miércoles
03 Diciembre 2014
San Francisco Javier, religioso presbítero
Memoria de san Francisco
Javier, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, evangelizador de la
India, el cual, nacido en Navarra, fue uno de los primeros compañeros de san
Ignacio que, movido por el ardor de dilatar el Evangelio, anunció diligentemente
a Cristo a innumerables pueblos en la India, en las Molucas y otras islas, y después
en Japón. Convirtió a muchos a la fe y, finalmente, murió en la isla de San Xon, en China, consumido por
la enfermedad y los trabajos.
Cristo confió a sus
Apóstoles la misión de ir a predicar a todas las naciones. En todas las épocas,
Dios ha suscitado y llenado de su Espíritu divino a hombres dispuestos a
continuar esa ardua misión. Enviados con la autoridad y en el nombre de Cristo
por los sucesores de los apóstoles en el gobierno de la Iglesia, esos hombres
han conducido al redil de Cristo a todas las naciones, con el propósito de
completar el número de los santos. Entre los misioneros que más éxito han
tenido en la tarea, se cuenta al ilustre san Francisco Javier, a quien san Pío
X nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de todas las obras
relacionadas con la propagación de la fe. Francisco Javier fue sin duda uno de
los misioneros más grandes que han existido. A este propósito, vale la pena
citar, entre otros, el testimonio sorprendente de Sir Walter Scott: «El
protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden negar que supo
reunir el valor y la paciencia de un mártir, con el buen sentido, la decisión, la
agilidad mental y la habilidad del mejor negociador que haya ido nunca en
embajada alguna». Francisco nació en Navarra, cerca de Pamplona, en el castillo
de Javier, en 1506; su nombre completo era Francisco Javier de Jassu y Azpilcueta, y su lengua materna el vascuense (euskera). El futuro santo
era el benjamín de la familia. A los dieciocho años, fue a estudiar a la
Universidad de París, en el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el
grado de licenciado. Allí conoció a Ignacio de Loyola, a cuya influencia opuso
resistencia al principio. Sin embargo, fue uno de los siete primeros jesuitas
que se consagraron al servicio de Dios en Montmartre, en 1534. Junto con ellos recibió la ordenación sacerdotal
en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las vicisitudes de la
naciente Compañía. En 1540, San Ignacio envió a Francisco Javier y a Simón
Rodríguez a la India. Fue esa la primera expedición misional de la Compañía de
Jesús.
Francisco Javier llegó a
Lisboa hacia fines de junio. Inmediatamente, fue a reunirse con el P.
Rodríguez, quien moraba en un hospital donde se ocupaba de asistir e instruir a
los enfermos. Javier se hospedó también allí y ambos solían salir a instruir y catequizar
en la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones en la corte, pues el rey
Juan III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez
tuvo que quedarse en Lisboa. También san Francisco Javier se vio obligado a
permanecer allí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a san Ignacio:
«El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa que aquí
podremos servir al Señor tan eficazmente como allá». Antes de la partida de
Javier, que tuvo lugar el 7 de abril de 1541, día de su trigésimo quinto
cumpleaños, el rey le entregó un breve por el que el Papa le nombraba nuncio
apostólico en el Oriente. El monarca no pudo conseguir que aceptase como
presente más que un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso Javier llevar
consigo a ningún criado, alegando que «la mejor manera de alcanzar la verdadera
dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo sepa». Con él partieron
a la India el P. Pablo de Camerino, que era italiano, y Francisco Mansilhas, un portugués que aún no
había recibido las órdenes sagradas. En una afectuosa carta de despedida que el
santo escribió a san Ignacio, le decía a propósito de este último, que poseía
«un bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria».
Francisco Javier partió en el barco que transportaba al gobernador de la India,
Don Martín Alfonso de Sousa. Otros cuatro navíos completaban la flota. En la
nave del almirante, además de la tripulación, había pasajeros, soldados,
esclavos y convictos. Francisco se encargó de catequizar a todos. Los domingos
predicaba al pie del palo mayor de la nave. Por otra parte, convirtió su
camarote en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos, a pesar de
que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir mucho a él también.
