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Domingo 09
Diciembre 2012
San Juan
Diego
__DIA 344_
SEMANA 50_
Nació en Cuauhtitlán perteneciente al reino de
Texcoco, regido entonces por los aztecas, hacia el año 1474. Debía llevar
escrito en su nombre, que significaba «águila que habla», la nobleza de esta
majestuosa ave que vuela desafiando a las tempestades, de cara al infinito. Era
un indio de la etnia chichimecas, sencillo, lleno de candor, sin doblez alguna,
de robusta fe, dócil, humilde, obediente y generoso. Un hombre inocente que,
cuando conoció a los franciscanos, recibió el agua del bautismo y se abrazó a
la fe para siempre encarnando las enseñanzas que recibía con total fidelidad.
Un digno hijo de Dios que no dudaba en recorrer 20 km. todos los sábados y
domingos para ir profundizando en la doctrina de la Iglesia y asistir a la
Santa Misa. Tuvo la gracia de que su esposa María Lucía compartiera con él su
fe, y ambos, enamorados de la castidad, después de ser bautizados hacia 1524 o
1525 determinaron vivir en perfecta continencia. María Lucía murió en 1529, y
Juan Diego se fue a vivir con su tío Juan Bernardino que residía en Tulpetlac,
a 14 km. de la Iglesia de Tlatelolco-Tenochtitlan, lo cual suponía acortar el
largo camino que solía recorrer para llegar al templo.
La Madre de
Dios se fijó en este virtuoso indígena para encomendarle una misión. Cuatro
apariciones sellan la sublime conversación que tuvo lugar entre Ella y Juan
Diego, que tenía entonces 57 años, edad avanzada para la época. El sábado 9 de
diciembre de 1531 se dirigió a la Iglesia. Caminaba descalzo, como hacían los
de su condición social, y se resguardaba del frío con una tilma, una sencilla
manta. Cuando bordeaba el Tepeyac, la tierna voz de María llamó su atención
dirigiéndose a él en su lengua náuhatl: «¡Juanito, Juan Dieguito!». Ascendió a
la cumbre, y Ella le dijo que era «la perfecta siempre Virgen Santa María,
Madre del verdadero Dios». Además, le encomendó que rogase al obispo Juan de
Zumárraga que erigiese allí mismo una iglesia. Juan Diego obedeció. Fue en
busca del prelado y afrontó pacientemente todas las dificultades que le
pusieron para hablar con él, que no fueron pocas. Al transmitirle el hecho
sobrenatural y el mensaje recibido, el obispo reaccionó con total incredulidad.
Juan Diego volvió al lugar al día siguiente, y expuso a la Virgen lo sucedido,
sugiriéndole humildemente la elección de otra persona más notable que él, que
se consideraba un pobre «hombrecillo». Pero María insistió. ¡Claro que podía elegir
entre muchos otros! Pero tenía que ser él quien transmitiera al obispo su
voluntad: «…Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre
Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando».
El 12 de
diciembre, diligentemente, una vez más fue a entrevistarse con el obispo. Éste
le rogó que demostrase lo que estaba diciendo. Apenado, Juan Diego regresó a su
casa y halló casi moribundo a su tío, quien le pedía que fuese a la capital
para traer un sacerdote que le diese la última bendición. Sin detenerse, acudió
presto a cumplir con este acto caritativo, saliendo hacia Tlatelolco. Pensó que
no era momento para encontrarse con la Virgen y que Ella entendería su apremio;
ya le daría cuenta de lo sucedido más tarde. Y así, tras esta brevísima
resolución, tomó otro camino. Pero María le abordó en el sendero, y Juan Diego,
impresionado y arrepentido, con toda sencillez expresó su angustia y el motivo
que le indujo a actuar de ese modo. La Madre le consoló, le animó, y aseguró
que su tío sanaría, como así fue. Por lo demás, enterada del empecinamiento del
obispo y de su petición, indicó a Juan Diego que subiera a la colina para
recoger flores y entregárselas a Ella.
En el lugar
señalado no brotaban flores. Pero Juan Diego creyó, obedeció y bajó después con
un frondoso ramo que portó en su tilma. La Virgen lo tomó entre sus manos y
nuevamente depositó las flores en ella. Era la señal esperada, la respuesta que
vencería la resistencia que acompaña a la incredulidad. Más tarde, cuando el
candoroso indio logró ser recibido por el obispo, al desplegar la tilma se pudo
comprobar que la imagen de la Virgen de Guadalupe había quedado impregnada en
ella con bellísimos colores. A la vista del prodigio, el obispo creyó, se
arrepintió y cumplió la voluntad de María. Juan Diego legó sus pertenencias a
su tío, y se trasladó a vivir en una humilde casa al lado del templo. Consagró
su vida a la oración, a la penitencia y a difundir el milagro entre las gentes.
Se ocupaba del mantenimiento de la capilla primigenia dedicada a la Virgen de
Guadalupe y de recibir a los numerosos peregrinos que acudían a ella. Murió el
30 de mayo de 1548 con fama de santidad dejando plasmada la aureola de su
santidad no sólo en México sino en el mundo entero que sigue aclamando a este
«confidente de la dulce Señora del Tepeyac», como lo denominó Juan Pablo II.
Fue él precisamente quien confirmó su culto el 6 de mayo de 1990, y lo canonizó
el 31 de julio de 2002.
Oremos
Concédenos,
Señor todopoderoso, que el ejemplo de San Juan Diego nos estimule à una vida
más perfecta y que cuántos celebramos su fiesta sepamos también imitar sus
ejemplos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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