domingo 24 Agosto 2014
Santa Emilia de Vialar
Santa Emilia de Vialar, virgen y fundadora
fecha: 24 de
agosto
fecha en el calendario anterior: 17 de junio
n.: 1797 - †: 1856 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 18 jun 1939 - C: Pío XII 24 jun 1951
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 17 de junio
n.: 1797 - †: 1856 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 18 jun 1939 - C: Pío XII 24 jun 1951
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Marsella, en Francia,
santa Emilia de Vialar, virgen, que, tras haber
trabajado con denuedo en la difusión del Evangelio en regiones lejanas, fundó
la Congregación de Hermanas de San José de la Aparición y la propagó
ampliamente.
Ana Margarita Adelaida
Emilia de Vialar fue la mayor y la única
mujer entre los hijos del barón Jacques Augustíne de Vialar y su esposa Antoinette, hija de aquel barón de
Portal que fue médico oficial de Luis XVIII y Carlos X de Francia. Nació en la
ciudad de Gaillac, en el Languedoc, en 1797. A la edad de
quince años fue retirada del colegio en París, a fin de que hiciera compañía a
su padre, que había quedado viudo. Vivió algún tiempo en la casa de Gaillac, pero bien pronto
surgieron profundas diferencias entre padre e hija, porque Emilia se negaba a
considerar un conveniente matrimonio. En cierta ocasión, el señor de Vialar, en el colmo de la
indignación, lanzó una jarra a la cabeza de su hija y ordenó que, a partir de
aquel momento, quedase la joven relegada a un puesto secundario en el hogar.
Las dificultades aumentaron para Emilia, en vista de que en varias leguas a la redonda,
no había un sacerdote ni persona alguna capaz de aconsejarla y guiarla en
aquellos penosos momentos. «Pero Dios acudió en mi ayuda y fue mi director»,
declaró la santa posteriormente; pero aun así, no siempre era fácil distinguir
la voz de Dios de la propia voz. Sobre las experiencias religiosas de Emilia de
Vialar en aquella época, la más
importante fue una visión de Nuestro Señor que mostraba las heridas de Su
Pasión y que impresionó a la santa de tal manera que, hasta hoy, se conmemora a
diario el acontecimiento en la congregación que fundó. En 1818, cuando tenía
veintiún años, visitó la casa de Gaillac
un joven sacerdote (posteriormente rector), el padre Mercier, en quien Emilia encontró
a un amigo que la comprendió y trató de ayudarla. El sacerdote comenzó por
poner a prueba su vocación religiosa y, por su consejo, Emilia se dedicó a
atender a los niños abandonados o descuidados por sus padres y a socorrer a los
pobres en general. Eso le provocó nuevas dificultades con su padre, que
protestaba de que se utilizara la terraza de su residencia como una especie de
refugio para los enfermos, los desheredados y los abandonados. Pero Emilia
soportó con paciencia todos los reproches y, durante quince años, fue el ángel
bueno de Gaillac. Entonces (en 1832),
ocurrió el acontecimiento que indicó, tanto a ella como al padre Mercier, que había llegado el
momento de actuar: murió el barón de Portal, abuelo materno de Emilia; la parte
de la herencia que a ésta le correspondió, sumaba una fortuna considerable.
Al momento, adquirió Emilia
una gran mansión en Gaillac y, en la Navidad de 1832,
tomó posesión de la casa junto con tres compañeras: Victoria Teyssonniére, Rose Mongis y Pauline Gineste. Pronto se les unieron
nuevas aspirantes y, tres meses después, el arzobispo de Albi autorizó al padre
Mercier para que impusiera el
hábito religioso a doce postulantes. La comunidad adoptó el nombre de
Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición, con referencia a la
aparición del ángel a San José para revelarle el misterio de la encarnación
divina (Mateo 1,18-22); su trabajo consistía en cuidar a los necesitados,
especialmente a los enfermos y ocuparse de la educación de los niños
desamparados. No sólo actuaban en Francia, sino también en el extranjero y
participaban en las misiones; en realidad, la congregación fue primeramente
misionera. Las Hermanas de San José se enfrentaron con las críticas y
oposiciones habituales (aunque hubo una oposición desacostumbrada por parte de
una banda de malhechores que, al decir de las gentes, habían jurado estrangular
a todas y cada una de las hermanas), cuyos detalles han llegado hasta nosotros
en las amenas crónicas de Eugénie
de Guérin: las postulantes son
demasiado jóvenes y bonitas para exponerlas al cuidado de los enfermos pobres;
el hábito es muy favorecedor, por eso lo toman; ¿una nueva Orden? ¡Bah! ¡Es un
desorden! Esa muchacha Vialar ... y cosas por el estilo.
Pero la cronista de Guérin opinaba que la hermana
Emilia habría de hacer muchas cosas buenas y el arzobispo de Albi, Mons. de Gualy, estaba de acuerdo con
ella; el propio arzobispo recibió la profesión de Emilia y de otras diecisiete
hermanas y aprobó formalmente la Regla de la Congregación, en 1835.
En los años anteriores se
había hecho una segunda fundación en Argelia, a donde las religiosas fueron
insistentemente invitadas a trasladarse, por Augustín de Vialar, hermano de Emilia, que
era uno de los consejeros municipales en Argel y deseaba que las Hermanas de
San José se hiciesen cargo de un hospital. Eugenia de Guérin cita las palabras de una
hermana que, en una de sus cartas a la cronista, habla de «la conquista de
Argelia por Emilia de Vialar»; sin embargo, aquella
empresa sólo fue temporal. Después del gran establecimiento de Argelia, se hizo
una tercera fundación en Bóne que, a su vez, dio origen
a los conventos en Constantina y en Túnez; el convento de Túnez tuvo un
afiliado en Malta y de ahí nacieron las nuevas casas en los Balcanes y el
Cercano Oriente. Las Hermanas de San José fueron las primeras monjas católicas
que se establecieron en Jerusalén en los tiempos modernos, invitadas por el
padre guardián de los franciscanos en Tierra Santa. Cuando Mons. Dupuch, el primer obispo de
Argelia, celebró la misa en la colina de Hipona
de San Agustín, la madre Emilia y algunas de las hermanas estaban presentes.
Desgraciadamente, sus relaciones con el prelado quedaron dañadas por un
profundo desacuerdo sobre las jurisdicciones: Roma se puso de parte de las
hermanas, pero Mons. Dupuch contaba con el apoyo de
los poderes civiles, y las monjas tuvieron que ceder. A pesar de la gran
pérdida que significaba para ellas, abandonaron el establecimiento de Argelia.
