Sábado 17
Noviembre 2012
Santa
Isabel de Hungría
__DIA 322 _ SEMANA 46__
Su vida ha
sido entretejida de leyendas, fruto de la veneración, de la admiración y de la
fantasía, que plasman facetas importantes de su personalidad. Pero nos interesa
más la historia que se esconde detrás de las leyendas. Queremos conocer su
personalidad, su genio, su santidad única y provocativa. Las leyendas que
envuelven su persona son los colores vivos de su imagen, son la metáfora de los
hechos; no las podemos tampoco desechar.
¿Quién fue
Isabel? Una princesa de Hungría que nació en 1207, hija del rey Andrés II y de
Gertrudis de Andechs-Merano. Según la tradición húngara, nació en el castillo
de Sárospatak, uno de los preferidos por la familia real, al norte de Hungría.
Como fecha, la tradición suele indicar el 7 de julio. Podemos retener como
seguro sólo el año.
Siguiendo
los usos vigentes entre la nobleza medieval, Isabel fue prometida como esposa a
un príncipe alemán de Turingia. A la edad de cuatro años (1211), fue confiada a
la delegación germana que fue a recogerla en Presburgo, entonces la plaza
fuerte más occidental del reino de Hungría.
Fue educada
en la corte de Turingia, junto a los otros hijos de la familia condal y junto
al que sería su esposo, como era costumbre entonces. Se casó a los catorce años
con Luis IV, landgrave o gran conde de Turingia. Tuvo tres hijos. Enviudó a los
veinte años. Murió a los 24, en 1231. Fue canonizada por Gregorio IX en 1235.
Un récord de vida densa y crucificada, para escalar la santidad más elevada y
ser propuesta como ejemplo imperecedero de abnegación y entrega.
Hay un
malentendido arraigado entre el pueblo cristiano, debido a las leyendas y
biografías populares poco rigurosas, que sostienen que Isabel fue reina de
Hungría. Pues bien, jamás fue reina ni de Hungría ni de Turingia, sino princesa
de Hungría y gran condesa o landgrave de Turingia, en Alemania. Tradicionalmente
se representa a Isabel con una corona que usaba no como reina, sino como
princesa o gran condesa.
Las
compañeras y doncellas de Isabel nos cuentan que su peregrinación hacia Dios
empezó en la tierna infancia: sus juegos, sus ilusiones, sus oraciones apuntan
desde sus primeros años hacia un más allá.
En 1221, a
los 14 años, se casó con el landgrave Luis IV de Turingia. Luis e Isabel habían
crecido juntos y se trataban como hermanos. La boda tuvo lugar en la iglesia de
San Jorge de Eisenach.
Hasta 1227,
Isabel fue ejemplar esposa, madre y landgrave o gran condesa de Turingia, una
de las mujeres de más alta alcurnia del imperio.
Las
relaciones matrimoniales entre ellos no fueron según el estilo común de la
época, de ordinario marcadas por razones políticas o de conveniencia, sino de
afecto auténtico, conyugal y fraterno.
De casada,
Isabel dedicaba mucho tiempo a la oración en las altas horas de la noche, en la
misma cámara matrimonial. Sabía que se debía a Luis totalmente, pero había oído
ya la invitación del "otro esposo": "Sígueme". De este amor
con dos vertientes manaba, sin embargo, un profundo gozo y plena satisfacción,
no el conflicto de una escisión interior. Dios era el valor supremo e
incondicional que alentaba todos los otros amores al esposo, a los hijos, a los
pobres.
El milagro
de las rosas que ha tejido la leyenda, no expresa bien estas relaciones
matrimoniales. Cuando Isabel se vio sorprendida por su esposo con la falda
cargada de panes, no tenía motivo alguno para esconder sus propósitos
misericordiosos al marido. No tenía razón de ser que aquellos panes se
convirtieran en rosas. Dios no hace milagros inútiles.
