Miércoles 01
Enero 2014
Santa Madre
de Dios
Es el mejor
de los comienzos posibles para el santoral. Abrir el año con la solemnidad de
la Maternidad divina de María es el mejor principio como es también el mejor
colofón. Ella está a la cabeza de todos los santos, es la mayor, la llena de
Gracia por la bondad, sabiduría, amor y poder de Dios; ella es la cumbre de
toda posible fidelidad a Dios, amor humano en plenitud. No extraña el
calificativo superlativo de "santísima" del pueblo entero cristiano y
es que no hay en la lengua mayor potencia de expresión. Madre de Dios y también
nuestra... y siempre atendida su oración.
Los
evangelios hablan de ella una quincena de veces, depende del cómputo que se
haga dentro de un mismo pasaje, señalando una vez o más.
El resumen
de su vida entre nosotros es breve y humilde: vive en Nazaret, allá en Galilea,
donde concibió por obra del Espíritu Santo a Jesús y se desposó con José.
Visita a su
parienta Isabel, la madre del futuro Precursor, cuando está embarazada de modo
imprevisto y milagroso de seis meses; con ella convive, ayudando, e
intercambiando diálogos místicos agradecidos la temporada que va hasta el
nacimiento de Juan.
Por el
edicto del César, se traslada a Belén la cuna de los mayores, para empadronarse
y estar incluida en el censo junto con su esposo. La Providencia hizo que en
ese entonces naciera el Salvador, dándolo a luz a las afueras del pueblo en la
soledad, pobreza, y desconocimiento de los hombres. Su hijo es el Verbo
encarnado, la Segunda Persona de Dios que ha tomado carne y alma humana.
Después vino
la Presentación y la Purificación en el Templo.
También la
huída a Egipto para buscar refugio, porque Herodes pretendía matar al Niño
después de la visita de los magos.
Vuelta la
normalidad con la muerte de Herodes, se produce el regreso; la familia se
instala en Nazaret donde ya no hay nada extraordinario, excepción hecha de la
peregrinación a Jerusalén en la que se pierde Jesús, cuando tenía doce años,
hasta que José y María le encontraron entre los doctores, al cabo de tres días
de angustiosa búsqueda.
Ya, en la
etapa de la "vida pública" de Jesús, María aparece siguiendo los
movimientos de su hijo con frecuencia: en Caná, saca el primer milagro; alguna
vez no se le puede aproximar por la muchedumbre o gentío.
En el
Calvario, al llegar la hora impresionante de la redención por medio del
cruentísimo sufrimiento, está presente junto a la cruz donde padece, se entrega
y muere el universal salvador que es su hijo y su Dios.
Finalmente,
está con sus nuevos hijos _que estuvieron presentes en la Ascensión_ en el
"piso de arriba" donde se hizo presente el Espíritu Santo enviado, el
Paráclito prometido, en la fiesta de Pentecostés.
Con la
lógica desprendida del evangelio y avalada por la tradición, vivió luego con
Juan, el discípulo más joven, hasta que murió o no murió, en Éfeso o en
Jerusalén, y pasó al Cielo de modo perfecto, definitivo y cabal por el querer
justo de Dios que quiso glorificarla.
Dio a su
hijo lo que cualquier madre da: el cuerpo, que en su caso era por concepción
milagrosa y virginal. El alma humana, espiritual e inmortal, la crea y da Dios
en cada concepción para que el hombre engendrado sea distinto y más que el
animal. La divinidad, lógico, no nace por su eternidad.
Al tiempo
que es Dios, es hombre. Alta teología clasifica lo irrepetible de su ser,
afirmando dos naturalezas en única personalidad. El Dios infinito, invisible,
inmenso, omnipotente en su naturaleza es ahora pequeño, visible, tan limitado
que necesita atención. Lo invisible de Dios se hace visible en Jesús, lo eterno
de Dios entra con Jesús en la temporalidad, lo inaccesible de Dios es ya
próximo en la humanidad, la infinitud de Dios se hace limitación en la
pequeñez, la sabiduría sin límite de Dios es torpeza en el gemido humano del
bebé Jesús y la omnipotencia es ahora necesidad.
María es
madre, amor, servicio, fidelidad, alegría, santidad, pureza. La Madre de Dios
contempla en sus brazos la belleza, la bondad, la verdad con gozoso asombro y
en la certeza del impenetrable misterio.
Himno
Lucero del
alba,
Aurora
estremecida,
Luz de mi
alma,
Santa María.
Hija del
Padre,
Doncella en
gracia concebida,
Virgen y
madre,
Santa María.
Flor del
Espíritu,
Ave,
blancura, caricia,
Madre del
Hijo,
Santa María.
Llena de
ternura,
Bendita
entre las benditas,
Madre de
todos los hombres,
Santa
María. Amén
Señor Dios,
que por la maternidad virginal de María, has dado a los hombres los tesoros de
la salvación, haz que sintamos la intercesión de la Virgen Madre, de quién
hemos recibido al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro. Que
vive y reina contigo.
Postrada a
vuestros pies, gran reina del cielo, yo os venero con el más profundo respeto y
confieso que sois Hija de Dios Padre, Madre del Verbo Divino, Esposa del
Espíritu Santo. Sois la tesorera y la distribuidora de las divinas misericordias.
Por eso os llamamos Madre de la divina Piedad. Yo me encuentro en la aflicción
Y la
angustia. Dignaos mostrarme que me amáis de verdad. Os pido igualmente que
roguéis con fervor a la Santísima Trinidad para que nos conceda la gracia de
vencer siempre al demonio, al mundo y las malas pasiones; gracia eficaz que
santifica a los justos, convierte a los pecadores, destruye las herejías,
ilumina a los infieles y conduce los judíos a la verdadera fe. Obtenednos que
el mundo entero forme un solo pueblo y una sola Iglesia.
Nota:
1 de enero
(Santa María Madre de Dios): "Jornada por la Paz": Jornada mundial
(pontificia).
FIN DE LA
OCTAVA DE NAVIDAD
En Occidente
el 1 de enero es un día para felicitarse: es el inicio
Del año
civil. Los fieles están envueltos en el clima festivo del comienzo
Del año y se
intercambian, con todos, los deseos de "feliz año".
Sin embargo,
deben saber dar a esta costumbre un sentido cristiano
Y hacer de
ella casi una expresión de piedad. Los fieles saben que "el
Año
nuevo" está bajo el señorío de Cristo y por eso, al intercambiarse
Las
felicitaciones y deseos, lo ponen, inplícita o explícitamente, bajo el
Dominio de
Cristo, a quien pertenecen los días y los siglos eternos
(cf. Ap 1,8;
22,13).
(Directorio,
n. 116)
En algunos
lugares, sobre todo en comunidades monásticas y
En
asociaciones laicales marcadamente eucarísticas, la noche del
31 de
diciembre tiene lugar una vigilia de oración que se suele concluir
Con la
celebración de la Eucaristía.
Se debe
alentar esta vigilia,
Y su
celebración tiene que estar en armonía con los contenidos
Litúrgicos
de la octava de la Navidad, vivida no sólo como una reacción
Justificada
ante la despreocupación y disipación con la que la
Sociedad
vive el paso de un año a otro, sino como ofrenda vigilante
Al Señor de
las primicias del nuevo año.
(Directorio,
n. 114)
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