•San
Carlos Borromeo
San Carlos Borromeo, obispo
Memoria
de san Carlos Borromeo, obispo, que nombrado
cardenal por su tío materno, el papa Pío IV, y elegido obispo de Milán, fue en
esta sede un verdadero pastor fiel preocupado por las necesidades de la Iglesia
de su tiempo. Para la formación del clero convocó sínodos y erigió seminarios,
visitó muchas veces toda su diócesis con el fin de fomentar las costumbres
cristianas y dio muchas normas para bien de los fieles. Pasó a la patria
celeste en la fecha de ayer.
•Entre
los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI,
lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia
y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y malas
costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los promotores de la
falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más santo que el
cardenal Carlos Borromeo. Junto con san Pío V, san Felipe
Neri y san
Ignacio de Loyola,
es una de las cuatro figuras más grandes de la contrarreforma. Era un noble de
alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre,
Margarita, pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su
madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el
segundo de los dos varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el
castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dio
muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su
tío, Julio César Borromeo, le cedió la rica abadía
benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás
estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven,
recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y
no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en
educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia. Después de
estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía,
donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al
cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y
su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban
como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus
estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los
jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios.
El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su
abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por
períodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de
vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto,
obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia
de que su tío, el cardenal de Médicis,
había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo
IV.
•
•A
principios de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y, el 8 de
febrero siguiente, le nombró administrador de la sede vacante de Milán, pero,
en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En
efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona,
así como protector de Portugal, de los Países Bajos, de los cantones católicos
de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los
Caballeros de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y
responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés
años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de
trabajo que san Carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una
actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse
a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy
amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el
Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una
academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas
conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de san Carlos con el
título de «Noctes Vaticanae». Por entonces, juzgó
necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a
tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir
constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la altura
de las circunstancias: pero en su corazón estaba profundamente desprendido de
todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su
actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la
adversidad; san Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la
abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez
más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por proveer al gobierno
de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este
sentido, el mandato del papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea.
El beato
Bartolomé de los Mártires, arzobispo de Braga, fue por entonces a la Ciudad Eterna y
san Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de
Dios, a quien indicó: «Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que
significa ser sobrino, y sobrino predilecto, de un papa, y no ignoráis lo que
es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer yo,
joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con
frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y yo
existiésemos». El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no
debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio de
la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su
diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando san Carlos se enteró de
que Bartolomé de los Mártires había ido a Roma precisamente con el objeto de
renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le
había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.
•
•Pío
IV había anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver
a reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su
influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a
pesar de que las circunstancias políticas y eclesiásticas eran muy adversas.
Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en
enero de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo tuvo que
trabajar con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir
que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando
la obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que
prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante. Así
pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas reuniones
particulares se aprobaron muchos de los decretos dogmáticos y disciplinarios de
mayor importancia. El éxito se debió a san Carlos más que a cualquier otro de
los personajes que participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse que
él fue el director intelectual y el espíritu rector de la tercera y última
sesión del Concilio de Trento. En el curso de las reuniones murió el conde
Federico Borromeo, con lo cual san Carlos
quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más difícil que
nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para casarse,
pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en favor de su
tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde, recibió la
consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis.
Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del
Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la
música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la «Missa
Papae Marcelli».
•
•Milán,
que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un
estado deplorable. El vicario de san Carlos había hecho todo lo posible por
reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito.
Finalmente, san Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provincial y
visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El
pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral
sobre el texto «Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros». Diez
obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia
de los decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del
clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de
los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos
otros puntos, fueron tan atinados, que el Papa escribió a san Carlos para
felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento de su oficio como
legado en Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de
muerte, donde también le asistió san Felipe Neri.
El nuevo Papa, san Pío V, pidió a san Carlos que se quedase algún tiempo en
Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el
santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir
y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.
•
•San
Carlos llegó a Milán en abril de 1566 y, en seguida empezó a trabajar
enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la organización
de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un estado de
perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre
aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las fuerzas que
necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aun en las mayores
fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran pingües,
pero dedicaba la mayor parte a las obras de caridad y se oponía decididamente a
la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le
calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: «La mejor manera de no encontrar
el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda estar». Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo
en la oración fúnebre por san Carlos: «De sus rentas no empleaba para su propio
uso más que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le
acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la noche
estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije que,
si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al
responderme: `No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la
púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo
mismo en el verano que en el invierno'». Cuando san Carlos se estableció en
Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30.000 coronas,
suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su
limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin
contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de
san Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan
liberalmente al Colegio inglés de Douai,
que el cardenal Allen solía llamar a san Carlos, fundador de la institución.
Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero. El mismo hacía los
Ejercicios Espirituales dos veces al año y tenía por regla confesarse todos los
días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr. Crifiith Roberts, de la diócesis de
Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el
Dr. Owen, quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su
diócesis, y llevaba siempre consigo una pequeña imagen de san Juan Fisher.
Tenía el mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración
ni administraba ningún sacramento apresuradamente, por grande que fuese su
prisa o por larga que resultase la función.
