonio. En el caso de muchos santos y santas que no obstante su vocación
por la vida religiosa se casan para obedecer los deseos de sus padres, se alega
que esas razones son valederas hasta cierto punto; pero en el caso de Santa
Catalina de Génova, no puede haber duda posible. La buena estrella de la
familia gibelina de los Adorno estaba en franca declinación y, por medio de una
alianza con la poderosa familia de los Fieschi,
esperaban recuperar el prestigio y la fortuna de su casa. Los Fieschi aceptaron de buen grado la
propuesta alianza, y Catalina fue la víctima. El esposo elegido fue Julián
Adorno, un joven de tan poco carácter, que era incapaz de hacer de su unión un
verdadero matrimonio. Catalina era una joven de gran belleza (como puede verse
en sus retratos), de mucha inteligencia y sensibilidad y de una profunda
devoción; su temperamento era fuerte y su carácter serio, sin la menor
tendencia al buen humor y las agudezas del ingenio. Julián era el reverso de la
medalla y, por lo tanto, absolutamente incapaz de comprender y apreciar a su
esposa; pero, si no logró conquistar de ella más que su obediencia y su
abnegada sumisión, fue porque no hizo ningún intento para ganarse su afecto. El
propio Julián admitía que le era infiel a su mujer; además era amante de los
placeres en forma desordenada, voluntarioso, indisciplinado, violento y
derrochador. Apenas si paraba en casa, y se puede decir que en los primeros
años de su vida matrimonial, Catalina estuvo sola para meditar en sus desilusiones
y sus añoranzas de mejores tiempos. Al cabo de cinco años de esta vida tan
triste, buscó la manera de consolarse y pasó otros cinco años en constantes
diversiones y paseos mundanos, menos triste que antes, pero igualmente
insatisfecha.
A pesar de sus infortunios
y sus distracciones, Catalina no había perdido nunca su confianza en Dios ni
había abandonado las devociones y prácticas de su religión. No era raro, por lo
tanto que, la víspera del día de san Benito de 1473, estuviese orando en una
iglesia dedicada al santo, en Génova, junto al mar. Y en su oración decía:
«¡San Benito, ruega a Dios que me conceda la gracia de mandarme una enfermedad
que me tenga tres meses en cama». Dos días más tarde, mientras estaba
arrodillada ante el capellán del convento de su hermana para recibir su
bendición, se sintió súbitamente embargada por un amor a Dios tan fuerte, que
todo su cuerpo se estremecía, y por un conocimiento de su propia bajeza tan
profundo, que se echó a llorar. Se cubrió el rostro para ocultar las lágrimas,
mientras repetía sin cesar en su fuero interno: «¡Apártame del mundo! ¡No más
pecados!» En su corazón se afirmaba la certeza de que «si hubiese tenido en su
posesión un millar de mundos tan ricos como éste, los habría rechazado y
arrojado lejos». No pudo hacer otra cosa que murmurar una disculpa y retirarse,
pero al día siguiente tuvo una visión de Jesucristo cargado con la cruz y ella
gritó impulsivamente: «¡Oh, amor! ¡Si es necesario que confiese mis culpas en
público, estoy dispuesta!» Después, fue a hacer una confesión general de toda
su vida con tan grande dolor, que «sentía desfallecer el alma». En la fiesta de
la Anunciación, recibió la sagrada comunión con sincero fervor, por primera vez
en más de diez años y, a partir de entonces, comulgó diariamente durante el
resto de su vida. Eso era muy mal visto por aquel entonces, y la santa solía
decir que envidiaba a los sacerdotes que recibían cotidianamente el Cuerpo del
Señor sin suscitar comentarios.
Al mismo tiempo, las
juergas y despilfarros de Julián lo habían dejado al borde de la ruina; fue
entonces cuando las ardientes plegarias de su esposa, unidas a sus quebrantos,
provocaron una reforma en su vida. Abandonaron su «palazzo» para ir a vivir en una
casita modesta en un barrio pobre; por mutuo acuerdo, decidieron convivir en
continencia y se dedicaron a cuidar a los enfermos en el hospital de Pammatone. Se unió a ellos una prima
de Catalina, llamada Tommasina Fieschi, la cual, al quedar viuda
fue, primero, canonesa regular y luego monja dominica. Aquel arreglo continuó
durante cinco años sin cambio alguno, a no ser en el desarrollo espiritual de
Catalina, hasta 1479, cuando la pareja se fue a vivir en el mismo hospital.
