domingo
28 Diciembre 2014
San Francisco de Sales
San Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia
En Lyon, en Francia, muerte
de san Francisco de Sales, obispo de Ginebra, cuya memoria se celebra en la
fecha de su sepultura en Annecy, el día veinticuatro de
enero.
San Francisco nació en el
castillo de Sales, en Saboya, el 21 de agosto de 1567. Al día siguiente, fue
bautizado en la iglesia parroquial de Thorens, con el nombre de Francisco
Buenaventura. San Francisco de Asís había de ser su patrono durante toda la
vida. El cuarto en que nació san Francisco de Sales se llamaba «el cuarto de
San Francisco», porque había en él una imagen del «Poverello» predicando a los pájaros
y a los peces. Francisco de Sales fue muy frágil y delicado en sus primeros
años, debido a su nacimiento prematuro; pero, gracias al cuidado que tuvo de su
salud, se fue fortaleciendo con los años, de suerte que, si bien nunca fue
robusto, pudo desplegar una enérgica actividad durante su vida. La madre del
santo se encargó de su educación, ayudada por el P. Déage, quien fue tutor de
Francisco y le acompañó en todos los viajes de sus primeros años. Durante su
infancia se distinguió por su obediencia y sentido de responsabilidad, y parece
haber sido muy amante de la lectura. A los ocho años entró al colegio de Annecy donde hizo su primera
comunión. En la iglesia de Santo Domingo (actualmente San Mauricio), recibió la
confirmación y, un año más tarde, la tonsura. Un gran deseo de consagrarse a
Dios consumía al joven, que había cifrado en ello la realización de su ideal;
pero su padre (que al casarse había tomado el nombre de Boisy) tenía destinado a su
primogénito a una carrera secular, sin preocuparse de sus inclinaciones. A los
catorce años, Francisco fue a estudiar a la Universidad de París que, con sus
cincuenta y cuatro colegios, era uno de los grandes centros de enseñanza de la
época. Su padre le había enviado al Colegio de Navarra, a donde iban los hijos
de las familias nobles de Saboya; pero Francisco, que temía por su vocación,
consiguió que consintiera en dejarle ir al Colegio de Clermont, dirigido por
los jesuitas y conocido por la piedad y el amor a la ciencia que reinaban en
él. Acompañado por el P. Déage, Francisco se instaló en
el Hotel de la Rosa Blanca de la calle de St. Jacques, a unos pasos del Colegio
de Clermont.
Pronto se distinguió en
retórica y en filosofía; después se entregó apasionadamente al estudio de la
teología. Para dar gusto a su padre, tomó también lecciones de equitación,
danza y esgrima, pero sin poner en ello gran empeño. Cada día estaba más decidido
a consagrarse a Dios y acabó por hacer voto de castidad perpetua, poniéndose
bajo la protección de la Santísima Virgen. Pero no por ello le faltaron las
pruebas. Hacia los dieciocho años le asaltó una angustiosa tentación de
desesperación. El amor de Dios había sido siempre lo más importante para él, y
tenía la impresión de haber perdido la gracia divina y estaba destinado a odiar
eternamente a Dios junto con los condenados. Esa obsesión le perseguía día y
noche, y su salud empezó a resentirse. Finalmente, un acto heroico de amor de
Dios le salvó de la tentación: «¡Señor -gritó el santo-, haz que jamás blasfeme
yo de Tu nombre, aun en el caso de que no esté predestinado a verte en el
cielo! ¡Y si no he de amarte en el otro mundo, porque en el infierno los
condenados no te alaban, concédeme que, por lo menos, en esta vida te ame con
todas mis fuerzas!» Inmediatamente después, cuando se hallaba todavía
arrodillado ante su imagen favorita de Nuestra Señora, en la iglesia de St. Etienne des Grés, recitando humildemente el
«Acordáos», el temor y la
desesperación se esfumaron y una gran paz invadió su alma. Esta prueba le
enseñó a comprender y tratar con bondad a quienes sufrían las tentaciones y
dificultades espirituales.
