jueves, 31 de julio de 2014

31 JULIO

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jueves 31 Julio 2014
Beato Nicolás Nagawara Keyan Fukunaga


188 mártires de la evangelización del Japón, 1603-1639
Beatificación de 188 mártires, cuyo testimonio ocurrió en distintas partes de Japón, entre los años 1603 y 1639, realizada en Nagasaki el 24 de noviembre de 2008.
Pedro Kibe Kasui y 187 compañeros mártires (1603-1639)



Presentación histórica del martirio realizada por monseñor Juan Esquerda Bifet, director emérito del Centro internacional de animación misionera (Ciam).


A fin de resaltar la actualidad del tema de la esperanza, decía el Papa Benedicto XVI a los obispos del Japón en la visita "ad limina" del 15 de diciembre de 2007, citando su segunda encíclica: "Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva" (Spe salvi, 2). Y para contextualizar esta afirmación añadió: "A este respecto, la próxima beatificación de 188 mártires japoneses ofrece un signo claro de la fuerza y la vitalidad del testimonio cristiano en la historia de vuestro país. Desde los primeros días, los hombres y mujeres japoneses han estado dispuestos a derramar su sangre por Cristo. Gracias a la esperanza de esas personas, "tocadas por Cristo, ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y sin esperanza" (Spe salvi, 8). Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por el testimonio elocuente de Pedro Kibe y sus compañeros, que "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14 ss)" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de diciembre de 2007, p. 8).

Fueron muchos miles los cristianos japoneses que, en el decurso de cuatro siglos, pero especialmente durante los siglos XVI-XVII, dieron este testimonio heroico de esperanza. Algunos ya han sido canonizados. El 8 de junio de 1862, Pío IX canonizó a veintiséis. El mismo Papa beatificó a 205 el día 7 de julio de 1867. Juan Pablo II canonizó a veintiséis el día 18 de octubre de 1987. Los nuevos 188 mártires —han sido beatificados el pasado 24 de noviembre— se suman, pues, a una cifra considerable que, no obstante, viene a ser sólo una pequeña representación de los muchos miles que dieron la vida por Cristo, además de los innumerables que afrontaron toda suerte de sufrimientos por el Señor.

Esta realidad histórica queda ya como un hecho salvífico imborrable en la evangelización del Japón y es también una herencia común para toda la Iglesia. Será siempre un punto de referencia, como lo ha sido para toda la historia eclesial la realidad martirial de los primeros cuatro siglos del cristianismo bajo el imperio romano.

Entre estos mártires se encuentran todas las clases sociales. Cabe recordar que hubo también algunas apostasías, como en toda persecución. Pero, al contemplar el conjunto admirable de unas estadísticas controladas, cabe preguntarse sobre el punto de apoyo de su perseverancia ante el martirio. ¿Qué preparación y medios habían tenido? ¿Cuál fue y sigue siendo la clave de la perseverancia?

Las circunstancias actuales han cambiado en todas las latitudes. Pero será siempre una realidad la "persecución" contra los seguidores de Cristo como él mismo profetizó (cf. Jn 15-16; Mc 13, 9). La Iglesia estará siempre "en estado de persecución" (Dominum et vivificantem, 60). Las dificultades, siendo muy diversas, no son menores en la actualidad, especialmente en una sociedad donde se sobrevalora lo útil, lo eficaz, lo inmediato, la ganancia, el éxito, las impresiones, las leyes que contrastan con la conciencia... El cristiano que quiera ser coherente, tendrá que estar dispuesto, en cualquier época, como decía san Cipriano refiriéndose a los mártires y confesores del siglo III, a "no anteponer nada al amor de Cristo".

Afirmar hoy explícitamente la divinidad y la resurrección de Jesús es un riesgo de "martirio", de marginación y descrédito... Decidirse por seguir los principios básicos de la conciencia y de la razón iluminados por la fe —sobre la vida, la familia, la educación— será frecuentemente fuente de malentendidos y tergiversaciones por parte de los que se oponen a los valores evangélicos.

La beatificación de los nuevos 188 mártires, todos ellos japoneses y casi todos laicos (183), tendrá ciertamente una gran repercusión, especialmente en el Japón. Si "la sangre de mártires es verdadera semilla de cristianos" (según Tertuliano: PL I, 535), esta realidad martirial actual anuncia, a pesar de las previsiones humanas, un resurgir de la comunidad eclesial en el Japón, con repercusión en la Iglesia universal.

El martirio cristiano es siempre un "misterio" de la historia. Ninguna figura histórica ha sido tan amada y tan perseguida como la figura de Jesús, que prometió estar presente entre los que creen en él. Pero la vida martirial de los discípulos de Jesús es siempre una gracia que tiene un dinamismo misionero imparable.


Un hecho histórico de valor permanente: los mártires japoneses, especialmente de los siglos XVI-XVII

El 15 de agosto de 1549 llegó san Francisco Javier al Japón, donde desarrolló su actividad apostólica durante unos tres años. Los jesuitas fueron llegando continuamente. Los primeros franciscanos misioneros llegaron de Filipinas en 1592. Los dominicos y agustinos, también procedentes de Filipinas, llegaron en 1602. Hay que recordar que las Filipinas fueron evangelizadas inicialmente por los misioneros agustinos, ya desde la ocupación española, en 1565. Fueron cuatro las Órdenes religiosas que evangelizaron el Japón durante estos inicios: jesuitas, franciscanos, dominicos y agustinos.

Los años que transcurren entre 1549 y 1650 se han calificado de "siglo cristiano" del Japón; en 1644 los católicos eran unos 300.000, según la cifra aceptada por algunos historiadores. San Francisco Javier había escrito en 1552 que se produciría persecución azuzada por algunos bonzos. Él mismo había manifestado la alegría de poder llegar a ser mártir.

Se pueden observar, en el contexto histórico, diversos motivos circunstanciales que dieron origen a la persecución: las luchas comerciales por parte de navegantes ingleses y holandeses, que sembraban la sospecha y el rechazo hacia los portugueses, provenientes de Macao, y hacia los españoles, provenientes de Filipinas; el temor de algunas autoridades japonesas a una invasión; la inquina de algunos bonzos budistas que veían disminuir a sus seguidores. Pero los mártires japoneses murieron por no querer renunciar a su fe; se les proponía la posibilidad de salvar su vida a precio de esta renuncia a la misma, aunque fuera simulada.

Un primer edicto de persecución en todo el país fue firmado en 1614, y se enviaron copias a todos los "daimyós" del Japón. Hay que recordar que existía un ambiente de guerra civil en Japón entre dos "shôgun" o gobernadores mayores; de hecho, el emperador estaba como "prisionero" en Kyoto. Tokugawa Leiasu se proclamó "shôgun" en 1603 y murió en 1616, contra el "Shôgun" Toyotomi Hideyoshi, dejando fundada la dinastía "Tokugawa". Tokugawa Yemitsu asumió la plena autoridad del "shôgunado" en 1632 y reclamó obediencia absoluta a su autoridad por parte de los cristianos, por encima de la fe y de la conciencia.

Estas dificultades se acentuaban por el hecho de que, para los perseguidores, los "shôgun" —gobernadores mayores— eran la ley suprema. Los cristianos tenían que ser eliminados porque seguían el primer mandamiento del decálogo: amar a Dios sobre todas las cosas. Ese es el argumento del apóstata Fabián Ungyô, con su libro: "Ha Deus, Contra la secta de Dios", año 1620.

Se puede constatar la internacionalidad de los mártires, aunque la inmensa mayoría eran japoneses. En la documentación y también en las listas de los ya beatificados o canonizados, se encuentran coreanos, mestizos (luso-japoneses, chino-japoneses), de Malaca, un indio de Malabar, un indio de Bengala, uno de Sri Lanka, algunos chinos, etc. Entre los misioneros, casi un centenar, había portugueses, españoles, italianos, mexicanos y algunos de Flandes, Francia, Filipinas, Polonia...

Los primeros mártires fueron asesinados ya en 1558. Desde entonces están documentados los martirios, al inicio casi anualmente y en diversos lugares del Japón, hasta 1867. Pero especialmente quedan documentados con más precisión hasta el año de la clausura del Japón, en 1639, época "Sakoku" o de país clausurado. Todavía después de esta fecha, quedaron —o ingresaron clandestinamente— muchos cristianos, misioneros y catequistas que fueron mártires durante el decurso de todo el siglo XVII.

