lunes 22
Diciembre 2014
Feria
de Adviento:
Semana antes de Navidad
(22 dic.)
El Salmo 23,7 sigue hoy
resonando en la entrada de la eucaristía: «¡Portones! alzad los dinteles; que
se alcen las antiguas compuertas; va a entrar el Rey de la gloria». En la
oración colecta (Bérgamo), pedimos al Señor nuestro Dios: tú, que «con la venida
de tu Hijo has querido redimir al hombre, sentenciado a muerte; concede a los
que van a adorarlo, hecho Niño en Belén, participar de los bienes de su
redención».
–1 Samuel 1,24-28: Ana
agradece el nacimiento prodigioso de Samuel. Como antes la liturgia nos hizo
contemplar los nacimientos prodigiosos de Sansón o de Juan, ahora nos recuerda
el de Samuel. El cántico de Ana, su madre agradecida, prefigura el de la Virgen
María: en uno y en otro caso se ensalza el poder de Dios que enaltece a los
humildes.
Todo ello nos revela la
acción misteriosa de Dios en la historia de la salvación. Para mostrar la
potencia de su iniciativa en la redención de los hombres, Dios elige los
instrumentos que a la luz del mundo parecen menos aptos. Él, que configura el
interior de las personas, y que conoce el corazón de Ana, de Isabel y de la
Virgen María, elige estos medios humildes para sus grandiosas acciones de
salvación.
Hay dones que se nos dan
porque, inspirados por Dios, los pedimos; y hay dones que nos vienen de un modo
completamente gratuito e inesperado, previniendo toda petición e incluso todo
deseo. En este segundo modo, nosotros escuchamos al Señor, que entra de pronto
en nuestra vida, y nos colocamos a su disposición, según el don divino y su
llamada.
Así es como Jesús es dado a
la Virgen María, superando toda expectación y más allá de las leyes naturales.
Así es dado Samuel a su estéril madre Ana, que lo había suplicado a Dios,
contra toda esperanza. En realidad, todos nosotros somos también dones de Dios,
dones de su gracia indebida y sobreabundante; hijos suyos por naturaleza y por
redención.
¿Qué es el hombre? Creado
por Dios en un principio, alejado de Él por el pecado, hecho así miserable,
separado de la Fuente de la Verdad y de la verdadera Vida, condenado a la
privación eterna de Dios, a las tinieblas y a la eterna desdicha.
Y sin embargo, ha sido el
hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Aletea todavía en él la llama del
espíritu, con su impetuosa tendencia a la verdad, hacia la posesión de todo
bien, hacia la felicidad y la paz, hacia Dios, su única plenitud posible. Y
Dios en Cristo se compadeció de él. Oyó su clamor. Se acordó de su pobreza, de
su debilidad, de su nada, de su ignorancia, de su propensión al mal, de sus
errores, de sus pasiones desatadas… Y quiso salvarlo.
–Como miró el Señor la
humillación de Ana, así ha mirado a nuestra desvalida humanidad, y por la
Virgen María le ha dado la salvación. Por eso cantamos y bendecimos al Señor
con el mismo cántico de Ana:
«Mi corazón se regocija por
el Señor, mi Salvador, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis
enemigos, porque gozo con su salvación. Se rompen los arcos de los valientes,
mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan,
mientras los hambrientos engordan… El Señor da la muerte y la vida, hunde en el
abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta
del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente
entre príncipes y que herede un trono de gloria; pues del Señor son los pilares
de la tierra, y sobre ellos afianzó el orbe» (1 Sam 2,1,4-5.6-7.8).
–Lucas 1,46-56: El Poderoso
ha hecho obras grandes por mí. El Magníficat es, sin duda, la expresión más
elevada de la Hija de Sión. Dios es alabado, porque miró la humildad de su
Esclava. La misericordia de Dios se ha hecho realidad en Ella para beneficio de
toda la humanidad. San Ambrosio dice:
«Que en todos resida el
alma de María para glorificar al Señor. Que en todos esté el espíritu de María
para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una Madre de
Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos; pues toda alma recibe la Palabra de
Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde
castidad con una pureza intachable» (Comentario Evang. Lucas II,27).
Hay a veces una humildad
hipócrita, que niega con obstinación los propios dones, y que no los agradece
al Señor. Con frecuencia es una humildad precaria y combatida, que no resiste a
la tentación de la propia dignidad y que, para sostenerse, tiene necesidad de
humillarse. O a veces es un cálculo sagaz para provocar alabanzas. Pero la
verdadera humildad ignora estos modos tortuosos. Sabe que las buenas cualidades
son dones de Dios, y a Él le da la gloria con un corazón sencillo.
Así la Virgen María. Ella
reconoce con gozo que el Poderoso ha hecho en Ella grandes cosas, lo agradece
y, llena de alegría, lo alaba exultante. Y no duda en admitir que todos los
pueblos la llamarán bienaventurada. Todo en Ella es gratitud y sentirse pequeña
ante la magnitud de Dios y de su don. ¡Cuánto hemos de aprender de Ella!
Por eso hoy, en la liturgia
de las Vísperas, cantamos la antífona del Magníficat: «Oh Rey de las naciones,
Deseado de las gentes y Piedra angular donde se apoyan judíos y gentiles. Ven y
salva al hombre que Tú formaste del limo de la tierra».
No hay comentarios:
Publicar un comentario