A los veinticuatro años,
Francisco obtuvo el doctorado en leyes en Padua, y fue a reunirse con su
familia en el castillo de Thuille,
a orillas del lago de Annecy. Allí llevó durante
dieciocho meses, por lo menos en apariencia, la vida ordinaria de un joven de
la nobleza. El padre de Francisco tenía gran deseo de que su hijo se casara
cuanto antes y había escogido para él a una encantadora muchacha, heredera de una
de las familias del lugar. Sin embargo, el trato cortés, pero distante, de
Francisco hicieron pronto comprender a la joven que éste no estaba dispuesto a
secundar los deseos de su padre. El santo declinó, por la misma razón, la
dignidad de miembro del senado que le había sido propuesta, a pesar de su
juventud. Hasta entonces Francisco sólo había confiado a su madre, a su primo
Luis de Sales y a algunos amigos íntimos, su deseo de consagrarse al servicio
de Dios. Pero había llegado el momento de hablar de ello con su padre. El Sr.
de Boisy lamentaba que su hijo se
negara a aceptar el puesto en el senado y que no hubiese querido casarse, pero
ello no le había hecho sospechar, ni por un momento, que Francisco pensara en
hacerse sacerdote. La muerte del deán del capítulo de Ginebra hizo pensar al
canónigo Luis de Sales en la posibilidad de nombrar a Francisco para
sustituirle, lo cual haría menos duro el golpe para el padre del santo. Con la
ayuda de Claudio de Granier, obispo de Ginebra, pero
sin consultar a ningún miembro de la familia, el canónigo explicó el asunto al
Papa, quien debía hacer el nombramiento y, a vuelta de correo, llegó la
respuesta del Sumo Pontífice que daba a Francisco el puesto. Este quedó muy sorprendido
ante la dignidad con que le distinguía el Papa, pero se resignó a aceptar ese
honor que no había buscado, con la esperanza de que su padre accedería así más
fácilmente a su ordenación. Pero el Sr. de Boisy era un hombre muy decidido, con el
principio de que sus hijos debían una obediencia absoluta a sus deseos, y
Francisco tuvo que recurrir a toda su respetuosa paciencia y su poder de
persuasión para convencerle de que debía ceder. Por fin vistió la sotana el día
mismo en que obtuvo el consentimiento de su padre, y fue ordenado sacerdote
seis meses después, el 18 de diciembre de 1593. A partir de ese momento, se
entregó al cumplimiento de sus nuevos deberes con un celo que nunca decayó.
Ejercitaba los ministerios sacerdotales entre los pobres, con especial cariño;
sus penitentes predilectos eran los de cuna humilde. Su predicación no se
limitó a Annecy únicamente, sino a muchas
otras ciudades. Hablaba con palabras tan sencillas, que los oyentes le
escuchaban encantados, pues no había en sus sermones todo ese ornato de citas
griegas y latinas tan común en aquellos tiempos, a pesar de que Francisco era doctor.
Pero Dios tenía destinado al santo a emprender, en breve, un trabajo mucho más
difícil.