Once años después, Catalina fue nombrada matrona del nosocomio y probó que era
tan buena administradora como devota enfermera, sobre todo durante la epidemia
que asoló a la ciudad en 1493, cuando murieron las cuatro quintas partes de los
habitantes que no pudieron emigrar a tiempo a otro lugar. La propia Catalina se
contagió con la fiebre de una moribunda a la que impulsivamente besó, y estuvo
al borde del sepulcro. Fue durante su enfermedad cuando conoció al abogado y
filántropo Héctor Vernazza (futuro padre del
Venerable Battista Vernazza), que llegó a ser un
ardiente discípulo de la santa y que conservó para la posteridad muchos
preciosos detalles de su vida y sus conversaciones. En 1496, Catalina, con la
salud resentida, se vio obligada a renunciar a la dirección del hospital, pero
conservó su vivienda en el mismo edificio. Al año siguiente, murió Julián luego
de una dolorosa enfermedad. «Maese Giuliano se ha ido», confió Catalina a una
amiga. «Bien sabes tú que su naturaleza era bastante descarriada, de manera que
yo he sufrido mucho interiormente por él. Pero mi Tierno Amor me aseguró que
habría de salvarse, aun antes de que dejara esta vida». En su testamento,
Julián recordó a su hija ilegítima, Thobia,
así como a su madre, y Catalina tomó la responsabilidad de que a la niña no le
faltase nada en lo material y lo espiritual.
Durante más de veinte años
había vivido Catalina sin ninguna dirección espiritual y sin confesarse sino
muy rara vez. A decir verdad, es posible que si no tenía alguna falta grave
sobre la conciencia, se abstenía hasta de la confesión anual y, si bien no
había hecho nunca un intento serio para buscarlo, no pudo encontrar un
sacerdote que entendiese su estado espiritual con vistas a su dirección. Pero
alrededor del año 1499, un sacerdote secular, Don Cattaneo Marabotto, fue nombrado rector del
hospital y «ambos se entendieron completamente desde el primer momento, tan
sólo con mirarse a la cara y sin hablar». Poco después, Catalina se presentó
ante él para decirle: «Padre: no sé en qué estado se hallan mi cuerpo y mi alma.
Deseo confesarme, pero no tengo conciencia de ningún pecado». El propio padre Marabotto nos expone el «estado» de
su penitente con estas frases: «A los pecados que mencionó no los veía ni
entendía como culpas pensadas, dichas o cometidas por ella. Era como una niña
pequeña que hubiese cometido algún pecadillo por ignorancia y, si alguien le
dijera: 'Has hecho mal', se sobresaltase y conturbase porque hasta aquel
momento no experimentó el conocimiento del mal». Asimismo, se nos dice en su
biografía que Catalina «no se preocupó nunca por ganar indulgencias plenarias,
aunque tenía gran respeto y reverencia por ellas y las consideraba de mucho
valor, pero lo que ella deseaba era que la parte egoísta de su alma fuese
castigada tanto como merecía ...» En persecución de la misma idea heroica, rara
vez pedía a los hombres o a los santos que rogasen por ella; la invocación a
san Benito que mencionamos antes, fue una notable excepción y la única que
figura en los registros en relación con los santos. También es digno de
observarse que, durante toda su viudez, Catalina permaneció en el estado laico.
Su esposo, al convertirse, se unió a la tercera orden de san Francisco (en
aquellos tiempos convertirse en terciario de cualquier orden, era un asunto
mucho más serio de lo que es ahora), pero ella ni siquiera llegó a eso. Estas
peculiaridades no se mencionan para encomio ni para reprobación; a los que les
parezcan sorprendentes, se les recuerda que estaban perfectamente al tanto de
ellas los que examinaron la causa de su beatificación. La Iglesia no exige de
sus hijos una práctica uniforme, ni en relación con la variedad de la humana
naturaleza, ni con la libertad del Espíritu Santo para actuar sobre las almas
como mejor le parezca.
