Lunes 21 Abril 2014
San Conrado (Juan Evangelista) Birndorfer de Parzham
El testimonio de vida de este humilde capuchino nuevamente
pone de relieve que la santidad se alcanza en cualquier misión por sencilla que
sea. El dintel del convento y la campanilla que avisaba de la presencia de
alguien era el escenario cotidiano de Conrado. Ante todo recién llegado al
claustro de la ciudad bávara de Altötting con su cálida sonrisa y sencillez
dibujaba seductoras expectativas aventurando las bendiciones que podían
derramarse sobre ellos en el religioso recinto. Para un santo las contrariedades
son vehículos de insólita potencia que les conducen a la unión con la Santísima
Trinidad. Él sobrenaturalizó lo ordinario en circunstancias hostiles. Y
conquistó la santidad. No hicieron falta levitaciones, milagros, ni hechos
extraordinarios, sino el escrupuloso cumplimiento diario de su labor realizada
por amor a Cristo. En la portería que tuvo a su cargo durante más de cuatro
décadas no olvidó que franqueaba el acceso a su Divino Hermano, especialmente
cuando los pobres llegaban a él y les atendía con ejemplar caridad. Con
virtudes como la amabilidad, caridad y paciencia, fruto de su recogimiento,
forjaba su eterna corona en el cielo, aunque ni sus propios hermanos de
comunidad podían sospecharlo.
Nació en Venushof, Parzham, Alemania el 22 de diciembre de
1818 en el seno de una acomodada familia de labradores que tuvieron diez hijos,
de los cuales fue el penúltimo. Estos generosos progenitores, con sus prácticas
piadosas diarias realizadas en familia, le enseñaron a amar a Cristo, a María y
a conocer la Biblia. No era extraño que con ese caldo de cultivo siendo niño le
agradase tanto orar y sentirse feliz al hablar de Dios. Su madre advertía en el
pequeño una chispa especial cuando narraban las historias sagradas, y le
preguntaba: «Juan, ¿quieres amar a Dios?». La respuesta no se hacía esperar:
«Mamá, enséñeme usted cómo debo amarle con todas mis fuerzas». Creció
aborreciendo las blasfemias y el pecado. Poco a poco se vislumbraba su amor por
la oración. A esta edad fue manifiesta su inclinación por el espíritu
franciscano. A los 14 años perdió a sus padres y se convirtió en punto de
referencia para sus hermanos. Todos siguieron ejercitando las prácticas que
ellos les enseñaron. Juan, en particular, aprovechaba la noche para rezar y
realizar penitencias que muchas veces solían durar hasta el alba.
En 1837 inició su formación con los benedictinos de Metten,
Deggendorf. Pero se ve que lo suyo no era el estudio. En una visita que efectuó
al santuario de Altötting tuvo la impresión de que María le invitaba a quedarse
allí. Sin embargo, en 1841 se vinculó a la Orden Tercera de Penitencia (Orden
franciscana seglar). Dios le puso otras cotas que no supo interpretar y las
expuso a un confesor después de haber orado ante la Virgen de Altötting. El
sacerdote le dijo: «Dios te quiere capuchino». Repartió sus cuantiosos bienes
entre los pobres y la parroquia para ingresar en el convento de Laufen en 1851.
Tenía 33 años. Allí tomo el nombre de Conrado. Su noviciado estuvo plagado de
pruebas y públicas humillaciones que, pese a ser de indudable dureza, aún le
parecían nimias para lo que juzgaba merecía: «¿Qué pensabas? –se decía–,
¿creías que ibas a recibir caricias como los niños?». En esos días escribió
esta nota: «Adquiriré la costumbre de estar siempre en la presencia de Dios.
Observaré riguroso silencio en cuanto me sea posible. Así me preservaré de
muchos defectos, para entretenerme mejor en coloquios con mi Dios». Tras la
profesión fue destinado a la portería del convento de Santa Ana de Altötting,
noticia que le llenó de alegría. Era un lugar donde la afluencia de peregrinos
exigía la atención de una persona exquisita como él. En aquel pequeño reducto
se santificó durante cuarenta y tres años, viviendo el recogimiento en medio de
la algarabía creada por el constante ajetreo de los peregrinos. «Estoy siempre
feliz y contento en Dios. Acojo con gratitud todo lo que viene del amado Padre
celestial, bien sean penas o alegrías. Él conoce muy bien lo que es mejor para
nosotros […]. Me esfuerzo en amarlo mucho. ìAh!, este es muy frecuentemente mi
único desasosiego, que yo lo ame tan poco. Sí, quisiera ser precisamente un
serafín de amor, quisiera invitar a todas las criaturas a que me ayuden a amar
a mi Dios».
Un día advirtió una celdilla casi oculta debajo de la escalera.
Tenía una pequeña ventana que daba a la Iglesia. Y su corazón palpitó de gozo:
¡desde allí podía ver el Sagrario! Era un lugar oscuro y reducido. A fuerza de
insistencia consiguió que le dejaran habitarla y en esa morada siguió
cultivando su amor a Cristo crucificado y a María. Ayudaba a la sacristía y en
las primeras misas en el santuario. Sus superiores le autorizaron a comulgar
diariamente, algo excepcional en esa época. Nadie le oyó quejarse ni
lamentarse. Trataba con auténtica caridad a todos, especialmente a las personas
que intentaban incomodarle y socavar su admirable y heroica paciencia. Nunca
perdió la mansedumbre. «La Cruz es mi libro, una mirada a ella me enseña cómo
debo actuar en cada circunstancia». Fue un gran apóstol en la portería, el hombre
del silencio evangélico: «Esforcémonos mucho en llevar una vida verdaderamente
íntima y escondida en Dios, porque es algo muy hermoso detenerse con el buen
Dios: si nosotros estamos verdaderamente recogidos, nada nos será obstáculo,
incluso en medio de las ocupaciones que nuestra vocación conlleva; y amaremos
mucho el silencio porque un alma que habla mucho no llegará jamás a una vida
verdaderamente interior». Logró convertir a personas de baja calaña, hombres y
mujeres, que después se entregaron a Dios en la vida religiosa. En sus apuntes
espirituales se lee: «Mi vida consiste en amar y padecer […]. El amor no conoce
límites». Sintiéndose morir, tocó la puerta del padre guardián, diciéndole:
«Padre, ya no puedo más». Tres días más tarde, el 21 de abril de 1894,
falleció. Pío XI lo beatificó el 15 de junio de 1930, y lo canonizó el 20 de
mayo de 1934.
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