Las condiciones religiosas
de los habitantes del Chablais, en la costa sur del lago
de Ginebra, eran deplorables debido a los constantes ataques de los ejércitos
protestantes, y el duque de Saboya rogó al obispo Claudio de Granier que mandase algunos
misioneros a evangelizar de nuevo la región. El obispo envió un sacerdote a Thonon, capital del Chablais; pero sus intentos
fracasaron. El enviado tuvo que retirarse muy pronto. Entonces el obispo
presentó el asunto a la consideración de su capítulo, sin ocultar sus
dificultades y peligros. De todos los presentes, el deán fue quien mejor
comprendió la gravedad del problema, y se ofreció a desempeñar ese duro
trabajo, diciendo sencillamente: «Señor, si creéis que yo pueda ser útil en esa
misión, dadme la orden de ir, que yo estoy pronto a obedecer y me consideraré
dichoso de haber sido elegido para ella». El obispo aceptó al punto, con gran
alegría de Francisco. Pero el señor de Boisy veía las cosas de distinta manera, y
se dirigió a Annecy para impedir lo que él
llamaba «una especie de locura». Según él, la misión equivalía a enviar a su
hijo a la muerte. Arrodillándose, a los pies del obispo, le dijo: «Señor, yo
permití que mi primogénito, la esperanza de mi casa, de mi avanzada edad y de
mi vida, se consagrara al servicio de la Iglesia; pero yo quiero que sea un
confesor y no un mártir». Cuando el obispo, impresionado por el dolor y las
súplicas de su amigo, se disponía a ceder, el mismo Francisco le rogó que se
mantuviese firme: «¿Vais a hacerme indigno del Reino de los Cielos?» -preguntó-
«Yo he puesto ya mi mano en el arado, no me hagáis volver atrás». El obispo
empleó todos los argumentos posibles para disuadir al Sr. de Boisy, pero éste se despidió con
las siguientes palabras: «No quiero oponerme a la voluntad de Dios, pero
tampoco quiero ser el asesino de mi hijo permitiendo su participación en esta
empresa descabellada. Que Dios haga lo que su Providencia le dicte, pero yo
jamás autorizaré esta misión». Francisco tuvo que emprender el viaje, sin la
bendición de su padre, el 14 de septiembre de 1594, día de la Santa Cruz.
Partió a pie, acompañado solamente por su primo, el canónigo Luis de Sales, a
la reconquista del Chablais. El gobernador de la
provincia se había hecho fuerte con un piquete de soldados en el castillo de Allinges, donde los dos misioneros
se las ingeniaron para pasar las noches a fin de evitar sorpresas
desagradables. En Thonon quedaban apenas unos
veinte católicos, a quienes el miedo impedía profesar abiertamente sus
creencias. Francisco entró en contacto con ellos y les exhortó a perseverar
valientemente. Los misioneros predicaban todos los días en Thonon, y poco a poco, fueron
extendiendo sus fuerzas a las regiones circundantes. El camino al castillo de Allinges, que estaban obligados a
recorrer, ofrecía muchas dificultades y, particularmente en invierno, resultaba
peligroso. Una noche, Francisco fue atacado por los lobos y tuvo que trepar a
un árbol y pérmanecer allí en vela para escapar
con vida. A la mañana siguiente, unos campesinos le encontraron en tan
lastimoso estado que, de no haberle trasportado a su casa para darle de comer y
hacerle entrar en calor, el santo habría muerto seguramente. Los buenos campesinos
eran calvinistas. Francisco les dio las gracias en términos tan llenos de
caridad, que se hizo amigo de ellos y muy pronto los convirtió al catolicismo.
En el mes de enero de 1595, un grupo de asesinos se puso al acecho de Francisco
en dos ocasiones, pero el cielo preservó la vida del santo en forma casi
milagrosa.
