miércoles, 15 de mayo de 2013

--MAYO 11 - 2.013

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Santa María Bertila Boscardin
El ideal de caridad heroica, propuesto por el Fundador de sus hijas, fue admirablemente encarnado por Sor María Bertilla Boscardin.

 Anna Francesca – éste era su nombre de bautismo – nació el 6 de octubre de 1888 en Bréndola, en las colinas Béricas (Vicenza, Italia), y pertenecía a una familia de campesinos.

Tuvo una infancia desgraciada. Su padre era violento, celoso, borracho. Cuando no tenía clases, trabajaba de empleada en una familia cercana.

A los 16 años entró en el Instituto de las Hermanas Maestras de Sta. Dorotea Hijas de los Sagrados Corazones y el 15 de octubre de 1905 vistió el hábito religioso con el nombre de María Bertilla.

La pusieron a trabajar en la cocina y en el lavadero. Al año siguiente la enviaron a estudiar enfermería en el hospital, pero no le prestó atención su nueva superiora, y le mandó otra vez a la cocina.
El 8 de diciembre 1907 le dieron un nuevo trabajo: ayudar a los niños que tuviesen la difteria en el hospital de Treviso. Los cuidó con amor a ellos y a muchos enfermos más.
Llamaba la atención de todo el mundo, empezando por el capellán por lo bien que trató a los soldados heridos.

La primera guerra mundial fue como un paréntesis en la vida de la Santa porque Sor Bertilla permaneció al servicio de los enfermos del hospital de Treviso hasta su muerte. Vivió la caridad en grado heroico, como encarnación del ideal que el Fundador había transmitido a su Instituto. Se consumió al servicio de sus hermanos, los enfermos, ofreciéndose al Señor sin medida. Ella expresó así la naturaleza profunda de su respuesta vocacional: un corazón rebosante de amor. El medico, jefe de una sección del hospital y no creyente, al dejar la habitación donde ella estaba agonizando, repetía a quienes se encontraba: “allá arriba está muriendo una santa”.

Sor Bertilla murió a los 34 años en la tarde del 20 de octubre de 1922. Sus últimas palabras dirigidas a la superiora general fueron: “Diga a las Hermanas, que trabajen solamente por el Señor, que todo es nada, todo es nada"








Oremos

Señor Dios todopoderoso, que nos has revelado que el amor a Dios y al prójimo es el compendio de toda tu ley, haz que, imitando la caridad de Santa María Bertila Boscardin, seamos contados un día entre los elegidos de tu reino. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.






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Santo(s) del día

San Mamerto de Viena
San Mayolo
San Francisco Jerónimo
Santa Boscardin
San Ignacio de Láconi
San Antimo (S.IV)
San Evelio
San Máximo Roma
San Anastasio Camerino
San Sisinio Oscimo
San Gangulfo
San Mamerto Viena
San Iluminado