Isabel tuvo
tres hijos: Germán, el heredero del trono, Sofía y Gertrudis; ésta última nació
cuando ya había muerto su esposo (1227), víctima de la peste, como cruzado
camino de Tierra Santa. Ella contaba solamente 20 años.
Con la
muerte de Luis, murió también la gran condesa y se acentuó la hermana
penitente. Se discute entre los biógrafos si fue echada del castillo de Wartburgo
o se marchó. La respuesta a su soledad y al abandono fue el canto de
agradecimiento que pidió entonar en la capilla de los Franciscanos, el Te Deum.
Isabel de
Hungría es la figura femenina que más genuinamente encarna el espíritu
penitencial de Francisco. Había ya numerosos penitentes franciscanos; muchos
hombres y mujeres del pueblo seguían la vida penitencial marcada por san
Francisco y predicada por sus frailes.
Los hermanos
menores llegaron a Eisenach, la capital de Turingia, a finales de 1224 o
principios de 1225. En el castillo de Wartburgo residía la corte del gran
ducado, presidida por Luis e Isabel.
La
predicación de los frailes menores entre el pueblo, predicación que habían
aprendido de Francisco de Asís, consistía en exhortar a la vida de penitencia,
es decir, a abandonar la vida mundana, a practicar la oración y la
mortificación, y a ejercitarse en las obras de misericordia. Este estilo de
vida lo describe Francisco en la Carta a todos los fieles penitentes.
Un tal fray
Rodrigo introdujo en la vida de penitencia a Isabel, ya predispuesta para los
valores del espíritu. Los testimonios de su franciscanismo, que aparecen en las
fuentes isabelinas, son innegables:
-- Consta
que Isabel cedió a los frailes franciscanos una capilla en Eisenach.
-- También,
que hilaba lana para el sayal de los frailes menores.
-- Cuando
fue expulsada de su castillo, sola y abandonada, acudió a los Franciscanos para
que cantaran un Te Deum en acción de gracias a Dios.
-- El
Viernes Santo día 24 de marzo de 1228, puestas las manos sobre el altar
desnudo, hizo profesión pública en la capilla franciscana. Asumió el hábito
gris de penitente como signo externo.
-- Las
cuatro doncellas, interrogadas en el proceso de canonización, también tomaron
este hábito gris. Esta "túnica vil", con la que Isabel quiso ser
sepultada, significaba que la profesión religiosa le había conferido una nueva
identidad.
-- El
hospital que fundó en Marburgo (1229) lo puso bajo la protección de san
Francisco, canonizado pocos meses antes.
-- El autor
anónimo cisterciense de Zwettl (1236), afirma que "vistió el hábito gris
de los Frailes Menores".
El empeño
demostrado por Isabel en vivir la pobreza, regalarlo todo y dedicarse a la
mendicidad, ¿no eran las exigencias de Francisco a sus seguidores?
Estos
testimonios vienen corroborados por otras fuentes que ilustran la vida
penitencial de Isabel, tales como las reglas y otros documentos franciscanos,
el Memoriale propositi o regla antigua de los penitentes, las semejanzas o
conformidades entre Isabel y Francisco.
En las
fuentes biográficas encontramos dos profesiones de Isabel y dos maneras de
hacer la profesión que estaban en uso entonces. Con la primera entró en la
Orden de la Penitencia, todavía en vida de su esposo. Con sus manos en las manos
del visitador, Conrado de Marburgo, prometió obediencia y continencia. Conrado
era un predicador de la cruzada, pobre y austero, probablemente sacerdote
secular. Isabel, con el consentimiento de Luis, lo eligió personalmente porque
era pobre. Los visitadores no tenían que ser necesariamente franciscanos. San
Francisco, en la Regla no bulada (1221), ordena que "ninguna mujer en
absoluto sea recibida a la obediencia por algún hermano, sino que, una vez
aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera" (1 R 12).
Con Isabel
profesaron además tres de sus doncellas o compañeras, que formaron una pequeña
fraternidad de oración y vida ascética bajo la guía de su superior-visitador
Conrado.