Entre la tripulación y entre los pasajeros había gentes de toda especie, de
suerte que Javier tuvo que mediar en reyertas, combatir la blasfemia, el juego
y otros desórdenes. Pronto se desató a bordo una epidemia de escorbuto y sólo
los tres misioneros se encargaban del cuidado de los enfermos. La expedición
navegó cinco meses para doblar el Cabo de Buena Esperanza y llegar a
Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la costa
este del Africa y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, dos meses
después de haber zarpado de este último puerto, la expedición llegó a Goa, el 6
de mayo de 1542, al cabo de tres meses de viaje (es decir, el doble del tiempo
normal). San Francisco Javier se estableció en el hospital hasta que llegaron
sus compañeros, cuyo navío se había retrasado.
Goa era colonia portuguesa
desde 1510. Había ahí un número considerable de cristianos, y la organización
eclesiástica estaba compuesta por un obispo, el clero secular y regular, y
varias iglesias. Desgraciadamente, muchos de los portugueses se habían dejado
arrastrar por la ambición, la avaricia, la usura y los vicios, hasta el extremo
de olvidar completamente que eran cristianos. Los sacramentos habían caído en
desuso; fuera de Goa había a lo más, cuatro predicadores y ninguno de ellos era
sacerdote; los portugueses usaban el rosario para contar el número de azotes
que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa conducta de los cristianos, que
vivían en abierta oposición con la fe que profesaban y así alejaban de la fe a
los infieles, fue una especie de reto para san Francisco Javier. El misionero
comenzó por instruir a los portugueses en los principios de la religión y
formar a los jóvenes en la práctica de la virtud. Después de pasar la mañana en
asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y prisiones
miserables, recorría las calles tocando una campanita para llamar a los niños y
a los esclavos al catecismo. Estos acudían en gran cantidad y el santo les
enseñaba el Credo, las oraciones y la manera de practicar la vida cristiana.
Todos los domingos celebraba la misa a los leprosos, predicaba a los cristianos
y a los hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad y su caridad con el prójimo
le ganaron muchas almas. Uno de los excesos más comunes era el concubinato de
los portugueses de todas las clases sociales con las mujeres del país, dado que
había en Goa muy pocas cristianas portuguesas. Tursellini, el autor de la primera
biografía de san Francisco Javier, que fue publicada en 1594, describe con
viveza los métodos que empleó el santo contra ese exceso. Por ellos, puede
verse el tacto con que supo Javier predicar la moralidad cristiana, demostrando
que no contradecía ni al sentido común, ni a los instintos verdaderamente
humanos. Para instruir a los pequeños y a los ignorantes, el santo solía
adaptar las verdades del cristianismo a la música popular, un método que tuvo
tal éxito que, poco después, se cantaban las canciones que él había compuesto,
lo mismo en las calles que en las casas, en los campos que en los talleres.
Cinco meses más tarde, se
enteró Javier de que en las costas de la Pesquería, que se extienden frente a
Ceilán desde el Cabo de Comorín hasta la isla de Manar,
habitaba la tribu de los paravas. Estos habían aceptado el
bautismo para obtener la protección de los portugueses contra los árabes y
otros enemigos; pero, por falta de instrucción, conservaban aún las
supersticiones del paganismo y praticaban sus errores (el P. Coleridge, S.J. escribe con razón: «Probablemente todos los misioneros
que han ido a regiones en las que sus compatriotas se hallaban ya establecidos
... han encontrado en ellos a los peores enemigos de su obra de evangelización.
En este sentido, las naciones católicas son tan culpables como las
protestantes. España, Francia y Portugal son tan culpables corno Inglaterra y
Holanda»). Javier partió en auxilio de esa tribu que «sólo sabía que era
cristiana y nada más». El santo hizo trece veces aquel viaje tan peligroso,
bajo el tórrido calor del sur de Asia. A pesar de la dificultad, se puso a
aprender el idioma nativo y a instruir y confirmar a los ya bautizados.
