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lunes 29 Diciembre 2014
San Tomás Becket,
Santo Tomas
Becket, obispo y mártir
Santo Tomas Becket, obispo y mártir,
que, por defender la justicia y la Iglesia, fue obligado a desterrarse de la
sede de Canterbury y de su misma patria, Inglaterra, a la que volvió al cabo de
seis años y donde padeció mucho hasta que emigró hacia Cristo, al ser asesinado
en la catedral por los esbirros del rey Enrique II.
Hay una tradición muy conocida en la
que se relata que la madre de Santo Tomás Becket era una princesa sarracena
que, perdidamente enamorada de un peregrino o un cruzado inglés apellidado
Becket, lo siguió desde Tierra Santa y a través de Europa, sin pronunciar ante
las gentes que encontraba a su paso más que las dos únicas palabras que conocía
en inglés y que le interesaban: «London» y «Becket». Así fue como encontró por
fin a su amado, se convirtió al cristianismo y se casó con él. En realidad, no
hay ningún fundamento para esta leyenda. Varios contemporáneos nos han hablado
de los parientes del santo. Un tal Fitz Stephen, un clérigo al servicio de
la familia, dice: «Su padre era Gilbert, alguacil de Londres, y el nombre de su
madre era el de Matilda. Los dos eran ciudadanos de estirpe
burguesa que no hicieron dinero con la usura ni ejercieron el comercio, pero
vivían respetablemente con lo que tuviesen». Otros dicen que el nombre de la
madre era Rohesia y que fue normanda como su marido. De todas maneras, se sabe
que el hijo de la pareja nació el día de santo Tomás del año 1118, en Londres,
y que fue enviado a educarse con los canónigos regulares en Merton, localidad del Surrey. Al cumplir los veintiún años, perdió
a su madre y, poco después, a su padre. Ya para entonces, los bienes de Gilbert
habían menguado bastante y Tomás tuvo que trabajar como empleado de un
pariente, llamado Osbert Eightpence, en Londres. También trabajó para Richer de l'Aigle, quien gustaba de hacerse acompañar
por el chico en sus cacerías, sobre todo cuando las hacía con halcones y, así
despertó en Tomás la afición por las correrías a campo abierto, que siempre
cultivó. Cierto día en que perseguía a una presa, el halcón que llevaba sobre
el hombro, se lanzó al río para atrapar a un pato. Tomás, temeroso de perder a
su halcón, se lanzó también al agua con la intención de rescatarlo, pero la
rápida corriente lo arrastró hasta un molino y sólo salvó la vida gracias a que
la rueda del molino se detuvo, milagrosamente según se dijo, cuando estaba a
punto de triturar el cuerpo del joven. Aquel incidente fue característico de la
impetuosidad de Tomás y no uno de los motivos que «le hicieron tomar la vida
más en serio». Al cumplir los veinticuatro años, obtuvo un puesto en la
servidumbre de Teobaldo, el arzobispo de Canterbury.
No pasó mucho tiempo sin que
recibiese las órdenes menores y muchos favores por parte de Teobaldo, quien se
preocupó de que Tomás obtuviese numerosos beneficios en toda la zona
comprendida desde Beverley hasta Shoreham.
En 1154 fue ordenado diácono, y el arzobispo le nombró archidiácono de Canterbury, un puesto que era,
por entonces, el primero en dignidad eclesiástica en Inglaterra, después de los
obispos y los abades. Teobaldo le encomendó el manejo de asuntos muy delicados,
rara vez hacía algo sin consultarle, en varias ocasiones le envió a Roma con
misiones importantes. Por otra parte, el arzobispo jamás tuvo motivos para
arrepentirse de haber depositado su entera confianza en Tomás de Londres, como
se le llamaba generalmente. En el «Thomas Saga Erkibyskupus»,
de Norse, se describe al joven y brillante clérigo de esta manera:
«Era delgado de cuerpo y de tez pálida, con cabello oscuro, nariz larga y
facciones duras. Su carácter alegre le hacía atractivo y amable en la
conversación; hablaba siempre con sinceridad y, no obstante cierto leve
tartamudeo, era tan claro su discernimiento y tan ágil su mente, que siempre
hacía de las cuestiones más difíciles y complicadas el asunto más simple, por
su diestra manera de tratarlo». Los monarcas gustan tener a la mano a hombres de
esta calidad. Además, gracias a la diplomacia de Tomás de Londres, se había
conseguido que el Papa, beato Eugenio III, dejase de apoyar la sucesión al
trono de Eustacio, el hijo de Esteban, y de esta
manera, la corona quedó firme en la cabeza de Enrique de Anjou. En consecuencia, hacia 1155, nos encontramos a santo Tomás
Becket, a la edad de treinta y seis años, nombrado canciller del rey Enrique
II.
