sábado 08
Noviembre 2014
Beato Juan Duns Scoto
Nació en la ciudad de Duns (Escocia), en torno al año
1265. Su familia estaba muy vinculada con los hijos de San Francisco de Asís,
los cuales, imitando a los primeros predicadores del Evangelio, habían llegado
a Escocia desde los albores de la Orden. Hacia el año 1280 Juan Duns Escoto fue acogido en la
Orden de los Frailes Menores por su tío paterno, fray Elías Duns, que era el vicario de la
Vicaría de Escocia, que acababa de fundarse.
Poseía una inteligencia viva y aguda. Recibió la ordenación sacerdotal el 17 de marzo de 1291. Fue enviado a París para completar sus estudios. Dadas sus eximias virtudes sacerdotales, le fue encomendado el ministerio de confesor, tarea entonces de gran prestigio. Obtuvo los grados académicos en la Universidad de París y comenzó su enseñanza universitaria, que prosiguió en Cambridge, Oxford y Colonia. Fiel a la enseñanza de San Francisco, que en su Regla (Rb 12) prescribe a sus frailes que sean plenamente obedientes al Vicario de Cristo y a su Iglesia, rehusó firmar el libelo de Felipe IV, rey de Francia, contra el Papa Bonifacio VIII. Por ese motivo fue expulsado de París. Sin embargo, al año siguiente pudo volver y reanudar la enseñanza filosófica y teológica. Después fue enviado a Colonia. El 8 de noviembre de 1308 murió repentinamente; en ese tiempo estaba dedicado a la vida regular y a la predicación de la fe católica.
Centraba en Jesucristo todos sus pensamientos y afectos, y tuvo un profundo y sincero amor a la Iglesia. Utilizó sabiamente las dotes recibidas de Dios desde su nacimiento, y fijó los ojos de la mente y los latidos de su corazón en las profundidades de las verdades divinas; se elevó muy alto en la contemplación y en el amor a Dios.
Juan Duns Escoto sobresalió entre los grandes maestros de la doctrina escolástica por el excepcional papel que desempeñó en la filosofía y en la teología; brilló especialmente como defensor de la Inmaculada Concepción y eximio defensor de la suprema autoridad del Romano Pontífice. Además, con su doctrina y sus ejemplos de vida cristiana, gastada enteramente en buscar la gloria de Dios, ha atraído a muchos fieles, a lo largo de los siglos, al seguimiento del divino Maestro y a caminar más expeditamente por el camino de la perfección cristiana.
Su vida estuvo rodeada por la fama de virtudes y sabiduría, que fue aumentando y consolidándose después de su muerte, tanto en Colonia como en otras ciudades. Aunque su fama de santidad se difundió, enriquecida por testimonios de culto, inmediatamente después de su muerte, y no ha disminuido, sin embargo la Providencia ha dispuesto que fuese en nuestros tiempos cuando se llevara a término el proceso de su glorificación, mediante el reconocimiento del culto que se le ha tributado desde tiempo inmemorial y de sus virtudes heroicas que refulgen en la Iglesia santa.
El sábado 20 de marzo de 1993, en la basílica de San Pedro, el papa Juan Pablo II, durante la celebración de las primeras vísperas del IV domingo de cuaresma, declaró solemnemente el reconocimiento del culto del beato Juan Duns Escoto, que ya había sido oficialmente reconocido el 6 de julio de 1991.
Poseía una inteligencia viva y aguda. Recibió la ordenación sacerdotal el 17 de marzo de 1291. Fue enviado a París para completar sus estudios. Dadas sus eximias virtudes sacerdotales, le fue encomendado el ministerio de confesor, tarea entonces de gran prestigio. Obtuvo los grados académicos en la Universidad de París y comenzó su enseñanza universitaria, que prosiguió en Cambridge, Oxford y Colonia. Fiel a la enseñanza de San Francisco, que en su Regla (Rb 12) prescribe a sus frailes que sean plenamente obedientes al Vicario de Cristo y a su Iglesia, rehusó firmar el libelo de Felipe IV, rey de Francia, contra el Papa Bonifacio VIII. Por ese motivo fue expulsado de París. Sin embargo, al año siguiente pudo volver y reanudar la enseñanza filosófica y teológica. Después fue enviado a Colonia. El 8 de noviembre de 1308 murió repentinamente; en ese tiempo estaba dedicado a la vida regular y a la predicación de la fe católica.
