Jueves 16 Enero 2014
San Berardo Antonna
San Berardo, sacerdote de la Orden de los Hermanos Menores,
óptimo predicador y conocedor de la lengua árabe, y otros cuatro compañeros
Pedro y Otón, sacerdotes, y Acursio y
Adyuto, no clérigos, dieron la vida por Cristo en Marrakesch el 16 de enero de
1220.
“El bienaventurado Francisco, movido por divina inspiración,
escogió a seis de sus mejores hijos y los envió a predicar la fe católica entre
infieles.
Se pusieron en camino
hacia España y llegaron al reino de Aragón, en donde enfermó gravemente fray
Vidal, y, no logrando reponerse en su salud, dispuso que sus cinco compañeros
prosiguieran la empresa. Se dirigieron a
Coimbra y desde allí a Sevilla, pero antes se despojaron del hábito
religioso.
Un día, confortados espiritualmente, salieron por la ciudad de
Sevilla con el propósito de visitar la
mezquita principal y de entrar en ella; pero los sarracenos se lo impidieron,
empleando la fuerza, a gritos, empellones y golpes. Apresados, fueron conducidos
al palacio de su soberano, ante quien estos varones de Dios aseguraron ser
mensajeros del Rey de reyes, Cristo Jesús. Tras una exposición de las
principales verdades de la fe católica y animando a sus oyentes a que se bautizaran, el rey, enfurecido por tanta
osadía, mandó que fueran decapitados inmediatamente. Mas su Consejo, presente
allí, sugirió al rey que suspendiera la sentencia, dejándolos ir a Marruecos,
en conformidad con los deseos manifestados por ellos.
Llegados a Marruecos, sin pérdida de tiempo predicaron el
Evangelio, especialmente en el zoco mayor de la ciudad. Se comunicó el hecho al
Sultán, quien dispuso que fueran encarcelados sin demora. Veinte días
permanecieron en prisión, sin darles alimento, ni bebidas, confortados sólo con
la refección del espíritu. Acabada esta reclusión, fueron llevados a la
presencia del Sultán, e, interrogados,
siguieron firmes en sus decisiones anteriormente manifestadas de plena
fidelidad a la religión católica. Encolerizado el Sultán, mandó que fueran
azotados, y que, separados los unos de los otros en diversas cárceles, fueran
sometidos a intensas torturas.
Los esbirros, una vez
esposados los santos varones, atados los pies, y con sogas puestas al cuello, los arrastraron con tanta violencia,
que casi se les salían las entrañas por las heridas abiertas en sus cuerpos.
Sobre esas mismas heridas arrojaban aceite y vinagre hirviendo, y esparcieron
por el suelo los vidrios que contenían esos líquidos para que se les clavaran
al pasar por encima de ellos. Toda la noche duró este tormento, bajo la
custodia de unos treinta sarracenos,
quienes los flagelaron sin ninguna consideración.
A la mañana siguiente, reclamados por el Sultán, fueron
trasladados semidesnudos y descalzos, mientras eran golpeados. Se repitió el
interrogatorio, con idénticas respuestas, por lo que el soberano cambió de
táctica, haciendo traer hermosas mujeres, a las que recluyó con ellos, mientras
les increpaba: “Convertíos a nuestra religión mahometana y, en premio, os daré
por esposas a estas doncellas; os colmaré de riquezas y seréis honrados por
todo mi reino”.
La contestación fue
unánime: “Quédate con tu dinero, con tus mujeres y con tus honras,
que nosotros renunciamos a todos esos
bienes pasajeros del mundo por amor a
Cristo”. Otón le dice: “No tientes más a los siervos de Dios. ¿Crees que
con tus promesas vas a hacer flaquear
nuestra voluntad? ¿No sabes que Dios desde
el cielo vela continuamente sobre nosotros? ¿Nosotros somos
soldados intrépidos de Jesús, dispuestos
a caer en nuestro campo de batalla antes que
desertar de la Cruz de Cristo. !Nuestra sangre, derramada por una causa
tan santa y noble, hará germinar
nuevos cristianos!”.
El rey, al verse
desairado, se encolerizó, empuñó la espada y uno a uno, de un tajo, les
abrió una brecha en la cabeza; luego,
con su propia mano, les clavó en la garganta
tres cimitarras. Así murieron. Era el 16 de enero de 1220.
Cuando San Francisco
supo la noticia del martirio de sus hermanos, agradecido al Señor exclamó: “Ahora sí puedo decir con verdad
que tengo cinco hermanos menores”.
Los restos de estos
hermanos mártires fueron trasladados a Coimbra y allí conquistaron para
la Orden a San Antonio de Padua.
Reposan en un monumento y desde entonces son
objeto de la veneración de los fieles, quienes son beneficiados con
abundantes milagros.
Esta expedición a
Marruecos y su exitosa culminación fue el comienzo de la gloriosa
carrera misional de la Orden a lo
largo de los siglos, iniciada en vida del propio fundador y bajo su ardiente inspiración y
mandato.
Oremos
Ésos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus
vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por eso están
delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su santuario; y el que
está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos. Ya no tendrán hambre
ni sed; ya no los molestará el sol ni el calor alguno; porque el Cordero que
está en medio del trono los apacenterá y los guiará a los mantiales de las
aguas de la vida. Y Dios enjugará toda lágrina de sus ojos. Ap 7, 14-17
Dios todopoderoso y eterno, que diste a los santos mártires
Berardo y compañeros la valentía de aceptar la muerte por el nombre de Cristo:
concede también tu fuerza a nuestra debilidad para que, a ejemplo de aquellos
que no dudaron en morir por tí, nosotros sepamos también ser fuertes,
confesando tu nombre con nuestras vidas. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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