Particular atención consagró a la enseñanza del catecismo a los niños. Los paravas, que hasta entonces no
conocían siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes
multitudes. A este propósito, Javier informaba a sus hermanos de Europa que,
algunas veces, tenía los brazos tan fatigados por administrar el bautismo, que
apenas podía moverlos. Los generosos paravas
que eran de casta baja, dispensaron a san Francisco Javier una acogida
calurosa, en tanto que los brahamanes, de clase elevada, recibieron al santo con gran frialdad, y
su éxito con ellos fue tan reducido que, al cabo de doce meses, sólo había
logrado convertir a un brahamán. Según parece, en aquella
época Dios obró varias curaciones milagrosas por medio de Javier.
Por su parte, Javier se
adaptaba plenamente al pueblo con el que vivía. Lo mismo que los pobres, comía
arroz, bebía agua y dormía en el suelo de una pobre choza. Dios le concedió
maravillosas consolaciones interiores. Con frecuencia, decía Javier de sí mimo:
«Oigo exclamar a este pobre hombre que trabaja en la viña de Dios: 'Señor no me
des tantos consuelos en esta vida; pero, si tu misericordia ha decidido
dármelos, llévame entonces todo entero a gozar plenamente de Ti'». Javier
regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra de los paravas con dos sacerdotes y un
catequista indígenas y con Francisco Mansilhas a quienes dejó en diferentes puntos del país. El santo
escribió a Mansilhas una serie de cartas que
constituyen uno de los documentos más importantes para comprender el espíritu
de Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó. El sufrimiento de los
nativos a manos de los paganos y de los portugueses se convirtió en lo que él
describía como «una espina que llevo constantemente en el corazón». En cierta
ocasión, fue raptado un esclavo indio y el santo escribió: «¿Les gustaría a los
portugueses que uno de los indios se llevase por la fuerza a un portugués al
interior del país? Los indios tienen idénticos sentimientos que los
portugueses». Poco tiempo después, san Francisco Javier extendió sus
actividades a Travancore. Algunos autores han
exagerado el éxito que tuvo ahí, pero es cierto que fue acogido con gran
regocijo en todas las poblaciones y que bautizó a muchos de los habitantes. En
seguida, escribió al P. Mansilhas que fuese a organizar la
Iglesia entre los nuevos convertidos. En su tarea solía valerse el santo de los
niños, a quienes seguramente divertía mucho repetir a otros lo que acababan de
aprender de labios del misionero. Los badagas
del norte cayeron sobre los cristianos de Comoín
y Tuticorín, destrozaron las
poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros muchos como esclavos.
Ello entorpeció la obra misional del santo. Según se cuenta, en cierta ocasión,
salió solo Javier al encuentro del enemigo, con el crucifijo en la mano, y le obligó
a detenerse. Por otra parte, también los portugueses entorpecían la
evangelización; así, por ejemplo, el comandante de la región estaba en tratos
secretos con los badagas. A pesar de ello, cuando
el propio comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los badagas, san Francisco Javier
escribió inmediatamente al P. Mansilhas: «Os suplico, por el amor de Dios, que vayáis a prestarle
auxilio sin demora». De no haber sido por los esfuerzos infatigables del santo,
el enemigo hubiese exterminado a los paravas.
Y hay que decir, en honor de esa tribu, que su firmeza en la fe católica
resistió a todos los embates.
El reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al
enterarse de los progresos que había hecho el cristianismo en Manar, mandó
asesinar allí a 600 cristianos. El gobernador, Martín de Sousa, organizó una
expedición punitiva que debía partir de Negatapam. San Francisco Javier se dirigió a ese sitio; pero la
expedición no llegó a partir, de suerte que el santo decidió emprender una
peregrinación, a pie, al santuario de Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida
colonia portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas
maravillas de los viajes de san Francisco Javier. Además de la conversión de
numerosos pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su exquisita
cortesía, se le atribuyen también otros milagros. En 1545, el santo escribió
desde Cochín una extensa carta muy
franca al rey, en la que le daba cuenta del estado de la misión. En ella habla
del peligro en que estaban los neófitos de volver al paganismo, «escandalizados
y desalentados por las injusticias y vejaciones que les imponen los propios
oficiales de Vuestra Majestad ... Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad
a juicio, oirá tal vez Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor: '¿Por
qué no castigaste a aquellos de tus súbditos sobre los que tenías autoridad y
que me hicieron la guerra en la India?'». El santo habla muy elogiosamente del
vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz,
y ruega al rey que le envíe nuevamente con plenos poderes, una vez que éste
haya rendido su informe en Lisboa. «Como espero morir en estas partes de la
tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad en este mundo, ruégole que me ayude con sus
oraciones para que nos encontremos en el otro, donde ciertamente estaremos más
descansados que en éste». San Francisco Javier repite sus alabanzas sobre el
vicario general en una carta al P. Simón Rodríguez, en donde habla todavía con
mayor franqueza acerca de los europeos: «No titubean en hacer el mal, porque
piensan que no puede ser malo lo que se hace sin dificultad y para su
beneficio. Estoy aterrado ante el número de inflexiones nuevas que se dan aquí
a la conjugación del verbo 'robar'».
En la primavera de 1545,
san Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro meses. Malaca era
entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la
corona portuguesa en 1511 y, desde entonces, se había convertido en un centro
de costumbres licenciosas. Anticipándose a la moda que se introduciría varios
siglos más tarde, las jóvenes se paseaban en pantalones, sin tener siquiera la
excusa de que trabajaban como los hombres. El santo fue acogido en la ciudad
con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de
reforma. En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue
una época muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en
gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él da el nombre
genérico de Molucas y que es difícil
identificar con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio
sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos
de los cuales había colonias de mercaderes portugueses. Aunque sufrió mucho en
aquella misión, escribió a san Ignacio: «Los peligros a los que me encuentro
expuesto y los trabajos que emprendo por Dios, son primaveras de gozo espiritual.
Estas islas son el sitio del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder
la vista de tanto llorar; pero se trata de lágrimas de alegría. No recuerdo
haber gustado jamás tantas delicias interiores y los consuelos no me dejan
sentir el efecto de las duras condiciones materiales y de los obstáculos que me
oponen los enemigos declarados y los amigos aparentes». De vuelta a Malaca, el
santo pasó ahí otros cuatro meses, predicando a aquellos cristianos tan poco
generosos. Antes de partir a la India, oyó hablar del Japón a unos mercaderes
portugueses y conoció personalmente a un fugitivo del Japón, llamado Anjiro. Javier desembarcó
nuevamente en la India, en enero de 1548.
Pasó los siguientes quince
meses viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar su obra
(sobre todo el «Colegio Internacional de San Pablo» de Goa) y preparar su
partida al misterioso Japón, en el que hasta entonces no había penetrado ningún
europeo. Entonces, escribió la última carta al rey Juan III, a propósito de un
obispo armenio y de un fraile franciscano. En ella decía: «La experiencia me ha
enseñado que Vuestra Majestad tiene poder para arrebatar a las Indias sus
riquezas y disfrutar de ellas, pero no lo tiene para difundir la fe cristiana».
En abril de 1549, partió de la India, acompañado por otro sacerdote de la
Compañía de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que había tomado el nombre de
Pablo) y por otros dos japoneses que se habían convertido al cristianismo. El
día de la fiesta de la Asunción del mismo año, desembarcaron en Kagoshima, en
tierra japonesa.
En Kagoshima, los
habitantes los dejaron en paz. San Francisco Javier se dedicó a aprender el
japonés. Lejos de poseer el don de lenguas que algunos le atribuyen, el santo
tenía más bien dificultad en aprender los idiomas. Tradujo al japonés una
exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos se
mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de trabajo, había logrado
unas cien conversiones. Ello provocó las sospechas de las autoridades, las
cuales le prohibieron que siguiese predicando. Entonces, el santo decidió
trasladarse a otro sitio con sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los
neófitos. Antes de partir de Kagoshima, fue a visitar la fortaleza de Ichiku; ahí convirtió a la esposa
del jefe de la fortaleza, al criado de ésta, a algunas personas más y dejó la
nueva cristiandad al cargo del criado. Diez años más tarde, Luis de Almeida,
médico y hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, encontró en pleno fervor a
esa cristiandad aislada. San Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki. El
gobernador de la ciudad acogió bien a los misioneros, de suerte que en unas
cuantas semanas pudieron hacer más de lo que había hecho en Kagoshima en un
año. El santo dejó esa cristiandad a cargo del P. de Torres y partió con el
hermano Fernández y un japonés a Yamaguchi, en Honshu. Ahí predicó en las calles y delante
del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes de la región se burlaron
de él.