Después de
la muerte de Luis su esposo, las doncellas acompañaron a Isabel en su exilio
del castillo hacia el reino de los pobres. Fueron su aliento en las horas
amargas de soledad y abandono. Junto con ella emitieron una segunda profesión
pública el Viernes Santo de 1228, viniendo a formar así una fraternidad religiosa.
Sus doncellas recibieron como ella el hábito gris y se empeñaron en el mismo
propósito de testimoniar la misericordia de Dios; comían y trabajaban juntas,
salían juntas a visitar las casas de los pobres o a buscar alimentos para
repartirlos a los necesitados. Al regresar, se ponían a orar.
Se trataba
de una verdadera vida religiosa para mujeres profesas, sin clausura estricta y
dedicadas a una labor social: servicio a los pobres, marginados, enfermos,
peregrinos... Era una forma de vida consagrada en el mundo.
Pero la
aprobación canónica de semejante estilo de vida comunitaria femenina, sin
clausura estricta, tuvo que esperar siglos para ser reconocido por la Iglesia.
La vida en el monasterio era entonces la única forma canónica admitida por la
Iglesia para las comunidades religiosas de mujeres.
Isabel, sin
duda, supo coordinar ambas dimensiones de vida, la de la intimidad con Dios y
la del servicio activo a los pobres: "Mariam induit, Martham non
exuit", vistió el hábito de María, pero no se despojó del de Marta.
Hoy las
congregaciones femeninas de la TOR son unas 400, con más de cien mil religiosas
profesas, que siguen las huellas de Isabel en la vida activa y contemplativa, y
pueden llamarse sus herederas.
La breve
vida de Isabel está saturada de servicio amoroso, de gozo y de sufrimiento. Su
prodigalidad y trato con los indigentes provocaba escándalo en la corte de
Wartburgo; no encajaba en su medio. Muchos vasallos la tenían como una loca.
Aquí encontró una de sus grandes cruces: vivió crucificada en la sociedad a la
que pertenecía y entre aquellos que desconocían la misericordia.
En el
ejercicio pleno de su autoridad, cuando era todavía la gran condesa y en
ausencia de su marido, tuvo que afrontar la emergencia de una carestía general
que hundió al país en el hambre. No dudó en vaciar los graneros del condado
para socorrer a los menesterosos. Isabel servía personalmente a los débiles,
los pobres y los enfermos. Cuidó leprosos, la escoria de la sociedad, como
Francisco. Día tras día, hora tras hora, pobre con los pobres, vivió y ejerció
la misericordia de Dios en el río de dolor y de miseria que la envolvía.
En los
desventurados Isabel veía la persona de Cristo (Mt 25,40). Esto le dio fuerza
para vencer su repugnancia natural, tanto que llegó a besar las heridas
purulentas de los leprosos.
Pero Isabel
no sólo usó del corazón, sino también de la inteligencia en su obra
asistencial. Sabía que la caridad institucionalizada es más efectiva y
duradera. En vida de su marido, contribuyó en la erección de hospitales en
Eisenach y Gotha. Luego construyó el de Marburgo, la obra predilecta de su
viudedad. Para atenderlo fundó una fraternidad religiosa con sus amigas y
doncellas.
Trabajaba
con sus propias manos en la cocina preparando la comida, en el servicio de los
indigentes hospitalizados; fregaba los platos y alejaba las sirvientas cuando
éstas se lo querían impedir. Aprendió a hilar lana y a coser vestidos para los
pobres y para ganarse el sustento.
La santidad
aparece en la historia de la Iglesia como una locura, la locura de la cruz. Y
la de Isabel es una espléndida locura. En su vida brilla con singular esplendor
la virtud de la caridad. Su persona es un canto al amor, compuesto de servicio
y abnegación, volcado a sembrar el bien.
Se propuso
vivir el Evangelio sencillamente, sin glosa diría Francisco, en todos los
aspectos, espiritual y material. No dejó nada escrito, pero numerosos pasajes
de su vida sólo pueden entenderse desde una comprensión literal del Evangelio.