A partir del año de 1473,
Santa Catalina llevó, sin interrupción, una vida espiritual muy intensa sin
mengua de una infatigable actividad en favor de los enfermos y los
desamparados, no sólo en el hospital sino en toda Génova. Fue un ejemplo de la
universalidad cristiana, considerada como una «contradicción» por aquéllos que
no la entienden: estaba en completo «desprendimiento del mundo», pero era
«práctica» en su actividad tan eficaz; se preocupaba por el alma y cuidaba el
cuerpo; practicaba las austeridades físicas que modificaba o suspendía a la
menor indicación de una autoridad cualquiera, ya fuese eclesiástica médica o
social; vivía en estrecha unión con Dios y estaba alerta respecto a este mundo
y al tierno afecto por los hombres. La vida de Santa Catalina ha sido tomada
como letra para la investigación intensa del elemento místico en la religión.
Y, en medio de todo esto, llevaba las cuentas del hospital, sin que le sobrara
o faltara un céntimo, y se preocupaba tanto por la justa disposición de la
propiedad, que hizo cuatro testamentos y a todos les agregó varias cláusulas.
Durante algunos años, Catalina tuvo quebrantada la salud y se vio obligada a
suspender no sólo los ayunos extraordinarios que ella se imponía, sino también
algunos de los que mandaba la Iglesia. A la larga, por el año de 1507, las
enfermedades la vencieron por completo. Rápidamente empeoró su estado y,
durante los últimos meses de su vida, sufrió de manera indescriptible. Entre
los médicos que la atendieron, figuraba el doctor Juan Bautista Boerio, que había sido el médico
de cabecera del rey Enrique VII de Inglaterra; pero ni él ni ninguno de los
otros pudieron diagnosticar el mal que consumía a la santa. A fin de cuentas,
los galenos llegaron a la conclusión de que debía tratarse «de algo sobrenatural
y divino», porque la paciente no presentaba ninguno de los síntomas patológicos
que pudieran reconocerse. El 13 de septiembre de 1510, tenía una fiebre
altísima y deliraba; el 15 en la madrugada, «aquella alma bendita entregó su
último suspiro en medio de gran paz y tranquilidad y voló hacia su 'tierno y
anhelado amor'». Fue beatificada en 1737, y el Papa Benedicto XIV inscribió su
nombre en el Martirologio Romano con el título de santa. Santa Catalina dejó
dos obras escritas, un tratado sobre el Purgatorio y un Diálogo entre el alma y
el cuerpo; el Santo Oficio declaró que esas dos obras bastaban para probar su
santidad. Figuran entre los documentos más importantes del misticismo, pero Alban Butler dice de ellas, con
toda razón «que no están escritas para los lectores comunes y corrientes».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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lunes 15 Septiembre 2014
San Nicomedes de Roma
San Nicomedes, mártir
En Roma, san Nicomedes,
mártir, cuyo sepulcro honró el papa Bonifacio V en la vía Nomentana con una basílica
sepulcral.
Nicomedes, un mártir de la
Iglesia de Roma, fue sepultado en una catacumba sobre la Vía Nomentana «precisamente fuera de la
Porta Pia». Hubo una iglesia
dedicada a él, y existen pruebas de la antigüedad de su culto. La tradición
dice que a los paganos que «trataban de obligarlo a ofrecer sacrificios», les
respondió Nicomedes: «Yo no sacrifico ante nadie más que el Dios Todopoderoso
que reina en el Cielo». Inmediatamente «fue azotado con látigos que tenían
trozos de plomo en las puntas, durante largo tiempo, hasta que entregó el alma
al Señor bajo esta tortura».
Pero todo esto deriva de un
relato sobre la pasión de san Nicomedes, en unas «actas» espurias sobre el
martirio de los santos Nereo y Aquileo, relato éste en que se habla de Nicomedes como de un
sacerdote que sepultó el cuerpo de santa Felícula, fue arrestado, ejecutado y luego arrojado su cuerpo al Tíber, de donde fue recuperado
por el diácono Justo. En otra versión de su pasión se afirma que sufrió el
martirio en el siglo tercero o en el cuarto, bajo el emperador Maximiano. Su
tumba se descubrió en 1864. Resulta curioso que el nombre de Nicomedes no se
mencione en las listas romanas de la Depositio Martyrum del año 354, pero los
Itinerarios, lo mismo que los Sacramentarios, atestiguan su antiguo culto en
Roma.