El tiempo pasaba y el fruto
del trabajo de los misioneros era muy escaso. Por otra parte, el Sr. de Boisy enviaba constantemente
cartas a su hijo, rogándole y ordenándole que abandonase aquella misión
desesperada. Francisco respondía siempre que si su obispo no le daba una orden
formal de volver, no abandonaría su puesto. El santo escribía a un amigo de Evián en estos términos:
«Estamos apenas en los comienzos. Estoy decidido a seguir adelante con valor, y
mi esperanza contra toda esperanza está puesta en Dios». San Francisco hacía
todos los intentos para tocar los corazones y las mentes del pueblo. Con ese objeto,
empezó a escribir una serie de panfletos en los que exponía la doctrina de la
Iglesia y refutaba la de los calvinistas. Aquellos escritos, redactados en
plena batalla, que el santo hacía copiar a mano por los fieles, para
distribuirlos, formaron más tarde el volumen de las «controversias». Los
originales se conservan todavía en el convento de la Visitación de Annecy. Así empezó la carrera de
escritor de san Francisco de Sales, que a este trabajo añadía el cuidado
espiritual de los soldados de la guarnición del castillo de Allinges, que eran católicos de
nombre pero formaban una tropa ignorante y disoluta. En el verano de 1595,
cuando san Francisco se dirigía al monte Voiron a restaurar un oratorio de Nuestra
Señora, destruido por los habitantes de Berna, una multitud se echó sobre él,
después de insultarle, y le maltrató. Poco a poco el auditorio de sus sermones
en Thonon fue más numeroso, al
tiempo que los panfletos hacían efecto en el pueblo. Por otra parte, aquellas
gentes sencillas admiraban la paciencia del santo en las dificultades y
persecuciones, y le otorgaban sus simpatías. El número de conversiones empezó a
aumentar y llegó a formarse una corriente continua de apóstatas que volvían a
reconciliarse con la Iglesia. Cuando el obispo Granier fue a visitar la misión, tres o
cuatro años más tarde, los frutos de la abnegación y celo de san Francisco de
Sales eran visibles. Muchos católicos salieron a recibir al obispo, quien pudo
administrar una buena cantidad de confirmaciones, y aun presidir la adoración
de las cuarenta horas, lo que habría sido inconcebible unos años antes, en Thonon. San Francisco había
restablecido la fe católica en la provincia y merecía, en justicia, el título
de «Apóstol del Chablais». Mario Besson, un posterior obispo de
Ginebra ha resumido la obra apostólica de su predecesor en una frase del mismo
san Francisco de Sales a santa Juana de Chantal: «Yo he repetido con frecuencia
que la mejor manera de predicar contra los herejes es el amor, aun sin decir
una sola palabra de refutación contra sus doctrinas». El mismo obispo Mons. Besson, cita al cardenal du Perron: «Estoy convencido de que,
con la ayuda divina, la ciencia que Dios me ha dado es suficiente para
demostrar que los herejes están en el error; pero si lo que queréis es
convertirles, llevadles al obispo de Ginebra, porque Dios le ha dado la gracia
de convertir a cuantos se le acercan».
Mons. de Granier, quien siempre había visto
en Francisco un posible coadjutor y sucesor, pensó que había llegado el momento
de poner en obra sus proyectos. El santo se negó a aceptar, al principio, pero
finalmente se rindió a las súplicas de su obispo, sometiéndose a lo que
consideraba como una manifestación de la voluntad de Dios. Al poco tiempo, le
atacó una grave enfermedad que le puso entre la vida y la muerte. Al
restablecerse fue a Roma, donde el papa Clemente VIII, que había oído muchas
alabanzas sobre la virtud y cualidades del joven deán, pidió que se sometiese a
un examen en su presencia. El día señalado se reunieron muchos teólogos y
sabios. El mismo Sumo Pontífice, así como Baronio, Belarmino, el cardenal Federico Borromeo (primo de san Carlos) y
otros, interrogaron al santo sobre treinta y cinco puntos difíciles de
teología. San Francisco respondió con sencillez y modestia, pero sin ocultar su
ciencia. El Papa confirmó su nombramiento de coadjutor de Ginebra, y Francisco
volvió a su diócesis, a trabajar con mayor ahinco y energía que nunca. En 1602 fue a
París donde le invitaron a predicar en la capilla real, que pronto resultó
pequeña para la multitud que acudía a oír la palabra del santo, tan sencilla,
tan conmovedora y tan valiente. Enrique IV concibió una gran estima por el
coadjutor de Ginebra y trató en vano de retenerle en Francia. Años más tarde,
cuando san Francisco de Sales fue de nuevo a París, el rey redobló sus
instancias; pero el joven obispo se rehusó a cambiar su diócesis de la montaña,
su «pobre esposa», como él la llamaba, por la importante diócesis -la «esposa
rica»- que el rey le ofrecía. Enrique IV exclamó: «El obispo de Ginebra tiene
todas las virtudes, sin un solo defecto».
