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“El Defensor, el Espíritu
Santo... os recordará todo lo que os he dicho”
Cristo, que “había entregado
el espíritu en la cruz” (Jn 19,30) como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una
vez resucitado va donde los apóstoles para “soplar sobre ellos” (Jn
20,22)... La venida del Señor llena de gozo a los presentes: “Su tristeza se
convierte en gozo” (cf Jn 16,20), como ya había prometido antes de su pasión. Y
sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de despedida: Cristo
resucitado, como si preparara una nueva creación, “trae” el Espíritu Santo a los
apóstoles. Lo trae a costa de su “partida”; les da este Espíritu como a través
de las heridas de su crucifixión: “les mostró las manos y el costado”. En virtud
de esta crucifixión les dice:
“Recibid el Espíritu Santo”.
Se
establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu
Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la
Cruz y la Resurrección: “Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn
16,7). Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu
Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo,
encuentra su “cumplimiento” en la Redención: “Recibirá de lo mío y os lo
anunciará a vosotros” (Jn 16,15). La Redención es realizada totalmente por el
Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo,
ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta
Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en
las conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es
el “otro Paráclito” (Jn 14,16).
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