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domingo 19 Mayo 2013
Santa María Bernarda Bütler
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Verena
Bütler nació en Auw, cantón de Aargau, Suiza el 28 de mayo de 1848. Aprendió a
amar a Dios así como a María con el rezo diario del rosario en familia junto a
sus padres, los humildes campesinos Enrique y Catalina. Heredó el espíritu
mariano de ésta que solía peregrinar al santuario de «María Einsiedeln»;
pertenecía a la orden tercera de San Francisco y socorría a los necesitados.
Verena era permeable a todo ello. En esta etapa brotó su sensibilidad por las
almas del Purgatorio. También hubo travesuras, rabietas diversas y hasta alguna
que otra mentira. Inicialmente llegó a sentir cierta inquina hacia quien
develaba su mal comportamiento ante Catalina, aunque vencía esta tendencia
acercándose a la persona «delatora». Todo esto acontecía antes de sus primeros 7
años de vida. Con la gracia divina iría modificando paulatinamente sus
flaquezas. Cursados los estudios primarios, y sin inclinación por la vía
intelectual, optó por trabajar en el campo. La naturaleza entera le seducía
porque, de algún modo, ya vislumbraba en ella la presencia de Dios. Hubo un amor
adolescente, que fue correspondido, pero rehusó seguir adelante con el
compromiso; se sentía invitada a darse a los demás de otro modo. Su vida sería
siempre un «¡como Dios lo quiera!».A
los 18 años inició una experiencia en el convento de la Santa Cruz, de
Menzingen. Pudo estar inducida por una imagen que se le quedó grabada de niña al
ver a una religiosa pidiendo limosna. Entonces se dijo: «seré monja». Sin
embargo, mientras se hallaba junto a las hermanas una voz interior, que juzgó
inspirada de lo alto, le hizo ver que debía buscar otro camino. No llegó a
permanecer con la comunidad ni quince días. Regresó a su casa, reanudó el
trabajo, continuó orando, haciendo apostolado y participando activamente en la
parroquia; así mantuvo viva la llama de su vocación. El 12 de noviembre de 1867,
de acuerdo con el párroco que le aconsejó certeramente, ingresó en el monasterio
de María Auxiliadora, en Altstätten, Suiza. Y el 4 de mayo de 1868 le impusieron
el hábito franciscano. Tomó el nombre de María Bernarda del Sagrado Corazón de
María. Al año siguiente emitió los votos. Viendo sus cualidades y profunda
virtud, la designaron maestra de novicias y posteriormente superiora, cargo para
el que fue reelegida sucesivamente en tres ocasiones.Lejos
de allí, en Portoviejo, Ecuador, la mies era mucha y los obreros pocos. Verena
había tenido noticias de ello a través del provincial de los capuchinos, P.
Buenaventura Frei, que se hallaba en Norteamérica y que estuvo alojado en el
convento. Ella vio el signo para fundar una casa en esas tierras, y comenzó a
realizar las gestiones pertinentes. Todo fue en vano. No había llegado la hora.
Más tarde, el capuchino mantuvo un encuentro con el obispo de Portoviejo, Mons.
Pedro Schumacher quien, al conocer la disposición de la beata, solicitó ayuda al
monasterio. De modo que, obtenidos los permisos requeridos, el 19 de junio de
1888 Verena partió junto con seis religiosas a Le Havre, Francia; desde allí
viajaron a Ecuador. Se encaminaba hacia su misión como fundadora de un nuevo
Instituto: la congregación de Hermanas Franciscanas Misioneras de María
Auxiliadora. El prelado las acogió encomendándoles Chone, una localidad de
13.000 habitantes en la que precisaban religiosas como ellas para encender su
corazón. Se centraron en la educación mientras cultivaban otras vías apostólicas
para dar a conocer a Cristo. También asistían a enfermos y auxiliaban a los
pobres. La santa puso la base de esta incansable acción en los sólidos pilares
de la oración, pobreza, obras de misericordia y fidelidad a la Iglesia. No fue
una labor sencilla. Junto a la comunidad debió sortear dificultades
climatológicas, económicas, sociales, muchas inseguridades, y hasta
malentendidos con algunos miembros de la Iglesia. Hubo religiosas que
abandonaron la fundación. Por si fuera poco, en 1895 se desató una enconada
persecución contra la Iglesia, y la fundadora tuvo que huir junto a quince
religiosas. Embarcaron hacia Colombia y en el trayecto recibieron la invitación
de Mons. Eugenio Biffi, obispo de Cartagena, quien les anunciaba que las
acogería en su diócesis. Llegaron a Cartagena de Indias en agosto de 1895. El
prelado las esperaba y les destinó como residencia un ala del hospital de
mujeres, Obra Pía.Cuando
la labor ya se había afianzado y crecieron las vocaciones, surgieron nuevas
casas que se extendieron por Colombia, Austria y Brasil. Para todas era evidente
la virtud de Verena, quien las atendía de manera incansable. Y eso fue