Desde el martirio masivo de Nagasaki, el 5 de febrero de 1596, con Pablo Miki, s.j., a la cabeza —veintiséis mártires ya canonizados el 8 de junio de 1868, entre los que aparece san Felipe de Jesús—, hubo siempre "grandes martirios": en Edo —Tokio— (año 1613, con veintitrés mártires), Arima-Kuchinotsu (año 1614, con cuarenta y tres mártires), Miyako-Kyoto (año 1619, con cincuenta y tres mártires), Nagasaki (año 1622, con cincuenta y tres mártires), Shiba-Edo (año 1623, dos grupos, con cincuenta y veinticuatro mártires), Minato-Akita (año 1624, con treita y dos mártires), Kubota-Akita (año 1624, con cincuenta mártires), Okusanbara (año 1629, con cuarenta y nueve mártires), Omura (año 1630, dos grupos, con setenta y tres, y diez mártires), Aizu-Wakamatsu (año 1632, con cuarenta y tres mártires), Edo -Tokio— (año 1632, con quince mártires), etc.

Es imposible concretar con exactitud el número de mártires. Ciertamente pasaron de varios miles. El cálculo más conservador sobre este número, desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, indica entre 5.000 y 10.000 mártires (cf. Positio, p. 40). Los mártires extranjeros no pasan del centenar. Pero sólo en la llamada "insurrección" de Shimabara, abril de 1638, según algunos escritores modernos, pudieron haber llegado a 20.000 —aparte de los caídos en la guerra— los japoneses que fueron sacrificados por el hecho de ser cristianos. En una publicación reciente, las fichas documentadas y precisas, con nombre, fecha, lugar, modalidades, etc., pasan de dos mil, pero alguna de estas fichas se refieren a algún grupo sin poder precisar más (El Martirologio del Japón 1558-1873; ver el grupo de Shimabara en la página 740).

Es impresionante la actitud de muchos niños mártires, en solitario, en grupo o con sus padres. Algunos eran de muy tierna edad. Un testimonio muy documentado habla de un grupo de dieciocho niños, en el segundo gran martirio de Edo-Tokio, 24 de diciembre de 1623: "Los seguían (a los mártires adultos) dieciocho niños, que como casi todos eran pequeñitos y no sabían todavía temer a la muerte, iban alegres y risueños como si fueran a jugar, llevando algunos de ellos en las manos los juguetes que en esa edad suelen usar, moviendo con ello a lágrimas a los mismos gentiles que lo veían... Llegados al lugar determinado, los primeros en que se ejecutó la cruel sentencia fueron los dieciocho niños, en los cuales ejecutaron crueldades tan bárbaras que sólo oírlas causa horror" (ib., p. 490).

Los suplicios fueron variando y recrudeciéndose, como puede constatarse en el conjunto de los 188 que resumiremos más abajo. Además de la cárcel y arresto domiciliario, se produjo frecuentemente la pérdida de todos los bienes y el exilio. Pero en el caso de martirio cruento, además de las decapitaciones, hogueras y crucifixiones, se ejercieron toda clase de humillaciones o vejaciones y torturas, que constan detalladamente en los documentos de la época, por parte de testigos presenciales. Además de la amputación de miembros y el apaleamiento, se practicaba el ahogo lento o repetido en agua, el veneno, el aceite hirviendo, la crucifixión, alanceados o también quemados, el lanzamiento al mar, la inmersión en los sulfatos del monte Unzen en Nagasaki, lapidación, tormento de la fosa —colgados boca abajo y metida la cabeza en una fosa—, etc.

Eran de todas las clases sociales: nobles samurais, autoridades civiles, artesanos, profesores, pintores, literatos, campesinos, ex-bonzos convertidos, esclavos ya liberados y prisioneros de guerra (de Corea), algún corsario convertido, trovadores ciegos especializados y diplomados en el arte melódico-narrativo. Pero dentro del cristianismo se sentían todos como en familia.

Como dato interesante hay que constatar que en 1632 fueron desterrados a Manila más de cien leprosos cristianos. En 1601 tuvieron lugar las primeras ordenaciones de sacerdotes japoneses, jesuitas y diocesanos. A pesar de la fidelidad por parte de la inmensa mayoría, se constata también la primera apostasía de un misionero europeo, el padre Cristóbal Ferreira, en 1633.

La invasión de Corea, a finales del siglo XVI, había dado como resultado la llegada de muchos esclavos coreanos, que vivían en el distrito de Nagasaki llamado Korai-machi. En una reunión de los misioneros con el obispo de Nagasaki, padre Cerqueira, s.j., en 1598, se inició un proceso de liberación. Muchos coreanos se hicieron cristianos; algunos serían mártires, ya beatificados y canonizados.

La persecución y los martirios continuaron hasta 1873. Fueron todavía muchos los mártires de la segunda mitad del siglo xix, al inicio de la "apertura" comercial del Japón. En 1873, por presión de los gobiernos occidentales, un decreto oficial hizo retirar los bandos oficiales que habían prohibido la religión cristiana durante siglos, desde el inicio del siglo XVII; los cristianos apresados pudieron volver a sus casas. Pero en los años inmediatamente anteriores a 1873 habían muerto en las cárceles 664 cristianos, por inanición o por torturas. La discriminación respecto de los católicos, a veces por parte de algunos bonzos budistas, continuó hasta casi la segunda guerra mundial, a mediados del siglo xx.


El nuevo elenco de 188 mártires beatificados


El conjunto de los 188 mártires corresponde a una misma época (1603-1636). Todos ellos fueron víctimas de la misma tendencia claramente persecutoria respecto del cristianismo, con el objetivo claro y planificado de borrarlo totalmente del Japón. Esta lista de 188 corresponde a quienes fueron compañeros de otros numerosos mártires ya reconocidos precedentemente por la Iglesia como tales, y que sufrieron el martirio en las mismas circunstancias.

En la presente lista destaca la fidelidad a la Santa Sede, por parte de Julián Nakaura; la tenacidad en seguir la vocación, padre Pedro Kibe; la heroicidad de misioneros y catequistas japoneses perseguidos y ocultos durante años; la vida cristiana de familias enteras sacrificadas, etc. Los treinta samurais martirizados, nobles y casi siempre con sus familias, junto con numerosos fieles del pueblo sencillo, son una muestra de la importancia de este martirio para la historia del Japón, en un momento clave de su unificación política en el inicio del siglo XVII; fueron fieles a la autoridad civil, dispuestos a dar su vida y sus haciendas por sus señores, pero nunca a renegar de su fe ni de los deberes de conciencia.

De los detalles concretos del martirio consta por parte de numerosos testigos y por documentos contemporáneos eclesiásticos y civiles, puesto que las autoridades dieron pie a la máxima espectacularidad de cada evento. Muchas veces, los perseguidores hicieron desaparecer los restos, por ejemplo arrojando las cenizas en el mar, para evitar el culto a las reliquias de los martirizados. Pero, todavía hoy, algunos de estos mártires son considerados como héroes por la sociedad japonesa no cristiana.

La intención anticristiana de los perseguidores es evidente, como consta por los edictos de los gobernantes, así como por la búsqueda organizada para apresar a todos los cristianos y la invención de toda clase de tormentos para conseguir la apostasía, con la cual hubieran quedado liberados del suplicio.

Cinco son religiosos: cuatro jesuitas —tres sacerdotes y un hermano— y un padre agustino; ciento ochenta y tres son laicos. Los treinta samurais murieron indefensos, dejando aparte las armas, hecho inexplicable y señal de cobardía en ellos si no fuera por un ideal superior. Hay niñas y niños pequeños, ya llegados al uso de razón, que mostraron una tenacidad heroica unida a su candor y fervor cristiano. Hay familias enteras, madres embarazadas o con sus hijos muy pequeños, jóvenes y ancianos, catequistas —uno era ciego— y gente sencilla del pueblo, que se prepararon asiduamente con oración y penitencias para el martirio, mostrando siempre no solamente entereza y fortaleza, sino también la alegría de dar la vida por Cristo.

