jueves 10 Abril 2014
Santa Magdalena de Canossa
Nació en Verona, Italia el 1 de marzo de 1774. Era la tercera
de seis hermanos. Se ha dicho en incontables ocasiones que el dinero no da la
felicidad. Así es. En este hogar se cumplía el aserto de que no es oro todo lo
que reluce. Magdalena conoció en él los vericuetos del sufrimiento. Perdió a su
padre, sufrió el abandono de la madre que contrajo nuevas nupcias, y se
abatieron sobre ella enfermedad e incomprensiones. Son los misteriosos caminos
de Dios que horada el corazón de sus dilectos hijos. Adecuarse a la voluntad
divina es, sobre todo, un acto de fe, ya que, por lo general, no se comprenden
los senderos y hechos que conducen a la unión con Él. A la santa le costó, pero
no eludió el compromiso al que fue llamada. Y a los 17 años hasta en dos
ocasiones intentó ser carmelita de clausura. Forzada a regresar a su hogar para
administrar la fortuna de la familia, cuando su tía se hallaba en trance de
muerte se ofreció a adoptar a su pequeño. Las circunstancias
histórico-políticas habían acrecentado el drama de los pobres. La Revolución
francesa y la hegemonía de distintos gobernantes opresores generó un importante
cúmulo de carencias que sepultaban a los débiles. Magdalena, mujer de oración,
vocación y empuje experimentó una indecible piedad por ellos. Y como la
aflicción es un activo que Dios pone en el corazón humano, se puso manos a la
obra. En los barrios marginales de Verona penetró la luz llevada de su ardiente
caridad. Palió hambre, falta de afecto, de formación… Su vida, vertebrada por
la Eucaristía, el amor a Cristo crucificado y a la Virgen Dolorosa, rezumaba
virtud. A su respetable familia le incomodaban sus públicos gestos en favor de
los oprimidos. Pero cuando el amor tiene tal intensidad como el que a ella le
animaba los muros caen derrocados. Y venció toda resistencia iniciando su obra
en 1808.
Se hallaba a la mitad de la treintena cuando dejó la comodidad
de palacio para instalarse en un barrio, el de S. Zeno, habitado por la
miseria. Y con un grupo de mujeres afines puso los pilares de las Hijas de la
Caridad Siervas de los Pobres, inaugurando con ellas el Instituto canossiano.
Las chicas más pobres fueron acogidas en el monasterio de san José. Abrió
varios frentes: escuelas, residencias para la formación de las docentes,
catequesis, asistencia a pobres y enfermos hospitalizados, ejercicios
espirituales dirigidos a mujeres de la nobleza, con la idea de impregnarlas de
la fe involucrándolas en acciones caritativo sociales. Pero era realista.
Escribió a una amiga suya en 1813 y le dijo: «Venecia es la ciudad de los
proyectos (...) son las necesidades que dan la oportunidad de proyectar, sin
luego poder conocer el éxito de los proyectos mismos...».
Guiada por el afán de cumplir la voluntad de Dios estaba
abierta a sus designios. «Me pareció voluntad de Dios que solo buscara vivir
completamente abandonada a su divina voluntad». Esta mujer que llevó la ternura
y la esperanza a los pobres fue, además, una excepcional formadora. Recta,
clara, misericordiosa, con tenacidad y rigor sostenía la vida espiritual de sus
hijas. Las cartas que les dirigió, al igual que sus Memorias y el diario
espiritual, revelan su grado de santidad. Preocupada y atenta a las necesidades
de todas nunca impuso nada. Haciendo acreedoras de su confianza a las
religiosas, con palpable humildad y espíritu de servicio, quería conocer su
juicio ante las necesidades apostólicas que surgían, seguía con minuciosa
atención su devenir, aconsejando el descanso y la visita médica pertinente, si
era el caso, el cuidado responsable de la salud, etc., dejando claro que nada
de ello formaba parte de la periferia de la vida. Pero el meollo de la misma, y
eso jamás lo olvidó, está en la santidad personal. Si todas eran santas, se
convertirían en grandes apóstoles y el carisma no sería estéril. «Hija mía
querida–decía en una de sus numerosas cartas–, el Señor te quiere santa y yo
también lo deseo, y mi deuda de madre y de madre que te ama es la de formar en
vos la santidad, y ésta jamás se podrá lograr sin sumisión, obediencia y
humildad […]. Para las obras del Señor, se necesitan humildad, abandono en
Dios, olvido del mundo y despojo universal […]. No te preocupes de las
habladurías del mundo, ni de las felicitaciones, ni de los reproches y atiendas
sólo a santificarte en el ejercicio de la obediencia, de la humildad y de la
búsqueda de Dios…». El auténtico amor a Dios y al género humano solo podían
brotar de la contemplación del Crucificado y de su Madre.
Tenía alma misionera y logró que el Instituto, cuyos miembros
se comprometían con plena disponibilidad a partir donde fuera preciso, se
extendiera por otras ciudades italianas. Tras su muerte sus hijas lo
expandieron por Oriente y América Latina. Cercano su fin, y después de
infructuosas gestiones efectuadas ante Rosmini y Provolo, en 1831 fundó el
Instituto de Hijos de la Caridad que había soñado en 1799. Murió el 10 de abril
de 1835. Su obra había sido aprobada en 1828. Pío XII la beatificó el 7 de
diciembre de 1941. Juan Pablo II la canonizó el 2 de octubre de 1988.
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Santo(s) del
día
San Ezequiel
Santa
Magdalena de Canossa
Mártires
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San Miguel
de los Santos
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San Terancio
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Beato
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