Hizo realidad el programa de vida propuesto por Jesús en el Evangelio:
-- El que
pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda por amor a mí o al
Evangelio, la recobrará (Lc 17,33; Mc 8,35).
-- Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mc
8,34-35).
-- Si
quieres ser perfecto ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme (Mt
19,21).
-- El que
ama a su padre, madre e hijos más que a mí, no puede ser digno de mí (Mt
10,37).
La ardiente
fuerza interior de Isabel brotaba de su relación con Dios. Su oración era
intensa, continua, a veces, hasta el éxtasis. La conciencia constante de la
presencia del Señor era la fuente de su fortaleza y alegría, y de su compromiso
con los pobres. Pero también el encuentro de Cristo en los pobres estimulaba su
fe y su oración.
Su
peregrinación hacia Dios está jalonada por gestos decididos de desprendimiento
interior hasta llegar al despojo total, como Cristo en la cruz. Al final de su
vida no le quedó para sí nada más que la túnica gris y pobre de penitencia, que
quiso conservar como símbolo y mortaja.
Isabel
irradiaba gozo y serenidad. El fondo de su alma era el reino de la paz. Vivió
realmente la perfecta alegría enseñada por Francisco, en la tribulación, en la
soledad y en el dolor. "Debemos hacer felices a las personas", les
decía a sus doncellas, sus hermanas.
Isabel pasó
por esta vida como un meteoro luminoso y esperanzador. Hizo resplandecer la luz
en el corazón de muchas almas. Llevó el gozo a los corazones afligidos. Nadie
podrá contar las lágrimas que secó, las heridas que vendó, el amor que supo
despertar.
Su santidad
fue una novedad rica en matices y eminentes virtudes. Desde entonces ya no
fueron solamente las mártires o las vírgenes las elevadas al honor de los
altares, sino también las esposas, las madres y las viudas.
Isabel
recorrió el camino del amor cristiano como seglar, en su condición de esposa y
de madre; pero, después de la segunda profesión, fue una mujer plenamente
consagrada a Dios y al alivio de la miseria humana.
La Tercera
Orden de san Francisco, tanto la Regular como la Secular, se propone reavivar
la memoria de su santa Patrona en el octavo centenario de su nacimiento y desea
proponerla como luz y modelo de compromiso evangélico. La Familia Franciscana
quiere honrar a la primera mujer que alcanzó la santidad en el seguimiento de
Cristo según la "forma de vida" de Francisco.
Si evocamos
su nacimiento, su personalidad singular y su sensibilidad, es para que, a
través del conocimiento y de la admiración, también nosotros nos convirtamos en
instrumentos de paz, y aprendamos a verter un poco de bálsamo en las heridas de
los marginados de nuestro tiempo, a humanizar nuestro entorno, a secar algunas
lágrimas. Derramemos la bondad del corazón allá donde falta la misericordia del
Padre. Que el compromiso que vivió Isabel estimule nuestro propio compromiso.
Su ejemplo e intercesión iluminarán nuestro camino hacia el Padre, fuente de
todo amor: el bien, todo bien, sumo bien; la quietud y el gozo.
Fuentes
1. Conrado
de Marburgo, Epístola, llamada también Summa Vitae, una síntesis biográfica,
1232.
2. Dicta
quatuor ancillarum [Declaraciones de las cuatro doncellas].
3. Cesáreo
de Heisterbach, cisterciense, Vita sancte Elysabeth lantgravie, [Vida de Santa
Isabel, gran condesa] 1236.
4. Anónimo
de Zwettl, cisterciense, Vita Sanctae Elisabeth, Landgravie Thuringiae [Vida de
santa Isabel, gran condesa de Turingia] 1236.
5. Crónica
de Reinhardsbrun, monasterio benedictino.
6. Anónimo
Franciscano, Vita beate Elisabeth, [Vida de santa Isabel] de finales del s.
XIII.
7. Dietrich
de Apolda, dominico, Vita S. Elisabeth, [Vida de Sta. Isabel] entre 1289 y
1291.
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