Algunos de los mártires ya beatificados o canonizados anteriormente, habían dejado escrito su testimonio sobre estos 188 mártires, que han sido beatificados el pasado 24 de noviembre . La causa de los nuevos mártires, todos ellos japoneses y casi todos laicos (183), no había sido estudiada hasta hace pocos años. Fue Juan Pablo II, en su visita al Japón (año 1981), quien alentó a recordar y estudiar otros muchos mártires además de los ya reconocidos; esta invitación fue corroborada por una carta del entonces prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, cardenal Agnelo Rossi.

Estos 188 mártires, distribuidos en 16 grupos, fueron martirizados entre 1603 y 1639, prácticamente de todas las zonas geográficas del Japón, las diversas diócesis actuales. La investigación fue realizada por una comisión de cinco historiadores, especializados en temas japoneses, y se hizo con toda precisión y seriedad histórica, aprovechando el material existente en numerosas bibliotecas y archivos de dentro y de fuera del Japón: once archivos japoneses y doce archivos o bibliotecas occidentales.

A veces son fuentes civiles, pertenecientes a los mismos perseguidores, donde no se oculta el motivo de la persecución, el género de martirio, algunas apostasías y la tenacidad en afirmar la fe cristiana por parte de las víctimas. Son muy importantes las "cartas anuales" contemporáneas que enviaban a Roma los superiores jesuitas del Japón, misioneros y algunos de ellos también mártires posteriormente.

Ha habido una petición oficial de la Conferencia episcopal del Japón, firmada por todos los obispos el 14 de junio de 2004, suplicando la beatificación de los 188, que dieron su vida "por Cristo y por la Iglesia", y motivándola con razones de actualidad pastoral. Los 188 mártires corresponden a las actuales diócesis de Nagasaki, Fukuoka, Kyoto, Niigata, Hiroshima, Kagoshima, Oita, Tokio (Edo) y Osaka.


1) Once mártires de
Yatsushiro, hoy Kumamoto, diócesis de Fukuoka: seis de familia de samurais (año 1603) y cinco de gente del pueblo (años 1606 y 1609)

Entre los samurais, destacan dos familias: Juan Minami y su esposa Magdalena, con su hijo adoptivo Luis, de siete años; Simón Takeda y su esposa Inés, con su madre Juana. Los varones samurais mueren decapitados. Las mujeres y el niño, crucificados. Destaca la alegría en el momento del martirio, vistiendo su mejor vestido de fiesta. Magdalena Minami, desde la cruz, rezaba a coro con su hijo Luis. Juana Takeda predicaba desde la cruz.

Entre la gente sencilla del pueblo: Joaquín y Miguel, con su hijo Tomás, de trece años; Juan y su hijo Pedro, de cinco o seis años. Son tres catequistas, con sus hijos. Mueren decapitados, menos Joaquín, que muere en la cárcel a causa de los tormentos. Todos muestran alegría, oración y firmeza en la fe. Se conservan algunas cartas desde la cárcel, donde leían libros de espiritualidad.
El caso del niño Pedro Hatori, de cinco o seis años, es emblemático. Vestido con su kimono de fiesta, en el lugar del suplicio se acercó al cadáver de su padre, martirizado unos momentos antes, se bajó el kimono de los hombros, se arrodilló, juntó las manos para orar y presentó su cuello desnudo ante los verdugos aterrorizados; estos no acertaron en el primer golpe, hiriéndolo en el hombro y tumbándolo a tierra, de donde se levantó para seguir arrodillado en oración; murió decapitado pronunciando los nombres de Jesús y María. Algo parecido pasó con el niño Tomás, de trece años, hijo de Miguel; este niño tenía el brazo izquierdo atrofiado, pero lo levantó con su brazo derecho para morir en actitud de oración (cf. P. Pasio, o.c., cap. 9, foll. 328-330).


2) Mártires de Yamaguchi y
Hagi, Melchor Kumagai, samurai, y Damián, catequista ciego, año 1605, 16 y 19 de agosto respectivamente, en la diócesis de Hiroshima

El samurai Melchor muere decapitado en su casa, por defender la fe cristiana, mientras oraba y meditaba la pasión. La importancia del martirio de este samurai estriba también en su calidad de descendiente de familia noble que se remonta al emperador Kammu (782-805).
El samurai Melchor precedentemente se había enfriado en la fe, pero luego, después de la guerra de Corea, tomó un camino de segunda conversión, entregándose con generosidad hasta el momento de su martirio. En sus cartas dirigidas a sus amigos manifiesta su adhesión incondicional a la fe, mientras, al mismo tiempo, estaba dispuesto a servir con fidelidad a su señor el "daimyó", pariente suyo.

El catequista ciego Damián muere también decapitado, de rodillas y orando, por defender y propagar la fe. Su cuerpo fue mutilado y arrojado al río por los verdugos, con la intención de hacer desaparecer los restos, de donde los cristianos rescataron la cabeza para enviarla a Nagasaki. Los perseguidores intentaban conseguir la apostasía. Hay que notar en este caso y en algunos otros, la acción persecutoria de algunos bonzos de una secta budista, que instigaron a los gobernantes.

Este catequista ciego, que se había convertido del budismo, dedicó su vida a la catequesis, con su arte musical y narrativo, llegando a convertir, sólo en un año, a ciento veinte personas, además de dedicarse durante años a fortalecer la fe de los ya cristianos. Con sus cantos y narraciones, el ciego "iluminaba" a todos por el camino de la fe. En el momento en que iba a ser decapitado, le conminaron por tres veces a que apostatara de la fe, pero Damián ofreció su cuello mostrando gran paz y alegría. Sus restos, recuperados por los cristianos, fueron trasladados a Nagasaki y luego a Macao.


3) León
Saisho Shichiemon Atsutomo, samurai de rango alto (1608, Hirasa, hoy Sendai, diócesis de Kagoshima)

Había recibido el bautismo el 22 de julio de 1608, de manos del futuro mártir Jacinto Orfanel, o.p., beato. El samurai convertido se entregó a un camino de oración y perfección. Instado repetidamente por su señor a apostatar, León resistió con fortaleza y ánimo tranquilo. Fue condenado a muerte por haberse bautizado en contra de las órdenes de su señor. Decía que "estaba dispuesto a morir antes que dejar de ser cristiano" (Carta de Mons. Cerqueira a Pablo V, 5 de marzo de 1609).

Salió para el lugar del martirio habiendo dejado sus armas, vestido con traje de fiesta; se arrodilló sobre una estera de paja ante una imagen pequeña del descendimiento de la cruz, que luego metió en su pecho, mientras enrollaba en su mano derecha el rosario.

Lo decapitaron el 17 de noviembre de 1608, a los tres meses y medio después de haber recibido el bautismo. Su martirio tuvo lugar donde él mismo había pedido, es decir, en el cruce de caminos (por significar la cruz de Cristo). El hecho de morir "con tanta seguridad y alegría... era cosa nunca vista en aquel reino" (Cerqueira, o.c., fol. 482).


4) Mártires en
Ikitsuki (Hirado): el samurai Gaspar Nishi Genka, con su esposa Úrsula y su hijo primogénito Juan Mataichi Nishi (año 1609), diócesis de Nagasaki

Se trata de una familia de mártires. Estos tres fueron martirizados el 14 de noviembre de 1609. Hijo de Úrsula es el padre Tomás, o.p., mártir en 1634, ya canonizado por Juan Pablo II en 1987; también fue martirizado su otro hijo Miguel con su esposa e hijo en 1634, por haber dado alojamiento a su hermano, el padre Tomás.

El samurai Gaspar Nishi era protector y padre de los pobres y campesinos. El martirio de esta familia fue promovido de modo especial por un bonzo principal de Hirado, de una secta budista, mitad bonzos mitad soldados, prohibidos posteriormente, que era amigo del "daimyó". Los datos precisos del martirio se encuentran en la carta de monseñor Cerqueira, del 10 de marzo de 1610, dirigida al Papa Pablo V.

Los mártires se prepararon con oración para el martirio. Gaspar, samurai, pidió morir como Jesús en una cruz, pero sólo se le concedió ser decapitado en el lugar donde anteriormente el misionero padre Torres había levantado la cruz.