Centraba en Jesucristo todos sus pensamientos y afectos, y tuvo un profundo y sincero amor a la Iglesia. Utilizó sabiamente las dotes recibidas de Dios desde su nacimiento, y fijó los ojos de la mente y los latidos de su corazón en las profundidades de las verdades divinas; se elevó muy alto en la contemplación y en el amor a Dios.
Juan Duns Escoto sobresalió entre los grandes maestros de la doctrina escolástica por el excepcional papel que desempeñó en la filosofía y en la teología; brilló especialmente como defensor de la Inmaculada Concepción y eximio defensor de la suprema autoridad del Romano Pontífice. Además, con su doctrina y sus ejemplos de vida cristiana, gastada enteramente en buscar la gloria de Dios, ha atraído a muchos fieles, a lo largo de los siglos, al seguimiento del divino Maestro y a caminar más expeditamente por el camino de la perfección cristiana.
Su vida estuvo rodeada por la fama de virtudes y sabiduría, que fue aumentando y consolidándose después de su muerte, tanto en Colonia como en otras ciudades. Aunque su fama de santidad se difundió, enriquecida por testimonios de culto, inmediatamente después de su muerte, y no ha disminuido, sin embargo la Providencia ha dispuesto que fuese en nuestros tiempos cuando se llevara a término el proceso de su glorificación, mediante el reconocimiento del culto que se le ha tributado desde tiempo inmemorial y de sus virtudes heroicas que refulgen en la Iglesia santa.
El sábado 20 de marzo de 1993, en la basílica de San Pedro, el papa Juan Pablo II, durante la celebración de las primeras vísperas del IV domingo de cuaresma, declaró solemnemente el reconocimiento del culto del beato Juan Duns Escoto, que ya había sido oficialmente reconocido el 6 de julio de 1991.
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sábado 08
Noviembre 2014
Santos Coronados
Los cuatros mártires coronados
Que es posible que fueran más, porque en la identificación de estos mártires se mezclan noticias muy confusas. Tal vez se trate de dos grupos diferentes de santos, cinco canteros de la Panonia inferior, en la actual Yugoslavia, y cuatro suboficiales romanos, cornicularii, que llevaban una insignia de metal llamada corniculum (estos últimos explican el nombre de coronados) Sea como fuere, ya en el siglo IV se levantó en Roma, muy cerca del Coliseo, una iglesia en su honor que fue destruida por los normandos, más tarde rehecha y por fin restaurada en varias ocasiones. Allí se conservan unas reliquias veneradas desde muy antiguo. Los cinco canteros de Sirmium (Sremska Mitrovica) se llamaban Claudio, Nicostrato, Sinforiano, Castorio y Simplicio, y al negarse a esculpir un ídolo que podía dar ocasión de idolatrar fueron metidos en cajas de plomo selladas que se arrojaron a un río.- Más incierta parece ser la historia de cuatro hermanos (Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino), todos cornicularii, a quienes se exigió que quemaran incienso ante una estatua del dios Esculapio en las termas de Trajano. Se les supone muertos a consecuencia de bárbaros azotes. Los cuatro (o cinco) canteros - que durante la Edad Media fueron patronos de las cofradías de canteros y albañiles - nos parecen mártires de una concepción muy alta en su oficio, ya que murieron por no creer que el arte es neutral y que lo purifica todo. Por encima del arte - y del deber militar en el caso de los cornicularii - afirmaban una responsabilidad mayor de la que nada ni nadie podía eximirles, y ésta es la razón de su corona de gloria que hoy celebra el calendario.
Señor, Dios nuestro, que ha congregado tu Iglesia y has hecho de ella el cuerpo de tu Hijo: haz que tu pueblo, reunido en tu nombre, te venere, te ame, te siga y, llevado por ti, alcance el reino que le tiene prometido. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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sábado 08
Noviembre 2014
San Adeodato
El santo de hoy, Papa Adeodato I, o Deusdedit, emerge de los siglos oscuros del primer medioevo con muy poca evidencia. Pocas son las noticias históricas: hijo del sub diácono romano Esteban, fue durante cuarenta años sacerdote en Roma antes de suceder en la cátedra pontificia al Papa Bonifacio IV el 19 de octubre del 615.