Fue entonces cuando la madre Emilia dedicó su atención a Túnez primero y después
a Malta. La fundadora llegó a las costas de esta isla a nado, lo mismo que san
Pablo, porque el barco en que viajaba naufragó.
Su amigo y auxiliar, el
padre Mercier, había muerto en 1845 y,
cuando Emilia regresó a Gaillac, a mediados del año
siguiente, encontró su centro de operaciones en gran confusión y desorden por
falta de un director, y con sus finanzas desquiciadas a causa de la negligencia
de un administrador poco escrupuloso. Las reclamaciones legales que llovieron
sobre el convento de Gaillac, empeoraron la situación
y, a fin de cuentas, la casa matriz tuvo que ser trasladada a Toulouse, luego
de que varias de las monjas más antiguas se separaron de la congregación y se
vio seriamente amenazada su propia existencia. «Ya he recibido mi lección
-escribía la madre Emilia-, ahora sé que la firme y tranquila confianza en Dios
vale más que cualquier esfuerzo por salvaguardar las ventajas materiales».
Después de dejar establecidas en Toulouse a sus monjas, partió a Grecia y fundó
otro convento en la isla de Syra.
La visita a Grecia fue el
último de los largos viajes de la madre Emilia (agotadoras empresas que
provocaron comentarios desfavorables entre algunos eclesiásticos de alto
rango); pero no dejaron de hacerse nuevas fundaciones mientras vivió. En 1847,
se recibió un llamado desde Birmania y hacia allá partieron seis hermanas; en
1854, el obispo de Perth, en Australia, visitó especialmente a la madre Emilia
para solicitarle ayuda y, en consecuencia, un grupo de monjas partió para Freemantle. De esta manera, en el
transcurso de veintidós años, la fundadora vio crecer su congregación hasta
contar con unas cuarenta casas, la mayoría de las cuales habían sido fundadas
por ella misma. Dos años antes, la casa matriz fue trasladada por segunda vez,
en aquella ocasión a Marsella. Ahí, el famoso obispo san Carlos de
Mazenod, fundador él mismo de una
congregación de misioneros llamada de los Oblatos de María Inmaculada, dispensó
una calurosa acogida a la madre Emilia.
Santa Emilia de Vialar era de una naturaleza
apasionada, pronta a la exaltación, pero perfectamente equilibrada; estas
cualidades se mostraban lo mismo en su rostro que en los actos de su vida; su
intelecto estaba gobernado y dirigido por una fuerza de voluntad excepcional. Gracias
a ello, fue capaz de realizar la obra monumental que levantó durante su vida,
que inició cuando ya tenía cerca de treinta y cinco años y a la que se
opusieron incontables dificultades durante sus etapas iniciales y su desarrollo. La santa
se mostró particularmente firme cuando la integridad constitucional o canónica
de su congregación se vio amenazada; esa fue la causa del rompimiento con Mons.
Dupuch y del abandono de Toulouse
como sede de la casa matriz, cinco años después de haberla establecido.
Aquellas dificultades, sumadas a las que se produjeron en Gaillac en 1846, no la
desalentaron, pero en sus cartas se reflejan sus luchas interiores y las dudas
que la asaltaban. La correspondencia de Santa Emilia es muy voluminosa y en
toda ella se advierte su estilo peculiar, vigoroso y conmovedor, sobre todo
cuando alguna emoción profunda ponía un toque de elocuencia a sus escritos; hay
un claro ejemplo de este caso en el memorial que la madre Emilia escribió al
mariscal de campo Soult, después del desastre de
Argelia.
Santa Emilia escogió
deliberadamente la actividad de Marta, pero no por eso dejó de participar en la
contemplación de María. En el relato que escribió por instrucciones de su
confesor, podemos ver la estrecha, la íntima relación en que vivía con Dios; también
contamos con los testimonios de sus hijas en religión, sobre los progresos que
hizo en el sendero de la contemplación. «Me han sometido a muchas pruebas, pero
siempre encontré la ayuda de Dios, escribía ¡Con cuánta frecuencia viene el
Señor a compartir conmigo las largas vigilias! Las manifestaciones de Su amor
están siempre al alcance de mi mano y yo trato de seguirle siempre, aun cuando
caigan sobre mí nuevas tribulaciones ... A medida que aumentan los problemas,
crece mi confianza en Él ...» Se ha dicho con sabiduría que «la civilización es
una cuestión de espíritu»; el espíritu de santa Emilia, inspirado en un amor
que el cardenal Granito di Belmonte califica de «sabio, comprensivo y muy
considerado». Su congregación, «hizo más por la civilización en Africa, Asia y Australia durante
los últimos cien años, de lo que pudieran haber hecho los conquistadores y
colonizadores». El despliegue de energía física de que hizo gala santa Emilia
para realizar obras tan inmensas, resulta todavía más notable si se tiene en
cuenta que, en su juventud, se le formó una hernia al hacer un gran esfuerzo,
precisamente, durante una de sus obras de caridad. A partir de 1850, la hernia
le produjo trastornos cada vez más serios y, a fin de cuentas, fue la causa de
su muerte, ocurrida el 24 de agosto de 1856. El lema de su testamento a las
Hermanas de San José de la Aparición, era el precepto: «Amaos las unas a las
otras». Su canonización tuvo lugar en 1951.
En la obra «La vie militante de la B. Mere Emilie de Vialar» por el canónigo Testas,
reeditada en 1939, se encuentra la biografía clásica de la santa. El propio
autor escribió, en 1938, una Historia Abreviada de Santa Emilia. Las cartas de Eugénie de Guérin (1805-48), a su hermano
Mauricio, se publicaron en París a mediados del siglo anterior.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
..........................................................
En agosto de 1835 un navío
francés atracaba majestuosamente en el puerto de Argel, “la ciudad
blanca". Rompen a tocar las charangas militares, y, entre los vítores
guturales que lanza la multitud y el estruendo de la artillería que atruena el
espacio, cuatro humildes monjitas descienden al desembarcadero y pasan entre
dos filas de soldados que presentan armas. Pero no se vaya a creer que estos
honores son precisamente para ellas. Es que han venido en el mismo barco que
trae al nuevo gobernador general, mariscal Clauzel.