Su secretario, Herbert de Bosham, escribió al respecto que «Tomás dejó de lado su dignidad de
archidiácono y se hizo cargo de sus deberes de
canciller, que desempeñó con entusiasmo y habilidad». Por cierto que su talento
tuvo un amplio campo de acción, puesto que el cargo de canciller era uno de los
más destacados del reino. Así como otro canciller y mártir posterior, santo
Tomás Moro, fue amigo personal y fiel servidor de su soberano Enrique VIII,
Tomás Becket era amigo de Enrique II y en mayor grado de intimidad. Se ha
comentado que el monarca y su canciller no tenían más que un solo corazón y una
sola cabeza; si acaso era así, es indudable que la influencia de Becket tuvo
muchísimo que ver en aquellas reformas por las que tanto se alaba a Enrique II,
como por ejemplo, las medidas para administrar mejor la justicia y la igualdad
de trato, por medio de un sistema de leyes más uniforme. Pero su amistad no se
limitaba al común interés en los asuntos de Estado y, en los momentos de
descanso y de holgura, sus relaciones personales eran de un «compañerismo
retozón», como las describen algunos escritores. Una de las más destacadas
virtudes de Tomás como canciller, fue incuestionablemente la magnificencia,
aunque es necesario decir que cayó en algunos excesos. Su residencia y su
servidumbre se podían comparar con las de un rey. Cuando se le envió a Francia
para negociar un matrimonio real, su séquito personal estaba formado por
doscientos hombres y aún había varios cientos más, entre caballeros y nobles,
clérigos y criados, músicos y trovadores, que escoltaban la caravana de ocho
carros cargados de presentes, caballos, halcones y perros de caza, micos y
mastines. Los franceses se quedaron con la boca abierta al ver tanto esplendor
y comentaron entre sí: «¡Si este es el canciller del Estado, cómo será la
magnificencia del rey!» La forma en que trataba a sus invitados y recibía a sus
huéspedes, estaba a la altura correspondiente, y su generosidad hacia los
pobres estaba en proporción con todo lo demás.
En el año de 1159, el rey Enrique
formó en Francia un ejército de mercenarios, con el propósito de recuperar el
condado de Toulouse, que pertenecía, por herencia, a su esposa. En las
contiendas que resultaron, tomó parte Becket con un ejército de setecientos de
sus caballeros y no sólo dio muestras de ser un buen general, sino también un
valiente luchador. Cubierto con su armadura, encabezó los ataques y, no
obstante su condición de clérigo, participó en encuentros con el enemigo,
cuerpo a cuerpo. Por lo tanto, no es sorprendente que el prior de Leicester, al encontrarse con él en Rouen, exclamase lleno de asombro: «¿Qué hacéis vestido de esa
manera? ¡Más parecéis un guerrero que un clérigo! Sin embargo, sois un clérigo
en vuestra persona y mucho más lo sois en vuestras dignidades: archidiácono de Canterbury, decano de Hastings,
preboste de Beverley, canónigo de ésta y de aquella
iglesia, procurador del arzobispado y, según corren los rumores, con muchas
posibilidades de llegar a arzobispo». Becket recibió los reproches con toda
serenidad y respeto, pero repuso que él conocía a tres pobres sacerdotes
ingleses a quienes vería complacido como arzobispos antes que verse él elevado
a tan alta dignidad, porque en ese caso, tendría que elegir, inevitablemente,
entre el favor del rey y el favor de Dios.
No obstante que la participación
continua en los asuntos públicos, la magnificencia espectacular y la actividad
secular eran los aspectos predominantes en la vida de Becket como canciller, no
eran los únicos. Durante toda su vida fue orgulloso, irascible y violento, pero
también sabemos de sus «retiros» en Merton, de las disciplinas a que se sometía
y de sus plegarias en las largas noches de vigilia. Asimismo, conocemos el
testimonio de su confesor sobre la intachable vida privada del canciller bajo
condiciones de extremo peligro y grandes tentaciones de toda especie. Y, si a
veces iba demasiado lejos al colaborar en los planes y proyectos de su real
señor, que a veces infringían los derechos de la Iglesia, no tuvo reparos en
marcarle el alto en otros asuntos peores, como el caso del matrimonio de María
de Boulogne, que siendo abadesa de Romsey contrajo matrimonio contra el parecer de la Iglesia por
asumir los títulos nobiliarios.
Teobaldo, el arzobispo de Canterbury,
murió en el año de 1161. En aquellos momentos, el rey Enrique se hallaba en
Normandía con su canciller, a quien ya tenía pensado entregar el arzobispado.
En cuanto le hizo la propuesta, Becket repuso con firmeza: «Si Dios permite que
yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury, no pasará mucho tiempo
sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y todo el afecto con que vos me
honráis se transformará en odio. Puesto que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas
cosas que vayan en perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que
Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle.
