martes, 21 de mayo de 2013

_MAYO 19.. 2.013

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domingo 19 Mayo 2013






San Ivo
Patrono de los abogados. Año 1303.   Al cual los juristas de muchos países tiene como Patrono, nació en la provincia de Bretaña ( Francia).
Su padre lo envió a estudiar a la Universidad de París, obtuvo su doctorado como abogado.    "Ciertos malos espíritus no se alejan sino con la oración y la mortificación" (Mc. 9,29), oyó estas palabras de Jesús y se propuso dedicar buen tiempo cada día a la oración y mortificarse,  en las miradas, en las comidas, el lujo en el vestir, y en descansos que no fueran necesarios.
Empezó a abstenerse de comer carne y nunca tomaba bebidas alcohólicas. Vestía pobremente y lo que ahorraba, lo dedicaba a ayudar a los pobres.   Al volver a Bretaña fue nombrado juez del tribunal y en el ejercicio de su cargo se dedicó a proteger a los huérfanos, defender a los más pobres.
Su gran bondad le ganó el título de "Abogado de los pobres"    Visitaba las cárceles y llevaba regalos a los presos y les hacía gratuitamente memoriales de defensa a los que no podían conseguirse un abogado. San Ivo no aceptó jamás ni el más pequeño regalo de ninguno de sus clientes.
Cuando le llevaban un pleito, él se esmeraba por tratar de obtener que los dos litigantes arreglaran todo amigablemente en privado, sin tener que hacerlo por medio de demandas públicas.      Muchos litigantes terminaban siendo amigos y se evitaban los grandes gastos de los pleitos judiciales. Después de trabajar bastante tiempo como juez, San Ivo fue ordenado sacerdote, los últimos quince años de su vida los dedicó totalmente a la predicación y a la administración de los sacramentos.
De muchas partes llegaban personas litigantes a obtener que San Ivo hiciera las paces entre ellos y él lograba con admirable facilidad poner de acuerdo a los que antes estaban alegando. Y aprovechaba de todas estas ocasiones para predicar a la gente acerca de la Vida Eterna y de lo mucho que debemos amar a Dios y al prójimo.
Alguien le aconsejó que hiciera ahorros para cuando llegara a ser viejo y él le respondió: - «... ¿quién me asegura que voy a llegar a ser viejo? En cambio lo que sí es totalmente seguro es que el buen Dios me devolverá cien veces más lo que yo regale a los pobres".          El 19 de mayo del año 1303 estaba tan débil que no podía mantenerse de pie y necesitaba que lo sostuvieran.
Sin embargo celebró así la Santa Misa. Después de la Misa se recostó y pidió que le administraran la Unción de los enfermos y murió plácidamente. Tenía 50 años.
Sus vecinos le compusieron un epitafio bien especial que dice: San Ivo era bretón. Era abogado y no era ladrón.





  Oremos

Señor Dios todopoderoso, que nos has revelado que el amor a Dios y al prójimo es el compendio de toda tu ley, haz que, imitando la caridad del abogado San Ivo seamos contados un día entre los elegidos de tu reino. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.