Con él ha hecho también la travesía el barón de Vialar, hermano de Emilia, fundadora de un
naciente Instituto —las Hermanas de San José de la Aparición— que, todavía en
los primeros balbuceos de su existencia, ya se siente con bríos para llevar a
las gentes mahometanas de Africa
el mensaje de Cristo, desplegando ante ellas "todas las formas de la
caridad".
Emilia Vialar había visto la luz primera
en la graciosa ciudad de Gaillac, que baña con sus aguas el
Tarn, en el Languedoc. La ceremonia del bautizo
se celebró el 12 de septiembre de 1797 en la iglesia parroquial de San Pedro,
sin alegría de campanas, toda vez que, por orden del Comité de Salud Pública,
durante el Terror habían sido descolgadas para fundirlas, convirtiéndolas en
cañones, aunque con el boato y esplendidez que se podían permitir sus
acaudalados padres.
Allí, en una de
aquellas quintas señoriales coronadas de altas azoteas, desde las que se domina
un panorama encantador, se deslizaron suavemente los años de la infancia de
Emilia. ¡Con qué bella plasticidad los sintetiza la escena hogareña que nos
ofrece una de sus biografías! A la sombra de una espléndida acacia, la niña
aprende a leer en el libro que se abre sobre las rodillas de su mamá, la
baronesa de Vialar, cuya delicada salud la
obliga a pasar frecuentemente los días estivales al aire libre tendida en un
canapé. "El buen Dios —dice la solícita educadora a su hijita— nos ha
criado. Nos ama. ¿Lo entiendes, querida mía?” "Sí", replica Emilia con
todo el fervor de su alma pura.
Pero la
baronesa no puede continuar su dulce y duro magisterio, y decide enviar a su
hija a la escuela. La elección no es fácil. Pese al concordato que habían
firmado conjuntamente Bonaparte y el Papa, aún permanecían cerradas en la
ciudad las casas de enseñanza religiosa. La única institutriz de la región era
una damisela que había personificado a la diosa Razón en las sacrílegas
mascaradas de los pasados tiempos revolucionarios. No hubo otro remedio. Y
mañana y tarde, durante seis años las calles tortuosas de Gaillac vieron pasar a una niña de
grandes ojos castaños y crenchas doradas, desbordantes de su blanca cofia, que
con el cestillo al brazo, se dirigía a la escuela, abierta en la ciudad por
aquella infeliz. Dicho se está que entre la nueva maestra y la avisada discípula
no pudo establecerse jamás ninguna corriente de simpatía.
Una tarde de
septiembre de 1810 la familia de Vialar
llegó a París, ebrio a la sazón con el vino espumoso de las últimas victorias
imperiales, para presentar a la jovencita Emilia a las religiosas de la
Congregación de Nuestra Señora, fundada en el siglo XVIII por San Pedro
Fourier, que regentaban el célebre pensionado de l´abbaye-au-Bois, cuya reapertura era
reciente. Cabe afirmar que éste fue el gesto postrero de su cristiana madre,
quien el 17 de aquel mismo mes expiró, rodeada de los suyos, a la prometedora
edad de treinta y cuatro años. Con tan acerbo dolor se inicia el Viacrucis que
tendrá que recorrer intrépidamente la futura fundadora. Sin embargo, no
escalará sola la cuesta del Calvario.
A los trece
años hace su primera comunión en la capilla del convento en que se educa, y
Jesús toma posesión del alma de la niña. No transcurren dos sin que su afligido
padre reclame la presencia de la pensionista en la morada familiar de Gaillac, tan llena de entrañables
recuerdos. La colegiala, hecha ya una mujercita, retorna de París. Pasa del
tibio invernadero de l´abbaye-au-Bois a la vida de
frivolidad y de chismorreo de la pequeña ciudad, con riesgo de que el céfiro
engañador pueda deshojar las flores primerizas de una virtud todavía tierna y
de que el jansenismo reinante corte las alas a los más ambiciosos intentos de
santificación. Por eso dirá Emilia refiriéndose a esta época: "Apenas si
frecuentaba los sacramentos". No importa. Ya se cuidará el Señor de que la
muchacha no le olvide completamente aun en medio de las vanidades y fruslerías
de una existencia más o menos mundana.
"Un día
—escribe—, estando sola en la habitación, de temporada en el campo, fue como
transportada en Dios. De súbito me sentí dominada, casi deslumbrada, por una
luz brillante que me envolvía. Parecióme que ésta venía del cielo, y allá dirigí mis ojos, poniéndome
de rodillas. Esto duró sólo unos instantes, si bien el gran arrobamiento que me
produjo este toque de la gracia no me hizo perder en absoluto el uso de mis
facultades. El favor señalado que el Señor me concedió me impulsó a tomar la
resolución de pertenecerle a Él enteramente..."
La misión
solemne predicada por 1816 en la iglesia de San Pedro —la primera que se
celebraba después de la revolución— afianzará los generosos propósitos de la
jovencita y acabará con todas las bagatelas seductoras del mundo. A partir de
este año las gracias del Señor irán cayendo en lluvia incesante sobre el alma
de Emilia. Una visión inolvidable pondrá la rúbrica a estos dones maravillosos.
"Durante una visita que hice al Santísimo Sacramento —cuenta M. Vialar— de tres a cuatro de la
tarde, me hallaba sola en la iglesia, orando con calma y fervor. Tenía, a lo
que me parece, la cabeza un poco inclinada, debido al recogimiento. De pronto
veo a Jesucristo sobre el altar. Estaba extendido: su cabeza descansaba al lado
del Evangelio, y sus pies, al de la Epístola. Los brazos del Salvador se abrían
en forma de cruz. Distinguía su figura y su cabellera, que le caía sobre la
espalda. Una sombra cubría parte de su sagrado cuerpo; pero el pecho, costado y
pies se hacían visibles a los ojos de mi alma y no podría precisar si también a
los de mi cuerpo: tan visibles como lo sería una persona que se colocara
delante de mí. Mas lo que atraía más fuertemente mis miradas eran las cinco
llagas, que yo veía con toda claridad, sobre todo la de su costado derecho. Yo
clavaba mis ojos en ella; brotaban de la misma muchas gotas de sangre”.