No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para alentar una
amarga e interminable desavenencia entre vos y yo». El rey hizo caso omiso de
los escrúpulos de Tomás, y éste se negó a aceptar la dignidad obstinadamente,
hasta que el cardenal Enrique de Pisa acalló sus recelos. La elección se llevó
a cabo en mayo de 1162. El príncipe Enrique, que se encontraba en Londres, dio
su aprobación en nombre de su padre, y Becket partió inmediatamente de Londres
a Canterbury. En el camino distribuyó algunos cargos privados entre diversos
miembros de su clero y a todos les recomendó encarecidamente que le observaran
y le advirtieran de la menor falta en su conducta, «porque en esas cuestiones,
cuatro ojos ajenos ven mejor y más claramente que los dos propios». El sábado
de la semana de Pentecostés, fue ordenado sacerdote por Walter, el obispo de
Rochester, y en la octava de Pentecostés, recibió la consagración de manos de
Enrique de Blois, obispo de Winchester (santo Tomás decretó que el
aniversario de su consagración se observase en toda su provincia con una fiesta
en honor de la Santísima Trinidad, ciento cincuenta años antes de que esa
conmemoración se adoptase en la Iglesia de Occidente). Poco tiempo después,
recibió el palio que le enviaba el Papa Alejandro III.
Hacia fines de aquel año, se produjo
un cambio notabilísimo en su manera de vivir. Sobre sus carnes llevaba una
camisa de cerdas, y su vestimenta ordinaria era una casaca negra, una
sobrepelliz de lino y la estola sacerdotal al cuello. De acuerdo con la regla
de vida que estableció para sí, se levantaba muy de mañana para leer las
Sagradas Escrituras, siempre en compañía de Herbert de Bosham, a fin de discutir o aclarar con él algunos de los pasajes.
A las nueve de la mañana, cantaba la misa, o bien asistía a ella cuando no era
él quien la celebraba. Una hora más tarde, y a diario, distribuía personalmente
las limosnas, las que elevó al doble de lo que daban sus antecesores. Dormía o
descansaba un poco después del mediodía y, a las tres de la tarde, comía con
sus invitados y familiares en el gran salón. En vez de música, durante la
comida se leía un libro piadoso. Siempre se sirvieron en su mesa los alimentos
más escogidos y los manjares suculentos, pero eso era para los huéspedes e
invitados, porque el arzobispo conservaba invariablemente una templanza y una
moderación notables. Casi todos los días visitaba la enfermería y el vecino
claustro de los monjes. Entre sus propios familiares y servidores, estableció
cierta regularidad monástica. Tomaba especial cuidado en la selección de
candidatos a las sagradas órdenes, los examinaba personalmente y, de acuerdo
con su capacidad judicial, ejercía la justicia rigurosamente. «Ni siquiera las
cartas y las solicitudes del rey tenían poder alguno para inclinarle en favor
de un hombre que no tuviese el derecho justo de su parte», dicen sus biógrafos.
No obstante que el arzobispo había
renunciado a su cancillería, en contra de los deseos del rey, las relaciones
entre ambos se conservaban tan amistosas como antes. A pesar de ciertas
diferencias, el rey Enrique le manifestaba todavía sus favores, le daba grandes
muestras de afecto y parecía conservar aún el cariño que le había profesado
desde un principio. El primer descontento serio se produjo en Woodstock donde
residía temporalmente el monarca con su corte. Era costumbre pagar dos chelines
anuales a los alguaciles de los condados, por cada una de las parcelas de
tierra arrendadas o de propiedad de los colonos, a fin de que los alguaciles
protegieran a éstos contra la rapacidad de los cobradores de impuestos (parece
que en estos cobros se hacían los chanchullos de la peor especie). En aquella
ocasión, el rey ordenó que las sumas le fueran pagadas a su tesorero. El
arzobispo le hizo ver que se trataba de un pago voluntario que no podía ser
cobrado, ni mucho menos exigido como un haber de la corona. «Si los alguaciles,
sus sargentos y oficiales», replicó Becket, «cumplen con defender y proteger al
pueblo, pagaremos; de otra manera, nada se pagará». A esto repuso el rey con un
juramento profano: «¡Por Dios, que sí pagaréis!», exclamó altivo y con tono
airado. «Con todo el respeto que se debe a ese santo nombre, mi rey y señor»,
dijo Becket, «debo advertiros que no se pagará ni un penique en las tierras
bajo mi jurisdicción». El monarca no dijo nada más en aquel momento, pero ya
estaba resentido. Después se produjo el caso de Felipe de Brois, un canónigo que fue acusado de asesinato. Según las leyes
de aquellos tiempos, el canónigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico, y el
obispo de Lincoln lo declaró inocente. Pero uno de los jueces que el rey envió
como observadores, Simón Fitzpeter, citó al acusado ante su propio
tribunal civil. El canónigo Felipe se negó a aceptar aquel proceso y se dirigió
a Fitzpeter con altanería y en términos
insultantes. Entonces, el rey ordenó que el reo fuese juzgado por el delito
original, y además por desacato a la autoridad. Pero intervino Tomás Becket
para exigir que el proceso se siguiese en su propio tribunal, a lo que el
monarca tuvo que acceder contra toda su voluntad. La sentencia previa fue
aceptada como válida, pero, a causa del desacato al juez Fitzpeter, se le condenó a ser azotado y a la
suspensión temporal de sus beneficios. Al rey Enrique le pareció demasiado
benigna aquella sentencia y convocó a los asesores para demandarles: «¿Me
juraréis en nombre de Dios que no salvasteis al acusado por ser un miembro del
clero?» Todos se manifestaron prontos a jurar, pero Enrique no quedó satisfecho
y su resentimiento aumentó.