Javier quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces
la principal ciudad del Japón. Después de trabajar un mes en Yamaguchi, donde
apenas cosechó algo más que afrentas, prosiguió el viaje con sus dos
compañeros. Como el mes de diciembre estaba ya muy avanzado, los aguaceros, la
nieve y los abruptos caminos hicieron el viaje muy penoso. En febrero, llegaron
los misioneros a Miyako. Allí se enteró el santo
de que para tener una entrevista con el mikado
(cuyo poder era sólo aparente) necesitaba pagar una suma mucho mayor a la que
poseía. Por otra parte, como la guerra civil hacía estragos en la ciudad, san
Francisco Javier comprendió que, por el momento, no podía hacer ningún bien
allí, por lo cual volvió a Yamaguchi, quince días después. Viendo que la
pobreza evangélica no producía en el Japón el mismo efecto que en la India, el
santo cambió de método. Vestido decentemente y escoltado por sus compañeros, se
presentó ante el gobernador como embajador de Portugal, le entregó las cartas
que le habían dado para el caso las autoridades de la India y le regaló una
caja de música, un reloj y unos anteojos, entre otras cosas. El gobernador
quedó encantado con esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió
un antiguo templo budista para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo
obtenido así la protección oficial, san Francisco Javier predicó con gran éxito
y bautizó a muchas personas.
Habiéndose enterado de que
un navío portugués había atracado en Funai
(Oita) de Kiushu, el santo partió para
allá. Uno de los miembros de la expedición era el viajero Fernando Méndez
Pinto, quien dejó una descripción muy completa y divertida de la procesión que
organizaron los portugueses para acompañar ceremoniosamente a su admirado Javier
en su visita al gobernador de la ciudad. Desgraciadamente, Méndez Pinto era un
escritor muy imaginativo, de suerte que no se puede dar crédito a lo que nos
cuenta sobre las actividades y peripecias del santo en Funai. Francisco Javier resolvió
partir en ese barco portugués a visitar sus cristiandades de la India antes de
hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón, que eran ya unos 2000
y constuían la semilla de tantos
mártires del futuro, quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano
Fernández. A pesar de los descalabros que había sufrido en el Japón, San
Francisco Javier opinaba que «no hay entre los infieles ningún pueblo más bien
dotado que el japonés».
La cristiandad había
prosperado en la India durante la ausencia de Javier; pero también se habían
multiplicado las dificultades y los abusos, tanto entre los misioneros como
entre las autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba urgentemente la
atención del santo. Francisco Javier emprendió la tarea con tanta caridad como
firmeza. Cuatro meses después, el 25 de abril de 1552, se embarcó nuevamente,
llevando por compañeros a un sacerdote y un estudiante jesuitas, un criado
indio y un joven chino que hubiera sido su intérprete si no hubiese olvidado su
lengua natal. En Malaca, el santo fue recibido por Diego Pereira, a quien el
virrey de la India había nombrado embajador ante la corte de China.
San Francisco tuvo que
hablar en Malaca sobre dicha embajada con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco de Gama,
que era el jefe en la marina de la región. Como Alvaro de Ataide era enemigo personal de
Diego Pereira, se negó a dejarle partir, tanto en calidad de embajador como de
comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos de Francisco
Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve de Paulo III por el que
había sido nombrado nuncio apostólico. Por él hecho de oponer obstáculos a un
nuncio pontificio, Ataide incurría en la excomunión. Desgraciadamente, el santo
había dejado en Goa el original del breve pontificio. Finalmente, Ataide
permitió que Francisco Javier partiese a la China en la nave de Pereira, pero
no dejó que este último se embarcase. Pereira tuvo la nobleza de aceptar el
trato. Como el fin de la embajada hubiese fracasado, el santo envió al Japón al
otro sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se llamaba
Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que
hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de
1552, la expedición llegó a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan), que dista unos veinte kilómetros de la costa y está
situada a cien kilómetros al sur de Hong Kong.
