martes 30 Diciembre
2014
Beata Colonna
Beata
Margarita Colonna, OSC (1254-1284)
Margarita nació en 1255, en Palestrina, hija de Odón, de los Príncipes Colonna, y de Mabilia o Magdalena Orsini, que tenían otros dos hijos: Juan y Giacomo (Santiago).
Corría en ella, por tanto, la sangre de dos de las más poderosas familias
romanas, protagonistas de excepción de la historia de la ciudad de Roma, con
fases de paz y fases de enconados enfrentamientos. Palestrina era la plaza fuerte de la familia.
Las grandes familias romanas estaban estrechamente unidas al papado y a la
curia, y los Colonna. En 1212 había sido legado
pontificio para la V Cruzada Juan Colonna, cardenal de Santa
Práxedes. Fue él quien trajo a Roma desde Oriente la columna a la que,
según la tradición, estuvo atado Jesús durante la flagelación, y que aún se
conserva en la iglesia de la que él fue titular.
Los años en los que vivió Margarita
fueron tumultuosos y complicados para la Iglesia. La sede papal quedó vacante
durante 20 años, el periodo más largo de la historia. Los pontificados de los
papas que salían del cónclave eran demasiado breves, y eso perjudicaba su
autoridad y prestigio, tan necesarios para mantener el equilibrio entre las
pretensiones de Francia y del Imperio germano sobre el territorio italiano.
Desde la más tierna infancia había
sido educada por su madre en las virtudes cristianas por su madre, que había
conocido a san Francisco en la casa de su hermano Mateo, tío de Margarita. Pero
ella y sus hermanos quedaron pronto huérfanos, primero de padre, y luego de
madre. Quedó bajo la tutela de su hermano Juan, dos veces senador de Roma,
quien le preparó un matrimonio prestigioso y conveniente para las alianzas
nobiliarias, mas ella sólo deseaba ser esposa virginal de Jesucristo.
El 6 de marzo de 1273, apoyada por su
otro hermano, el cardenal Giacomo Colonna, se retiró con
otras dos jóvenes piadosas en la iglesia de Santa María de la Costa, en el
Monte Prenestino, hoy llamado Castel San Pietro, encima de Palestrina,
donde fundaron una comunidad religiosa, sin aprobación canónica. Vistió el sayo
de las damianitas, bajo el cual llevaba un cilicio
ceñido a sus carnes. Entre ayunos y penitencias pedía al Señor le concediese su
mayor deseo: ser clarisa. Así vivió unos años, siendo un escándalo para su
familia.
En 1278, siendo su hermano Juan
senador de Roma, su otro hermano, Giacomo, fue nombrado cardenal por expreso
deseo del papa Nicolás III (Giangaetano Orsini, también pariente
de Margarita). La elección no se obedeció solamente al hecho de pertenecer a
una familia importante. El joven Giacomo era un verdadero creyente y amaba a
Cristo, de modo que tomó consigo a su hermana y la llevó a Roma, para orar
juntos ante los sepulcros de san Pedro y san Pablo. Fue el comienzo de una
nueva etapa en la vida de Margarita, pues su ejemplo despertó el interés de
otras mujeres, interesadas en dedicar enteramente su vida, como ella, al
servicio de Cristo.
Hacía sólo 20 años que había muerto
santa Clara, y su ideal de vida y el de Francisco atraía a multitud de personas
de toda condición social. A petición de Margarita, el ministro general de los
frailes menores fray Jerónimo Masci, futuro papa Nicolás IV, le permitió
entrar en el monasterio de santa Clara de Asís, pero los planes del Señor eran
otros, y una enfermedad se lo impidió. Pensó entonces en retirarse con sus
compañeras en el convento de la Méntola sobre el monte Guadagnolo, entre Palestrina y Tívoli), donde se veneraba
una imagen de la Virgen a la que le tenía mucha devoción, pero era un feudo del
conde de Poli, que no veía con buenos ojos a una Colonna en su territorio.
Fue por eso que, al poco tiempo, se trasladó a Roma, y pasó largo tiempo como
huésped de una noble muy piadosa y generosa, llamada Altrudis, apodada “de los pobres” por
aquellos a quienes ella había dado sus bienes. Hasta que, en 1278, con ayuda de
su hermano cardenal, regresó al monte Prenestrino,
junto a su ciudad natal, para fundar monasterio donde se viviera pobremente y
se alabara al Señor día y noche.