 
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domingo 19 Mayo 2013

Santa María Bernarda Bütler



 Verena Bütler nació en Auw, cantón de Aargau, Suiza el 28 de mayo de 1848. Aprendió a amar a Dios así como a María con el rezo diario del rosario en familia junto a sus padres, los humildes campesinos Enrique y Catalina. Heredó el espíritu mariano de ésta que solía peregrinar al santuario de «María Einsiedeln»; pertenecía a la orden tercera de San Francisco y socorría a los necesitados. Verena era permeable a todo ello. En esta etapa brotó su sensibilidad por las almas del Purgatorio. También hubo travesuras, rabietas diversas y hasta alguna que otra mentira. Inicialmente llegó a sentir cierta inquina hacia quien develaba su mal comportamiento ante Catalina, aunque vencía esta tendencia acercándose a la persona «delatora». Todo esto acontecía antes de sus primeros 7 años de vida. Con la gracia divina iría modificando paulatinamente sus flaquezas. Cursados los estudios primarios, y sin inclinación por la vía intelectual, optó por trabajar en el campo. La naturaleza entera le seducía porque, de algún modo, ya vislumbraba en ella la presencia de Dios. Hubo un amor adolescente, que fue correspondido, pero rehusó seguir adelante con el compromiso; se sentía invitada a darse a los demás de otro modo. Su vida sería siempre un «¡como Dios lo quiera!».A los 18 años inició una experiencia en el convento de la Santa Cruz, de Menzingen. Pudo estar inducida por una imagen que se le quedó grabada de niña al ver a una religiosa pidiendo limosna. Entonces se dijo: «seré monja». Sin embargo, mientras se hallaba junto a las hermanas una voz interior, que juzgó inspirada de lo alto, le hizo ver que debía buscar otro camino. No llegó a permanecer con la comunidad ni quince días. Regresó a su casa, reanudó el trabajo, continuó orando, haciendo apostolado y participando activamente en la parroquia; así mantuvo viva la llama de su vocación. El 12 de noviembre de 1867, de acuerdo con el párroco que le aconsejó certeramente, ingresó en el monasterio de María Auxiliadora, en Altstätten, Suiza. Y el 4 de mayo de 1868 le impusieron el hábito franciscano. Tomó el nombre de María Bernarda del Sagrado Corazón de María. Al año siguiente emitió los votos. Viendo sus cualidades y profunda virtud, la designaron maestra de novicias y posteriormente superiora, cargo para el que fue reelegida sucesivamente en tres ocasiones.Lejos de allí, en Portoviejo, Ecuador, la mies era mucha y los obreros pocos. Verena había tenido noticias de ello a través del provincial de los capuchinos, P. Buenaventura Frei, que se hallaba en Norteamérica y que estuvo alojado en el convento. Ella vio el signo para fundar una casa en esas tierras, y comenzó a realizar las gestiones pertinentes. Todo fue en vano. No había llegado la hora. Más tarde, el capuchino mantuvo un encuentro con el obispo de Portoviejo, Mons. Pedro Schumacher quien, al conocer la disposición de la beata, solicitó ayuda al monasterio. De modo que, obtenidos los permisos requeridos, el 19 de junio de 1888 Verena partió junto con seis religiosas a Le Havre, Francia; desde allí viajaron a Ecuador. Se encaminaba hacia su misión como fundadora de un nuevo Instituto: la congregación de Hermanas Franciscanas Misioneras de María Auxiliadora. El prelado las acogió encomendándoles Chone, una localidad de 13.000 habitantes en la que precisaban religiosas como ellas para encender su corazón. Se centraron en la educación mientras cultivaban otras vías apostólicas para dar a conocer a Cristo. También asistían a enfermos y auxiliaban a los pobres. La santa puso la base de esta incansable acción en los sólidos pilares de la oración, pobreza, obras de misericordia y fidelidad a la Iglesia. No fue una labor sencilla. Junto a la comunidad debió sortear dificultades climatológicas, económicas, sociales, muchas inseguridades, y hasta malentendidos con algunos miembros de la Iglesia. Hubo religiosas que abandonaron la fundación. Por si fuera poco, en 1895 se desató una enconada persecución contra la Iglesia, y la fundadora tuvo que huir junto a quince religiosas. Embarcaron hacia Colombia y en el trayecto recibieron la invitación de Mons. Eugenio Biffi, obispo de Cartagena, quien les anunciaba que las acogería en su diócesis. Llegaron a Cartagena de Indias en agosto de 1895. El prelado las esperaba y les destinó como residencia un ala del hospital de mujeres, Obra Pía.Cuando la labor ya se había afianzado y crecieron las vocaciones, surgieron nuevas casas que se extendieron por Colombia, Austria y Brasil. Para todas era evidente la virtud de Verena, quien las atendía de manera incansable. Y eso fue manifiesto también en los diversos viajes apostólicos que efectuó, en los que compartía las tareas con las religiosas de forma sencilla, generosa. Sus gestos estaban marcados por la ternura y la misericordia. Era muy animosa, clara en sus juicios: «Llevar una vida cómoda mientras tantos necesitan un servicio, no nos hace felices, en cambio, no crearnos necesidades produce energía, favorece la salud y alarga la vida». Sus hijas tenían espejo en el que mirarse: «Amadas hijas, Dios está en la escuela, en la enfermería, en la portería, en el locutorio, en todos los servicios. Con simplicidad lo encontraremos en todas partes».Tuvo predilección por los pobres y por los enfermos. «Abran sus casas para ayudar a los pobres y a los marginados. Prefieran el cuidado de los indigentes a cualquier otra actividad»,decía. Estuvo al frente de la congregación 32 años. Cesó por voluntad propia, pero continuó ayudando y sirviendo a sus hermanas. Fue un ejemplo de entereza y paciencia. No alimentó recelos, perdonó, guardó silencio y nunca se defendió. Aludiendo a quienes le hicieron difícil vida y misión, decía: «Dios lo permitió. Él sabía para que debía servir, nadie tenía mala voluntad; no tenían conocimiento de la vida religiosa». Murió el 19 de mayo de 1924. Juan Pablo II la beatificó el 29 de octubre de 1995. Benedicto XVI la canonizó el 12 de octubre del año 2008.