Murió en noviembre del 618, amado y llorado por los romanos, que pudieron apreciar el buen corazón durante las grandes calamidades que atormentaron a Roma durante los tres años de su pontificado: el terremoto, que dio el golpe de gracia a los marmóreos edificios del Foro, ya desvastados por las continuas invasiones de los bárbaros, y una terrible epidemia llamada elefancía.
Fue el primer Papa que estableció con testamento donaciones para distribuir al pueblo con ocasión de los funerales del sumo pontífice. En Roma el Papa no sólo era el obispo y el pastor espiritual, sino también el guía civil, el juez, el supremo magistrado, el que garantizaba el orden. A la muerte de todo pontífice los romanos se sentían sin protección, expuestos a las invasiones de los bárbaros nórdicos o a las venganzas del imperio de Oriente. La teoría medioeval de los "dos soles", el Papa y el emperador, que deberían gobernar unidos al mundo cristiano, no era aceptada en Constantinopla.
El Papa Adeodato se demostró un hábil mediador y paciente interlocutor con el otro "sol" que en realidad de verdad fue muy poco solícito con Italia, excepción hecha de la vez que envió al exarca Eleuterio a dominar la revolución de Ravena y de Nápoles. Fue la única ocasión en que el Papa Adeodato, ocupado en aliviar la suerte de los habitantes de Roma por las calamidades ya referidas, tuvo un contacto, aunque indirecto, con el emperador. Baronio pone en el Martirologio Romano un episodio que confirma la fama de santidad que rodeaba al venerable pontífice "dado por Dios" (como dice la etimología del nombre) como guía de los cristianos en una época tan atormentada: durante una de sus visitas a los enfermos, los más abandonados, esto es lo más atacados por la terrible enfermedad de la lepra, habría curado a uno de estos infelices después de haberlo abrazado y besado cariñosamente.
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Beata María Crocifissa Satellico (1706-1745)
María Crocifissa, monja profesa clarisa,
vivió una intensa vida contemplativa, afrontando pacientemente las graves
tentaciones y enfermedades que la afligieron. Sus grandes amores fueron Jesús
crucificado, la Eucaristía y María Inmaculada, que alimentaban, sobre todo mientras
fue abadesa, el amor que sentía hacia sus hermanas y hacia los
pobres.
María Crocifissa, en el mundo Elisabetta María, nació en Venecia (Italia) el 9 de enero de 1706. Vivió con sus padres, Piero Satellico y Lucía Mander, en la casa de un tío materno sacerdote, que le procuró una formación moral y cultural. Era de débil contextura física, pero de inteligencia precoz, y pronto mostró una disposición particular para la oración, la música y el canto. Caracterizaron su niñez un ardiente amor a Jesús crucificado y una sincera devoción a la Virgen dedicada a la oración. Alma privilegiada, dócil a la gracia divina, aspiraba a la perfección de la vida cristiana. Se había propuesto, cuando fuera mayor, llegar a ser monja clarisa. Decía: «Me quiero hacer monja y, si lo logro, quiero llegar a ser santa».
Aceptada en el monasterio de las clarisas de Ostra Vetere (antes Montenovo, Ancona) como educanda, y encargada de la dirección del canto y de tocar el órgano, Elisabetta María daba un maravilloso ejemplo de fervor espiritual, participando en la vida de la comunidad. A los 19 años recibió el hábito de las clarisas y cambió su nombre por el de María Crocifissa.
Con la profesión religiosa, emitida el 19 de mayo de 1726, sor María Crocifissa concentró todos sus esfuerzos en la realización de su constante deseo: hacerse cada vez más conforme a Jesús crucificado, con la práctica de los consejos evangélicos y la devoción filial a la Virgen Inmaculada, según el espíritu de santa Clara de Asís. Llenaba y daba valor a sus días con la oración comunitaria y personal prolongada. Profesaba una gran devoción hacia las tres divinas Personas y al misterio de la Eucaristía, de la cual se alimentaba a diario su esperanza y su caridad, que en ella se manifestaba en un ardor seráfico por Dios -como en san Francisco y en santa Clara- y en un amor fraterno y universal hacia todos los redimidos por la cruz del Señor. En su vida, de sublime contemplación, se enlazaban austeridad y penitencia, que la hacían cada vez más participe del misterio de la cruz y victoriosa en las tentaciones e insidias del enemigo. Gozó de extraordinarios dones sobrenaturales y auténticos fenómenos místicos, que eran particulares signos de predilección divina.