manifiesto también en los diversos viajes apostólicos que efectuó, en los que
compartía las tareas con las religiosas de forma sencilla, generosa. Sus gestos
estaban marcados por la ternura y la misericordia. Era muy animosa, clara en sus
juicios: «Llevar una vida cómoda mientras tantos necesitan un
servicio, no nos hace felices, en cambio, no crearnos necesidades produce
energía, favorece la salud y alarga la vida». Sus hijas
tenían espejo en el que mirarse: «Amadas hijas, Dios está en la
escuela, en la enfermería, en la portería, en el locutorio, en todos los
servicios. Con simplicidad lo encontraremos en todas partes».Tuvo
predilección por los pobres y por los enfermos. «Abran sus casas para ayudar
a los pobres y a los marginados. Prefieran el cuidado de los indigentes a
cualquier otra actividad»,decía. Estuvo al frente de la congregación 32
años. Cesó por voluntad propia, pero continuó ayudando y sirviendo a sus
hermanas. Fue un ejemplo de entereza y paciencia. No alimentó recelos, perdonó,
guardó silencio y nunca se defendió. Aludiendo a quienes le hicieron difícil
vida y misión, decía: «Dios lo permitió. Él sabía para que debía
servir, nadie tenía mala voluntad; no tenían conocimiento de la vida
religiosa». Murió el 19 de mayo de 1924. Juan Pablo II la
beatificó el 29 de octubre de 1995. Benedicto XVI la canonizó el 12 de octubre
del año 2008.
Oremos
Señor Dios todopoderoso, que de entre tus
fieles elegistes a Santa María Bernarda Bütler para que manifestara a sus
hermanos el camino que conduce a tí concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir
a Jesucristo, nuestro maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con
nuestros hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo,
tu Hijo.
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domingo 19 Mayo 2013
San Pedro Celestino
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Pedro Celestino, Papa (1215-1296) Había
nacido en el seno de una familia numerosa, el año 1215, en Isernia, Italia;
Angelerico y María eran sus progenitores; al undécimo de sus retoños le pusieron
por nombre Pedro.
Tuvieron doce hijos, a semejanza del patriarca
Jacob, y siempre pedían al Señor que alguno de ellos sirviese a Dios», esos
datos se leen en la autobiografía del papa Celestino V. Estando en Monte
Murrone visitando sus casas sucedió el hecho insólito de llegar una comitiva,
presidida por el arzobispo de Lyon con séquito de cardenales y personajes del
cónclave, para comunicarle la noticia de hacer sido elegido papa, a sus ochenta
años, y suplican su aceptación.
Pedro Celestino no quiere Roma. Cinco meses de
papa fueron suficientes. Dimitió por el convencimiento personal de que era un
mal para la Iglesia su continuidad; y como era humilde y desprendido lo hizo con
valentía y decisión.
Bonifacio VIII, su sucesor, tomó las medidas
que a él le parecieron prudentes en la coyuntura: ratifica la dimisión e
incorpora al corpus jurídico canónico la bula con que Celestino V
dimitió. Clemente V elevó a Celestino a los altares en el año
1313.
Sólo queda hacer un acto de fe. La Iglesia
tiene una promesa indefectible del Amor.
Oremos
Himno
Feliz quien ha escuchado la llamada Al pleno seguimiento del Maestro, Feliz,
porque él, con su mirada, Les eligió como amigo y compañero. Feliz el que ha
abrazado la pobreza Para llenar de Dios su vida toda, Para servirlo a él con
fortaleza, Con gozo y con amor a todas horas. Feliz el mensajero de verdades
Que marcha por caminos de la tierra. Predicando bondad contra maldades,
Pregonando la paz contra las
guerras. Amén
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domingo 19 Mayo 2013
San Crispín Viterbo
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San Crispín de Viterbo
Nací con
el nombre de Pietro (Pedro) Fiorentti, en Viterbo, Italia, el 13 de noviembre
de 1668.
A pesar de que me consideran
un santo alegre, la impresión que me queda de mi infancia es la muerte de
mi padre, Ubaldo. Menos mal que mi tío Francisco -su hermano- me quería mucho
y me envió, primero, a la escuela de los Jesuitas para que aprendiera gramática
y, después, me acogió como aprendiz en su taller de zapatero, donde
estuve hasta los 25 años en que me fui a los frailes.
Recuerdo que, de
pequeño, me daba por ayudar misas y ayunar; y como era de natural delgaducho y
enfermizo, mi tío solía decirle a mi madre: «Tú vales para criar pollos, pero
no hijos. ¿No ves que el niño no crece porque no come?» Y en adelante él se
encargaba de hacerme comer; pero al ver que seguía igual de pequeño y
escuchimizado se dio por vencido y le dijo a mi madre: «Déjalo que haga lo que
quiera, porque mejor será tener en casa un santo delgado que un pecador
gordo».