Tan grabada se
le quedó a la vidente esta imagen estremecedora, que, en honor de las cinco
llagas, prometió rezar diariamente cinco padrenuestros y otras tantas
avemarías, promesa que las hijas de la fundadora continúan cumpliendo
fielmente. Con todo, el horizonte de su porvenir no se aclara. Mientras tanto,
el nuevo cura de San Pedro, reverendo Mercier,
empieza a dirigir aquella alma elegida por los senderos de la paciencia, de la
abnegación y de la caridad. De allí en adelante no se contentará con soportar
los repentinos accesos de ira de su padre, ni las asperezas y
desconsideraciones continuas de Toinon,
la antigua sirvienta de la casa, sino que, dejando poco a poco los salones de Gaillac, se entregará al ejercicio
de la más heroica caridad. Aquellas tertulias galantes —en que sólo se habla de
modas y sucesos políticos— tienen que ceder el puesto a las visitas a los
pobres, avecindados en sórdidos y malolientes tugurios. Y, por si esto fuera
poco, cada mañana se dan cita en el zaguán del aristocrático hotelito de Emilia
todas las miserias de la ciudad a despecho de las protestas exasperadas de la
vieja ama de llaves. Ejercicio de la caridad que llega a su grado más alto en
el terrible invierno de 1830, cuando las aguas del Tarn quedaron convertidas en
una larga cinta de hielo.
Emilia se ha
preparado contra cualquier contingencia, y, como la caridad es ingeniosa, ha
hecho abrir una puerta con su escalera junto a la calle que bordea el muro de
la casa, a fin de que sus pobres puedan tener acceso a la terraza sin pasar por
el interior. Otras veces es ella, la señorita de Viallar, la que humildemente vestida, como
una muchacha de servicio, recorre trabajosamente las callejas nauseabundas en
que se cobijan sus amigos, acarreando pesados sacos de trigo. De seguro estos
violentos esfuerzos le causaron la hernia, que, mal cuidada, habría de
producirle la muerte años más tarde...
La noche de
Navidad de 1832 será siempre una fecha histórica en los anales de la
Congregación de Hermanas de San José de la Aparición. Emilia, con otras tres
compañeras suyas, se recluye en la casa que había adquirido, contigua a la
iglesia parroquial de San Pedro, dentro del más riguroso secreto. Para entonces
había muerto su abuelo, el barón de Portal, dejando a su nieta favorita una
pingüe herencia de treinta millones de francos. Cabía financiar con tal suma la
fundación que proyectaba. Y, al efecto, la hija ejemplar, temiendo la injusta
oposición de su irritado padre, deposita sobre la mesa de su escritorio una
carta henchida de ternura, con la que se despide definitivamente de aquel hogar
tan querido, pero en el que tanto ha tenido que sangrar su corazón.
Desde el primer
momento la fundadora se ha puesto bajo el patrocinio del bendito patriarca. En
el Museo de Toulouse existe un cuadro de mediano mérito que hirió vivamente la
imaginación de Emilia. Representa al arcángel anunciando en sueños a José el
gran misterio de la Encarnación: "No temas tomar a María por esposa tuya,
porque lo que de ella nazca es obra del Espíritu Santo" (Mt. 1,20). También sus hijas,
que ansían practicar la caridad del modo más excelso, llevarán hasta los
últimos confines de la tierra el fausto
anuncio de la Encarnación. Así viven por dos años, protegidas por monseñor De Gualy, nuevo obispo de Albi,
mientras afluyen en gran número las jóvenes "a la Orden de Santa
Emilia", como malas lenguas dicen. Es verdad que el Instituto no tiene
todavía reglas ni constituciones. Pero para tender el vuelo sobre el mundo
infiel le basta con el soplo del Espíritu Santo.
Y es que las
misiones habían ejercido, de antiguo, un influjo perenne y avasallador en el
ánimo valeroso a toda prueba de Emilia. "Sin que me diese cuenta de ello
—escribirá—, notaba yo un sentimiento vivísimo que arrebataba mi corazón a los
países infieles." Ya en las frecuentes visitas que solía hacer a su
anciano abuelo en París, nunca dejaba de entrar en la iglesia de las Misiones
de la calle de Bac. Por otra parte, sin salir
de Gaillac, la pensativa joven tenía
costumbre de visitar la iglesia del barrio de San Juan de Cartago, en la que
había una capilla dedicada a San Francisco Javier. "A la edad de dieciocho
años —precisa la Santa— hice el voto de invocar diariamente a este gran
santo." ¿Cómo no iba a ser apostólico y misionero el Instituto de Hermanas
de San José de la Aparición?
Dios se valió
de un desengaño amoroso de Agustín de Vialar,
que se trasladó a Argelia, envuelta aún en el halo de la reciente conquista,
para que éste llamase a su hermana por encargo del Consejo de la Regencia. Y
allá se dirigen audazmente las monjitas para estrenarse, en una lucha desigual,
contra la violenta epidemia del cólera que diezma espantosamente la población.
Los musulmanes quedan prendidos en las mallas de una caridad tan
extraordinaria. ¡Qué mejor premio para tantas fatigas y vencimientos que la
frase que uno de ellos dice a Emilia de Vialar,
señalando con el dedo la cruz que campea sobre su hábito, mientras siente la
blandura de la mano que le venda las llagas!: "¡Sin duda alguna es bueno
quien te mueve a hacer estas cosas!" Aquel puñado de almas esforzadas se
multiplica. Todo está por hacer. Por eso, no bien desembarcó en Argel la
fundadora, se apresuró a adquirir una gran casa, que vino a ser un asilo
providencial —la "misericordia"— para los menesterosos y desvalidos.
Emilia, como más tarde Carlos de Foucauld, quiere ser, sobre las arenas de Africa, el "hermano
universal" de todos sus moradores. ¡Cuántas obras emprendidas y coronadas
en dos años! Un noviciado, un hospital, una enfermería-farmacia, una escuela
gratuita, un asilo...
Emilia de Vialar interrumpe brevemente su
estancia en Argel para conseguir la aprobación de las constituciones y sellar
la reconciliación con su apaciguado padre. Sin pérdida de tiempo regresa al
continente africano. Ante ella se abre un esperanzador rosario de fundaciones y
una cadena ininterrumpida de luchas y sufrimientos. Primero es Bona. "Será
la Chantal, la Teresa de nuestros tiempos —escribe, aludiendo a la fundadora,
su amiga Eugenia de Guérin—. Veréis las maravillas
que obra.” Luego, Constantina. Entre los árabes del interior la Santa se pone a
curar al jefe de las tribus del desierto, "Tanta es la confianza que le
inspiro —escribirá Emilia—, que, al presentarle un remedio y probarlo yo antes
para animarle a beberlo, me dijo con acento de persona ofendida: —¿Por qué
haces eso? De tu mano yo lo tomaré sin recelo alguno.”