A la muerte de Claudio de Granier, acaecida en el otoño de
1602, Francisco le sucedió en el gobierno de la diócesis. Fijó su residencia en
Annecy, donde organizó su casa
con la más estricta economía, y se consagró a sus deberes pastorales con enorme
generosidad y devoción. Además del trabajo administrativo, que llevaba hasta en
los menores detalles del gobierno de su diócesis, el santo encontraba todavía
tiempo para predicar y confesar con infatigable celo. Organizó la enseñanza del
catecismo; él mismo se encargaba de la instrucción en Annecy, y lo hacía en forma tan
interesante y fervorosa, que las gentes del lugar recordaban todavía, muchos
años después de su muerte, «el catecismo del obispo». La generosidad y caridad,
la humildad y clemencia del santo eran inagotables. En su trato con las almas
fue siempre bondadoso, sin caer en la debilidad; pero sabía emplear la firmeza
cuando no bastaba la bondad. En su maravilloso «tratado del amor de Dios»,
escribió: «La medida del amor es amar sin medida». Y supo vivir sus palabras.
Con su abundante correspondencia alentó y guió a innumerables personas que
necesitaban de su ayuda. Entre los que dirigía espiritualmente, santa
Juana Francisca de Chantal ocupa un sitio especial. San Francisco la conoció en
1604, cuando predicaba un sermón de cuaresma en Dijón. La fundación de la Congregación de
la Visitación, en 1610, fue el resultado del encuentro de los dos santos. La
«Introducción a la Vida Devota» -la más conocida de las obras del santo- nació
de las notas que el santo conservaba de las instrucciones y consejos enviados a
su prima política, la Sra. de Chamoisy, que se había confiado a su dirección. San Francisco se
decidió, en 1608, a publicar dichas notas, con algunas adiciones. El libro fue
recibido como una de las obras maestras de la ascética, y pronto se tradujo a
muchos idiomas. En 1610, Francisco de Sales tuvo la pena de perder a su madre
(su padre había muerto nueve años antes). El santo escribió más tarde a santa
Juana de Chantal: «Mi corazón estaba desgarrado y lloré por mi buena madre como
nunca había llorado, desde que soy sacerdote». San Francisco había de
sobrevivir nueve años a su madre, nueve años de inagotable trabajo.
En 1622, el duque de
Saboya, que iba a ver a Luis XIII en Aviñón, invitó al santo a reunírseles en
aquella ciudad. Movido por el deseo de conseguir ciertos privilegios para la
parte francesa de su diócesis, el obispo aceptó al punto la invitación, aunque
arriesgaba su débil salud en un viaje tan largo, en pleno invierno. Pero parece
que el santo presentía que su fin se acercaba. Antes de partir de Annecy puso en orden todos los
asuntos, y emprendió el viaje, como si no tuviera esperanza de volver a ver a
su grey. En Aviñón hizo todo lo posible por llevar su acostumbrada vida de
austeridad; pero las multitudes se apiñaban para verle y todas las comunidades
religiosas querían que el santo obispo les predicara. En el viaje de regreso,
san Francisco se detuvo en Lyon, hospedándose en la casita del jardinero del
convento de la Visitación. Aunque estaba muy fatigado, pasó un mes entero
atendiendo a las religiosas. Una de ellas le rogó que le dijese qué virtud
debía practicar especialmente; el santo escribió en una hoja de papel, con
grandes letras: «Humildad». Durante el Adviento y la Navidad, bajo los rigores
de un crudo invierno, prosiguió su viaje, predicando y administrando los
sacramentos a todo el que se lo pidiera. El día de San Juan le sobrevino una
parálisis; pero recuperó la palabra y el pleno conocimiento. Con admirable
paciencia, soportó las penosas curaciones que se le administraron con la intención
de prolongarle la vida, pero que no hicieron más que acortársela. En su lecho
repetía: «Exspectans exspectavi Dominum et intendit mihi, et exaudivit preces meas, et eduxit me de lacu miseriae et de luto faecis» («Puse toda mi esperanza
en el Señor, y me oyó y escuchó mis súplicas y me sacó del foso de la miseria y
del pantano de la inquidad», salmo 39 (40),2-3). En
el último momento, apretando la mano de uno de los que le asistían
solícitamente murmuró: «Advesperascit et inclinata est jam dies» («Empieza a anochecer y
el día se va alejando», la frase de los peregrinos de Emaús, Lc. 24,29). Su última palabra
fue el nombre de Jesús. Mientras los circunstantes recitaban de rodillas las
letanías de los agonizantes, san Francisco expiró dulcemente, a los cincuenta y
seis años de edad.
