viernes
19 Diciembre 2014
San
Urbano V
Beato Urbano V, papa
En Aviñón, de la Provenza,
beato Urbano V, papa, que siendo monje fue elevado a la cátedra de Pedro y se
preocupó por el retorno de la Sede Apostólica a la Urbe y por restituir la
unidad a la Iglesia.
Guillermo de Grimoard nació en Grisac del Languedoc, en 1310. Su padre era un
noble del lugar y su madre era hermana de san Eleazar de Sabran. Después de estudiar en
las Universidades de Montpellier y Toulouse, Guillermo ingresó en la orden de
San Benito, donde fue ordenado sacerdote. En seguida, volvió a sus antiguas
Universidades y luego pasó a las de París y Aviñón a sacar el grado de doctor.
Allí enseñó algún tiempo. En 1352, fue nombrado abad de San Germán de Auxerre. En aquella época, los
Papas residían en Aviñón. Durante los siguientes diez años, el abad Guillermo
sirvió en varias misiones diplomáticas a Inocencio VI, el cual en 1361, le
nombró abad de San Víctor de Marsella y le envió a Nápoles como legado ante la
reina Juana. Allí se hallaba Guillermo, cuando se enteró de que Inocencio había
muerto y de que él había sido elegido para sucederle. Inmediatamente regresó a
Aviñón, donde fue consagrado y coronado. Tomó el nombre de Urbano porque «todos
los Pontífices de ese nombre habían sido santos». Urbano V fue el mejor de los
papas de Aviñón; sin embargo, como la mayoría de ellos, fue demasiado
«nacionalista» para velar perfectamente por la Iglesia universal, y le fue
imposible desarraigar los abusos que pululaban a su alrededor.
La gran empresa de su
pontificado fue su intento de establecer nuevamente en Roma la sede pontificia;
pero fracasó. En efecto, en 1366, haciendo caso omiso de la oposición del rey
de Francia y de los cardenales franceses, anunció al emperador que estaba decidido
a trasladarse a Roma. En abril del año siguiente, partió para allá. En Carneto salieron a recibirle
muchos personajes eclesiásticos y seculares, una embajada romana que le entregó
las llaves de Sant'Angelo, y el beato Juan
Colombini y los jesuatos (orden extinguida, no confundir con los jesuitas,
posteriores), con palmas en las manos e himnos en los labios. Cuatro semanas
más tarde, entró Urbano V en Roma, donde ningún Papa había estado desde hacía
más de cincuenta años. Al ver la ciudad, el Pontífice no pudo contener las
lágrimas. Las grandes basílicas, incluso la de San Juan de Letrán y las de San
Pedro y San Pablo, estaban casi en ruinas. Urbano V se dedicó inmediatamente a
repararlas y a hacer habitables las residencias pontificias. También tomó
rápidamente medidas para restablecer la disciplina entre el clero y el fervor
entre el pueblo. En breve tiempo, se dio trabajo a todo el mundo y comenzó a
repartirse alimentos a los pobres.
Al año siguiente, el
Pontífice se entrevistó con el emperador Carlos IV. La Iglesia y el imperio se
aliaron nuevamente, y Carlos entró en Roma, conduciendo por la brida la mula en
que iba montado el Pontífice. Un año más tarde, llegó a Roma el emperador de
Oriente, Juan V Paleólogo, deseoso de acabar con el cisma y de conseguir la
ayuda del Papa contra los turcos. Urbano V le recibió en la escalinata de San
Pedro, pero no pudo prestarle ayuda, pues bastante tenía con defender su propia
posición. En efecto, el Pontífice no había logrado vencer a los condottieri, Perugia se había
rebelado, Francia estaba en guerra con Inglaterra, los franceses de la corte
pontificia estaban muy descontentos, y la salud del Papa comenzaba a fallar.
Urbano V decidió regresar a Francia. Los romanos le suplicaron que se quedase;
Petrarca se hizo el portavoz de Italia para rogarle que no partiese; santa
Brígida de Suecia montó
en su mula blanca y fue desde Montefiascone a profetizarle que, si salía de Roma, moriría muy pronto.
Todo fue en vano. En junio de 1370, Urbano V declaró ante los romanos que
partía por el bien de la Iglesia y para ir a ayudar a Francia. El 5 de
diciembre, «triste, enfermo y muy conmovido», se embarcó en Carneto. Dios le llamó a Sí el 19
de diciembre. Petrarca escribió: «Urbano habría sido uno de los hombres más
gloriosos, si hubiese puesto su lecho de muerte ante el altar de San Pedro y se
hubiese acostado en él con buena conciencia, poniendo a Dios por testigo de que
si salía de allí no era por culpa suya, sino de quienes se habían empeñado en
esa fuga vergonzosa». Pero los cristianos perdonaron al Papa esa debilidad. Un
cronista de Mainz resume así la opinión de
sus contemporáneos: «Fue una lumbrera del mundo y un camino de verdad; amó la
justicia, huyó de la maldad y temió a Dios».
Urbano V se vio libre de
los vicios de su época y trabajó mucho por la reforma del clero, empezando por
su propia corte, en la que la venalidad era cosa notoria. Mantuvo a muchos
estudiantes pobres y fomentó el saber ayudando a varias universidades, como la
de Oxford, y procurando la fundación de otras nuevas, como las de Cracovia y
Viena. El santo confió a los dominicos de Toulouse la custodia de las reliquias
de Santo Tomás, y escribió a la Universidad de dicha ciudad: «Deseamos y
mandamos que sigáis la doctrina del bienaventurado Tomás, que es verdadera y
católica, y que la promováis todo lo posible». Los peregrinos empezaron a
acudir al sepulcro de Urbano V, en la abadía de San Víctor de Marsella. El Papa
Gregorio XI prometió al rey de Dinamarca, quien había pedido la canonización de
Urbano V, que la causa sería introducida. Aunque la época era muy turbulenta,
el pueblo cristiano prosiguió tributando culto al siervo de Dios. Pío IX
confirmó el culto del beato Urbano en 1870. Su nombre figura en el calendario
romano y en el de varias diócesis de Francia.
Manual de Historia de
la Iglesia, vol. IV, pág 531 pass. En la imagen: lápida de
Urbano V en Avignon, 1372.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
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