Oremos         
Señor Dios todopoderoso, que de entre tus fieles elegistes a Santa María Bernarda Bütler para que manifestara a sus hermanos el camino que conduce a tí concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir a Jesucristo, nuestro maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con nuestros hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.





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domingo 19 Mayo 2013

San Pedro Celestino





Pedro Celestino, Papa (1215-1296)  Había nacido en el seno de una familia numerosa, el año 1215, en Isernia, Italia; Angelerico y María eran sus progenitores; al undécimo de sus retoños le pusieron por nombre Pedro.
Tuvieron doce hijos, a semejanza del patriarca Jacob, y siempre pedían al Señor que alguno de ellos sirviese a Dios», esos datos se leen en la autobiografía del papa Celestino V.   Estando en Monte Murrone visitando sus casas sucedió el hecho insólito de llegar una comitiva, presidida por el arzobispo de Lyon con séquito de cardenales y personajes del cónclave, para comunicarle la noticia de hacer sido elegido papa, a sus ochenta años, y suplican su aceptación.
Pedro Celestino no quiere Roma. Cinco meses de papa fueron suficientes. Dimitió por el convencimiento personal de que era un mal para la Iglesia su continuidad; y como era humilde y desprendido lo hizo con valentía y decisión.
Bonifacio VIII, su sucesor, tomó las medidas que a él le parecieron prudentes en la coyuntura: ratifica la dimisión e incorpora al corpus jurídico canónico la bula con que Celestino V dimitió.    Clemente V elevó a Celestino a los altares en el año 1313. 
 Sólo queda hacer un acto de fe. La Iglesia tiene una promesa indefectible del Amor.





  Oremos

Himno

Feliz quien ha escuchado la llamada Al pleno seguimiento del Maestro, Feliz, porque él, con su mirada, Les  eligió como amigo y compañero.   Feliz el que ha abrazado la pobreza Para llenar de Dios su vida toda, Para servirlo a él con fortaleza, Con gozo y con amor a todas horas.   Feliz el mensajero de verdades Que marcha por caminos de la tierra.   Predicando bondad contra maldades, Pregonando la paz contra las guerras.  Amén




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domingo 19 Mayo 2013

San Crispín Viterbo





San Crispín de Viterbo
Nací con el nombre de Pietro (Pedro) Fiorentti,  en Viterbo, Italia, el 13 de noviembre de 1668.
A pesar  de que me consideran un santo alegre, la impresión que  me queda de mi infancia es la muerte de mi  padre, Ubaldo. Menos mal que mi tío Francisco -su hermano-  me quería mucho y me envió, primero, a la escuela  de los Jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me  acogió como aprendiz en su taller de zapatero, donde estuve  hasta los 25 años en que me fui a los  frailes.

Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar misas y  ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi  tío solía decirle a mi madre: «Tú vales para criar  pollos, pero no hijos. ¿No ves que el niño no  crece porque no come?» Y en adelante él se encargaba  de hacerme comer; pero al ver que seguía igual de  pequeño y escuchimizado se dio por vencido y le dijo  a mi madre: «Déjalo que haga lo que quiera, porque  mejor será tener en casa un santo delgado que un  pecador gordo».

La gota que colmó el vaso  para que me decidiera a hacerme Capuchino fue el ver  a un grupo de novicios que había bajado a la  iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia;  pero en realidad ya lo había pensado mucho y había  leído y releído la Regla de San Francisco, por lo  que mi opción era madura. Además no quería ser sacerdote,  sino como San Félix de Cantalicio, hermano laico.