Elegida abadesa del monasterio, consideraba la autoridad como servicio de amor a la comunidad y la ejercitaba con bondad y firmeza, convenciendo con el ejemplo. Dicha función le permitió también el ejercicio de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia los pobres.
Murió santamente el 8 de noviembre de 1745, a la edad de 39 años, y está sepultada en la iglesia de Santa Lucía en Ostra Vetere. La beatificó Juan Pablo II el 10 de octubre de 1993.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 8-X-93]
De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (10-X-1993)
La Iglesia te saluda, María Crocifissa, hija fiel de Clara, humilde plantita de Francisco. Tú conformaste tu vida a Aquel que por amor al hombre se dejó clavar en la cruz. Tú plantaste tu existencia en la casa del Señor, a fin de habitar para siempre en los atrios del amor, fiel a la Santísima Trinidad (cf. Sal 23,6). En una existencia breve buscaste constantemente el rostro del Amado, en quien esperaste (cf. Is 25,9). Lo encontraste en el rostro de los pobres que tocaban a la puerta de tu caridad, lo viste en las hermanas confiadas a tus cuidados y a tu autoridad, lo escuchaste entre las paredes del convento de Ostra Vetere, que guardó tu consagración. Pero mucho más intensamente lo sentiste cerca en el encuentro diario del banquete eucarístico, consciente de que quien come su carne y bebe su sangre será verdadera morada del Altísimo y vivirá para siempre.
Así, siguiendo la regla de oro de los consejos evangélicos, te encontraste en adoración a los pies de la cruz del Redentor, María Crocifissa, discípula de la Virgen Inmaculada, hacia quien alimentabas una filial devoción. Pobreza, castidad y obediencia, vividas con sencillez y alegría franciscanas, fueron el instrumento que te dio la seguridad de poder realizarlo todo en Aquel que nos conforta (cf. Flp 4,13) y a quien ahora contemplas en la gloria de tu Señor.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-X-93]
* * * * *
Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos que acudieron a la beatificación (11-X-1993)
María Crocifissa Satellico, que vivió en la primera mitad del siglo XVIII, nos ofrece un mensaje que no ha perdido nada de su actualidad: nos habla de la necesidad del recogimiento, de la oración y de la penitencia para una vida cristiana enraizada en los auténticos valores del Evangelio.
La beata María Crocifissa, ya como simple religiosa, ya como abadesa de su monasterio, supo vivir siempre en plena sintonía con los pastores de la comunidad cristiana, dejando que Dios mismo, mediante la voz de la Iglesia, le señalara el camino de la perfección. El silencio y la paz de la clausura no limitaron su amor hacia los hombres, sino que sirvieron para proteger la intensidad de su experiencia espiritual.
Su ejemplo vuelve a proponer con eficacia el valor de la vocación a la vida contemplativa y, en particular, el valor de la tradición franciscana de las clarisas, que precisamente este año celebran el VIII centenario del nacimiento de santa Clara.
María Crocifissa, en el mundo Elisabetta María, nació en Venecia (Italia) el 9 de enero de 1706. Vivió con sus padres, Piero Satellico y Lucía Mander, en la casa de un tío materno sacerdote, que le procuró una formación moral y cultural. Era de débil contextura física, pero de inteligencia precoz, y pronto mostró una disposición particular para la oración, la música y el canto. Caracterizaron su niñez un ardiente amor a Jesús crucificado y una sincera devoción a la Virgen dedicada a la oración. Alma privilegiada, dócil a la gracia divina, aspiraba a la perfección de la vida cristiana. Se había propuesto, cuando fuera mayor, llegar a ser monja clarisa. Decía: «Me quiero hacer monja y, si lo logro, quiero llegar a ser santa».
