martes 02
Septiembre 2014
Beato Pedro Jacobo María Vitalis
191
Mártires de París en la Revolución Francesa (1792)
Beatificados en 1926,
murieron de maneras atroces pero confesando la fe en Cristo, los primeros días
de setiembre de 1792 en distintos puntos de París.
No cabe la menor duda de
que en el tiempo de la Revolución Francesa, existían en la Iglesia de Francia
situaciones y condiciones que, para decirlo con la mayor suavidad posible, eran
lamentables: los obispos y otros clérigos de alta jerarquía eran mundanos y
ambiciosos, indiferentes a los sufrimientos del pueblo; se contaban por
centenares los párrocos y rectores ignorantes, egoístas y débiles que, a la
hora de la prueba, no titubearon en pronunciar un juramento y aceptar una
constitución que habían condenado la Santa Sede y sus propios obispos. Eso, por
el lado del clero, porque por parte de los laicos casi todos eran indiferentes
o abiertamente hostiles a la religión. El reverso de la medalla podía
encontrarse en un reducido grupo de sacerdotes locales e inmigrados y de gente
que colaboraba con ellos para la causa de la emancipación católica, y a los que
no podemos dejar de sumar a los cientos que dieron sus vidas antes que cooperar
con las fuerzas antirreligiosas. En este último grupo se encontraban los
mártires que murieron en París el 2 y el 3 de septiembre de 1792. En el año de
1790, la Asamblea Constituyente aprobó la constitución civil para los clérigos,
condenada inmediatamente por la jerarquía, como ilegal. Todos los obispos
diocesanos, a excepción de cuatro, así como la mayoría del clero urbano, se
negaron a prestar el juramento que les imponía la nueva constitución. Al año
siguiente, el papa Pío VI confirmó la condena a la constitución, a la que
calificó de «hereje, contraria a las enseñanzas católicas, sacrílega y
contraria a los derechos de la Iglesia». A fines de agosto de 1792, los
revolucionarios en toda Francia se enfurecieron por el levantamiento de los
campesinos en La Vendée y los éxitos de las armas de Prusia, Austria y Suecia,
en Longwy. Inflamados por los
fogosos discursos contra los realistas y el clero, unos mil quinientos hombres
de iglesia, laicos, mujeres y niños, perecieron en una matanza gigantesca.
Ciento noventa y una de estas víctimas fueron beatificadas como mártires en 1926.
En las primeras horas de la
tarde del 2 de septiembre, varios cientos de rebeldes atacaron la «Abbaye», el antiguo monasterio
donde los sacerdotes, los soldados leales y algunas otras personas se hallaban
prisioneros. La horda de maleantes, con un rufián llamado Maillard a la cabeza, exigieron a
numerosos sacerdotes que pronunciaran el juramento constitucional; todos se
negaron y fueron muertos ahí mismo. Después se formó un tribunal para condenar
al resto de los prisioneros en masa. Entre este segundo grupo de mártires, se
hallaba el ex-jesuita (la Compañía de Jesús se encontraba suprimida por
entonces) Beato Alejandro Lenfant.
Había sido confesor del rey y un fiel amigo de la familia real en desgracia.
Eso bastó para que, no obstante los esfuerzos de un sacerdote apóstata, fuese
condenado y martirizado. Monseñor de Salamon
nos dice en sus memorias que observó al padre Lenfant cuando escuchaba serenamente la
confesión de otro sacerdote, minutos antes de que el confesor y el penitente
fueran arrastrados al lugar de su ejecución. El alcalde de París enardeció con
vino y alentó con propinas a un grupo de pilluelos y vagabundos para que
atacaran la iglesia de los carmelitas en la «Rue de Rennes». Ahí se hallaban presos
más de ciento cincuenta eclesiásticos y un laico, el beato Carlos De La Calmette, conde de Valfons, un oficial de caballería
que había acompañado voluntariamente al cura de su parroquia a la prisión
cuando se lo llevaron preso. Aquella compañía de valientes hidalgos, encabezada
por el beato Juan Maria De Lau, arzobispo de Arles, por
el beato Francisco José De La Rochefoucauld, obispo de Beauvais y su hermano, el beato Pedro Louis, obispo de Saintes, llevaba en la prisión una
vida de regularidad monástica y no cesaba de asombrar a sus carceleros por su
alegría y su buen humor. Era una sombría tarde de domingo, con ráfagas de
vientos helados y amenaza de tempestad; a los prisioneros se les había permitido
tomar el aire en el jardín y, los obispos y otros clérigos rezaban las vísperas
en la capilla, cuando la horda de asesinos irrumpió en el jardín y mató a
puñaladas al primer sacerdote que se cruzó en su camino. Al ruido del tumulto,
Mons. de Lau salió tranquilamente de la
capilla. «¿Eres tú el arzobispo?», le preguntó alguno de los rufianes. «Si,
señores. Yo soy el arzobispo». Fue derribado con un golpe de espada sobre el
hombro y, ya en el suelo, se le atravesó el pecho, de parte a parte con una
pica. Entre aullidos de excitación, horror y salvajismo, comenzaron a tronar
las salvas de los disparos; las balas cayeron en lluvia cerrada; la pierna del
obispo de Beauvais quedó destrozada. En un
instante, algunos murieron y otros cayeron heridos.
Pero el fuego cesó
súbitamente. Los franceses tienen el sentido del orden y, tal vez, aquella
matanza les pareció desordenada. Por lo tanto, se procedió al nombramiento de
un «juez», que instaló su tribunal en el pasillo entre la iglesia y la
sacristía. Los acusados comparecían ante él de dos en dos. Con ambas manos, el
«juez» les presentaba sendos pliegos con el juramento constitucional para que
lo prestaran; pero todos lo rechazaron sin la más mínima vacilación. Entonces,
la pareja de condenados descendía por la estrecha escalera que conducía al
exterior y, al salir, la muchedumbre desaforada los hacía pedazos. En el
pasillo el juez gritó el nombre del obispo de Bauvais; desde el rincón donde yacía,
inmovilizado, repuso: «No me niego a morir con los demás, pero no puedo andar.