Inmediatamente me fui  a hablar con el Provincial, quien me admitió en la  Orden, pensando que ya estaba todo superado, pero no fue  así. Los primeros que se opusieron fueron mis familiares, empezando  por mi madre. La pobre ya era mayor y con  una hija soltera a su cargo; además, no comprendía que,  habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, no quisiera ser  sacerdote sino laico. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré  que las atendieran unas personas del pueblo y me marché  al noviciado.

Cual no sería mi sorpresa al comprobar que, a




pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de  novicios se negaba a recibirme. Ante mi insistencia me contestó:  «Bueno, si al Provincial le compete el recibir a los  novicios, a mí me toca probarlos».

Y bien que me probó.  Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme  al huerto a cavar mañana y tarde. En vista de  que resistía, me mandó como ayudante del limosnero para que  cargara con la alforja, a ver si aguantaba las caminatas  bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por  último, no se le ocurrió otra cosa que nombrarme enfermero  para que atendiera a un fraile tuberculoso. Parece que no  lo hice del todo mal, pues tanto el enfermo como  el maestro de novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos,  de haberme tenido como enfermero y como novicio.

Una vez profesé  me enviaron por distintos conventos, hasta que recalé en Orvieto.  Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir, toda  mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir.

Durante  los cincuenta años que estuve con los frailes hice de  todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero,  enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo no era  una bestia para estar en la sombra, sino al fuego  y al sol; es decir, que debía estar o en  la cocina o en la huerta. Sin embargo la mayoría  de mi vida se quemó buscando comida para los frailes  y atendiendo las necesidades de la gente.

Lo primero que hacía antes de salir del convento era  cantar el Ave, maris stella; después, rosario en mano, me  dirigía a la limosna, que, de ordinario, solía hacer pronto.  Para ahorrar tiempo le pedía antes al cocinero qué necesitaba,  y así me limitaba a pedir solamente lo necesario.

Como había  muchos pobres, procuraba dirigir las limosnas que sobraban a una  casa del pueblo para que desde allí se redistribuyeran; así  satisfacía la solidaridad de los pudientes y la necesidad de  los pobres.

Tan convencido estaba de que gran parte de la  miseria proviene de la injusticia, que no me podía contener  ante los abusos de los patronos para con los trabajadores.  Cuando alguno tenía que venir al convento procuraba que lo  trataran bien, porque al trabajo hay que ir de buena  gana.

Una vez que un defraudador me pidió que rogara por  su salud, le contesté que cuando pagase lo que debía  a sus acreedores y a su servidumbre entonces pediría a  la Virgen que lo curara. Y es que me gustaba  visitar a los enfermos y encarcelados; no sólo para darles  buenos consejos sino para remediarles, en la medida de mis  posibilidades, sus necesidades.

No sé por qué, la gente acudía a  mí en busca de remedios y se iba con la  sensación de que hacía milagros. Incluso me cortaban trozos del  manto para hacerse reliquias; hasta que no pude más y  les grité: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que le  cortaseis la cola a un perro.. . ¿Estáis locos? ¡Tanto  alboroto por un asno que pasa!»

Sin embargo no todo era  pedir limosna y atender a la gente. Esto era la  consecuencia. Mi opción había sido seguir a Jesús y eso  conlleva mucho tiempo de estar con él y aprender sus  actitudes. Mi devoción a la Virgen me ayudó mucho. Me  gustaba exteriorizar mis sentimientos para con ella adornando sus altares.  Cuando estuve trabajando de hortelano coloqué una imagen de María  en una pequeña cabaña. Delante de ella esparcía restos de  semillas y migajas de pan para que se acercasen los  pájaros, se alimentasen y cantasen, ya que hubiera querido que  todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en  todo momento a la madre de Dios.

El reuma y la  gota acabaron conmigo. Ya no podía casi andar y tuve  que retirarme a la enfermería de Roma. Pero allí también  la gente venía a buscarme. ¿Por qué la gente acudía  a mí si no era ni santo ni profeta?

En el  mes de mayo la enfermedad fue a más. Para no  estropear la fiesta de San Félix le aseguré al enfermero  que no me moriría ni el 17 ni el 18.  Y, efectivamente, el Señor me escuchó y me llevó en  su compañía el 19 de mayo de 1750.

Tengo el singular  honor de ser el primer santo canonizado por el Papa  Juan Pablo II, acto que se realizó el 20 de  junio de 1982.




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