Se acumularon incidentes y conflictos
semejantes, hasta que, en el mes de octubre de 1163, el rey convocó a los
obispos a un concilio en Westminster, para exigirles que se hiciera entrega a
los poderes civiles de los clérigos delincuentes y criminales a fin de
aplicarles el merecido castigo. Los obispos se mostraron un tanto vacilantes y
atemorizados, pero Tomás los alentó a mantenerse firmes. Entonces el rey les
pidió una solemne promesa de atenerse a sus reales costumbres, las cuales no
especificó. Santo Tomás y los otros miembros del concilio accedieron, pero con
la salvedad de que, «si las costumbres del rey afectaban a la Iglesia», no
podrían tolerarlas. De acuerdo con los objetivos del monarca, aquella salvedad
equivalía a una rotunda negativa y, en consecuencia, al día siguiente despojó a
Tomás de algunos títulos, beneficios y castillos que el arzobispo conservaba
desde sus tiempos de canciller. En el curso de una tempestuosa entrevista
realizada en Northampton, el rey trató en vano de obligar a su antiguo amigo a
modificar su actitud, y el conflicto estalló por fin en el consejo de Clarendon, cerca de Salisbury, a principios de
1164. Como Tomás no había recibido más que un apoyo muy débil por parte del
papa Alejandro III, al comienzo de las sesiones se mostró conciliatorio y aun
prometió hacer «todo lo posible por aceptar las 'costumbres' del rey», pero en
cuanto leyó las constituciones en las que se exponían detalladamente esas
costumbres reales que él debía aprobar, exclamó: «¡No permita Dios que yo ponga
mi Sello en esto!» Las constituciones establecían, entre otras cosas, que
ningún prelado podía abandonar el territorio del reino sin el permiso del
monarca, ni apelar a Roma sin el consentimiento del mismo; ningún funcionario
con algún alto puesto civil o cortesano podría ser excomulgado en contra de la
voluntad del rey (esto se había reclamado desde los tiempos de Guillermo I,
pero nunca se concedió porque era una evidente infracción a la jurisdicción
espiritual de la Iglesia); los beneficios de las sedes u otros puestos
eclesiásticos vacantes y las ganancias que produjeran, quedarían bajo la
custodia del rey (aquel abuso ya había sido reconocido durante el reinado de
Enrique I); y -lo que llegó a ser la cláusula crítica- los clérigos convictos y
sentenciados en los tribunales eclesiásticos deberían quedar a disposición de
los funcionarios del rey (con la posibilidad de recibir el castigo por partida
doble).
El arzobispo estaba ya profundamente
arrepentido de haberse mostrado débil al principio, en su oposición a las
pretensiones del rey, y se mostraba muy dispuesto a poner un ejemplo que los
otros obispos habrían de seguir sin vacilaciones. «¡Soy un hombre orgulloso y
vano!», exclamó entonces, lleno de amargura, «No soy nada más que un criador de
aves de presa y perros de caza ¡Y es a mí a quien han hecho pastor de un
rebaño! No merezco otra cosa sino que me expulsen de la sede que ocupo». Desde
aquel momento y durante más de cuarenta días, en tanto que aguardaba la
absolución y la autorización del Papa, no volvió a celebrar la misa. Hizo
repetidos intentos de allanar las cosas y llegar a la concordia, pero ya el rey
Enrique le consideraba como su enemigo y le había sometido a una persecución
sistemática que culminó con una denuncia judicial contra Tomás para que pagase
30.000 marcos que supuestamente le debía de los tiempos en que fue canciller
del reino (no obstante que, al ser consagrado arzobispo, obtuvo un documento de
descargo, perfectamente claro y preciso). El rey Enrique se negó a recibirlo
cuando fue a solicitarle audiencia en Woodstock. y en dos ocasiones se le
impidió cruzar el canal para trasladarse al continente a fin de presentar su
caso ante el Pontífice. Después, el rey Enrique convocó a un nuevo concilio en
Northampton.
