Viernes 17 Enero 2014
San Antonio de Egipto
Abad, (251-356)
Es conocido con distintos apelativos. “San Antonio de Egipto”
o “Antonio el Ermitaño”, pues allí nació, cerca de Menfis, el año 251. San
Antonio del Desierto, pues al desierto se retiró para seguir a Cristo. San
Antonio el Grande, por el inmenso influjo de su ascética, tanto por su caridad
en atender al prójimo, como por su fortaleza frente a las tentaciones del
demonio, tema que con frecuencia han reflejado en sus cuadros los pintores.
Antonio, el gran padre nuestro, el corifeo del coro de los
ascetas, floreció bajo el reino de Constantino el Grande, alrededor del año 330
desde el nacimiento de Dios. Fue contemporáneo de gran Atanasio, quien de él
escribió, posteriormente, una amplia bibliografía. El accedió al súmmum de la
virtud y de la impasibilidad. Si bien inculto e iletrado, tuvo como maestra,
proveniente desde lo alto, esa sabiduría del Espíritu Santo que ha instruido a
los pescadores y a los infantes:
iluminado por ella, el intelecto profirió muchas y variadas advertencias
sagradas y espirituales, concernientes a temas diversos, y dio a quien lo
interrogara, sabias respuestas, llenas de provecho para el alma; como se puede
ver en muchos pasajes del Gerontikon.
Pero el nombre que le distingue sobre todo es San Antonio
abad. Abad significa padre, y entre todos los abades que hemos celebrado esta semana, Antonio fue
por antonomasia el abad, el padre de los monjes. San Pacomio había iniciado el movimiento de
convertir a los solitarios anacoretas en cenobita, agrupándolos en monasterios
de vida común. San Antonio fue escogido por la Providencia para consolidar el
cenobitismo.
Antonio es un caso ejemplar de tomar la palabra de Dios como
dirigida expresamente a cada uno de los oyentes. "Hoy se cumple esta
palabra entre vosotros", había dicho Jesús. Así la cumplió San Antonio. Su
vida la conocemos bien, gracias a su confidente y biógrafo San Atanasio, obispo
de Alejandría, a quien dejaría en herencia su túnica. Es la primera hagiografía
que se conoce, obra muy bien recibida por el mundo romano.
Sus padres le habían dejado una copiosa herencia y el encargo
de cuidar de su hermana menor. Un día entró en la iglesia cuando el sacerdote
leía: "Ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres". Otro día oyó
decir: "No os agobiéis por el mañana". Y se comprometió a vivirlo sin
dilación. Confió su hermana a un grupo de vírgenes que vivían los consejos
evangélicos, y él dejó sus tierras a sus convecinos, vendió sus muebles, se
despojó de todo, rompió las cadenas que le sujetaban y se marchó al desierto.
El último medio siglo de su vida -vivió 105 años- residió en
el monte Colzum, cerca del mar Rojo. Amante de la soledad, allí vivía en una
pequeña laura, entre largos ayunos y oraciones, y haciendo esteras para no caer
en la ociosidad. Así se defendía contra los violentos ataques del demonio, que
no le dejaba un momento de reposo. Es el ambiguo valor del desierto, lugar
propicio para el encuentro con Dios y para las tentaciones del maligno. Antonio
es un magnífico ejemplo para vencer las tentaciones.
Además de lo antedicho, este hombre ilustre, nos ha dejado
también ciento setenta capítulos Son el fruto genuino de esa mente divinamente
iluminada, nos lo es confirmado, entre otros, por el santo mártir Pedro de
Damasco. Pero la misma estructura de lenguaje quita toda duda y deja solamente
una posibilidad a aquellos que examinan minuciosamente los textos: se trata de
escritos que se remontan a aquella santa antigüedad.
Muy pronto encontró imitadores. Un enjambre de lauras
individuales fue poblado por fieles seguidores que querían vivir cerca de
aquella regla viva. Se reunían para celebrar juntos los divinos oficios. De
este modo compaginaban el silencio y soledad con la vida común. Sólo salió de
allí para ayudar a su amigo Atanasio en la lucha contra los herejes, y cuando
fue a conocer a Pablo el ermitaño. Se saludaron por su nombre, se abrazaron y
ese día trajo el cuervo de Pablo doble ración de pan.