Ruego a vuestra señoría que tenga a bien mandar que me lleven a donde deba de
ir». No podía haberse hecho una demostración más clara de aquella monstruosa
injusticia que la réplica breve y cortés del obispo. Pero no le salvó la vida,
aunque ninguno de los verdugos se atrevió a decir palabra cuando dos hombres le
cargaron en vilo y lo llevaron ante el juez para que rechazara el juramento
constitucional. El beato Jacobo Galais,
quien estaba a cargo de la cocina para los prisioneros, le entregó al juez
trescientos veinticinco francos que le debía al carnicero, porque no quería
llegar al cielo con aquella deuda. EL beato Jacobo Friteyre-Durvé, ex-jesuita, fue apuñalado
por un vecino suyo a quien conocía desde que eran pequeños; otros tres ex
jesuitas y cuatro sacerdotes seculares eran ancianos sacados de una casa de
descanso en Issy para ser encerrados en la
iglesia de los carmelitas; el conde de Valfon
y su confesor, el beato Juan Guilleminet, murieron uno junto al otro; y así, todos perecieron hasta
no quedar ninguno. A estos mártires se les llama «des Carmes» por el lugar
donde padecieron. Ahí mismo había otras cuarenta personas, más o menos, que
conservaron la vida gracias a que no fueron vistas o bien, pudieron escapar en
las narices de guardias complacientes o compadecidos. Entre las víctimas se
hallaba también el beato Ambrosio Agustin
Chi Vreux, superior general de los
benedictinos mauristas y otros dos monjes; el beato Francisco Luis Hebert, confesor de Luis XVI;
tres franciscanos, catorce ex-jesuitas, seis vicarios generales diocesanos,
treinta y ocho estudiantes o ex-alumnos del seminario de San Sulpicio, tres
diáconos, un acólito y un hermano maestro. Los cadáveres fueron enterrados en una
fosa común del cementerio de Veaugirard, aunque muchos fueron arrojados también a un pozo en el
jardín de la iglesia del Carmen.
El 3 de septiembre, la
horda de asesinos irrumpió en el seminario lazarista de San Fermín, convertido
también en prisión, donde su primera víctima fue el beato Pedro Guérin Du Rocher, un ex-jesuita de sesenta
años. Se le pidió que eligiera entre el juramento y la muerte y, tan pronto
como rehusó someterse a la constitución, fue arrojado por la ventana más
próxima y, al caer en el patio, fue acribillado a puñaladas. Su hermano, el beato
Roberto Du Rocheb, fue también una de las
víctimas, y hubo otros tres ex-jesuitas entre los noventa y un clérigos que se
hallaban presos ahí, de los cuales sólo cuatro escaparen con vida. El superior
del seminario era el beato Luis José Franwis.
En su capacidad de gobernante, había avisado a su comunidad que el juramento
era ilegal para los clérigos. Era un hombre de tanta fama por su bondad y tan
querido en París que, a pesar de los riesgos, un oficial del ejército le
advirtió sobre el peligro que corría y se ofreció a ayudarle a escapar. Por
supuesto, se negó a abandonar a sus compañeros de prisión, muchos de los cuales
habían llegado voluntariamente a San Fermín, confiados en salvarse. Entre los
que murieron con él se hallaban el beato Enrique Gruyer y otros lazaristas; el
beato Yves Guillon De Keranrun, vicecanciller de la
Universidad de París, y tres laicos. En la prisión de La Force, en la «Rue Saint-Antoine», no quedó ningún
sobreviviente para describir los últimos momentos de cualquiera ó sus
compañeros de infortunio.
El breve de la
beatificación, con el registro de cada uno de los nombres de las mártires, se
halla impreso en Acta Apostolicae Sedis, vol. XVIII (1926), pp.
415-425. In la mayor parte de las historias sobre la Revolución Francesa se
encontrarán relatos sobre la muerte de uno u otro de estos mártires, pero el
tema de su martirio se trata detalladamente en distintos libros, como por ejemplo,
Les Massacres de Septembre (1907) de Lenótre; Massacres de Septembre (1935), de P. Caron; Les Martyrs, vol. XI, de H. Leclercq.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
OOOOOOOOOOOO
Santo(s)
del día
San
Esteban de Hungría
Beato Pedro Jacobo María Vitalis
San Antolín
Mártires septiembre
Santa Máxima Roma
Beato Bartolomé Gutierrez
Santa Diómedes
San Zenón de Nicomedia
San Elpidio de Piceno
San Nonoso
Beato Chevreux
Santa Teodota de Nicea
Beato Cayaso
San Habib de Edesa
San Antonino de Apamea
San Próspero de Tarragona
San Justo de Lyon
San Siagrio de Autun
San Agrícola de Aviñón
Santos Alberto y Vito
Beato Brocardo de Palestina
Beata Ingrid Elofsdotter
Beato Antonio Franco
Beato Juan María de Lau d’Allemans
Beato Pedro Jacobo María Vitalis
San Antolín
Mártires septiembre
Santa Máxima Roma
Beato Bartolomé Gutierrez
Santa Diómedes
San Zenón de Nicomedia
San Elpidio de Piceno
San Nonoso
Beato Chevreux
Santa Teodota de Nicea
Beato Cayaso
San Habib de Edesa
San Antonino de Apamea
San Próspero de Tarragona
San Justo de Lyon
San Siagrio de Autun
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