A fines de 1839
puede añadir a la lista de sus fundaciones dos casas más: una sobre la risueña
colina de Mustafá y la otra en Ben Aknou.
Al año siguiente prepara la instalación de una comunidad en la regencia de
Túnez, fuera de los límites de la protección francesa. Desde esta ciudad, tan
populosa entonces como Marsella, sus hijas se derramarán por Susa, Sfax, La Marsa y La Goleta.
Emilia de Vialar, andariega incansable
—como la virgen de Avila—, después de un largo
periplo por Gaillac, París y Roma —donde echa
los cimientos de otra fundación—, vuelve de Túnez a Argel. Una desatada
tormenta zarandea el navío, que, por fin, de arribada forzosa, fondea en las
costas de Malta. Aquí, emulando al apóstol San Pablo, desembarca y da cima a dos
fundaciones más. Once meses permanece Emilia en aquella isla, floreciente de
prometedoras vocaciones.
La voluntad de
Dios se le manifiesta de mil maneras distintas. Unas veces será una tempestad.
Otras, una simple carta. Como la llamada epistolar apremiante del reverendo Brunoni, misionero de Chipre, que
solicita la ayuda de las Hermanas de San José de la Aparición. Las dos almas
apostólicas se saludan en Roma junto a la basílica de San Pablo, y, en la
imposibilidad de trasladarse ella personalmente, envía a dos religiosas para la
isla, cuyos habitantes —cristianos y musulmanes— se apiñan, ávidos de
contemplar a aquellos "ángeles bajados del cielo para bien de la
humanidad". Ahora es Grecia la que requiere su presencia, y la fundadora
no quiere ceder a nadie la gloria de capitanear la expedición. Parte, pues, con
rumbo a Syra, Beyrouth y Jerusalén, la Tierra
Santa por excelencia, a la que tan particular devoción profesan las Hermanas de
San José de la Aparición por los recuerdos que allí se veneran de la Sagrada
Familia. A las fundaciones apuntadas seguirán bien pronto las de Chío, Jaffa, Trebizonda, la isla de Creta y Belén.
No se han agotado los nombres que resplandecen, como estrellas, sobre las aguas
azules del Mediterráneo, Hay que agregar a ellos Saida, Trípoli, Erzerum. Finalmente Alepo, cuya
fundación revistió caracteres de inconcebible odisea, y Atenas. Estas dos
fueron las últimas, realizadas por la Santa en 1854.
El Próximo
Oriente ha podido admirar ya los raros ejemplos de caridad de las hermanas de
la nueva Congregación misionera. Pero la mano de San Francisco Javier, el
apóstol de las Indias, les señala el mar de sazonadas mieses que amarillean en los
remotos campos de Asia. En 1856 el vicario apostólico de Birmania busca
afanosamente, por una y otra parte, religiosas que secunden la ímproba tarea de
los misioneros. La madre De Vialar
escoge a seis de sus hijas. Viaje épico el suyo. Aún no ha sido horadado el
istmo de Suez. Y aquí cabalmente es donde los anales de la Congregación se
tiñen con el reflejo de una página dorada, que recuerda la deliciosa ingenuidad
de las Florecillas de San Francisco. "Durante el viaje de Alejandría
a Suez —cuenta una de las hermanas— un buen anciano se presenta a nuestras
hermanas cada vez que se detiene el vehículo, diciéndoles: "Soy yo, hijas
mías, no temáis; aquí estoy". Este anciano tenía una luenga barba y un bastón en la
mano. Les tomaba los bultos y les ayudaba a bajar. Así hasta su embarco en
Suez. Ya en el barco, el anciano dice a las hermanas: "¡Adiós, hijas mías,
buen viaje! No temáis. Yo estoy con vosotras."
Africa, Asia..., Oceanía, la
última parte del mundo, colmará los anhelos bienhechores de Emilia. En junio de
1854 el integérrimo benedictino español monseñor Serra, obispo de Perth
(Australia occidental), viene a Europa con el designio de pedir a la madre De Vialar algunas religiosas para
establecer un puesto en Fremantle. La fundadora, accediendo
a sus deseos, envía cuatro hermanas a Londres. La Santa ha echado la rúbrica a
su obra. Pero ¡a costa de cuántas amarguras! Las fundaciones de Hermanas de San
José de la Aparición han ido aprisionando el globo terráqueo como en una red de
caridad. Que en el corazón de la madre Emilia ha tenido el cerco trágico de una
corona de espinas...
Argel fue la
primera y acaso la más acerada. Porque la fundadora tuvo que defender así los
derechos de su naciente Instituto, no contra las hordas revolucionarias ni
contra las autoridades anticlericales, sino contra el pastor de la diócesis.
Monseñor Dupuch trata de inmiscuirse en el
régimen interno de la Congregación. La Santa no cede, y su resistencia es
calificada de abierta rebeldía. El prelado no perdonará medios para doblegarla:
desde las amonestaciones más severas hasta el entredicho y la privación de los
sacramentos. Tres años interminables de durísimo forcejeo. "Dios me ha
dado un corazón fuerte —escribe con toda sencillez la fundadora a su insigne
protector, monseñor De Gualy—; ninguna prueba me ha
podido abatir en el pasado, y esta que me aflige ahora no hace otra cosa que
redoblar mi fuerza. Si debo pelear hasta la muerte, yo pelearé..." El
prelado, empero, no ceja en su actitud, y las Hermanas de San José de la Aparición
se ven obligadas a dejar bruscamente Argel. Otro será el comportamiento de
Emilia cuando monseñor Dupuch, a su vez, tenga que salir
al destierro.
Gran corazón.
Lo necesitaba la fundadora. Ya que, años más tarde, el huracán sacudirá, hasta
derribarlos, los muros de la casa madre de Gaillac.
Esta otra prueba tendrá una acerbidad singularmente dolorosa. Paulina Gineste, una de las cofundadoras,
dilapidará los bienes de la comunidad y, en trance de tener que rendir cuentas
de su pésima administración, se alzará contra la madre De Vialar y la llevará a los
tribunales, terminando por traicionar a la fundadora y sembrar la cizaña entre
las religiosas, varias de las cuales seguirán las tristes huellas de la hija
pródiga. Es preciso dejar también aquel nido en que la Congregación ensayó sus
primeros vuelos. Hay que partir para el exilio.
En 1847 la
reducida comunidad se establece en un modestísimo local de Toulouse.