De aquella reunión resultó un ataque
concreto y directo en contra del arzobispo, en el que los prelados se plegaron
a los deseos de los señores. En primer lugar, se le condenó a pagar una crecida
multa por no haberse presentado ante el tribunal del rey luego de haber
recibido una cita para hacerlo en un proceso en su contra; en segundo lugar, se
pronunciaron varias causas por mal uso del dinero del reino y, por fin, se le
exigió qué presentase ciertas cuentas de la cancillería. Enrique, el obispo de
Winchester, abogó por el descargo del canciller, pero no se le autorizó a tomar
su defensa. Entonces, se ofreció a hacer un pago ex gratia de 2.000 marcos de
su propio peculio. El martes 13 de octubre de 1164, Santo Tomás celebró la misa
votiva de san Esteban Protomártir y, al término de la misma, sin mitra ni
palio, con la cruz del arzobispo metropolitano en la mano, se dirigió a la sala
del concilio. El rey y los barones deliberaban en una habitación aparte. Tras
una larga espera, el conde de Leicester salió para hablar con el arzobispo:
«El rey manda que le entreguéis las cuentas», le dijo, «en caso contrario,
seréis sometido a un juicio». «¿Un juicio?», preguntó extrañado santo Tomás,
«la iglesia de Canterbury me fue entregada libre de toda obligación temporal.
Por lo tanto, en lo que se refiere a obligaciones temporales, no tengo nada de
que responder ni puedo ser sometido a proceso». Luego de una fría reverencia,
el de Leicester dio media vuelta para informar al
rey sobre la contestación, pero Becket le detuvo. «Señor conde e hijo mío,
escuchad», dijo en tanto que tendía una mano hacia él, «estáis obligado a
obedecer a Dios y a mí antes que a vuestro rey terrenal. No hay ley ni razón
que permita a los hijos juzgar a sus padres ni condenarlos. Por eso rechazo el
juicio del rey y el vuestro y el de todos. Tan sólo por el Papa puedo ser
juzgado, después de Dios y ante Él». Ya para entonces, los barones habían
salido de la habitación privada y escuchaban a Becket en la sala de concilios.
Este se dirigió concretamente a los prelados: «A vosotros, obispos, compañeros
míos, que habéis servido al hombre antes que a Dios, a vosotros os convoco ante
el Pontífice. De esta manera, protegido por la autoridad de la Iglesia católica
y de la Santa Sede, salgo de aquí». Un vocerío en el que se destacaba la
palabra «¡Traidor, traidor!», siguió al arzobispo, que abandonó la sala
pausadamente. Aquella misma noche, Tomás Becket huyó desde el puerto de
Northampton, bajo una lluvia torrencial y, tres semanas más tarde, dentro del
mayor secreto, abordó una nave en Sandwich.
Santo Tomás y los pocos fieles que le
siguieron, desembarcaron en Flandes y se refugiaron en la abadía de Saint Omer, gobernada por san Bertino. Desde allí, el arzobispo envió
delegados a Luis VII, rey de Francia, quien los recibió amablemente y formuló
la invitación para que Tomás Becket se amparase en sus dominios. En aquellos
momentos, el papa Alejandro III se encontraba en la ciudad de Sens. Antes de que santo Tomás pudiese llegar allí, los obispos y
caballeros del bando del rey Enrique se le adelantaron para formular gravísimas
acusaciones contra el arzobispo ante el Pontífice, pero ya habían partido
cuando llegó el acusado. Tomás mostró al Papa las dieciséis Constituciones de Clarendon, muchas de las cuales fueron
calificadas de «intolerables» por el Pontífice, quien incluso reconvino al
arzobispo por haber pensado en aceptarlas. Entre los clérigos, su principal
enemigo era Gilbert Foliot, obispo de Londres. Este comenzó su
arenga con mucha vehemencia y el Papa le interrumpió: «¡Por gracia, hermano!»,
le dijo. «¿Debo tener gracia para él, mi señor?», preguntó Gilbert, a lo que el
Papa respondió: «No imploro la gracia para él, hermano, sino para ti mismo».
Al día siguiente, en la segunda
entrevista, confesó Becket haber recibido la sede de Canterbury, aunque en
contra de su voluntad, pero sí por medio de una elección que posiblemente se
llevó a cabo fuera de los cánones y en la que él no había participado de
ninguna manera. Después de esta admisión, renunció a su dignidad en manos del
Sumo Pontífice, le entregó el anillo que sacó de su dedo y se retiró. En
seguida, le llamó de nuevo el Papa y le devolvió todas sus dignidades y le
mandó que no abandonase su puesto, ya que eso equivaldría, evidentemente, a
abandonar la causa de Dios. El Papa recomendó al exilado arzobispo al abad del Pontigny para que le hospedara y protegiera.