La beatificación de san
Francisco de Sales fue la primera llevada a cabo con solemnidad en San Pedro de
Roma. La canonización tuvo lugar en la misma basílica, tres años después. La
fiesta del santo se celebraba el 29 de enero, día de la translación de sus
restos al convento de la Visitación de Annecy, aunque en la reforma litúrgica se
ha movido al 24 de enero, aniversario de su sepultura. En 1877 fue declarado
Doctor de la Iglesia, y el Papa Pío XI le nombró patrono de los periodistas.
Cuando san Francisco murió, un sacerdote llamado Vicente de
Paul vivía
en París. El santo obispo le había confiado el cuidado del primer convento de
la Visitación. San Vicente dijo de san Francisco: «El siervo de Dios se
conformaba de tal modo al molde que Dios le había fijado, que muchas veces me
pregunté admirado cómo una criatura podía alcanzar tan alto grado de
perfección, dada la fragilidad de nuestra naturaleza... Meditando sus palabras
me he sentido tan lleno de admiración, que creo que Francisco de Sales es el
hombre que ha reproducido más fielmente sobre la tierra el amor del Hijo de
Dios». Algunas personas, considerando que el santo era demasiado indulgente con
los pecadores, se lo dijeron francamente cierta vez. El obispo respondió: «Si
existiera una virtud más alta que la bondad, Dios nos la habría enseñado. Pues
bien, a nada nos exhortó tanto Jesucristo como a ser mansos y humildes de
corazón. ¿Por qué os oponéis a que obedezca al mandato de mi Señor? ¿Quién
mejor que Dios puede indicarnos el camino en este punto?» La ternura de san
Francisco se mostraba especialmente con los apóstatas y los pecadores. Cuando
esos pródigos volvían a la casa paterna, el santo les acogía con la bondad de
un padre, diciéndoles: «Dios y yo estamos dispuestos a ayudaros. Todo lo que os
pido es que no desesperéis; del resto yo me encargo». Su solicitud por ellos se
extendía también a sus dificultades materiales, y les abría su bolsa tan
ampliamente como su corazón. Como algunos murmurasen de que eso alentaba a los
pecadores en sus malos hábitos, el santo respondió: «¿No forman acaso parte de
mi grey? ¿O acaso el Señor no derramó su sangre por ellos? Estos lobos se
transformarán en mansos corderos y un día valdrán más ante los ojos de Dios que
todos nosotros. Si Dios no hubiese usado de misericordia con Saulo, san Pablo
no hubiera existido».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
Señor, Dios nuestro, tú has querido que el santo obispo Francisco de Sales se entregara a todos generosamente para la salvación de los hombres; concédenos, a ejemplo suyo, manifestar la dulzura de tu amor en el servicio a nuestros hermanos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén
OOOOOOOOOOO
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