Úrsula y su hijo Juan murieron decapitados, arrodillados y pronunciando los nombres de Jesús y María. En sus cabezas, expuestas públicamente, pusieron la causa de la muerte: "por ser cristianos". Sus cuerpos fueron llevados a Nagasaki y posteriormente, en 1614, a Macao.


5) Mártires de
Arima (diócesis de Nagasaki), año 1613, tres familias de samurais: Adriano con su esposa Juana, León con su esposa Marta y sus dos hijos (Magdalena de diecinueve años, Diego de doce años), León con su hijo Pablo de veinticuatro años

Las tres familias de samurais (ocho personas) murieron quemados vivos el 7 de octubre de 1613. Este martirio tiene un significado especial: representa la cristiandad de Arima, la más cultivada del Japón, semillero de mártires. Estas tres familias fueron siempre fieles a sus "daimyós" en guerra y en paz. El odio a la fe provenía especialmente del "daimyó" apóstata Arima Naozumi. Miles de cristianos, organizados en cofradías, pudieron asistir al martirio con el rosario en la mano y velas encendidas; habían pasado una noche entera velando en oración. Cinco días después del martirio, daba cuenta detallada de todo ello el obispo monseñor Cerqueira al prepósito general de la Compañía de Jesús, padre Claudio Acquaviva.

Todos los mártires se habían preparado con oraciones y sacramentos. La numerosa comunidad cristiana de la ciudad participó en la preparación espiritual. El influjo de sus gestos audaces llegó hasta conseguir que algunos apóstatas volvieran a la fe. Estos arrepentidos, no habiéndoseles permitido sumarse a los presentes mártires, renunciaron a sus rentas y se exiliaron.
Cada uno de los mártires muestra alguna peculiaridad personal: los tres samurais anuncian a Cristo sin ambigüedades hasta el último momento. Marta anima a sus hijos, Magdalena y Diego. Magdalena, de diecinueve años, levanta y ofrece al cielo con sus manos las brasas. El niño Diego, de doce años, al vadear el río de camino hacia el suplicio, no permitió que le ayudara un samurai compasivo, sino que le dijo: "Déjame ir a pie como mi Señor, ya que no llevo la cruz a cuestas" (cf. Carta anual de 1613, fol. 271); en el momento del suplicio, al quemársele las cuerdas, los vestidos y los cabellos, corrió hacia su madre y quedó muerto a sus pies; la madre acogió al niño señalando el cielo. Todos ellos confesaron su fe con toda claridad y con alegría, pronunciando los nombres de Jesús y María.


6) Adán
Arakawa de Amakusa (1614, diócesis de Fukuoka)

Se trata de un hombre del pueblo, casado con esposa cristiana, de fe sencilla y bien formada, siempre contento, catequista ("kambó") y, al marchar los misioneros, responsable de la comunidad cristiana, dedicado a ella con gran celo. Se alimentaba de libros espirituales: la "Imitación de Cristo", libro impreso en japonés en Amakusa y Nagasaki.

Fue encarcelado y repetidamente torturado desde el 21 de marzo de 1614. Afirmó su fidelidad a las autoridades civiles, pero también la independencia de su fe. En medio de las torturas, después de anunciar a Cristo, permanecía continuamente en oración. Fue decapitado el 5 de junio del mismo año (por la noche y en clandestinidad, mostrando más ánimo que sus verdugos) por no querer apostatar de su fe y por su calidad de animador catequista de la comunidad, que constaba de varios miles de cristianos. Su cuerpo, envuelto en redes y con piedras, fue arrojado al mar. Los cristianos sólo pudieron recoger algo de su sangre. Tenía sesenta años. La investigación fue dirigida por el futuro mártir beato Francisco Pacheco, según orden del provincial padre Carvalho, elegido como sucesor de monseñor Cerqueira, que había muerto en febrero de 1614.


7) El gran martirio de
Miyaco (Kyoto), 6 de octubre de 1619 (cincuenta y dos mártires)

Este es uno de los martirios numerosos, o masivos, de Japón que hemos citado más arriba. En el martirio de Kyoto murieron cincuenta y dos cristianos quemados vivos: un samurai de alto rango, Juan Hashimoto con su esposa Tecla, encinta, y sus seis hijos, de entre tres y doce años; la mayoría eran gente sencilla del pueblo, madres jóvenes con sus hijos, que vivían agrupados en una calle de Kyoto ("calle de los que creen en Dios") y que habían sido atendidos anteriormente por misioneros y catequistas, también martirizados posteriormente, algunos ya beatificados. Las madres martirizadas ofrecían a sus hijos pequeños: "¡Señor Jesús, recibe a estos niños!". Todo el grupo siguió la misma suerte: encarcelados en diversas fechas, orando y cantando en la cárcel, crucificados y quemados todos juntos, afirmaron su fe. Constan los nombres de cada uno y su testimonio cristiano y martirial, algunas familias enteras. El samurai Juan fue un apoyo para todos.

Destaca el martirio de Tecla, en medio de las llamas, sujeta a la cruz con tres hijos pequeños, consolándolos, apretando a la más pequeña, Luisa, de tres años, entre sus brazos, mientras los otros tres ardían en la cruz próxima. Destaca también la actitud martirial de la niña Marta, de siete años, que quedó ciega en la cárcel y a quien los mismos guardias quisieron liberar haciéndola apostatar; la niña Marta respondió profesando la fe en nombre de todos y pudo morir junto a su madre.

El martirio fue contemplado por numerosos cristianos y miles de paganos. De este martirio quedan numerosos testimonios, incluso de un anticatólico —trabajador de la compañía inglesa de Hirado, quien también describe la muerte y oración de Tecla con sus hijos— y de los archivos civiles japoneses. El martirio fue divulgado de inmediato en Occidente, gracias a la carta anual de Rodrigues Giram, del año 1619 —el mismo año del martirio—, que tomó los datos de la relación del padre Benito Fernández, mártir dos años después.


8) Familia
Kagayama-Ogasawara (18 miembros), en Kokura (1619), Hiji (1619) y Kamamoto (1636), diócesis de Fukuoka y Oita

Diego Kagayama, noble samurai, que era gobernador de Kokura, murió decapitado el 15 de octubre de 1619, con su primo y yerno Baltasar, este con su hijo Diego, de 4 años. Fueron decapitados, por orden del "daimyó" Hosokawa Tadaoki, el mismo día (15 de octubre de 1619), en distinto lugar (Kokura y Hiji respectivamente). El samurai Diego marchó descalzo hacia el lugar del suplicio, encargó dar sus vestidos de fiesta a un pobre y murió orando y arrodillado con un crucifijo en la mano. Baltasar explicó a los verdugos el porqué de su alegría al morir defendiendo la fe y oró antes de ser decapitados él y su hijo pequeño.

Los dieciocho mártires murieron por no querer apostatar de la fe, en actitud de oración. Pertenecían a una cristiandad, la de Buzen, muy numerosa —quizá unos tres mil cristianos— y muy bien formada. Los miembros de la familia samurai Kagayama-Ogasawara eran fieles a las autoridades superiores y colaboraron en sus empresas, pero no quisieron abandonar la fe, a pesar de las promesas, amenazas y castigos.

La familia Ogasawara Gen'ya (él con su esposa Miya, nueve hijos y cuatro sirvientes) fueron decapitados en Kumamoto, año 1636. Después del martirio de sus parientes —familia Kagayama— habían sufrido destierro y prisión, confesando su fe cristiana ante todo género de amenazas. Clandestinamente recibieron ayuda espiritual y sacramentos, especialmente por parte del futuro mártir japonés padre Julián Nakaura. De los esposos Ogasawara y Miya Kagayama, y de algunos de sus hijos mártires, se conservan cartas, escritas desde la cárcel, que reflejan claramente sus actitudes martiriales y las de toda la familia. Después de pasar cuarenta días en la cárcel, el 30 de enero de 1636 los esposos con sus nueve hijos y cuatro sirvientes fueron todos decapitados en el patio del templo budista Zengo-In de Kumamoto. Posteriormente se ha descubierto la tumba de la familia Ogasawara, y se han hallado dieciséis cartas, a modo de testamento, escritas desde la cárcel, donde aflora la actitud martirial cristiana ante la incomprensión de sus parientes.