Las pruebas han sido
expuestas por Delehaye en Comentario sobre el Martirologium Hieronymianum, p. 510.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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lunes 15
Septiembre 2014
San Nicetas Godo
San Nicetas Godo, mártir
A orillas del Danubio, en
Iliria oriental, san Nicetas Godo, mártir, a quien el
rey arriano Atanarico, que odiaba la fe
católica, mandó quemar.
San Sabas y san Nicetas fueron los dos mártires
más renombrados entre los godos. Al primero se le conmemora el 12 de abril y al
segundo, a quien los griegos colocan en la categoría de los «megalomártires» (grandes mártires), en la
fecha de hoy. Nicetas era un godo nacido en las
riberas del Danubio y convertido a la fe en su juventud por Ulfilas, un brillante misionero
entre aquellas gentes y traductor de la Biblia a la lengua gótica. Fue Ulfilas quien ordenó de sacerdote
a Nicetas. Hacia el año de 372,
varios cientos de godos que huían de los hunos invasores se refugiaron en
Moldavia y las autoridades romanas les hicieron un mal recibimiento, los
maltrataron y vejaron. Inmediatamente, como represalia, el rey Atanarico, señor de los godos de
oriente, cuyo territorio lindaba con el imperio romano en las regiones de
Tracia, inició una violenta persecución contra los cristianos.
Por orden del rey, un ídolo
colocado sobre una carreta fue llevado a través de todas las ciudades y aldeas
donde se sospechaba que había cristianos, y todo aquel que se negase a adorar
al dios, quedaba automáticamente condenado a muerte. Para matar en masa, los
perseguidores utilizaban el método de encerrar a los cristianos capturados en
casas o iglesias tapiadas y prenderles fuego. En el ejército de mártires que
glorificaron a Dios en aquella ocasión, figuró san Nicetas, que selló su fe y su
obediencia con su sangre, se purificó de toda culpa al morir en el fuego y
entró triunfante a la vida eterna. Sus reliquias fueron llevadas a Mopsuesta, en Cilicia, donde tuvieron su
santuario; por lo cual, el mártir godo fue venerado en las iglesias bizantinas
y sirias.
El texto en griego sobre la
pasión de san Nicetas, tal como lo presentó Metafrasto, se halla impreso con un
comentario en Acta Sanctorum, sept. vol. V. Pero en la Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), pp.
209-215, se imprimió el relato original con anotaciones críticas y un
comentario que ocupa las pp. 281-287 del mismo volumen.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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Santo(s)
del día
Santa
Catalina Fieschi
San Nicomedes de Roma
San Valeriano Chalons
Santa Militina
San Máximo Andrinópolis
San Porfirio Constantinopla
San Nicetas Godo
Santos Emilas y Jeremías
San Valeriano de Tournus
San Apro de Toul
Santos Estratón, Valerio, Macrobio y Gordiano
San Leobino
Beato Rolando de Médicis
San Alpino de Lyon
San Aicardo de Jumiéges
Beato Camilo Costanzo
Santa Eutropia
Beatos Juan Bautista y Jacinto
Beato Antonio María Schwartz
Beato Pascual Penadés Jornet
Beato Ladislao Miegon
Beato Pablo Manna
Beato Giuseppe Puglisi
San Nicomedes de Roma
San Valeriano Chalons
Santa Militina
San Máximo Andrinópolis
San Porfirio Constantinopla
San Nicetas Godo
Santos Emilas y Jeremías
San Valeriano de Tournus
San Apro de Toul
Santos Estratón, Valerio, Macrobio y Gordiano
San Leobino
Beato Rolando de Médicis
San Alpino de Lyon
San Aicardo de Jumiéges
Beato Camilo Costanzo
Santa Eutropia
Beatos Juan Bautista y Jacinto
Beato Antonio María Schwartz
Beato Pascual Penadés Jornet
Beato Ladislao Miegon
Beato Pablo Manna
Beato Giuseppe Puglisi
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