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Santo(s) del día
San Mamerto de Viena
San Mayolo
San Francisco Jerónimo
Santa Boscardin
San Ignacio de Láconi
San Antimo (S.IV)
San Evelio
San Máximo Roma
San Anastasio Camerino
San Sisinio Oscimo
San Gangulfo
San Mamerto Viena
San Iluminado
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San Ignacio de Láconi | |
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Este
humilde lego, que fue un dechado de virtudes, nació en Láconi, Cerdeña, el 18 de
diciembre de 1701. Era el segundo de nueve hermanos. Crecieron en un hogar falto
de recursos materiales, pero de gran riqueza espiritual. En el bautismo le
impusieron tres nombres: Francisco, Ignacio y Vicente, prevaleciendo en su
familia éste último. Del cielo llovieron a través de él tal cúmulo de gracias
que, como han dicho algunos de sus biógrafos, se convirtieron también en su
martirio en vida, y «estorbo» tras su muerte para el reconocimiento de su
santidad. Su madre, devotísima de san Francisco, le narraba su biografía y
milagros, y Vicente se entusiasmó con él, haciendo sus pinitos para imitarle.
Una vez más, las enseñanzas maternas eran vía segura para alentar el camino de
una gran vocación. Este hijo que la escuchaba embelesado poniendo de manifiesto
la sensibilidad y ternura por lo divino no dejaba a nadie indiferente. Llamaba
la atención no solo de su familia sino también del vecindario. Le conocían
entrañablemente como «il santarello» (el santito). Esta aureola de
virtud le acompañaría el resto de su vida. Su padre era labrador y pastor, y él
siguió sus pasos. La oración y el ayuno que realizaba eran tan intensos que su
organismo decayó y saltaron las alarmas en su entorno porque era de constitución
débil y enfermiza.
Al
inicio de su juventud barajó la opción de la vida religiosa, pero estaba
indeciso y dejó aparcada la idea. Sin embargo, a los 17 años se le presentó una
grave enfermedad, que casi le cuesta la vida, y prometió a Dios que si sanaba
ingresaría en la Orden capuchina. Recobró la salud, y durante dos años relegó al
olvido su promesa. Hasta que un día se encabritó su caballo, y alzó la voz
desencajado pidiendo a Dios socorro, al tiempo que renovaba el compromiso que le
hizo, que esta vez fue definitivo. Tenía 20 años y un aspecto tan deteriorado
que el provincial no quiso admitirle pensando que no soportaría la dureza de la
vida conventual. Vicente no se desanimó. Por mediación de sus padres obtuvo la
recomendación del marqués de Láconi, y en 1721 se integró en la comunidad de San
Benito, de Cagliari, cumpliéndose su anhelo. El noviciado requería temple,
ciertamente. Pero él ya sabía lo que era el ayuno y la penitencia. Ahora bien,
tomó con tanto brío las mortificaciones que estuvo a punto de caer desfallecido.
No había medido adecuadamente sus fuerzas y acudió a María: «Madre mía,
ayúdame, que ya no puedo más». Ella le acogió y le instó a seguir adelante
con renovado ímpetu: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa
de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El hecho fue
que en sesenta años de consagración no volvió a experimentar tal fatiga. Emitió
los votos en 1722 y siguió progresando en el amor a base de oración continua,
silencio y vivencia de las virtudes evangélicas. En su día a día no hubo hechos
extraordinarios, pero se distinguió por su heroicidad en la perfección buscando
la unión con Dios. Vivía maravillosamente la pobreza. Tan desasido estaba de
todo que hasta le delataba el penoso estado del hábito y de sus maltrechas
sandalias que le provocaban sangrantes heridas en los talones.
Pasó
por varios conventos y al final fue trasladado al de Buoncammino, en Cagliari.
Había sido antes cocinero, y en este último destino comenzó trabajando en el
telar, hasta que los superiores le encomendaron la labor de limosnero,
recolector de alimentos y proveedor de las necesidades materiales de la
comunidad. La gente le estimaba porque veían en él al verdadero discípulo de
Cristo. Se mezclaba con los que estaban en las tabernas y plazas del puerto
movido por el afán de socorrer a los pobres, y ayudar a tantos pecadores que se
convirtieron con su ejemplo. Era paciente, agradecido, amable; poseía las
cualidades del buen limosnero. Con su prudencia conquistó el alma de un rico
usurero y prestamista que se sorprendió de que nunca le pidiese nada, pasando
reiteradamente por alto ante su puerta. Un día, cuando el santo acudió a casa
del comerciante, como le indicaron sus superiores, recogió un cargamento de
bienes que por el camino se convirtieron en una masa sanguinolenta. Al llegar al
convento, dijo: «Vea, reverendo padre, vea la sangre de los pobres amasada
con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus
riquezas...». Extendiéndose el prodigio por la ciudad, el especulador se
arrepintió de su avaricia, se desprendió de sus bienes y no comerció más con los
ajenos.
Ignacio
intentaba ocultar las gracias que Dios le otorgaba con estratagemas que,
seguramente, dieron lugar a que muchos le consideraran una especie de mago. A
veces, recurriendo incluso a remedios naturales hacía creer que las curaciones
milagrosas eran en realidad fruto de las últimas fórmulas de la medicina. En
medio de los hechos sobrenaturales que se le atribuyen, su vida, como la de
todos los santos, estuvo amasada de íntimas renuncias; por su conducta cotidiana
fue reconocido como hombre de Dios. Los ciudadanos de Cagliari lo denominaron
«el padre santo», un calificativo atestiguado por contemporáneos suyos. José
Fues, pastor protestante que residía en la isla, en una misiva enviada a un
amigo germano le decía: «Vemos todos los días dar vueltas por la ciudad pidiendo
limosna un santo viviente, el cual es un hermano laico capuchino que se ha
ganado con sus milagros la veneración de sus compatriotas». En 1779 perdió la
vista y llenó su quehacer con la oración. Supo de antemano la hora de su deceso,
lo cual le permitió dispensar a los religiosos de su presencia ante su lecho,
rogándoles que fuesen a Vísperas. Falleció a los 80 años el 11 de mayo de 1781
con fama de santidad entre las gentes que le habían aclamado por sus numerosas
virtudes. Los prodigios, que tan bien conocían, se multiplicaron tras su muerte.
Pío XII lo beatificó el 16 de junio de 1940, y lo canonizó el 21 de octubre de
1951.
Oremos Tú, Señor, que concediste a San Ignacio de Láconi el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo. |
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