Por medio de una de las
naves, Francisco Javier escribió desde allí varias cartas. Una de ellas iba
dirigida a Pereira, a quien el santo decía: «Si hay alguien que merezca que
Dios le premie en esta empresa, sois vos. Y a vos se deberá su éxito». En seguida,
describía las medidas que había tomado: con mucha dificultad y pagando
generosamente, había conseguido que un mercader chino se comprometiese a
desembarcarle de noche en Cantón, no sin exigirle que jurase que no revelaría
su nombre a nadie. En tanto que llegaba la ocasión de realizar el proyecto,
Javier cayó enfermo. Como sólo quedaba uno de los navíos portugueses, el santo
se encontró en la miseria. En su última carta escribió: «Hace mucho tiempo que
no tenía tan pocas ganas de vivir como ahora». El mercader chino no volvió a
presentarse. El 21 de noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se
refugió en el navío. Pero el movimiento del mar le hizo daño, de suerte que al
día siguiente pidió que le transportasen de nuevo a tierra. En el navío
predominaban los hombres de Don Alvaro
de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste, dejaron a Javier en la playa,
expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo comerciante portugués le
condujo a su cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por las rendijas.
Ahí estuvo Francisco Javier recostado, consumido por la fiebre. Sus amigos le
hicieron algunas sangrías, sin éxito alguno. Entre los espasmos del delirio, el
santo oraba constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3 de
diciembre, según escribió Antonio, «viendo que estaba moribundo, le puse en la
mano un cirio encendido. Poco después, entregó el alma a su Creador y Señor con
gran paz y reposo, pronunciando el nombre de Jesús». San Francisco Javier tenía
entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el Oriente. Fue sepultado
el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un portugués y dos
esclavos (el fiel Antonio describió los últimos días del santo, en una carta a
Manuel Teixeira, el cual la publicó en su biografía del santo).
Uno de los tripulantes del
navío había aconsejado que se llenase de barro el féretro para poder trasladar
más tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la tumba. Al
quitar el barro del rostro, los presentes descubrieron que se conservaba
perfectamente fresco y que no había perdido el color; también el resto del
cuerpo estaba incorrupto y sólo olía a barro. El cuerpo fue trasladado a
Malaca, donde todos salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de Ataide. Al fin del año,
fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba incorrupto.
Allí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús. Francisco Javier fue
canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, Felipe Neri e Isidro el Labrador.
El P. Schurhammer publicó, en colaboración
con el P. J. Wicki, la edición definitiva de
las preciosas cartas del santo (2 vols., 1943-1944). También publicó una
biografía corta, titulada Der
heilige Franz Xaver (1925), y completó esa
obra con una serie de artículos y estudios monográficos sobre diferentes
aspectos de la extraordinaria vida misionera de Francisco Javier. La mayor
parte de esos estudios puede verse en Analecta Bollandiana, particularmente vol. XL
(1922), pp. 171-178, vol. XLIV (1926), pp. 445-446, vol. XLVI (1928), pp.
455-546, vol. XLVIII (1930), pp. 441-445, vol. L (1932) , pp. 453-454, vol. LV
(1936) , pp. 247-249, y vol. LXIX (1951) , pp. 438-441. En el primero de dichos
artículos se encontrará un estudio sobre las reliquias del santo; en el cuarto,
un resumen del folleto del P. Sehurhanner, titulado Das Kirchliche Sprachproblem, sostiene que la
afirmación de que el santo era capaz de conversar y discutir en japonés carece
de fundamento. Dicha leyenda se debe a la imaginación e ignorancia de dos
testigos en el proceso de beatificación.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
........................