La gota que colmó el vaso para que me decidiera a hacerme
Capuchino fue el ver a un grupo de novicios que había bajado a la iglesia con
motivo de unas rogativas para pedir la lluvia; pero en realidad ya lo había
pensado mucho y había leído y releído la Regla de San Francisco, por lo que mi
opción era madura. Además no quería ser sacerdote, sino como San Félix de
Cantalicio, hermano laico.
Inmediatamente me fui a hablar con el
Provincial, quien me admitió en la Orden, pensando que ya estaba todo superado,
pero no fue así. Los primeros que se opusieron fueron mis familiares,
empezando por mi madre. La pobre ya era mayor y con una hija soltera a su
cargo; además, no comprendía que, habiendo hecho los estudios con los Jesuitas,
no quisiera ser sacerdote sino laico. Sin embargo, la decisión estaba tomada.
Procuré que las atendieran unas personas del pueblo y me marché al
noviciado.
Cual no sería mi sorpresa al comprobar que, a
pesar
de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de novicios se negaba a
recibirme. Ante mi insistencia me contestó: «Bueno, si al Provincial le compete
el recibir a los novicios, a mí me toca probarlos».
Y bien que me
probó. Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme al huerto a cavar
mañana y tarde. En vista de que resistía, me mandó como ayudante del limosnero
para que cargara con la alforja, a ver si aguantaba las caminatas bajo el sol
y la lluvia. Y las aguanté. Por último, no se le ocurrió otra cosa que
nombrarme enfermero para que atendiera a un fraile tuberculoso. Parece que
no lo hice del todo mal, pues tanto el enfermo como el maestro de novicios se
ufanaban, cuando ya eran viejos, de haberme tenido como enfermero y como
novicio.
Una vez profesé me enviaron por distintos conventos, hasta que
recalé en Orvieto. Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir,
toda mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir.
Durante los
cincuenta años que estuve con los frailes hice de todo menos de zapatero, que
era mi profesión. Fui cocinero, enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo
no era una bestia para estar en la sombra, sino al fuego y al sol; es decir,
que debía estar o en la cocina o en la huerta. Sin embargo la mayoría de mi
vida se quemó buscando comida para los frailes y atendiendo las necesidades de
la gente.
Lo primero que hacía antes de salir del convento era cantar el
Ave, maris stella; después, rosario en mano, me dirigía a la limosna, que, de
ordinario, solía hacer pronto. Para ahorrar tiempo le pedía antes al cocinero
qué necesitaba, y así me limitaba a pedir solamente lo necesario.
Como
había muchos pobres, procuraba dirigir las limosnas que sobraban a una casa
del pueblo para que desde allí se redistribuyeran; así satisfacía la
solidaridad de los pudientes y la necesidad de los pobres.
Tan
convencido estaba de que gran parte de la miseria proviene de la injusticia,
que no me podía contener ante los abusos de los patronos para con los
trabajadores. Cuando alguno tenía que venir al convento procuraba que
lo trataran bien, porque al trabajo hay que ir de buena gana.
Una vez
que un defraudador me pidió que rogara por su salud, le contesté que cuando
pagase lo que debía a sus acreedores y a su servidumbre entonces pediría a la
Virgen que lo curara. Y es que me gustaba visitar a los enfermos y
encarcelados; no sólo para darles buenos consejos sino para remediarles, en la
medida de mis posibilidades, sus necesidades.
No sé por qué, la gente
acudía a mí en busca de remedios y se iba con la sensación de que hacía
milagros. Incluso me cortaban trozos del manto para hacerse reliquias; hasta
que no pude más y les grité: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que
le cortaseis la cola a un perro.. . ¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto por un asno
que pasa!»
Sin embargo no todo era pedir limosna y atender a la gente.
Esto era la consecuencia. Mi opción había sido seguir a Jesús y eso conlleva
mucho tiempo de estar con él y aprender sus actitudes. Mi devoción a la Virgen
me ayudó mucho. Me gustaba exteriorizar mis sentimientos para con ella
adornando sus altares. Cuando estuve trabajando de hortelano coloqué una imagen
de María en una pequeña cabaña. Delante de ella esparcía restos de semillas y
migajas de pan para que se acercasen los pájaros, se alimentasen y cantasen, ya
que hubiera querido que todas las criaturas del universo se juntasen para
alabar en todo momento a la madre de Dios.
El reuma y la gota acabaron
conmigo. Ya no podía casi andar y tuve que retirarme a la enfermería de Roma.
Pero allí también la gente venía a buscarme. ¿Por qué la gente acudía a mí si
no era ni santo ni profeta?
En el mes de mayo la enfermedad fue a más.
Para no estropear la fiesta de San Félix le aseguré al enfermero que no me
moriría ni el 17 ni el 18. Y, efectivamente, el Señor me escuchó y me llevó
en su compañía el 19 de mayo de 1750.
Tengo el singular honor de ser el
primer santo canonizado por el Papa Juan Pablo II, acto que se realizó el 20
de junio de 1982.
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