9) Juan
Hara Mondo No Suke, mártir de Edo (1623), hoy diócesis de Tokio

El samurai Juan Hara Mondo es el único que pudo ser escogido, entre los cuarenta y siete laicos que, junto con tres religiosos, fueron quemados vivos en la colina de Shinagawa, a la entrada de Tokio, en la presencia de una inmensa muchedumbre y de numerosos "daimyós", que acudieron a Edo (Tokio) de todo Japón, para celebrar el inicio del gobierno del nuevo shôgun, Tokugawa Yemitsu, que había dado la orden de eliminar a todos los cristianos. Era el 4 de diciembre de 1623. Además de los cuarenta y siete laicos, de los que se destaca como representante Juan Hara Mondo, había en el mismo grupo tres religiosos: un franciscano y dos jesuitas, que ya fueron beatificados en 1867, juntamente con otros doscientos cinco.

El samurai Hara Mondo procedía de familia enlazada con el emperador Kammu (782-805). Nació en 1587. Servía como paje del shôgun Tokugawa, se bautizó en Osaka cuando tenía unos trece años. En su primera juventud fue acusado de faltas graves dentro de la corte, pero luego consta que vivió una vida cristiana ejemplar. Se han documentado los detalles más importantes de su vida. El shôgun Tokugawa Ieiasu, hacia 1612 había iniciado abiertamente la persecución, intentando hacer apostatar a sus vasallos cristianos.

Ya en 1612, Juan Hara Mondo, por no querer renunciar a su fe, recibió la orden de destierro, pero se ocultó para poder propagar el cristianismo. En 1615 fue descubierto, encarcelado y condenado. Le imprimieron en la frente con hierro candente una cruz y le mutilaron los dedos de manos y pies. Pudo todavía vivir oculto y sirviendo espiritualmente a la comunidad cristiana, desde una leprosería. En 1623 fue delatado y, junto con otros cristianos, condenado a morir en la hoguera. Todos murieron "invocando los santísimos nombres de Jesús y María" y "no hubo entre ellos quien se moviese".


10) Mártires de Hiroshima: Francisco
Tóyama Jintaró, Matías Shóbara Tchizaemon, Joaquín Kuroemon (1624)

De entre un gran número de mártires de Hiroshima, de algunos de los cuales se desconocen los nombres, se han escogido estos tres más documentados, todos ellos martirizados por no querer apostatar.

Francisco Tóyama era noble samurai, cristiano de vida muy ejemplar, que "tenía ofrecida su vida a Dios", uno de los cinco firmantes de la carta a Pablo V en la que prometían fidelidad. Su ejemplo cristiano influyó en la conversión de muchos. Por no querer apostatar, murió decapitado en su casa el 16 de febrero de 1624, después de recibir los sacramentos, teniendo en sus manos un crucifijo, mientras oraba ante un cuadro de la Virgen atribuida a san Lucas (copia de la de Santa María la Mayor). Unas horas antes de morir, escribió una carta alentando a otro encarcelado, Matías Shóbara, donde manifiesta claramente su disponibilidad martirial.

Matías Shóbara, mientras era guardián en la cárcel, fue bautizado por uno de los presos, futuro mártir, el jesuita padre Antonio Ishida. De camino hacia el lugar del martirio, iba rezando el rosario y explicando a la gente la doctrina cristiana; murió crucificado, después de ser atormentado para hacerlo apostatar (17 de febrero de 1624). Antes del martirio, todavía pudo responder a la carta de Francisco Tóyama (ver arriba), donde manifiesta sus actitudes martiriales.

Joaquín Kuróemon, hombre del pueblo, era catequista encargado de las obras de misericordia y de la animación de la comunidad. Por este motivo fue condenado a morir en cruz. Marchó con alegría al lugar del martirio, orando y exhortando a aceptar la fe cristiana. Fue alanceado en la cruz el 8 de marzo de 1624.


11) Mártires del monte
Unzen, Nagasaki, 1627

Son un grupo de veintinueve, todos ellos indicados con sus nombres y datos concretos. Destacan el samurai Pablo Uchibori, con sus tres hijos, y el anciano señor ("tono") de la aldea Hachirao, Pablo Onizuka, padre del mártir beato Pedro Onizuka, s.j., quemado vivo en 1622. Pero los veintinueve mártires se distribuyen en tres grupos, según la fecha del martirio: 21 de febrero, 28 de febrero y 17 de mayo de 1627.

Casi todos habían sufrido anteriormente cárcel y torturas. Algunos son descendientes o familiares de mártires. Otros mueren con su esposa e hijos. Algunos eran catequistas o jefes de aldeas, o habían hospedado a los misioneros ocultos, arriesgando su propia vida.

A los tres hijos de Pablo Uchibori, antes de matarlos y arrojarlos al mar (21 de febrero de 1627), les cortaron los dedos de las manos, ante su padre y ante un gran grupo de condenados al martirio, para presionarlos a apostatar. El niño Ignacio Uchibori, de cinco años, sufrió la mutilación con gran serenidad, levantando sus dedos y mano mutilada y sangrienta, con la admiración de todos los presentes. Con ellos murió del mismo modo, con los dedos mutilados y arrojada al mar, Gracia, esposa de Tomás Soxin, porque no quiso renegar de la fe; también mataron allí mismo, arrojándolos al mar, a otros doce.

Cinco de los veintiséis mártires de la presente lista, martirizados en los sulfatos del monte Unzen —en dos grupos y fecha distinta: 28 de febrero y 17 de mayo— son firmantes, entre otros doce, de la carta dirigida anteriormente a Pablo V (18 de octubre de 1620), expresando su disponibilidad de "ofrecer nuestras vidas en testimonio de Cristo y de la santa Iglesia romana... Nada tenemos tan grabado en el corazón como el padecer el martirio, cuando la ocasión se ofrezca, con la gracia de Dios".

El samurai Pablo Uchibori, ya desde las torturas en la cárcel y durante los tormentos de los sulfatos, animaba a todos sus compañeros a perseverar en la fe, mientras él y otros eran torturados y mutilados en rostro y manos. Murió diciendo: "Alabado sea el Santísimo Sacramento". De él se conserva una carta escrita desde la cárcel, en la que explica el martirio de otros mártires anteriores y su propia disponibilidad martirial por amor a Cristo: "Deseo padecer por su amor".

Todos murieron orando, fuertes en la fe y con alegría, a veces dejando escritas, durante el trayecto hacia el martirio, expresiones poéticas de despedida, como hicieron los mártires Joaquín Mine y Bartolomé Baba con esta afirmación: "Hasta ahora creía que el cielo estaba muy lejos; ahora, viéndolo tan cerca, me llena de alegría". El samurai Juan Marsutake murió orando: "¡Señor Jesús, no me dejéis de vuestra mano!". Los testigos han dejado constancia de la actitud martirial de todos.


12) Los cincuenta y tres mártires de
Yonezawa, hoy diócesis de Niigata. Luís Amagasu y cincuenta y dos compañeros, año 1629

La comunidad cristiana de Yonezawa, ciudad situada al norte del Japón, en los "reinos del norte", fue iniciada por un samurai cristiano bautizado en Edo (Tokio). Desde su hogar cristiano, fue expandiendo la fe por toda la comarca, predominantemente budista, con la ayuda de algún misionero escondido o que pasaba para administrar los sacramentos. Dos son los samurais que encabezan el grupo: Luis Amagasu Uyemon y Pablo Nizhihori Shikibu. Sus esposas e hijos colaboraron en la evangelización entre amigos y conocidos, convirtiendo también a algunos bonzos, y permanecieron firmes durante el martirio. Los misioneros ocultos o de paso, dejaron constancia de los hechos por medio de cartas y relaciones.

El grupo de los cincuenta y tres mártires, todos ellos seglares, se divide por familias —esposos, hijos y sirvientes— y por lugar de procedencia. De todos ellos se conserva el nombre y otros datos esenciales: edad, etc. Entre ellos, hay ancianos y jóvenes, esposos y muchos niños pequeños, de entre uno y trece años de edad.

Los cincuenta y tres mártires fueron sacrificados en la misma fecha, el 12 de enero de 1629, conforme iban llegando los grupos al lugar del suplicio. No hubo encarcelamiento ni fugas. Murieron todos dando testimonio cristiano, en medio del silencio y las lágrimas de amigos y conocidos, cristianos y paganos. El shôgun Yemitsu, desde Edo, había dado la orden de eliminar a los cristianos, pero fue el "daimyó" Uesugi Sadakatsu de Yonezawa, quien llevó a cabo la orden. A todos se les ofreció la libertad si apostataban.