Aceptada en el monasterio de las clarisas de Ostra Vetere (antes Montenovo, Ancona) como educanda, y encargada de la dirección del canto y de tocar el órgano, Elisabetta María daba un maravilloso ejemplo de fervor espiritual, participando en la vida de la comunidad. A los 19 años recibió el hábito de las clarisas y cambió su nombre por el de María Crocifissa.
Con la profesión religiosa, emitida el 19 de mayo de 1726, sor María Crocifissa concentró todos sus esfuerzos en la realización de su constante deseo: hacerse cada vez más conforme a Jesús crucificado, con la práctica de los consejos evangélicos y la devoción filial a la Virgen Inmaculada, según el espíritu de santa Clara de Asís. Llenaba y daba valor a sus días con la oración comunitaria y personal prolongada. Profesaba una gran devoción hacia las tres divinas Personas y al misterio de la Eucaristía, de la cual se alimentaba a diario su esperanza y su caridad, que en ella se manifestaba en un ardor seráfico por Dios -como en san Francisco y en santa Clara- y en un amor fraterno y universal hacia todos los redimidos por la cruz del Señor. En su vida, de sublime contemplación, se enlazaban austeridad y penitencia, que la hacían cada vez más participe del misterio de la cruz y victoriosa en las tentaciones e insidias del enemigo. Gozó de extraordinarios dones sobrenaturales y auténticos fenómenos místicos, que eran particulares signos de predilección divina.
Elegida abadesa del monasterio, consideraba la autoridad como servicio de amor a la comunidad y la ejercitaba con bondad y firmeza, convenciendo con el ejemplo. Dicha función le permitió también el ejercicio de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia los pobres.
Murió santamente el 8 de noviembre de 1745, a la edad de 39 años, y está sepultada en la iglesia de Santa Lucía en Ostra Vetere. La beatificó Juan Pablo II el 10 de octubre de 1993.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 8-X-93]
De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (10-X-1993)
La Iglesia te saluda, María Crocifissa, hija fiel de Clara, humilde plantita de Francisco. Tú conformaste tu vida a Aquel que por amor al hombre se dejó clavar en la cruz. Tú plantaste tu existencia en la casa del Señor, a fin de habitar para siempre en los atrios del amor, fiel a la Santísima Trinidad (cf. Sal 23,6). En una existencia breve buscaste constantemente el rostro del Amado, en quien esperaste (cf. Is 25,9). Lo encontraste en el rostro de los pobres que tocaban a la puerta de tu caridad, lo viste en las hermanas confiadas a tus cuidados y a tu autoridad, lo escuchaste entre las paredes del convento de Ostra Vetere, que guardó tu consagración. Pero mucho más intensamente lo sentiste cerca en el encuentro diario del banquete eucarístico, consciente de que quien come su carne y bebe su sangre será verdadera morada del Altísimo y vivirá para siempre.
Así, siguiendo la regla de oro de los consejos evangélicos, te encontraste en adoración a los pies de la cruz del Redentor, María Crocifissa, discípula de la Virgen Inmaculada, hacia quien alimentabas una filial devoción. Pobreza, castidad y obediencia, vividas con sencillez y alegría franciscanas, fueron el instrumento que te dio la seguridad de poder realizarlo todo en Aquel que nos conforta (cf. Flp 4,13) y a quien ahora contemplas en la gloria de tu Señor.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-X-93]
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Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos que acudieron a la beatificación (11-X-1993)
María Crocifissa Satellico, que vivió en la primera mitad del siglo XVIII, nos ofrece un mensaje que no ha perdido nada de su actualidad: nos habla de la necesidad del recogimiento, de la oración y de la penitencia para una vida cristiana enraizada en los auténticos valores del Evangelio.
La beata María Crocifissa, ya como simple religiosa, ya como abadesa de su monasterio, supo vivir siempre en plena sintonía con los pastores de la comunidad cristiana, dejando que Dios mismo, mediante la voz de la Iglesia, le señalara el camino de la perfección. El silencio y la paz de la clausura no limitaron su amor hacia los hombres, sino que sirvieron para proteger la intensidad de su experiencia espiritual.
Su ejemplo vuelve a proponer con eficacia el valor de la vocación a la vida contemplativa y, en particular, el valor de la tradición franciscana de las clarisas, que precisamente este año celebran el VIII centenario del nacimiento de santa Clara.
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