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sábado 11 Mayo 2013

San Ignacio de Láconi

image Saber más cosas a propósito de los Santos del día


 Este humilde lego, que fue un dechado de virtudes, nació en Láconi, Cerdeña, el 18 de diciembre de 1701. Era el segundo de nueve hermanos. Crecieron en un hogar falto de recursos materiales, pero de gran riqueza espiritual. En el bautismo le impusieron tres nombres: Francisco, Ignacio y Vicente, prevaleciendo en su familia éste último. Del cielo llovieron a través de él tal cúmulo de gracias que, como han dicho algunos de sus biógrafos, se convirtieron también en su martirio en vida, y «estorbo» tras su muerte para el reconocimiento de su santidad. Su madre, devotísima de san Francisco, le narraba su biografía y milagros, y Vicente se entusiasmó con él, haciendo sus pinitos para imitarle. Una vez más, las enseñanzas maternas eran vía segura para alentar el camino de una gran vocación. Este hijo que la escuchaba embelesado poniendo de manifiesto la sensibilidad y ternura por lo divino no dejaba a nadie indiferente. Llamaba la atención no solo de su familia sino también del vecindario. Le conocían entrañablemente como «il santarello» (el santito). Esta aureola de virtud le acompañaría el resto de su vida. Su padre era labrador y pastor, y él siguió sus pasos. La oración y el ayuno que realizaba eran tan intensos que su organismo decayó y saltaron las alarmas en su entorno porque era de constitución débil y enfermiza.
Al inicio de su juventud barajó la opción de la vida religiosa, pero estaba indeciso y dejó aparcada la idea. Sin embargo, a los 17 años se le presentó una grave enfermedad, que casi le cuesta la vida, y prometió a Dios que si sanaba ingresaría en la Orden capuchina. Recobró la salud, y durante dos años relegó al olvido su promesa. Hasta que un día se encabritó su caballo, y alzó la voz desencajado pidiendo a Dios socorro, al tiempo que renovaba el compromiso que le hizo, que esta vez fue definitivo. Tenía 20 años y un aspecto tan deteriorado que el provincial no quiso admitirle pensando que no soportaría la dureza de la vida conventual. Vicente no se desanimó. Por mediación de sus padres obtuvo la recomendación del marqués de Láconi, y en 1721 se integró en la comunidad de San Benito, de Cagliari, cumpliéndose su anhelo. El noviciado requería temple, ciertamente. Pero él ya sabía lo que era el ayuno y la penitencia. Ahora bien, tomó con tanto brío las mortificaciones que estuvo a punto de caer desfallecido. No había medido adecuadamente sus fuerzas y acudió a María: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». Ella le acogió y le instó a seguir adelante con renovado ímpetu: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El hecho fue que en sesenta años de consagración no volvió a experimentar tal fatiga. Emitió los votos en 1722 y siguió progresando en el amor a base de oración continua, silencio y vivencia de las virtudes evangélicas. En su día a día no hubo hechos extraordinarios, pero se distinguió por su heroicidad en la perfección buscando la unión con Dios. Vivía maravillosamente la pobreza. Tan desasido estaba de todo que hasta le delataba el penoso estado del hábito y de sus maltrechas sandalias que le provocaban sangrantes heridas en los talones.
Pasó por varios conventos y al final fue trasladado al de Buoncammino, en Cagliari. Había sido antes cocinero, y en este último destino comenzó trabajando en el telar, hasta que los superiores le encomendaron la labor de limosnero, recolector de alimentos y proveedor de las necesidades materiales de la comunidad. La gente le estimaba porque veían en él al verdadero discípulo de Cristo. Se mezclaba con los que estaban en las tabernas y plazas del puerto movido por el afán de socorrer a los pobres, y ayudar a tantos pecadores que se convirtieron con su ejemplo. Era paciente, agradecido, amable; poseía las cualidades del buen limosnero. Con su prudencia conquistó el alma de un rico usurero y prestamista que se sorprendió de que nunca le pidiese nada, pasando reiteradamente por alto ante su puerta. Un día, cuando el santo acudió a casa del comerciante, como le indicaron sus superiores, recogió un cargamento de bienes que por el camino se convirtieron en una masa sanguinolenta. Al llegar al convento, dijo: «Vea, reverendo padre, vea la sangre de los pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus riquezas...». Extendiéndose el prodigio por la ciudad, el especulador se arrepintió de su avaricia, se desprendió de sus bienes y no comerció más con los ajenos.
Ignacio intentaba ocultar las gracias que Dios le otorgaba con estratagemas que, seguramente, dieron lugar a que muchos le consideraran una especie de mago. A veces, recurriendo incluso a remedios naturales hacía creer que las curaciones milagrosas eran en realidad fruto de las últimas fórmulas de la medicina. En medio de los hechos sobrenaturales que se le atribuyen, su vida, como la de todos los santos, estuvo amasada de íntimas renuncias; por su conducta cotidiana fue reconocido como hombre de Dios. Los ciudadanos de Cagliari lo denominaron «el padre santo», un calificativo atestiguado por contemporáneos suyos. José Fues, pastor protestante que residía en la isla, en una misiva enviada a un amigo germano le decía: «Vemos todos los días dar vueltas por la ciudad pidiendo limosna un santo viviente, el cual es un hermano laico capuchino que se ha ganado con sus milagros la veneración de sus compatriotas». En 1779 perdió la vista y llenó su quehacer con la oración. Supo de antemano la hora de su deceso, lo cual le permitió dispensar a los religiosos de su presencia ante su lecho, rogándoles que fuesen a Vísperas. Falleció a los 80 años el 11 de mayo de 1781 con fama de santidad entre las gentes que le habían aclamado por sus numerosas virtudes. Los prodigios, que tan bien conocían, se multiplicaron tras su muerte. Pío XII lo beatificó el 16 de junio de 1940, y lo canonizó el 21 de octubre de 1951.








Oremos

Tú, Señor, que concediste a San Ignacio de Láconi el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que  nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.





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