viernes 24 Enero 2014
San Francisco de Sales
La vida de este «apóstol de la amabilidad», doctor de la
Iglesia, es uno de los claros ejemplos de lucha sin cuartel contra el defecto
dominante y muestra de que cuando se ama a Dios, con su gracia, todo es
posible. Nacido en el castillo de Sales en Saboya el 21 de agosto de 1567 fue
conquistando la virtud día tras día. En ella condensaba la exquisita enseñanza evangélica
que había recibido de su madre, excelente narradora de la fe que desmenuzó ante
los ojos inquietos del niño. Heredó su paciencia y constancia, así como la
elegancia en el trato. Temiendo su padre que la influencia materna hiciera de
él un hombre frágil, designó al riguroso y exigente P. Déage para ser su
preceptor. El santo agradeció siempre sus enseñanzas y las acogió humildemente.
Eso sí, determinó actuar con los demás de un modo distinto, allanándoles el
camino y liberándoles del peso que encierra el perfeccionismo. Al recibir la
primera comunión en el colegio de Annecy con 8 años, estableció las consignas
que seguiría su vida de entrega a Cristo: orar, visitar al Santísimo, ayudar a
los pobres y leer vidas ejemplares. Procuró ser fiel a ellas hasta el fin de
sus días.
Sentía ardientes deseos de consagrarse a Cristo, pero su padre
lo envió a estudiar a París. Recibió educación en el colegio Clermont de los
jesuitas, que combinaba con dos horas diarias de equitación, esgrima y baile,
bajo la dirección del P. Déage, en un plan diseñado por él que incluía
confesión y comunión semanal. Destacó en retórica, filosofía y teología. La
determinación que tomó de consagrarse a la Santísima Virgen le ayudó a superar
todas las pruebas que sufrió en esa época, manteniendo incólume su pureza. Sus
modelos eran san Francisco de Asís y san Felipe Neri. A los 18 años era
manifiesta su inclinación a la ira. Y consciente de ello, ponía todo su empeño
en contenerla. Se dice que la sangre se agolpaba en sus mejillas en determinadas
situaciones incómodas para él. Qué esfuerzos haría para someter este defecto
que quienes le conocían, al ver su trato exquisito, consideraban que estaba
libre de esa tendencia y jamás podrían haber imaginado el combate interior que
libraba. Experimentaba también una profunda angustia que le llevaba a pensar en
su condenación. Esta idea se le clavó hondamente y trazó en su organismo las
huellas de su inquietud: una suma delgadez y el temor por su razón. Le
aterrorizaba saber que en el infierno no podría amar a Dios. Este desasosiego
se disipó al recitar ante la Virgen la oración de san Bernardo «Acordaos…», y
también le ayudó a curar su orgullo.
En 1588 comenzó a estudiar derecho en Padua, como deseaba su
padre, sin descuidar la teología que precisaba dominar para ser sacerdote. Aún
seguía estrictamente el plan de vida que se trazó a los 8 años. Todos los días
hacía su examen particular; tenía presente su defecto dominante: el mal genio,
y veía si había actuado con la virtud contraria a esta tendencia. Oraba,
meditaba, se proponía ser cada día más amable en su trato con los demás, con la
prudencia debida, trayendo a su mente la presencia de Dios. Prosiguió
defendiendo su vocación con paciencia y tesón hasta que logró vencer la férrea
voluntad de su padre en cuyos planes no entraba la opción de entrega total a
Dios sino que esperaba que hubiera contraído matrimonio eligiendo otra forma de
vida. Finalmente, logró su deseo, y fue ordenado sacerdote. Lo destinaron a la
costa sur del lago de Ginebra para luchar contra el protestantismo, y allí
desplegó todas sus artes de modo que se produjeron numerosas conversiones. En
esta compleja misión de Chablais tuvo que hacer acopio de paciencia y esperar
confiadamente que en el árido corazón de las gentes germinase la semilla de la
fe. El arma fue el amor, y así lo confió él mismo a santa Juana Chantal: «Yo he
repetido con frecuencia que la mejor manera de predicar contra los herejes es
el amor, aún sin decir una sola palabra de refutación contra sus doctrinas». En
1602 fue designado obispo de Ginebra, sucediendo en el gobierno de la diócesis
al prelado Claudio de Granier. Fijada su residencia en Annecy, enseguida
destacó por su generosidad, caridad y humildad.
Juana Chantal fue una de las incontables personas a las que
dirigiría espiritualmente. La conoció en 1604 cuando predicaba un sermón de
Cuaresma en Dijón. Con ella fundó la Congregación de la Visitación en 1610.
Como rector de almas no tenía precio. Era bondadoso y firme a la par. En su
Introducción a la vida devota había hecho notar: «Quiero una piedad dulce,
suave, agradable, apacible; en una palabra, una piedad franca y que se haga
amar de Dios primeramente y después de los hombres». Acuñó esta conocida
apreciación, surgida de su experiencia: «un santo triste es un triste santo». A
él se debe también la consigna escrita en su Tratado del Amor de Dios: «La
medida del amor es amar sin medida». Preocupado por la vivencia de la caridad
más exquisita había escrito: «No nos enojemos en el camino unos contra otros».
«Caminemos con nuestros hermanos y compañeros con dulzura, paz y amor; y te lo
digo con toda claridad y sin excepción alguna: no te enojes jamás, si es
posible; por ningún pretexto des en tu corazón entrada al enojo». Así había
vivido: entregado a los demás; hecho ascua de amor. Tras su muerte, acaecida en
Lyon el 28 de diciembre de 1622, monseñor Camus manifestó que al extraerle la
vesícula biliar hallaron nada menos que 33 piedras. Eso da idea del ímprobo
esfuerzo que habría hecho el santo a lo largo de su vida para trocar en
mansedumbre y dulzura un temperamento volcánico poderosamente inclinado al mal
genio y a la cólera. Fue canonizado el 19 de abril de 1665 por Alejandro VII.
Es patrón de los escritores y periodistas católicos.
Oremos Señor Dios nuestro, que hiciste que el obispo San
Francisco de Sales se hiciera todo para todos para ganarlos a todos, haz que,
iluminado por su ejemplo, también nosotros sepamos manifestar la dulzura de tu
amor en el servicio de nuestros hermanos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo.
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