Estrecheces, privaciones, sacrificios de todo género. La cruz seguirá
proyectando su sombra sobre la casita de las desterradas. Y otra vez se
repetirá la historia de Argel, con los mismos caracteres de incomprensión,
reserva, entremetimiento. Se hace necesario pensar en otro puerto de refugio.
Por fin, en agosto de 1852 la sufrida expedición llega a Marsella, la
"tierra prometida”, como la llaman acertadamente los biógrafos de Santa
Emilia de Vialar. Dos años más tarde la
fundadora, presa en un principio de violentos dolores, efecto no del cólera
—como se temió—, sino de la hernia estrangulada, descansará plácidamente en la
paz del Señor. Había sido fiel a su lema: "Entregarse y morir".
Más de cuarenta
misiones había fundado a su muerte el Instituto de Hermanas de San José de la
Aparición. Y la esclarecida misionera —alma gigante que tan a maravilla supo
conciliar, como Santa Teresa de Jesús, las dos vidas activa y contemplativa—
ascendió a la gloria de los altares el 24 de junio de 1951, juntamente con
Santa María Dominica de Mazzarello, la cofundadora de San
Juan Bosco. Los sagrados restos de la fundadora fueron trasladados en 1914
desde el cementerio de San Pedro a la casa madre de Marsella. He aquí el
homenaje póstumo de la Congregación de Hermanas de San José de la Aparición,
que, según el sentido epitafio, "gobernó (la Santa) durante veinte años
con una gran suavidad y un celo admirable".
OOOOOOOOOOOOOOOO
domingo
24 Agosto 2014
Santa María Micaela
Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, virgen y fundadora
fecha: 24 de
agosto
n.: 1806 - †: 1865 - país: España
otras formas del nombre: María Micaela Desmaisières
canonización: B: Pio XI 7 jun 1925 - C: Pío XI 4 mar 1934
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1806 - †: 1865 - país: España
otras formas del nombre: María Micaela Desmaisières
canonización: B: Pio XI 7 jun 1925 - C: Pío XI 4 mar 1934
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Valencia, en España,
santa María Micaela del Santísimo Sacramento Desmaisières, virgen, que en la iglesia
española se celebra el día quince de junio.
Micaela Desmaissières y López de Dicastillo, vizcondesa de Jorbalán, fue señalada por Dios
para dedicarse por entero a la educación de niñas, y a la restauración de
mujeres caídas en las redes de la prostitución, abandonando las prebendas de su
noble ascendencia. Vino al mundo en Madrid el 1 de enero de 1809. Y de acorde a
su gran posición económica y social, se formó en el colegio de las ursulinas de
Pau, Francia; su madre añadió la enseñanza de tareas prácticas y útiles para la
vida cotidiana. Hasta la muerte de su padre, que la obligó a regresar a España,
e incluso después de ésta, no parecía estar abocada a la consagración. Su madre
le había transmitido su piedad, experimentaba una devoción por la Eucaristía,
pero no la llamada a una vocación. Era una mujer de impactante personalidad,
distinguida, alegre, enérgica, conciliadora, buena conversadora, con altas
dotes organizativas. Se ocupaba de las necesidades ajenas en constantes actos
de caridad implicando en ellos a personas de su alcurnia; acogía en su casa a
niñas pobres y atendía a los enfermos. No descartaba el matrimonio. De hecho,
entre otros enamoramientos, uno se estableció más firmemente en su corazón ya
que fue novia durante tres años del hijo de un marqués. Pero una serie de
desgracias encadenadas le indujeron a romper su compromiso: la muerte de su padre
y de un hermano, la grave enfermedad de una hermana y destierro de otra… En
1841 al perder a su madre, eligió como tal a la Virgen. Es decir que en su vida
se manifestaban dos vías que aunque divergentes entre si no dejaban fuera de
juego la llama del amor divino. Tanto en Madrid como en París y Bruselas iba
quedando el rastro de su caridad con los desfavorecidos. Al tiempo prodigaba su
presencia en convites, paseos, teatro, tertulias, baile, etc. Generalmente
aceptaba los compromisos para complacer a su familia, pero tampoco le
disgustaban del todo. Hallándose en París en 1846 se sumergió en ese mundo de
oropeles y vanidades; por algo lo denominó «año perdido». Tenía carácter, y un
pronto fuerte la dominaba. No escondía sus apegos, como el que tuvo a su
caballo, pero se esforzaba en luchar contra sus tendencias sin escatimar
sacrificios, y no tardarían en irse viendo los frutos.
En 1847 tras unos
ejercicios espirituales efectuados a instancias del que fuera confesor de su
madre, el jesuita P. Carasa, se sintió llamada a
cumplir la voluntad de Dios. Comenzó a dedicar a la oración entre cinco y siete
horas diarias movida por afán de penitencia. No pudiendo eludir su
participación en eventos sociales, rogaba a Dios que la preservase en ellos de
cualquier pecado, aunque fuese venial. Debajo de elegantes vestiduras ocultaba
cilicios. A finales de ese año todavía vestía ricamente. Al confesarse el
sacerdote percibió el crujido de las prendas que llevaba: «Viene
usted demasiado hueca a pedir perdón a Dios», le dijo. «Son las sayas», respondió. «Pues,
quíteselas usted».
Se vistió como un adefesio, tanto que el presbítero le instó a no llegar a ese
extremo; únicamente debía limitarse a vestir sin estridencias. En 1848, el P. Carasa fue el detonante de otra
experiencia que marcaría su vida. Le presentó a una persona de su confianza,
María Ignacia Rico de Grande, quien la llevó de visita al hospital de San Juan
de Dios. Allí se fijó consternada en la cantidad de jóvenes que ejercían la
prostitución, a la que habían llegado por distintos motivos. Tuvo que vencer la
repugnancia que sentía ante las huellas que el ejercicio de esa actividad había
dejado en sus cuerpos macerados. Supo que si terrible era su estado físico, no
lo era menos la soledad y desamparo que les esperaba al salir del hospital en
una sociedad, que si bien las había empujado por ese camino arrancándoles su
honor y dignidad, después les daba cruelmente la espalda. De modo que abrió una
casa para las pobres descarriadas que fue recogiendo.