Ella misma se ocupó de la formación
de sus compañeras; pero su caridad se extendía más allá, hasta los enfermos y
pobres de la comarca. Cada año, para la fiesta de San Juan Bautista, del que
era muy devota, organizaba para ellos una comida. Cuenta la tradición que, en
cierta ocasión, se presentaron Jesús y el Bautista a su mesa, pero
desaparecieron cuando los reconoció Margarita. Toda su rica dote fue a parar a
manos de los pobres y enfermos. Una vez agotado su rico patrimonio personal, no
permitió que sus hermanos le ayudasen, sino que prefirió vivir como
franciscana, y no le importó recurrir a la “Mesa del Señor”, pidiendo limosna
de puerta en puerta, para continuar su obra en favor de los pobres.
Practicó de manera heroica todas las
virtudes, edificando al pueblo con la oración asidua y el ejemplo de una
caridad heroica. Con ocasión de una epidemia, Margarita se hizo “toda para
todos” asistiendo maternalmente a los hermanos enfermos y corrió también en
ayuda de los franciscanos de Zagarolo. Otra vez acogió en casa a un
leproso de Poli, comiendo y bebiendo en el mismo plato y, en un ímpetu de amor,
besó aquellas repugnantes llagas. Sería demasiado prolijo recordar todas las
manifestaciones de la intensa vida mística de Margarita: la observancia
escrupulosa de la regla de Santa Clara, el amor a la pobreza, la continua unión
con Dios, los éxtasis, las efusiones de lágrimas, las frecuentes visiones
celestiales, el matrimonio místico con el Señor, quien se le apareció
colocándole un anillo en el dedo y una corona de lirios sobre la cabeza y le
imprimió la llaga del corazón.
Durante siete años sobrellevó
pacientemente una herida ulcerosa en el costado, como si llevara una llaga de
la pasión de Jesucristo. Aún no había cumplido los 30 años cuando murió al alba
del 30 de diciembre de 1284, a causa de la úlcera y de unas fiebres altísimas.
Su muerte fue en todo digna de una perfecta hija de San Francisco, el cual por
amor de dama pobreza quiso morir desnudo sobre la desnuda tierra. La noche de
Navidad se le había aparecido la Virgen con el Niño en brazos, y la dejó en un
estado de profunda exaltación. Después que hubo recibido el viático y la unción
de los enfermos, pidió a su hermano el cardenal Giacomo, que la colocaran en
tierra, deseando morir pobre como Jesús y el Seráfico Padre San Francisco. Fue
complacida, pero sólo por un breve espacio de tiempo, porque estaba demasiado
extenuada. Por último pidió que le dieran el crucifijo: habiéndolo besado con
intenso afecto, lo mostró a sus hermanas, exhortándolas a amarlo con todas sus
fuerzas. Se adormeció un poco y luego volviendo en sí exclamó con vigor: “He
ahí a la santísima Trinidad que viene, adoradla!”. Luego, cruzados los brazos
sobre el pecho, y fijando los ojos en el cielo, expiró serenamente.
Los funerales se desarrollaron el
mismo día, en la iglesia de San Pietro sul Monte Prenestino con gran concurso de pueblo y de
todos los franciscanos de la zona.
El sepulcro de Margarita se convirtió
enseguida en meta de peregrinos, que recibían gracias por su intercesión.
Cuando el papa Honorio IV autorizó en 1285 el traslado de su comunidad de
clarisas al monasterio de San Silvestre in Cápite de Roma, éstas se
llevaron consigo el cuerpo de la beata, que permaneció allí hasta el año 1871.
Hoy sus reliquias se veneran en la iglesia de Castel San Pietro, donde
la semilla sembrada por Margarita hace más de siete siglos sigue aún viva,
gracias a las clarisas del monasterio de Santa María de los Ángeles.
Sus primeros biógrafos fueron su
hermano Juan y la primera abadesa de San Silvestre. Pío IX aprobó su culto el
17 de septiembre de 1847. Pocos años antes el papa Gregorio XVI había dispuesto
que los Colonna y los Orsini eran las únicas
familias con el privilegio exclusivo de Príncipes asistentes de la sede
pontificia.
Margarita representa para el mundo
una delicadísima figura de mujer en quien las dotes naturales de inteligencia,
fascinación y sensibilidad, unidas al realismo y a la dignidad de su hogar, se
insertan en el robusto árbol de la espiritualidad franciscana. Su vida brilla
como un arco iris de paz en la historia tormentosa de su tiempo.
ORACIÓN
Oh Dios, que has hecho admirable en el desprecio de los bienes terrenos a la Beata virgen Margarita, ardiente de amor por ti: concédenos, por su intercesión, permanecer siempre unidos solamente a ti mientras cargamos con nuestra cruz. Derrama sobre nosotros, Señor, el espíritu de santidad que concediste a la Beata Margarita Colonna, para que podamos conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, y gozar de la plenitud de la vida divina. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
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