•
•Su
espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo
espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de
perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que san
Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su
propia casa. Su casa estaba compuesta de unas cien personas; la mayor parte
eran clérigos, a los que el santo pagaba generosamente para evitar que
recibiesen regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la
comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la
superstición y profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el
abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran
indolentes, ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor
desorden. Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples
instrucciones pastorales, san Carlos aplicó progresivamente las medidas
necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan
sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo
y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes
en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes
producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los excesos de
los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y
las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra,
los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni
privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades
que habrían desalentado aun a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su
propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un
defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi:
«Muchas veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural
alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido
obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma
seriedad y apenas se podía oír su voz; sin embargo, sus palabras producían
siempre efecto». San Carlos ordenó que se atendiense especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No
contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el
catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la
Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000
catequistas y 40.000 alumnos. San Carlos se valió particularmente de los
clérigos regulares de San Pablo («barnabitas»), cuyas constituciones él mismo
había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes
seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de
obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a
su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde
de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San
Ambrosio y de San Carlos.
•Pero
no en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en
ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin escrúpulos.
En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban
abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a las
exhortaciones del santo, fueron aprisionados por orden suya. El senado amenazó,
por ese motivo, a los funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó
hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue
golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa
maduramente, excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente,
el fallo sobre este conflicto de jurisdicción favoreció a san Carlos, ya que en
la ley de la época un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el
gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió por
entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los
anteriores arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la
corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados
que pueden imaginarse. El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó
a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe
y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes
zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como
la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa Maria della Scala (que pretendían estar
exentos de la jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, san
Carlos consultó a san Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar
dicha iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias.
San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero
los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo
contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El
senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las
más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado
los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por
otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar
al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente,
el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos
ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.
•
•Antes
de que ese asunto se solucionase, la vida de san Carlos corrió un peligro
todavía mayor: la orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún
muchos monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del
arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente
corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos
los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones de san Carlos y, al
fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar
a san Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento
de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de
los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de
la capilla de la casa de san Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de
la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el
momento en que entonaban las palabras «Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que
me envió», el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el
tumulto que se produjo, en tanto que san Carlos, pensando que estaba herido de
muerte, encomendaba su alma a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus
ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso.
Después de una solemne procesión de acción de gracias, san Carlos se retiró
unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a
Dios.
•
•Al
salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y aprovechó la
oportunidad para recorrer también los cantones suizos católicos, donde
convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la disciplina en los
monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán atravesó
por un período de carestía. San Carlos pidió ayuda para procurar alimentos a
los necesitados y, durante tres meses, dio de comer diariamente a tres mil
pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de salud, los
médicos le ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no
produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a
Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó.
Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el
nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de
poner en mal al arzobispo con el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse,
envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y
prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un
magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos
públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del «cuidado pastoral»
que ensalza el oficio de la fiesta de san Carlos. Su tarea principal consistió
en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un
sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el
arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió: «¡Bien se ve que
no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!» Ya mencionamos arriba la
fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra
parte, san Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era
infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le
dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las
obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: «¿Cómo puede decir
un obispo que no tiene nada que hacer?» El santo fundó tres seminarios en la
arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban al
sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las disposiciones del
Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a
ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán.
Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los
cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó
en Milán con gran virulencia.
•
•El
gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró
enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente
numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las
comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como
voluntarios muchos religiosos, a quienes san Carlos hospedó en su propia casa.
Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su
cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para
esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba
demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a
quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a san
Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos,
pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó
con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus
recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al
extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de
colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral,
durante las procesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacías de las
afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron
cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las calles para que los
enfermos pudiesen asistir a la misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no se
contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió
personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los
necesitados. Los altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta
principios de 1578. Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán
de hacer intentos para poner en mal a san Carlos con el Papa. Tal vez algunas
de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el
fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la
epidemia, san Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la
base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces
fundar sus oblatos. En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una
docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno
de ellos predicó ante él: era san Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más
tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, san Carlos le dio la
primera comunión a san Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y
las penurias y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las
horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el
ayuno cuaresmal. A fines de 1583, san Carlos fue enviado a Suiza como visitador
apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no
sólo contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y
hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al
párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado a degradarle y
entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir pacientemente sobre
puntos teológicos con las campesinas protestantes de la región y, en cierta
ocasión, hizo esperar a su comitiva hasta que consiguió hacer aprender el
Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiéndose enterado de
que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli, fue a verle
inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto entró en la habitación
del duque, éste exclamó: «¡Estoy curado!» El santo le dio la comunión al día
siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había recobrado la salud gracias
a las oraciones de san Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en
su sepulcro una lámpara de plata.
•
•En
el año de 1584 decayó más la salud del santo. Después de fundar en Milán una
casa de convalecencia, san Carlos partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro
anual, acompañado por el P. Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a
varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de
octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a Milán, a
donde llegó el día de los fieles difuntos. La víspera había celebrado su última
misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los últimos
sacramentos «inmediatamente» y los recibió de manos del arcipreste de su
catedral. Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió
apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras «Ecce venio». No tenía más que
cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó
rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio,
quien le llamó «un segundo Ambrosio», mandó al clero de Milán una orden de
Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no
celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne.