Santo Tomás ingresó a aquel monasterio de la orden del Cister, como a un retiro
religioso, un lugar de penitencia para expiación de sus pecados; se sometió a
las reglas del convento y no permitió que se hiciera ninguna distinción en su
favor. Dedicó el tiempo al estudio y a escribir cartas, tanto a sus partidarios
como a sus contrincantes, aunque de nada sirvieron para alcanzar un acuerdo
pacífico. Mientras tanto, el rey Enrique confiscaba los bienes de todos los amigos,
parientes y servidores de Tomás, dictaba órdenes de destierro contra ellos y a
muchos los obligaba a viajar hasta Pontigny para que se presentaran, miserables
y despojados como estaban, ante el arzobispo y le mostraran que, por culpa suya
habían caído en tan grande desgracia. Gran número de exilados comenzaron a
llegar a Pontigny para conmover a Becket. Al reunirse
el capítulo general de la orden del Cister en Citeaux, recibió una
intimación del rey de Inglaterra en el sentido de que si los monjes persistían
en asilar a su enemigo, procedería a confiscar las casas de la orden en todos
sus dominios. No le quedaba al abad del Cister otra alternativa que la de
insinuar a santo Tomás la necesidad de abandonar su refugio de Pontigny. Así lo hizo el santo prontamente y
fue a refugiarse en la abadía de San Columbano, cerca de Sens, como huésped del rey Luis de Francia. A lo largo de casi
seis años, hubo negociaciones entre el Papa, el arzobispo y el monarca inglés.
A santo Tomás se le nombró legado a latere para toda Inglaterra, a excepción de
York, y, desde su alto cargo, excomulgó a muchos de sus adversarios, se mostró
amenazante y también conciliador, pero el papa Alejandro creyó conveniente
anular algunas de sus sentencias. El rey Luis de Francia se vio arrastrado a la
lucha. En enero de 1169, el monarca francés y el inglés mantuvieron una
conferencia con el arzobispo en Montmirail, donde Tomás se resistió a ceder en
dos puntos de los que se le propusieron. Una conferencia similar, que se llevó
a cabo en Montmartre durante el otoño, fracasó también, a
causa de la intransigencia de Enrique. Becket redactó una serie de cartas a los
obispos para ordenarles la publicación de una sentencia de entredicho sobre el
reino de Inglaterra.
Entonces, sin que nadie lo esperase,
en julio de 1170, el rey y el arzobispo se reunieron de nuevo en Normandía y,
por fin, se llegó a una reconciliación sin que se hicieran, al parecer,
referencias a los asuntos en disputa. El 19 de diciembre, santo Tomás
desembarcó en Sandwich y, no obstante que el alguacil de
Kent trató de detenerlo, el corto trayecto desde ahí a Canterbury fue una
marcha triunfal. Las gentes alineadas a lo largo del camino le aclamaban, y las
campanas de todas las iglesias se echaron a vuelo. Sin embargo, aquella no era
la paz (en marzo de aquel mismo año, es decir ocho meses antes, san Godrico había enviado un mensaje a santo Tomás para vaticinarle que
regresaría a Inglaterra y moriría poco después. Cuando Tomás se despidió del
obispo de París le dijo: «Vuelvo a Inglaterra para morir»). Los que retenían el
poder estaban de plácemes, puesto que tenían la presa a su merced, y Tomás se
vio obligado a hacer frente a la desagradable tarea de tratar con Roger du
Pont-l'Evéque, arzobispo de York, y los otros
obispos que habían colaborado con éste en el acto de coronación del hijo del
rey Enrique, en abierto desafío a los derechos de Canterbury y, quizá, en
contra de las instrucciones del Papa. Ya había enviado santo Tomás las cartas
de suspensión para el arzobispo Roger y otros, así como la excomunión de los
obispos de Londres y de Salisbury. Los tres prelados partieron juntos a
Francia, donde estaba el rey Enrique, para apelar a su justicia.
Mientras tanto, Tomás Becket
permanecía en Kent, sujeto a la constante persecución y a los insultos del
señor Ranulfo de Broc, a quien el arzobispo había exigido
(inoportunamente, dadas las circunstancias) la devolución del castillo de Saltwood, un edificio que pertenecía a su
sede. Luego de pasar una semana en Canterbury, el arzobispo hizo una visita a
Londres, donde fue recibido con regocijo por todos, menos por el hijo de
Enrique, «el joven rey», quien se negó a verlo. Luego de saludar a varios de
sus amigos, el arzobispo regresó a Canterbury, donde celebró su quincuagésimo
segundo cumpleaños. Al mismo tiempo, los tres obispos sancionados por el de
Canterbury, habían presentado sus quejas ante el rey. La conferencia tuvo lugar
en Bur, cerca de Bayeux y, en el curso de la misma, alguien
declaró en voz alta que no podría haber paz en el reino mientras viviera
Becket. Fue entonces cuando el rey Enrique, en uno de sus accesos de furor,
pronunció las palabras fatales que algunos de sus oyentes interpretaron como
una réplica por la que autorizaba a suprimir a aquel «clérigo infernal que le
hacía la vida imposible». Al momento, cuatro caballeros emprendieron el viaje a
Inglaterra y desembarcaron en las costas de Saltwood. Sus nombres eran: Reinaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy, Hugo de Morville y Richard le Breton.
El día de San Juan, el arzobispo
recibió una carta donde se le advertía sobre el peligro a que estaba expuesto.