Se le atribuyen muchos milagros. Pero él los rehuía. A Dídimo
el Ciego le repite: No debe dolerse de no tener ojos, que nos son comunes con
las moscas, quien puede alegrarse de tener la luz de los santos, la luz del
alma.
Es el Santo taumaturgo que no sólo es invocado a favor de los
hombres, sino también de los animales, que aún son bendecidos el día de San
Antonio en muchos sitios. Era costumbre en las familias alimentar un lechón
porcino para los pobres, que se distribuía el día del Santo, y terminará
acompañando la imagen misma de San Antonio. Cargado de méritos, famoso por sus
milagros y acompañado del cariño, subió al cielo el Santo Abad el 17 de enero
del año de gracia 356.
No debe pues asombrarnos que la forma del discurso se
desarrolle en la mayor simplicidad de la homilía, en un estilo arcaico y
descuidado: lo que, sin embargo, nos asombra es como, a través de tal
simplicidad llega a los lectores tanta salvación y provecho.
Cuánto más, en aquellos que lo leen florece la fuerza de la
persuasión de estos escritos, tanto más en ellos destilan la dulzura y tanto
más destilan, absolutamente, las buenas costumbres y el rigor de la vida
evangélica ¡ciertamente conocerán su
regocijo aquellos que degustaren de esta miel con el paladar espiritual del
intelecto!
Parece ser que Antonio el Grande, conocido también como “Antonio el Ermitaño” o
“San Antonio de Egipto”, vivió entre los años 250 y 356 aproximadamente. De
familia cristiana, más bien rico, habiendo quedado huérfano de muy joven y con
una hermana muy pequeña a su cargo, un día fue fuertemente golpeado por la
Palabra del Señor al joven rico: si quieres ser perfecto, ve, vende todo
aquello que posees, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos. Luego,
ven y sígueme (Mateo 19; 21).
Sintiéndose aludido, enseguida empezó a vender lo que poseía y
a darse a una vida de oración y penitencia en su misma casa.
Después de algún tiempo, confió a su hermana a una comunidad
de Vírgenes y llevó una vida de oración y penitencia en su misma casa. Llevó
una vida solitaria no lejos de su pueblo, poniéndose bajo la guía de un anciano
asceta de quién se alejara, luego para retirarse en el desierto, en una de las
tumbas que se encontraban en aquella región.
Su ejemplo fue contagioso, y cuando se retiró al desierto de
Pispir, el lugar no tardó en ser invadidos por cristianos. Lo mismo
sucedió cuando sucesivamente se retiró
cerca del litoral del Mar Rojo. La vida consagrada al Señor, en soledad o en
grupos, ya es una costumbre, pero con Antonio el fenómeno asumió dimensiones
siempre más amplias, tanto que podemos llamar a Antonio, “el padre de la vida
monástica”.
También en occidente su influencia fue grandísima, sobre todo
gracias a la rápida difusión de la Vida, escrita por Atanasio poco después de
la muerte de Antonio. Atanasio había conocido bien a Antonio en su
juventud. La biografía que escribió debe
ser considerada como un documento histórico de peso, si bien, obviamente, al
escribirla, el autor ha usado procedimiento corrientes en la literatura de su
tiempo, como el poner en boca del protagonista largos discursos nunca
pronunciados de esa forma y extensión, pero en los cuales se quiere recopilar,
en un síntesis orgánica y vivida, las que fueron, efectivamente, las ideas más
trascendentes del protagonista, por el expuestas –o, más simplemente, por el
vividas- en las más variadas situaciones.
Se atribuyen a Antonio siete cartas escritas a los monjes,
además de otras dirigidas a diversas personas. De la Vita Antonil escrita por
Atanasio existe una óptima traducción italiana con un texto latino que la
antecede, en las ediciones Mondadori / Fundación Lorenzo Vallas 1974, a cargo
de Christine Mohrmann se puede también ver una reciente traducción francesa de
las Cartas de San Antonio en la colección Spiritualité Orientale N. 19, Abbaye
de Bellefontaine.
Oremos
Señor, tú que inspiraste a San Antonio Abad el deseo de retirarse al desierto para servirte allí con una vida admirable, haz que, por
su intercesión, tengamos la fuerza de renunciar a todo lo que nos separe de ti
y sepamos amarte por encima de todo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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