En 1850 se fue a vivir con
ellas. La noticia fue un azote para los círculos en los que se movía. Le
cerraron las puertas, fue vituperada, incomprendida, calumniada, no solo por
los que formaban parte del selecto ambiente al que pertenecía; también fue criticada
y perseguida por miembros de la Iglesia. Hasta le retiraron el permiso para
tener el Santísimo Sacramento, clave de su vida y quehacer. Algunas de las
muchachas que había acogido y otras personas la acusaron sin fundamento, dando
alas a murmuraciones y chismes diversos. El P. Carasa le negó el saludo. No se defendió;
se limitó a orar y a dar gracias a Dios. Fue amenazada por algunos proxenetas,
e incluso querían darle muerte. Nada la detuvo. Vendió las joyas heredadas a
menor costo de lo que valían, se desprendió de su caballo, pidió limosna, y no
se le cayeron los anillos, como suele decirse, para sacar adelante su obra. En
1854 recibió ayuda económica de la beneficencia. Dos años más tarde, con el
apoyo y consejo de san Antonio María Claret,
nació la fundación y tomó el nombre de Madre Sacramento. Puso en sus casas esta
consigna: «Mi providencia y tu fe mantendrán la casa en pie». El P. Claret la ayudó en lo
concerniente a las constituciones y bajo su amparo creció progresivamente su
vida espiritual; otros directores espirituales anteriores no la habían
comprendido. Emitió sus primeros votos en 1859, y comenzó la expansión de la
obra en medio de muchas dificultades externas e internas.«Dudo yo
que haya superiora ni más acusada, ni más calumniada, ni más reconvenida», reconoció. En junio
de 1860 profesó los votos perpetuos. Cuando el cólera asaltó de nuevo a España
en 1865 se hallaba en Valencia, y tuvo la impresión de que podía llegarle su
hora. Había ido, como en otras ocasiones, a asistir y consolar a los que
contrajeron la enfermedad en epidemias similares. Entonces salió indemne, pero
ese año la enfermedad se cebó también en ella causándole la muerte el 24 de
agosto. Pío XI la beatificó el 7 de julio de 1925 y la canonizó el 4 de marzo
de 1934.
Oh Dios, que amas a los hombres y concedes a todos tu perdón, suscita en nosotros un espíritu de generosidad y de amor que, alimentado y fortalecido por la eucaristía, a imitación de santa María Micaela, nos impulse a encontrarte en los más pobres y en los más necesitados de tu protección. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
OOOOOOOOOOOOO
domingo
24 Agosto 2014
Beata Alfonsa Clerici
VERCELLI, martes 24 de agosto de 2010 - El compromiso de la hermana Alfonsa Clerici con sus alumnos iba más allá de una “asistencia piadosa”. El amor y la entrega a cada uno de ellos se tradujo en “propuestas e iniciativas de todo tipo, en el plano religioso, espiritual y cultural para su auténtica y más completa posible promoción humana y cristiana”, así testimonió una de sus alumnas durante el proceso para su beatificación.
La hermana
Alfonsa será beatificada el próximo 23 de octubre en la diócesis de
Vercelli, región del Piamonte, al norte de Italia. La ceremonia será
presidida por monseñor Angelo
Amato, prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos en
representación del Papa Benedicto XVI.
Alfonsa nació en
Linate el 14 de febrero de 1860.
A los 15 años entró al colegio de las Hermanas de la preciosísima
Sangre en Monza. En
1879 consiguió el diploma de maestra en grado superior y comenzó a
enseñar en la escuela pública de Linate.
A los 23 años ingresó en
la comunidad del colegio donde había estudiado: “Yo que tengo el
honor de llevar el nombre de Hermana de la Preciosísima Sangre”,
escribió la religiosa cuando emitió sus votos temporales, “estaré contenta
donde haya más sacrificio, estaré contenta de derramar la sangre de
la voluntad, del amor propio”, dijo.
La congregación a la
que perteneció la hermana Alfonsa tiene el carisma de la vida
comunitaria intensa, así como la educación en la que resaltan a sus
alumnos la dignidad como hijos de Dios. También se dedican a la
asistencia a los enfermos y a la promoción de la mujer. Actualmente
se encuentran en Italia, Brasil, Kenya,
Timor Oriental y Myanmar.
Luego de
emitir sus votos, la hermana Alfonsa enseñó en el colegio donde
había estudiado. Allí fue también la directora de 1898 a 1907.
El principal desafío que enfrentó fue la solución de una gran crisis
económica que sufrió su instituto. Ella misma admitió que se trataba
de “una comunidad que reordenar, que reformar pero no que deshacer”.
La hermana Alfonsa fue
llamada en 1911 a dirigir el colegio Retiro de la providencia, ubicado en
Vercelli. Se trataba de un instituto de acogida de
personas huérfanas o que vivían en una situación familiar difícil.
“Era el consejo
de administración el que guiaba y seguía este colegio, pero tenían
pocos recursos”, ( hermana Santina Dino).
“Encontraron estos chicos,
algunos pequeños que no lograban tener una educación completa porque
faltaba el dinero. Ella buscaba mejorar la situación”, comentó la
religiosa.
Su santidad se
fue forjando en pequeñas acciones de caridad que tenía con
sus alumnos y con las personas más necesitadas que llegaban a
este instituto.
“Muchos pobres y
atribulados iban diariamente al Instituto para obtener un pedazo de
pan o un vestido y, sobre todo un poco de amor, que la hermana
Alfonsa sabía dan con alegría. Ninguno se iba desilusionado, todos
recibían algo de ella, sea material o espiritual”, asegura su
postuladora.
Una caridad que se fundaba
en una vida espiritual muy profunda y particular. Por ello su biografía se
titula Con la fronte per terra, (Con la frente por tierra n.d.t), “Oraba de rodillas y ponía su
frente en la tierra”, indicó su postuladora.
Hermana Santina cuenta que un día, durante
la Primera Guerra Mundial, un soldado fue a pedirle dinero. La
hermana Alfonsa sólo tenía la cantidad exacta para comprar una
lámpara para el Santísimo. Ella le dijo que no lo podía ayudar económicamente.
En la noche no pudo dormir y decidió darle ese dinero al soldado.
Al día siguiente fue
una condesa a visitarla y a darle una ofrenda. “Era la misma
cantidad que le había dado al soldado. ¡El Señor se lo había
devuelto!”, cuenta su postuladora.
Entre el 12 y el 13 de
enero de 1930, la hermana Alfonsa sufrió una fuerte hemorragia
cerebral mientras que oraba con su habitual posición de la cabeza en
el suelo. Así fue encontrada. Murió al día siguiente.