En toda la región sudeste de Kent, la población estaba a la expectativa y vivía
en un estado de constante tensión. Por la tarde del 29 de diciembre, los
caballeros procedentes de Francia se entrevistaron con él. Durante la
conferencia se le hicieron al arzobispo varias exigencias, entre ellas, la de
que levantase las censuras impuestas a los tres obispos que habían pedido
clemencia al rey. La entrevista empezó serenamente y terminó en una tempestad
de voces, gritos y amenazas. Los caballeros, al partir, proferían juramentos y
maldiciones. Apenas habían trascurrido unos minutos, cuando se escuchó afuera
una gritería descomunal, golpes en las puertas y el chocar de las armas.
Dentro, los familiares y servidores de santo Tomás le rodearon y se lo llevaron
pausadamente en dirección a la iglesia. Uno de los servidores portaba la cruz
delante de él. En la catedral comenzaban a cantarse las vísperas, y un grupo de
monjes aterrorizados se acercó a la puerta del crucero norte por donde entró el
arzobispo. «¡Retiraos al coro!» les ordenó Becket, «mientras permanezcáis
agolpados frente a la puerta, no podré entrar». Los monjes se apartaron, sin
retirarse y, cuando el arzobispo avanzaba entre ellos, serenamente hacia el
interior de la iglesia, pudieron ver las sombras de hombres armados en la
penumbra del claustro (ya casi era de noche). Tan pronto como entró el
arzobispo, los monjes cerraron y atrancaron la puerta con tanta precipitación,
que dejaron fuera a algunos de sus hermanos. Estos comenzaron a dar fuertes
golpes en los maderos. Becket se detuvo y se volvió. «¡Apartaos, cobardes!»,
exclamó: «Una iglesia no es una fortaleza», Y él mismo quitó las trancas a la
puerta y la abrió. Después prosiguió su camino y ascendió la escalera hacia el
coro. Sólo tres hombres subían con él: Roberto, el prior de Merton, Guillermo Fitz Stephen y Eduardo Grim (es decir, respectivamnte, el anciano confesor y consejero del
arzobispo, un clérigo de su servidumbre y un monje inglés). El resto de sus
acompañantes se habían refugiado en la cripta o en algún rincón apartado de la
catedral. Una vez en el coro, sólo Grim se quedó con él. Los caballeros, a
quienes se había unido un subdiácono llamado Hugo de Horsea, entraron a su vez, en forma atropellada y entre gritos de
«¿Dónde está Tomás, el traidor?», «¿Dónde está el arzobispo?» Becket respondió
«Aquí me tenéis», «Aquí tenéis no a un traidor, sino al arzobispo y al
sacerdote de Dios». Al decir esto, bajó las escaleras para ir al encuentro de
sus atacantes, hasta que se detuvo, de pie, entre los altares de Nuestra Señora
y de San Benito.
Los caballeros le intimaron a que
absolviese a los tres obispos. «No puedo deshacer lo que ya está hecho», repuso
serenamente, pero un instante después levantó la voz y alzó su manó:
«¡Reinaldo!», gritó, «tú has recibido de mí muchos servicios, ¿por qué vienes
armado a mi iglesia?» Por toda respuesta, Reinaldo Fitzurse levantó su hacha. «Yo estoy pronto a
morir», dijo santo Tomás, «pero la maldición de Dios caerá sobre ti si haces
daño a mi gente». Fitzurse le tomó por la casaca y tiró de él
hacia la puerta. Becket se desasió de un manotazo. Entonces, le prendieron
entre todos para llevarlo en vilo hasta la puerta. Se produjo la lucha y el
arzobispo derribó a uno de sus atacantes. En ese instante, Fitzurse arrojó violentamente su hacha al
suelo y desenvainó la espada. «¡Rufián!», le gritó el arzobispo, «Tú me debes
respeto y sumisión». «No te debo ninguna sumisión antes que al rey», vociferó Fitzurse, y luego gritó una orden:
«¡Golpead!» Su espada hendió los aires e hizo volar el gorro del arzobispo.
Santo Tomás se cubrió el rostro con las manos e imploró a Dios y a sus santos.
Tracy lanzó un golpe, pero Grim lo detuvo con su propio brazo. Sin
embargo, la espada de Tracy abrió una herida en la cabeza de Becket y comenzó a
caer la sangre hacia sus ojos. El se llevó las manos a la cara y las retiró
después; al verlas tintas en sangre, exclamó: «¡Oh, Señor! ¡En tus manos
encomiendo mi espíritu!» Otro mandoble que le asestó Tracy le hizo caer de
rodillas al tiempo que murmuraba estas palabras: «En nombre de Jesús y en
defensa de la Iglesia, estóy dispuesto a morir». Se dejó caer de
bruces al suelo. Le Breton levantó muy alto su espada, como si
fuese a decapitar al arzobispo, y el tremendo golpe que descargó le cortó de un
tajo la parte superior del cráneo. El golpe fue tan fuerte, que la espada de Le
Breton se rompió en pedazos. Hugo de Horsea metió la punta de
su espada en el casco roto del cráneo del obispo, le sacó los sesos y los
diseminó sobre las losas. Tan sólo Hugo de Morville se abstuvo de asestar golpe alguno
contra el arzobispo. Los asesinos emprendieron de prisa la retirada dando
voces: «¡Los hombres del rey, los hombres del rey!», y huyeron a través de los
claustros por donde habían penetrado apenas diez minutos antes. En ese preciso
instante, las grandes naves de la catedral se llenaban de gente y en el cielo
estallaba una furiosa tormenta. El cadáver del arzobispo yacía boca abajo sobre
un charco de sangre, en la mitad del crucero y, durante largo tiempo, nadie se
atrevió a tocarlo, o siquiera a acercársele.