San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V en 1610.
•
•
•fuente: «Vidas de los santos de A. Butler»,
Herbert Thurston, SI
•
•..............................................
•
•Nacido
en 1538 en la ribera del Lago Mayor (Lombardía), fue llamado a Roma en 1558 por
su tío el Papa Pío IV, que le confió el gobierno de los negocios eclesiásticos,
nombrándole cardenal. A sus veintidós años, Borromeo se convertía en el primer Secretario de Estado en el sentido
moderno de la función.
•Como
tal trabajó con denuedo por llevar a buen fin las últimas sesiones del Concilio
de Trento (1562-1563). Al morir Pío IV (1565), Carlos Borromeo pasó a Milán, de donde
había sido nombrado arzobispo dos años antes. El joven prelado no tuvo en
adelante otro anhelo que hacer poner en práctica en su Iglesia las
prescripciones del Concilio.
•
El cardenal Borromeo realizó plenamente el
modelo de obispo postulado por el Concilio de Trento: reformador del clero por
medio de sínodos y con la fundación de los primeros seminarios, restaurador de
las costumbres del pueblo con sus visitas pastorales, que se extendían hasta
los valles suizos, creador de múltiples obras sociales, padre de la ciudad
hasta llegar a ofrecer su propia vida por ella con ocasión de la peste de 1576,
vivo ejemplo de hombre evangélico...
•Si
es cierto que resultaba de austera apariencia y de mano a veces dura era porque
primero se exigía a si mismo. Es comprensible que Milán le haya concedido un
puesto de privilegio junto a San Ambrosio entre sus padres en la fe.
•Pero
el influjo de San Carlos superó las fronteras de Lombardía: todos los obispos
reformadores trataron de reproducir el modelo de su acción pastoral. Murió en
1584.
•
•
Oremos
Oremos
•
•
Conserva en tu pueblo, Señor, el espíritu que animara a San Carlos Borromeo, obispo, para que tu Iglesia se renueve siempre, y, cada vez más transformada en Cristo, presente ante los hombres una imagen auténtica de su Señor, Jesucristo, tu Hijo. Que vive y reina contigo.
Conserva en tu pueblo, Señor, el espíritu que animara a San Carlos Borromeo, obispo, para que tu Iglesia se renueve siempre, y, cada vez más transformada en Cristo, presente ante los hombres una imagen auténtica de su Señor, Jesucristo, tu Hijo. Que vive y reina contigo.
OOOOOOOOOOOOOOOOOOO
martes 04
Noviembre 2014
Conmemoración de san
Pierio, presbítero de Alejandría, en Egipto, ilustrado en los temas
filosóficos, pero más esclarecido aún por la integridad de su vida y su
voluntaria pobreza. Mientras Teonas
regía la Iglesia alejandrina, explicó con profundidad al pueblo las divinas
Escrituras, y en Roma, después de la persecución, descansó en paz.
Pierio sucedió a Teognosto en la jefatura de la
escuela de Alejandría. Según Eusebio, fue «muy estimado por su vida de
extremada pobreza y por sus conocimientos filosóficos. Se había ejercitado
sobremanera en las especulaciones y explicaciones relativas a las cosas divinas
y en la exposición que de ellas hacía a la asamblea de la iglesia» (Hist. eccl. VII,32,27).
San Jerónimo nos da todavía
más detalles sobre él: Pierio, presbítero de la iglesia de
Alejandría, durante el reinado de Caro y Diocleciano, cuando Teonas ejercía
el episcopado en aquella misma iglesia, enseñó al pueblo con gran éxito.
Adquirió tal elegancia de lenguaje y publicó tantos escritos sobre toda suerte
de materias (que aún se conservan), que se le llamó Orígenes el Joven. Era muy
notable por su austeridad, entregado a la pobreza voluntaria. Después de la
persecución, pasó el resto de su vida en Roma. Queda un extenso tratado suyo
Sobre el profeta Oseas, que, por razones internas, parece que lo pronunció con
ocasión de la vigilia pascual. (De vir.
ill. 76).
El testimonio de Jerónimo
que dice que pasó el resto de su vida en Roma no está en contradicción con los
que afirman que sufrió por su fe en Alejandría. Focio, por ejemplo, dice: «Según algunos,
sufrió martirio; según otros, pasó el resto de su vida en Roma después de la
persecución» (Bibl. cod. 119). Probablemente ambas
aserciones son verdaderas. Sufrió, pero no murió, durante la persecución de Diocleciano. Escribió sobre la vida de
Pánfilo, que murió el año 309, así que sabemos que Pierio vivía aún en esa
fecha.
Reseña de Quasten, Patrología, tomo I; el
artículo continúa con un análisis de las obras de Pierio, lamentablemente
perdidas, así que lo que se analiza es más bien lo que Jerónimo y Focio afirman sobre ellas. El
artículo cincide fundamentalmente con lo qu dicen todas las
biografías, ya que todas se basan en los mismos escasos testimonios, que están
recopilados en Acta Sanctorum, nov. vol
II.
fuente: J. Quasten: Patrología
•
No hay comentarios:
Publicar un comentario