El Papa Pío X nombró a San
Francisco Javier como Patrono de todos los misioneros porque fue sin duda uno
de los misioneros más grandes que han existido, siendo llamado con justa razón
el "gigante de la historia de las misiones"
San Francisco Empezó a ser misionero a los 35 años y murió de sólo 46. En once años recorrió la India (país inmenso), el Japón y varios países más. Su deseo de ir a Japón era tan grande que exclamaba: "si no consigo barco, iré nadando". Fue un verdadero héroe misional.
El santo nació cerca de Pamplona (España) en el castillo de Javier, en el año 1506. Fue enviado a estudiar a la Universidad de París, y estando allí conoció a San Ignacio de Loyola con quien estableció una sólida y bonita amistad. San Ignacio le repetía constantemente la famosa frase de Jesucristo: "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?" y fue justamente esta amistad y las frecuentes pláticas e intensas oraciones lo que transformó por completo a San Francisco Javier, quien fue uno de los siete primeros religiosos con los cuales San Ignacio fundó la Compañía de Jesús o Comunidad de Padres Jesuitas.
Su gran anhelo era poder misionar y convertir a la gran nación china. Pero en ese lugar estaba prohibida la entrada a los blancos de Europa. Al fin consiguió que el capitán de un barco lo llevara a la isla desierta de San Cian, a 100 kilómetros de Hong - Kong, pero allí lo dejaron abandonado, se enfermó y consumido por la fiebre, murió el 3 de diciembre de 1552, pronunciando el nombre de Jesús, la edad de 46 años.
Años más tarde, sus compañeros de la congregación quisieron llevar sus restos a Goa, y encontraron su cuerpo incorrupto, conservándose así hasta nuestros días. San Francisco Javier fue declarado santo por el Sumo Pontífice en 1622 junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Felipe y San Isidro.
San Francisco Empezó a ser misionero a los 35 años y murió de sólo 46. En once años recorrió la India (país inmenso), el Japón y varios países más. Su deseo de ir a Japón era tan grande que exclamaba: "si no consigo barco, iré nadando". Fue un verdadero héroe misional.
El santo nació cerca de Pamplona (España) en el castillo de Javier, en el año 1506. Fue enviado a estudiar a la Universidad de París, y estando allí conoció a San Ignacio de Loyola con quien estableció una sólida y bonita amistad. San Ignacio le repetía constantemente la famosa frase de Jesucristo: "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?" y fue justamente esta amistad y las frecuentes pláticas e intensas oraciones lo que transformó por completo a San Francisco Javier, quien fue uno de los siete primeros religiosos con los cuales San Ignacio fundó la Compañía de Jesús o Comunidad de Padres Jesuitas.
Su gran anhelo era poder misionar y convertir a la gran nación china. Pero en ese lugar estaba prohibida la entrada a los blancos de Europa. Al fin consiguió que el capitán de un barco lo llevara a la isla desierta de San Cian, a 100 kilómetros de Hong - Kong, pero allí lo dejaron abandonado, se enfermó y consumido por la fiebre, murió el 3 de diciembre de 1552, pronunciando el nombre de Jesús, la edad de 46 años.
Años más tarde, sus compañeros de la congregación quisieron llevar sus restos a Goa, y encontraron su cuerpo incorrupto, conservándose así hasta nuestros días. San Francisco Javier fue declarado santo por el Sumo Pontífice en 1622 junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Felipe y San Isidro.
Oremos
Señor, Dios nuestro, que quisiste que numerosos pueblos llegaran a conocerte por medio de la predicación de San Francisco Javier, concede à todos los bautizados un gran celo por la propagación de la fe, para que así tu Iglesia pueda alegrarse de ver aumentados sus hijos en todo el mundo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
Santo(s) del día
San Francisco Javier
San Casiano de Tánger
San Sofonías de Israel
San Lucio de Recia
San Birino de Winchester
Beato Eduardo Coleman
Beato Juan Nepomuceno De Tschiderer
San Francisco Javier
San Casiano de Tánger
San Sofonías de Israel
San Lucio de Recia
San Birino de Winchester
Beato Eduardo Coleman
Beato Juan Nepomuceno De Tschiderer
ooooooooooooooooooo
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