Aun después de tomar completamente en
cuenta el horror universal que pudo haber causado en el siglo doce el
sacrilegio de asesinar a un arzobispo metropolitano en su propia catedral,
debemos considerar la indignación y el repudio que, en un instante, se extendió
por toda Europa, así como el movimiento espontáneo del pueblo en general para
lograr la canonización de Tomás Becket, para llegar a comprender el significado
intrínseco que tuvo su trágica y heroica muerte en todos los círculos sociales.
El martirio del arzobispo hizo entender a todos que se había cumplido una
reivindicación necesaria de los derechos de la Iglesia contra un estado agresor
y que el arzobispo de Canterbury, que en muchos aspectos era de una
personalidad poco atractiva (precisamente cuando le estaban matando, Grim oyó murmurar a uno de los monjes en el sentido de que aquél
era el castigo que merecía el arzobispo, por su obstinación; también en la
Universidad de París y en otras partes se podían encontrar personas que
sostenían abiertamente que el asesinato no había sido más que la ejecución
justa de «un hombre que procuraba colocarse por encima del rey»), había sido
sin embargo un mártir digno de ser venerado como un santo. El descubrimiento de
la camisa de cerdas en su cadáver y otras pruebas de que practicaba la
austeridad y la penitencia en su vida privada, así como los milagros que
comenzaron a obrarse en su tumba desde un principio, según numerosos
testimonios, atizaron el fuego de su devoción. No se puede decir positivamente
hasta qué grado fue deliberado y directamente responsable del crimen el rey
Enrique II, pero de todas maneras, la conciencia pública no habría de quedar
satisfecha hasta que el soberano más poderoso de Europa hizo una penitencia
pública en la forma más humillante. Así lo hizo el rey Enrique en el mes de
julio del año 1174 (hasta hoy, existe un pilar que señala el lugar donde el rey
hizo penitencia, en el sitio donde estaba la antigua catedral). Habían
transcurrido apenas dieciocho meses desde que el Papa Alejandro III proclamara
en Segni la canonización del mártir Tomás Becket, cuando el rey Enrique hizo,
ahí mismo, su gran penitencia pública.
El 7 de julio de 1220, el cuerpo de
Santo Tomás fue solemnemente trasladado desde su tumba en la cripta de
Canterbury, a la parte posterior del altar mayor, por iniciativa del arzobispo,
cardenal Esteban Langton, y en presencia del rey Enrique III.
El cardenal Pandolfo, legado pontificio, el arzobispo de
Reims y muchas otras personalidades, asistieron también a la traslación. Desde
aquel día, hasta septiembre de 1538, el santuario de la tumba de santo Tomás
fue uno de los sitios de peregrinación más favorecidos por los cristianos y muy
famoso por su belleza y su riqueza material y espiritual. No se tienen datos
concretos sobre la forma y la fecha en que se procedió a la destrucción y
saqueo de aquel santuario durante el reinado de Enrique VIII. Incluso el
destino de las reliquias del santo es incierto. Casi seguramente fueron
destruidas por aquella época en que la memoria del santo arzobispo era
particularmente execrada, sobre todo por el rey Enrique VIII. Sin embargo, debe
hacerse notar que el registro de las crónicas donde se dice que «el rey hizo
una especie de auto de fe en el que los restos corporales de Tomás, el que
fuera alguna vez arzobispo de Canterbury y culpable de traición, se quemaron
públicamente», es apócrifo. La festividad de santo Tomás de Canterbury se
celebra en toda la Iglesia de Occidente, y en Inglaterra se le venera como
patrono del clero secular. La ciudad de Portsmouth tiene también el privilegio
de conmemorar el aniversario de la traslación de sus reliquias.
fuente: «Vidas de los
santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Oremos
Señor, tu que concediste a tu santo obispo y mártir Tomás Becket una gran
fortaleza de ánimo para que sacrificara su vida por defender la justicia y la
libertad de la Iglesia, concédenos, por su intercesión, estar dispuesto à
entregar nuestra vida por Cristo en éste mundo, para que podamos volver a
encontrarla para siempre en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo.
OOOOOOOOOOOOOOOO