Durante su proceso de
beatificación, cinco de sus alumnas, cuyas edades oscilaban entre 85
y 87 años, dieron su testimonio sobre los actos de caridad de esta
religiosa: “Lo más bello es que todas las interrogadas decían lo
mismo: eran bien tratadas, ella sabía estar cercana a todas y buscar
para cada una la mejor solución, sea llevarlas de vacaciones, ayudar
a resolver su situación familiar. Ella vivió en el silencio y en la
pobreza en este instituto”, concluyó su postuladora.
Oremos
Señor Dios todopoderoso, que de entre tus fieles elegiste a la Beata Alfonsa Merici para que manifestara a sus hermanos el camino que conduce a ti, concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir a Jesucristo, nuestro maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con nuestros hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
OOOOOOOOOOOOO
domingo
24 Agosto 2014
San Bartolomé Apóstol
San Bartolomé, apóstol
Fiesta de san Bartolomé,
apóstol, a quien generalmente se identifica con Natanael. Nacido en Caná de Galilea, fue presentado
por Felipe a Cristo Jesús en las cercanías del Jordán, donde el Señor le invitó
a seguirle, agregándolo a los Doce. Después de la Ascensión del Señor, es
tradición que predicó el Evangelio en la India y que allí fue coronado con el
martirio.
patronazgo: patrono de varias ciudades europeas, de los mineros,
albañiles, agricultores, viticultores, pastores, trabajadores del cuero,
curtidores, talabarteros, zapateros, sastres, panaderos, carniceros, y
comerciantes del aceite y el queso (en Florencia); protector contra las
enfermedades de la piel y nerviosas.
tradiciones, refranes, devociones: Por san Bartolomé, tormenta ha de
haber.
Otoñada derechera, por San Bartolomé, el agua primera.
(variante del mismo:) Para que la otoñada sea buena, por San Bartolomé las aguas primeras.
L'eve de Saint Dzouan tôte le pan; La plodze de Saint Loren arreuve dzeusto a ten; Me a Saint Bartolomé gneun n'en vout më (francoprovenzal: El agua por San Juan se lleva el pan; La lluvia de San Lorenzo llega justo a tiempo; Pero por San Bartolomé, nadie quiere más.)
Otoñada derechera, por San Bartolomé, el agua primera.
(variante del mismo:) Para que la otoñada sea buena, por San Bartolomé las aguas primeras.
L'eve de Saint Dzouan tôte le pan; La plodze de Saint Loren arreuve dzeusto a ten; Me a Saint Bartolomé gneun n'en vout më (francoprovenzal: El agua por San Juan se lleva el pan; La lluvia de San Lorenzo llega justo a tiempo; Pero por San Bartolomé, nadie quiere más.)
A este santo (que fue uno
de los doce apóstoles de Jesús) lo pintaban los antiguos con la piel en sus
brazos como quien lleva un abrigo, porque la tradición cuenta que su martirio
consistió en que le arrancaron la piel de su cuerpo, estando él aún vivo.
Parece que Bartolomé es un sobrenombre o segundo nombre que le fue añadido a su
antiguo nombre que era Natanael (que significa
"regalo de Dios").
Muchos autores creen que el
personaje que el evangelista San Juan llama Natanael, es el mismo que otros evangelistas llaman Bartolomé. Porque
San Mateo, San Lucas y San Marcos cuando nombran al apóstol Felipe, le colocan
como compañero de Felipe a Natanael. El evangelio de San Juan la narra de
la siguiente manera: "Jesús se encontró a Felipe y le dijo:
"Sígueme". Felipe se encontró a Natanael y le dijo: "Hemos encontrado a aquél a quien anunciaron
Moisés y los profetas.
Es Jesús de Nazaret". Natanael le respondió: " ¿Es
que de Nazaret puede salir algo bueno?" Felipe le dijo: "Ven y
verás". Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: "Ahí
tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño" Natanael le preguntó: "¿Desde
cuando me conoces?" Le respondió Jesús: "antes de que Felipe te
llamara, cuando tú estabas allá debajo del árbol, yo te
vi". Le respondió Natanael: "Maestro, Tú eres el
Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel". Jesús le contestó: "Por
haber dicho que te vi debajo del árbol, ¿crees? Te aseguró que verás a los
ángeles del cielo bajar y subir alrededor del Hijo del Hombre." (Jn. 1,43 )-
Desde entonces nuestro
santo fue un discípulo incondicional de este enviado de Dios, Cristo Jesús que
tenía poderes y sabiduría del todo sobrenaturales. Con los otros 11 apóstoles
presenció los admirables milagros de Jesús, oyó sus sublimes enseñanzas y recibió
el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego. Para San Bartolomé,
como para nosotros, la santidad no se basa en hacer milagros, ni en deslumbrar
a otros con hazañas extraordinarias, sino en dedicar la vida a amar a Dios, a
hacer conocer y amar mas a Jesucristo, y a propagar su santa religión, y en
tener una constante caridad con los demás y tratar de hacer a todos el mayor
bien posible.
Oremos
Fortalece Señor, nuestra fe, para que nos adhiramos a Cristo, tu Hijo, con la misma sinceridad con que lo hizo el apóstol San Bartolomé, y haz que, por la intercesión de este santo, sea siempre tu Iglesia sacramento de salvación universal para todos los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
OOOOOOOOOO
Santo(s) del día
San
Bartolomé Apóstol
Beata Alfonsa Clerici
Santa Emilia de Vialar
San Tolomeo
Santa María Micaela
San Román Obispo
Santa Aurea Ostia
San Tación de Claudiópolis
San Eutiquio (S. II)
San Jorge Limniota
San Audeno de Rouen
San Patricio Nevers
Santa Thouret
Beato Andrés Fardeau
Santa Juana Antida Thouret
Beata María de la Encarnación
Beato Maximiano Binkiewicz
Beato Ceslao Józwiak
Beato Miroslav Bulešić
Beata Alfonsa Clerici
Santa Emilia de Vialar
San Tolomeo
Santa María Micaela
San Román Obispo
Santa Aurea Ostia
San Tación de Claudiópolis
San Eutiquio (S. II)
San Jorge Limniota
San Audeno de Rouen
San Patricio Nevers
Santa Thouret
Beato Andrés Fardeau
Santa Juana Antida Thouret
Beata María de la Encarnación
Beato Maximiano Binkiewicz
Beato Ceslao Józwiak
Beato Miroslav Bulešić
OOOOOOOOOOO
No hay comentarios:
Publicar un comentario