Lunes 13 Enero 2014
San Hilario de Poitiers
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero hablar de un gran Padre de la Iglesia de Occidente,
san Hilario de Poitiers, una de las
grandes figuras de obispos del siglo IV. Enfrentándose a los arrianos, que consideraban al Hijo de
Dios como una criatura, aunque
excelente, pero sólo criatura, san Hilario consagró toda su vida a la
defensa de la fe en la divinidad de
Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que lo engendró desde la eternidad.
No disponemos de datos seguros sobre la mayor parte de la vida
de san Hilario. Las fuentes antiguas
dicen que nació en Poitiers, probablemente hacia el año 310. De familia acomodada, recibió una sólida
formación literaria, que se puede
apreciar claramente en sus escritos. Parece que no creció en un ambiente
cristiano. Él mismo nos habla de un
camino de búsqueda de la verdad, que lo
llevó poco a poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios
encarnado, que murió para darnos la vida
eterna.
Bautizado hacia el año 345, fue elegido obispo de su ciudad
natal en torno a los años 353-354. En
los años sucesivos, san Hilario escribió su primera obra, el Comentario al
Evangelio de san Mateo. Se trata del comentario más antiguo en latín que nos ha llegado de este Evangelio.
En el año 356 asistió como obispo al sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el
"sínodo de los falsos apóstoles",
como él mismo lo llamó, pues la asamblea estaba dominada por obispos filo-arrianos, que negaban la divinidad de
Jesucristo. Estos "falsos apóstoles"
pidieron al emperador Constancio que condenara al destierro al obispo
de Poitiers. De este modo, san Hilario
se vio obligado a abandonar la Galia en el
verano del año 356.
Desterrado en Frigia, en la actual Turquía, san Hilario entró
en contacto con un contexto religioso
totalmente dominado por el arrianismo. También allí su solicitud de pastor lo llevó a trabajar sin
descanso por el restablecimiento de la
unidad de la Iglesia, sobre la base de la recta fe formulada por el
concilio de Nicea. Con este objetivo
emprendió la redacción de su obra dogmática más
importante y conocida: el De Trinitate ("Sobre la Trinidad").
En ella, san Hilario expone su camino personal hacia el
conocimiento de Dios y se esfuerza por
demostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el
Nuevo Testamento, sino también en muchas
páginas del Antiguo Testamento, en las que ya se presenta el misterio de Cristo. Ante los arrianos insiste en la
verdad de los nombres de Padre y de
Hijo, y desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula
del bautismo que nos dio el Señor
mismo: "En el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo".
El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien
algunos pasajes del Nuevo Testamento podrían
hacer pensar que el Hijo es inferior al Padre, san Hilario ofrece reglas precisas para evitar
interpretaciones equívocas: algunos textos de la Escritura hablan de Jesús como
Dios, otros en cambio subrayan su
humanidad. Algunos se refieren a él en su preexistencia junto al Padre;
otros toman en cuenta el estado de
abajamiento (kénosis), su descenso hasta la muerte; otros, por último, lo contemplan en la gloria
de la resurrección.
En los años de su destierro, san Hilario escribió también el
Libro de los Sínodos, en el que
reproduce y comenta para sus hermanos obispos de la Galia las confesiones de fe y otros documentos de
los sínodos reunidos en Oriente a
mediados del siglo IV. Siempre firme en la oposición a los arrianos
radicales, san Hilario muestra un
espíritu conciliador con respecto a quienes aceptaban confesar que el Hijo era semejante al Padre
en la esencia, naturalmente intentando
llevarles siempre hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una semejanza, sino una verdadera igualdad entre
el Padre y el Hijo en la divinidad.
También me parece característico su espíritu de conciliación: trata de
comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad plena y, con
gran inteligencia teológica, les ayuda a
alcanzar la plena fe en la divinidad
verdadera del Señor Jesucristo.
En el año 360 ó 361, san Hilario pudo finalmente regresar del
destierro a su patria e inmediatamente
reanudó la actividad pastoral en su Iglesia, pero el influjo de su magisterio se extendió de hecho
mucho más allá de los confines de la
misma. Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el lenguaje del concilio de Nicea. Algunos
autores antiguos consideran que este
viraje antiarriano del Episcopado de la Galia se debió en buena parte a la firmeza y a la bondad del obispo de Poitiers.