El primer grupo en ser sacrificado fue el del samurai Nishihori, decapitado con toda su familia y sirvientes (esposas y niños pequeños). Al recibir la noticia de que serían ejecutados, se vistieron de fiesta, tomaron su rosario y pasaron en oración las últimas horas. El camino hacia el lugar del martirio estaba cubierto de nieve. Antes de ser decapitados, todos besaron un medallón del Santísimo Sacramento, presentado por un cristiano, repitiendo tres veces: "Alabado sea el Santísimo Sacramento".

El samurai Pablo Nishihori había instruido y bautizado a cuatro no cristianos la víspera de su martirio. Antes de ir al lugar del suplicio, tomó un dibujo de la Virgen y lo puso en la funda en lugar del puñal, además de colocarse el rosario al cuello. De otros grupos se van narrando detalles de delicadeza, alegría, vida familiar y espiritual antes del martirio y en el mismo martirio.

De todos los grupos también se dan detalles precisos, con la edad de los niños y el grado de parentesco. Son familias enteras alentándose mutuamente para dar testimonio de fe, orando, predicando la fe, ofreciéndose en sacrificio...

La niña Tecla, de trece años, hija del samurai Simón Takahashi, escapó de quienes la querían hacer apostatar y corrió hacia donde se habían llevado a su padre; llegando al lugar donde la nieve estaba teñida de sangre, se quitó las botas de paja para acercarse con respeto y unirse al martirio de su padre; los dos oraron antes de ser decapitados. Ignacio Iida arregló la cabellera de su esposa antes de ser decapitada juntamente con él. Miguel A. Osamu, de trece años, hijo de Antonio Anazawa, mientras oraba, se arregló él mismo el cabello para ofrecer su cuello desnudo al verdugo. Cándido Bozo, de catorce años, defendió su fe ante las repetidas ofertas de libertad si apostataba, diciendo: "Si para vivir he de apostatar, no quiero la vida".


13) Mártires de la colina
Nishizaka, Nagasaki, año 1633: Miguel Kusuriya, Nicolás Nagawara Keyan Fukunaga, s.j., y Julián Nakaura Jingoró, s.j.

Miguel Kusuriya, laico, ha sido llamado "el buen samaritano de Nagasaki", por estar dedicado a las obras de misericordia para con los pobres, así como con las viudas y los huérfanos de los mártires. Subió a la colina cantando el "Laudate Dominum". Le pusieron en la espalda una banderola con el motivo de la condena: por ser cristiano y haber prestado ayuda a los cristianos. Murió quemado vivo el 28 de julio de 1633. Son muchos los testigos que dejaron escritos los detalles del martirio.

Nicolás Nagawara Keyan Fukunaga, de familia de samurais, hermano jesuita, se dedicaba a la predicación y catequesis. Son numerosos los detalles de su vida que se encuentran en los documentos de la época. Es el primer misionero que murió en el tormento llamado de la fosa: colgado, con la cabeza metida en un hoyo, durante varios días. Murió durante el tormento (28-31 de julio de 1633) predicando e invocando a la Virgen; tal vez, según testigos, experimentando una aparición o locución de María.

Julián Nakaura Jingoró, sacerdote jesuita, había sido uno de los niños enviados a Roma en 1582, de parte de los "daimyós" cristianos. Es una figura japonesa, símbolo del intercambio cultural entre Oriente y Occidente. Se dedicó a la evangelización en medio de grandes peligros, como misionero oculto, durante muchos años. Le llevaron a la colina Nishizaka, con las manos atadas a la espalda y en compañía de un grupo de misioneros jesuitas y dominicos. Murió en el tormento de la fosa (18-21 de octubre de 1633), confesando su fe, diciendo: "Este gran dolor, por amor de Dios". Son muchos los testigos de su martirio en todos sus detalles.

Las autoridades civiles quisieron dar publicidad a los martirios, para atemorizar y conseguir apóstatas entre los cristianos. Por esto, fueron muchos los testigos de los hechos, especialmente portugueses comerciantes (algunos jóvenes nacidos en Nagasaki, que conocían bien el japonés).


14) Diego
Yuki Ruosetsu, s.j., martirizado en Osaka, 1636

El padre Diego Yuki, sacerdote japonés, era en 1621 el único misionero estable en Japón central (cerca de Kyoto, Osaka). Había pronunciado sus primeros votos en la Compañía de Jesús cuando fueron crucificados en Nagasaki san Pablo Miki y compañeros (año 1597). Diego Yuki se formó en Macao junto con futuros mártires, como el beato Antonio Ishida. Antes de adentrarse como sacerdote en Japón, escribió una carta al padre general, donde aflora su actitud martirial.

Ordenado sacerdote en 1615, fue misionero oculto en Japón desde 1616 hasta su martirio en 1636, animando y confortando con los sacramentos a los cristianos perseguidos. Una carta del padre Yuki, del 18 de diciembre de 1625, describe con detalle la situación de la comunidad eclesial en aquel ambiente persecutorio.

El padre Diego Yuki, apresado en Osaka, lugar de su apostolado, fue condenado a morir en la fosa (Osaka, febrero de 1636); afirmó siempre su fe, sin delatar a sus colaboradores ni a los cristianos que le habían albergado; de haberlos delatado, hubiera sido señal de apostasía y le hubieran liberado. Los testigos ofrecen testimonio fehaciente de su actitud martirial, sin callar la defección de otros. Con él murió su catequista Miguel Soan.


15) Tomás de San Agustín,
o.s.a., Kintsuba Jihyoe, 1637, diócesis de Nagasaki

El padre Tomás de San Agustín pertenecía a familia de mártires; así se afirma de sus padres, León y Clara. Fue ordenado sacerdote en 1626 ó 1627 en Manila, en la Orden de San Agustín. Logró introducirse en Japón (Nagasaki), el año 1631, después de varios intentos y de un naufragio. Realizó su apostolado primero disfrazado de samurai, pudiendo así asistir a los cristianos detenidos en la cárcel, donde estaba preso también su superior, el mexicano Bartolomé Gutiérrez; muchos de ellos ya fueron beatificados por Pío IX. Luego, disfrazado de diversas maneras y escondido en lugares desconocidos y abruptos, lograba atender a los cristianos perseguidos. Las autoridades civiles organizaban verdaderas y costosas cacerías por los montes, pero le descubrieron cuando atendía a los cristianos en Nagasaki.

Fue apresado el 1 de noviembre de 1636, por ser cristiano y sacerdote. Por estos mismos motivos y por no querer delatar a sus protectores, sufrió martirio con refinados tormentos en la cárcel, intentando hacerle apostatar; pero el mártir proclamaba siempre su fe. Sufrió el martirio de la "horca y fosa" ya una primera vez los días 21-23 de agosto, llevándolo de nuevo a la cárcel para que apostatara. Nuevamente fue puesto en la "horca y fosa" el 6 de noviembre de 1637, cuando murió, junto con otros cristianos. Mostró gran fortaleza. Cuando lo llevaban al lugar del martirio, la colina de los mártires de Nagasaki, amordazado para que no predicara, no pudieron impedir que mostrara con gestos su adhesión a la fe.

Su nombre ha quedado ligado durante siglos a dos lugares ahora famosos (uno cerca de Nagasaki y otro en los montes), donde él atendía a los cristianos, desbaratando la búsqueda de los perseguidores. Su recuerdo y su martirio se conservaron durante siglos por parte de los cristianos ocultos.


16) Pedro
Kibe Kasui, s.j., mártir en Edo (Tokio), 1639

Constan con precisión los datos más importantes de la vida de este mártir japonés, que encabeza la lista de los 188 mártires. De joven era catequista y, con un grupo de catequistas también japoneses, acompañó en el exilio a los jesuitas hacia Macao, cuando estos fueron desterrados (1614). Debido a las circunstancias del momento, y a la opinión de algunos misioneros, no se permitía ordenar sacerdotes a jóvenes japoneses. Los catequistas se fueron dispersando: algunos volvieron al Japón para continuar como catequistas; cinco de ellos ya han sido beatificados como mártires de Nagasaki; otros marcharon a Manila para ingresar en los dominicos o en los agustinos.

