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Lunes 24 Marzo 2014
Beato Diego José de Cádiz
José Francisco López-Caamaño y García Pérez nació en Cádiz el
30 de marzo de 1743. Pertenecía a una ilustre familia. Su madre murió cuando él
tenía 9 años y se estableció en la localidad gaditana de Grazalema con su
padre. Cursó estudios con los dominicos de Ronda, Málaga. Pero a los 15 años
eligió a los capuchinos de Sevilla, venciendo su rechazo a la vida religiosa, y
a esta Orden en particular, para tomar el hábito y nombre con el que iba a ser
encumbrado a los altares. Dejando atrás la cierta aversión inicial al
compromiso que estableció, años más tarde, al referirse retrospectivamente a su
vocación se aprecia cuánto había cambiado. Puede que ni recordase el peso de
sus emociones de adolescente cuando escribió: «Todo mi afán era ser capuchino,
para ser misionero y santo». En 1766 fue ordenado sacerdote. Le acompañaba
único anhelo: alcanzar la santidad. Quería ser un gran apóstol sin excluir el
martirio. Y dejó constancia de ello: «¡Qué ansias de ser santo, para con la
oración aplacar a Dios y sostener a la Iglesia santa! ¡Qué deseo de salir al
público, para, a cara descubierta, hacer frente a los libertinos!... ¡Qué ardor
para derramar mi sangre en defensa de lo que hasta ahora hemos creído!». Pero
el camino de la santidad generalmente Dios no se lo pone fácil a sus hijos.
Durante unos años las oscilaciones en su vida espiritual fueron habituales,
hasta que sufrió una radical transformación con la gracia de Cristo. Ello no le
libró de experiencias que suelen presentarse en el itinerario que conduce a la
unión con la Santísima Trinidad. Pasó por contradicciones y oscuridades. Fueron
frecuentes sus luchas contra las tentaciones de la carne y tuvo que combatir
brotes de apatía en el cumplimiento de su misión, entre otras muchas
debilidades que afrontó y superó. Nadie, solo Dios, sabía de las pugnas
interiores de este gran apóstol, cuya entrañabilidad y peculiar sentido del
humor era especialmente apreciado en las distancias cortas.
Desde 1771 y durante treínta años su actividad en misiones
populares se extendió por casi toda la geografía española. Sus grandes dotes de
oratoria y elocuencia pasadas por la oración obraban prodigios en las gentes a
través una predicación de la que se ha subrayado, además de su rigor, la
sencillez y dignidad. Su contribución fue inestimable en un período marcado por
el regalismo y el jansenismo que estaban en su apogeo. Como tantas veces sucede
al juzgar a mentes preclaras, y más con la hondura de vida del beato, las
valoraciones no son siempre benevolentes. Cuando únicamente se examinan sus
pasos desde un punto de vista racional, apelando a un análisis histórico
frecuentemente cargado de prejuicios, como algunos críticos han hecho, queda en
la penumbra lo esencial: su grandeza espiritual y excepcionales cualidades
puestas al servicio de la fe y de la Iglesia en momentos de indudable
dificultad. Tratando de la oratoria religiosa, el gran Menéndez y Pelayo lo
situó detrás de san Vicente Ferrer y de san Juan de Ávila. Y es que Diego José
promovía una profunda renovación espiritual en su auditorio. Llegó a predicar
en la corte. Sus palabras tuvieron gran influjo en la vida pública y también en
la religiosa. Junto con la instrucción doctrinal que proporcionaba, impartía
conferencias a hombres, mujeres y niños de toda condición social. Les alentaba
con la celebración de la penitencia y el rezo público del Santo Rosario.
Suscitaba emociones por igual en plebeyos, clérigos e intelectuales. Su fama le
precedía y la muchedumbre que se citaba para oírle no cabía en las grandes
catedrales. Tenía que hablar al aire libre durante varias horas, a veces, a
cuarenta y hasta a sesenta mil personas, que le consideraban un «enviado de
Dios».
Ese imponente despliegue de multitudes que acudían a él
enfervorecidas pone de manifiesto que los integrantes de la vida santa han sido
los verdaderos artífices de las redes sociales. Un entramado de seguidores con
alta sensibilidad –que muchos hoy día querrían para sí–, supieron identificar
la grandeza de Dios que rezuma una belleza inigualable en las palabras de este insigne
apóstol. Fueron tres décadas de intensa dedicación llevando con singular celo
la fe más allá de los confines de Andalucía en los que era bien conocido.
Aranjuez, Madrid, poblaciones de Toledo y de Ciudad Real, Aragón, Levante,
Extremadura, Galicia, Asturias, León, Salamanca, incluso Portugal y otras,
fueron recorridas a pie por este incansable peregrino que impregnó con la
fuerza de su voz, avalada por una virtuosísima vida, el corazón de las gentes.
Una gran mayoría en su época lo consideró un «nuevo san Pablo». Penitencia y
oración continua fueron sus armas apostólicas, mientras su cuerpo se estremecía
bajo un rústico cilicio. Si hubiera contado con los medios y técnicas que
existen en la actualidad sus conquistas para Cristo superarían lo imaginable.
Era un gran devoto de María bajo la advocación de la Divina
Aurora, de la que fue encendido defensor. Fue agraciado con carismas
extraordinarios como el don de profecía y numerosos milagros que efectuaba con
su proverbial sentido del humor y el gracejo andaluz que poseía. Su
correspondencia epistolar, sermones, obras ascéticas y devocionales son
incontables. Se le ha conocido como el «apóstol de la misericordia». Murió en
Ronda el 24 de marzo de 1801 cuando se hallaba en un proceso ante la Inquisición
donde fue llevado por quienes no supieron identificar en él al santo que fue.
Le cubrieron con penosos signos de ingratitud que desembocaron en una injusta y
humillante persecución. Por encima de los ciegos juicios humanos Dios ya le
había reservado la gloria eterna. Fue beatificado por León XIII el 22 de abril
de 1894.
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