Esa era precisamente una característica
peculiar de San Hilario: el arte de
conjugar la firmeza en la fe con la
bondad en la relación interpersonal.
En los últimos años de su vida compuso los Tratados sobre los
salmos, un comentario a 58 salmos,
interpretados según el principio subrayado en la introducción de la obra: "No cabe duda de que todas las cosas que
se dicen en los salmos deben entenderse
según el anuncio evangélico, de manera que,
independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu
profético, todo se refiera al
conocimiento de la venida de nuestro Señor Jesucristo, encarnación, pasión y reino, y a la gloria y
potencia de nuestra resurrección" (Instructio Psalmorum 5). En todos los salmos ve esta
transparencia del misterio de Cristo y
de su cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, san Hilario se encontró con san Martín: precisamente cerca de Poitiers el futuro
obispo de Tours fundó un monasterio, que
todavía hoy existe. San Hilario falleció en el
año 367. Su memoria litúrgica se celebra el 13 de enero. En 1851 el
beato Pío IX lo proclamó doctor de la
Iglesia.
Para resumir lo esencial de su doctrina, quiero decir que el
punto de partida de la reflexión
teológica de san Hilario es la fe bautismal. En el De Trinitate, escribe:
Jesús "mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19), es decir,
confesando al Autor, al Unigénito y al
Don. Sólo hay un Autor de todas las cosas, pues sólo hay un Dios Padre, del que todo procede. Y un solo
Señor nuestro, Jesucristo, por quien
todo fue hecho (1 Co 8, 6), y un solo Espíritu (Ef 4, 4), don en todos. (...)
No puede encontrarse nada que falte a una
plenitud tan grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en
el Espíritu Santo la inmensidad en el
Eterno, la revelación en la Imagen, la
alegría en el Don" (De Trinitate 2, 1).
Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en
plenitud su divinidad al Hijo. Considero
particularmente bella esta formulación de san Hilario: "Dios
sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso,
y quien es Padre lo es totalmente. Este
nombre no admite componendas, como si Dios sólo
fuera padre en ciertos aspectos y en otros no" (ib. 9, 61).
Por esto, el Hijo es plenamente Dios, sin falta o disminución
alguna: "Quien procede del perfecto es perfecto, porque
quien lo tiene todo le ha dado todo" (ib. 2, 8). Sólo en Cristo, Hijo de
Dios e Hijo del hombre, la humanidad encuentra
salvación. Al asumir la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre,
"se hizo la carne de todos
nosotros" (Tractatus in Psalmos 54, 9); "asumió en sí la naturaleza de toda carne y, convertido así
en la vid verdadera, es la raíz de todo
sarmiento" (ib. 51, 16).
Precisamente por esto el camino hacia Cristo está abierto a
todos —porque él ha atraído a todos hacia su humanidad—, aunque
siempre se requiera la conversión
personal: "A través de la
relación con su carne, el acceso a Cristo está
abierto a todos, a condición de que se despojen del hombre viejo (cf. Ef
4, 22) y lo claven en su cruz (cf. Col 2, 14); a condición de que abandonen las obras de antes y se conviertan,
para ser sepultados con él en su
bautismo, con vistas a la vida (cf. Col 1, 12; Rm 6, 4)" (ib. 91, 9).
La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san
Hilario, al final de su tratado sobre la
Trinidad, pide la gracia de mantenerse siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este
libro: la reflexión se transforma en oración y la oración se hace reflexión.
Todo el libro es un diálogo con Dios.
Quiero concluir la catequesis de hoy con una de estas
oraciones, que se convierte también en
oración nuestra: "Haz, Señor —reza
san Hilario, con gran inspiración— que
me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi regeneración, cuando fui bautizado en el
Padre, en el Hijo y en el Espíritu
Santo. Que te adore, Padre nuestro, y juntamente contigo a tu Hijo; que
sea merecedor de tu Espíritu Santo, que
procede de ti a través de tu Unigénito.
Amén" (De Trinitate 12, 57).
Benedicto XVI
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