Pedro, que en 1606 había hecho el voto privado de ingresar en la Compañía, por amor a su vocación y junto con otros compañeros, todos aconsejados por algunos superiores, emprendió el viaje a Roma, en medio de grandes dificultades, siguiendo la ruta de la seda, por Persia, Goa, Jerusalén. En Roma estudió teología, se ordenó sacerdote y entró en la Compañía como novicio. Continuó el noviciado en Portugal, donde hizo la profesión religiosa. Reemprendió el viaje, con otros veintitrés misioneros, hacia el Japón, viaje que duró seis años, en medio de dificultades, enfermedades, naufragios, para entrar en su patria el año 1630. Misionó en la clandestinidad primero en Nagasaki, hasta 1633, y luego pasó a las regiones del norte, Oshu y Dewa.

En 1638 fue apresado, con algunos de sus catequistas, en el reino de Sendai y luego llevado a Edo (Tokio) donde fue interrogado por el gran perseguidor, el shôgun Tokugawa Yemitsu, quien cerraría las puertas del Japón al resto del mundo. Un apóstata, padre Ferreira, intentó hacerles apostatar, pero Pedro animó a todos a la perseverancia en la fe. Después de diversos tormentos, fue martirizado en la "horca y fosa" y quemado a fuego lento, en Edo, en julio de 1639, juntamente con dos de sus catequistas, a quienes el padre Pedro exhortó a perseverar en la fe, hasta que a él, para reducirlo al silencio, le acabaron de matar; tenía cincuenta y dos años.


La clave de la perseverancia y su significado actual

La aprobación del martirio de estos 188 mártires es una óptima oportunidad de renovación eclesial y de evangelización, después de haber celebrado el V centenario del nacimiento de san Francisco Javier (1506-2006), que dio inicio a la evangelización del Japón, al llegar a esas tierras tan martiriales y tan marianas, el día 15 de agosto de 1546, Asunción de María.

Este evento es de suma actualidad eclesial, no sólo para Japón. Al mismo tiempo, suscita un cuestionamiento y presenta un reto a todas nuestras comunidades actuales y a cada creyente en particular: ¿Estamos preparados como estos mártires para afrontar las situaciones actuales de cierto rechazo a los valores de la fe cristiana?

San Cipriano, en los tiempos martiriales del siglo III y en un ambiente de persecución y de molestias de todo tipo, instaba a adoptar una actitud de "no anteponer nada al amor de Cristo". La instancia de aquel mártir y santo obispo de Cartago sigue siendo apremiante e insoslayable.

El ejemplo de los mártires japoneses es un testimonio imborrable de "fidelidad a Cristo y a la Iglesia de Roma". Es la afirmación que algunos de ellos, cristianos de la península de Shimabara, dejaron escrita en la carta enviada a Pablo V el 18 de octubre de 1620. De los doce firmantes de la carta, cinco serían mártires en las aguas sulfurosas del monte Unzen (Nagasaki).

Muchos de estos mártires se habían alimentado con la relativamente abundante lectura espiritual, impresa en japonés ("Imitación de Cristo", meditaciones de los Ejercicios, "Historia de la pasión"), y todos vivían una intensa vida sacramental (confesión y Eucaristía, gracias a los misioneros ocultos) y mariana (rosario, imágenes, medallas), como vivencia del Bautismo. La imprenta se había introducido en Japón el año 1590, para editar libros religiosos, además de estudios sobre idiomas. El libro de la "Imitación de Cristo" tenía edición japonesa en Amakusa y Nagasaki.

Algunas cartas, escritas por los mártires desde la cárcel, fueron una gran ayuda para perseverar en la fe y afrontar el martirio. En esas cartas se refleja la situación dolorosa de las cárceles y el ambiente de oración y alegría que se mantenía en ellas. La "Hermandad de la Misericordia", radicada en Nagasaki, se dedicaba a la acción caritativa.

La comunidad eclesial los arropaba, en todos los sentidos, desde el compartir familiarmente los bienes, hasta el acompañamiento hacia el lugar del suplicio, en medio de cantos y oraciones. Precedentemente al martirio, las comunidades se agrupaban por cofradías, de piedad, de catequesis o formación y de caridad. Una comunidad eclesial fruto de tantas "lágrimas" tenía asegurado un porvenir de fidelidad martirial. Se puede afirmar que las comunidades actuales del Japón son fruto de aquellas lágrimas del pasado y que, por tanto, tienen asegurada la fecundidad espiritual y apostólica si se abren a esta nueva gracia fruto de innumerables mártires, casi todos desconocidos.

Como caso concreto, cabe recordar que en Arima había la Congregación Mariana llamada de los mártires, que en el año 1612 afiliaba a más de tres mil cristianos. En sus reglas se comprometían a aceptar el martirio. En la Congregación se habían integrado algunos arrepentidos de sus fallos anteriores, es decir, que habían simulado una especie de apostasía. La Congregación Mariana estaba fundada en varias localidades.

Las familias cristianas se animaban mutuamente a perseverar en la fe. El martirio sería la prueba de amor a Cristo crucificado. "Las madres enseñaban a los hijos pequeños cómo tenían que descubrirse el cuello de la yukata o del kimono, cómo poner las manos y mirar al cielo, qué oraciones jaculatorias debían decir cuando llegase el momento supremo" (El Martirologio del Japón, p. 838).

Los niños eran adoctrinados para anunciar el Evangelio por las calles. Esta acción catequética y misionera llegaba a donde no podían llegar los misioneros. Esta misión infantil estimuló a los adultos a profundizar la fe. A su vez, los recién convertidos eran fervientes anunciadores. A veces hubo conversiones masivas espontáneas.

En 1615 circulaba el libro "Exhortaciones para el martirio", compuesto por los misioneros para alentar a los cristianos. Para superar el fervor imprudente de algunos, se llegó a la conclusión de no provocar positivamente a los perseguidores. Las cartas escritas desde la cárcel servían de estímulo. Los testimonios de mártires y sus reliquias, cuando podían conseguirse, eran una preparación para el martirio.

Los cristianos eran asiduos a la catequesis postbautismal, que les llevaba siempre a la celebración sacramental y a la caridad. Había algunos catequistas, como el ciego Damián, mártir, que exponían los temas con su arte musical y narrativa. Practicaban la devoción a las imágenes de la pasión, especialmente la cruz, y de María, como puede verse en pinturas de la época, ahora en los museos del Japón. En el museo de la universidad estatal de Kyoto se puede ver uno de estos cuadros, del año 1611, anónimo, de la cofradía del Santísimo Sacramento de Nagasaki, encontrado en 1930. En torno a la Eucaristía están dibujados los misterios del rosario.

La pasión del Señor, meditada con el rezo del Rosario, y especialmente celebrada en el sacrificio eucarístico, era fuente de audacia. La referencia a la cruz o a sus signos es frecuente durante la cárcel o el martirio cruento.

No era raro que la comunidad cristiana, y las masas del pueblo, acompañasen a los mártires, puesto que los perseguidores querían dar publicidad al caso con el objetivo de suscitar escarmiento. Así se explica que frecuentemente los mártires eran acompañados con cantos y velas encendidas. Por esta misma razón, fueron numerosos los testigos que dejaron por escrito su testimonio.

A veces los cristianos podían recoger algunas reliquias, que los perseguidores intentaban hacer desaparecer. Pero, en su mentalidad japonesa, el lugar donde habían dado la vida era más importante que las reliquias.

Como caso concreto, que refleja este ambiente de una comunidad cristiana martirial, podemos recordar a Francisco Tóyama (Hiroshima, 1624), que era noble samurai, cristiano de vida muy ejemplar, y que "tenía ofrecida su vida a Dios". Había sido uno de los cinco firmantes de la carta a Pablo V, en la que prometían fidelidad a Dios y a la Iglesia. Su ejemplo cristiano influyó en la conversión de muchos. Por no querer apostatar, murió decapitado en su casa el 16 de febrero de 1624, después de recibir los sacramentos, teniendo en sus manos un crucifijo, mientras oraba ante un cuadro de la Virgen atribuida a san Lucas, copia de la de Santa María la Mayor.

La perseverancia de tantos mártires es una gracia y un misterio. Pero hay que recordar que la comunidad cristiana se había preparado por medio de una catequesis organizada y permanente, la frecuencia de los sacramentos, y la dedicación a la caridad. Hay que notar que eran frecuentes las visitas de catequistas y misioneros escondidos e itinerantes. La costumbre de pasar la noche orando en la cárcel, antes de la muerte, era una continuación de una vida cristiana ejemplar. La vida familiar e intercomunitaria que se había llevado anteriormente, se continuaba con alegría y piedad durante el encarcelamiento antes del martirio.

Juan Esquerda Bifet en L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de noviembre de 2008, p. 10.


fuente: «L`Osservatore Romano»



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jueves 31 Julio 2014
San Pedro Crisólogo

San Pedro Crisólogoobispo y doctor de la Iglesia
Cerca de Foro Cornelio (hoy Imola), en la misma vía Flaminia, tránsito de san Pedro Crisólogo, obispo de Ravena, del que se hizo memoria ayer.
La vida de Pedro, arzobispo de Rávena, llamado «Crisólogo» (es decir: de palabra áurea, de excelente predicación) desde el siglo IX, es mal conocida. De él habla el Liber Pontificalis y una biografía poco de fiar, obra de Agnello de Ravena (siglo IX). Por estas fuentes y por lo que de su obra se deduce, sabemos que Pedro nació en Imola hacia el 380, fue nombrado metropolita de Rávena entre el 425 y el 429 (ciertamente, antes del 431, fecha de una carta que le escribe Teodoreto), estuvo presente el 445 al fallecimiento desan Germán de Auxerre y tres o cuatro años después escribió a Eutiques, presbítero de Constantinopla, que había recurrido a él después de su condenación por obra de Flaviano, invitándolo a someterse a las decisiones de León, obispo de Roma, «quoniam beatus Petrus, qui in propia sede et vivit et praesidet, praestat quarentibus fidei vertiatem» (Ep ad Eutychen: PL 54,743: «Porque el bienaventurado Pedro, que en su sede vive y preside, otorga la verdad de la fe a los que buscan.»). Falleció entre el 449 y el 458 (fecha de una carta de León a su sucesor Neón), probablemente, el 3 de diciembre del 450, quizás en Imola [aunque en al actualidad se tiende a considerar como fecha más probable el 31 de julio].

Gracias a las pacientes investigaciones de A. Olivar, hoy es posible conocer con exactitud la producción auténtica de Pedro Crisólogo, que comprende una carta (ya mencionada), 168 sermones de la Collectio Feliciana (siglo VIII) y 15 «extravagantes» (escritos no clasificados). Otros escritos, como el célebre Rollo de Rávena, colección de oraciones de preparación a la Navidad (s. VII), no pueden ser tenidos por auténticos. Los sermones, a los que Pedro debe su celebridad, se distinguen por la esmerada preparación de un orador dotado de una cultura discreta y por el calor humano y el fervor divino de un santo varón. La condición peculiar de Rávena, sede de la corte imperial y ciudad marinera, explica la frecuencia de ejemplos tomados de la vida de la corte y de la vida militar y marinera, aunque no faltan ejemplos de la vida rural. «Entre los escritores del siglo V, pocos superan a Pedro Crisólogo en elegancia», en sus sermones nos ha legado «páginas de genuina elocuencia, enérgica y eficaz» (Moricca).

El contenido de los sermones es variado, muchos son homilías sobre textos evangélicos, otros, sobre San Pablo, los Salmos, el símbolo bautismal, el padrenuestro o en conmemoración de santos y exhortaciones a la penitencia. Pedro Crisólogo, comentando la Biblia o exponiendo los temas que le sugerían las celebraciones litúrgicas, documenta ampliamente las inquietudes teológicas de su época. Su predicación, en efecto, no refleja sólo la doctrina latina sobre la encarnación como se profesaba entre Éfeso y Calcedonia, sino que es, asimismo, testimonio de la postura católica en las cuestiones sobre la gracia y la vida cristiana. Cuando reconoce claramente el primado del obispo de Roma (además de la carta a Eutiques, cf Serm 78), Pedro es, sin duda, portavoz del sentir común de los obispos de Italia. Su considerable actividad como predicador nos ha legado una documentación inestimable sobre la liturgia de Rávena y sobre la cultura de esa ciudad, etapa obligada entre Roma y el norte de Italia. Ningún obispo de su tiempo nos ha facilitado un cuadro tan completo de la celebración del año litúrgico. Por su actitud contra la resistencia que aún oponía el paganismo en su agonía y por su polémica contra la comunidad judia de su ciudad, Pedro Crisólogo representa la actitud pastoral del episcopado de la Iglesia imperial de su tiempo. Fue declarado Doctro de la Iglesia por SS. Benedicto XIII en 1729.

Artículo, con muy pocos cambios, tomado del tomo III del Curso de Patrología de Quasten-Di Berardino, BAC, 1981, pág 701-2; ver amplia bibliografía allí mismo. En el Oficio de Lecturas, a lo largo del año, se utilizan muchos textos del santo, sirvan estos tres como muestra de su pensamiento y estilo: Martes de la IV de PascuaSábado, XXIX semana del Tiempo Ordinarioen la celebración de su memoria.
fuente: J. Quasten: Patrología


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jueves 31 Julio 2014

San Ignacio de Loyola



San Ignacio de Loyola, presbítero y fundador

Memoria de san Ignacio de Loyola, presbítero, el cual, nacido en el País Vasco, en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje hasta que, herido gravemente, se convirtió a Dios. Completó los estudios teológicos en París y unió a él a sus primeros compañeros, con los que más tarde fundó la Orden de la Compañía de Jesús en Roma, donde ejerció un fructuoso ministerio escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios.
San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a mejorar, aunque la convalescencia duró varios meses. No obstante la operación, la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.

Con el objeto de distraerse durante la convalescencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar sus pecados.

Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalescencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios Espirituales». Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. AqueIla experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.

En febrero de 1523, Ignacio partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare» se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.

Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528. Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.

Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignació partió de París en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de «La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propitius ero (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.

Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.

Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.

En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignació ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda. Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamenle y de formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino».

La prudencia y caridad del gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios». A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.

Durante los quince años que duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.

El amor de Dios era la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra cosa».

La publicación de Monumenta Historica Societatis Jesu ha puesto al alcance del público una inmensa cantidad de documentos. Ahí puede verse prácticamente todo lo que puede arrojar alguna luz sobre la vida del fundador de la orden. Particularmente importantes son los doce volúmenes de su correspondencia, tanto privada como oficial, y los memoriales de carácter personal que se han descubierto. Entre éstos se destaca el relato de su juventud, que san Ignacio dictó en sus últimos años, accediendo a los ruegos de sus hijos, a pesar de la repugnancia que ello le producía. Esa autobiografía está publicada en BAC. Es difícil recomendar qué bibliografía dejhar de la restante que trae Butler, ya que han pasado algunas décadas desde aquella publicaión y la actualidad, sin embargo, con esa limitación, copio los títulos que allí figuran, haciendo al salvedad de que seguramente hay estudios más actualizados sobre una personalidad tan relevante: La del P. de Ribadeneira [también editada en BAC] conserva su valor, ya que se trata de la apreciación personal de alguien que estuvo en contacto íntimo con el santo. El volumen I de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (1902) del P, Astráin es prácticamente la historia de la carrera y actividades del fundador. El P. Astráin publicó, además, un valioso resumen biográfico. Las biografías del P. H. J. Pollea (1922) y de Christopher Hollis (1931), muy diferentes entre sí, son excelentes. El P. J. Brodrick, dice, refiriéndose a las biografías escritas por H. D. Sedgwick (1923) y P. van Duke (1926): «Esas dos obras son, con mucho, las mejores biografías de San Ignacio que los protestantes han escrito hasta la fecha; desde el punto de vista histórico, son muy superiores a muchas biografías católicas"».

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI




Oremos  

Señor Dios, que suscitaste en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para que extendiera más la gloria de tu nombre, concédenos que, a imitación suya y apoyados en su auxilio, libremos
tambien en la tierra el noble combate de la fe, para que merezcamos ser coronados juntamente con él en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.



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  Santo(s) del día



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