lunes 22
Diciembre 2014
Santa Francisca Javiera Cabrini,
virgen y fundadora
En Chicago, del estado de
Illinois, en los Estados Unidos de Norteamérica, santa Francisca Javiera Cabrini, virgen, que fundó el
Instituto de Misioneras del Sacratísimo Corazón de Jesús, y con eximia caridad
se dedicó al cuidado de los emigrantes.
Agustin Cabrini era un cultivador muy
acomodado, cuyas tierras estaban situadas cerca de Sant' Angelo Lodigiano, entre Pavía y Lodi. Su
esposa, Estela Oldini, era milanesa. Tuvieron
trece hijos, de los que la menor, nacida el 15 de julio de 1850, recibió en el
bautismo los nombres de María Francisca, a los que más tarde habría de añadir
el de Javier. La familia Cabrini era sólidamente piadosa,
pues todo en la familia era sólido. Rosa, una de las hermanas de Francisca, que
había sido maestra de escuela y no había escapado a todos los defectos de su
profesión, se encargó especialmente de la educación de su hermanita, en forma
muy estricta. Hay que reconocer que Francisca aprendió mucho de Rosa y que el
rigor con que la trataba su hermana no le hizo ningún daño. Ln piedad de Francisca fue un
tanto precoz, pero no por ello menos real. Oyendo en su casa la lectura de los
«Anales de la Propagación de la Fe», Francisca determinó desde niña ir a
trabajar en las misiones extranjeras. Los padres de Francisca, que deseaban que
fuese maestra de escuela, la enviaron a estudiar en la escuela de las
religiosas de Arluno. La joven pasó con éxito
los exámenes a los dieciocho años. En 1870, tuvo la pena enorme de perder a sus
padres.
Durante los dos años
siguientes, Francisca vivió apaciblemente con su hermana Rosa. Su bondad sin
pretensiones impresionaba a cuantos la conocían. Francisca quiso ingresar en la
congregación en la que había hecho sus estudios; pero no fue admitida a causa
de su mala salud. También otra congregación le negó la admisión por la misma
razón. Pero Don Serrati, el sacerdote en cuya
escuela enseñaba Francisca, no olvidó las cualidades de la joven maestra. En
1874, Don Serrati fue nombrado preboste de
la colegiata de Codogno. En su nueva parroquia
había un pequeño orfanato, llamado la Casa de la Providencia, cuyo estado
dejaba mucho que desear. La fundadora, que se llamaba Antonia Tondini, y otras dos mujeres, se
encargaban de la administración, pero lo hacían muy mal. El obispo de Lodi y
Mons. Serrati invitaron a Francisca a ir
a ayudar en esa institución y a fundar allí una congregación religiosa. La
joven aceptó, no sin gran repugnancia.
Así comenzó Francisca lo
que una religiosa benedictina califica de «noviciado muy especial, en
comparación del cual un noviciado de convento habría sido un juego de niños».
Aunque Antonia Tondini había aceptado que
Francisca trabajase en el orfanato, se dedicó a obstaculizar su trabajo, en vez
de ayudarla. Pero Francisca no se desalentó, consiguió algunas compañeras y, en
1877, hizo los primeros votos con siete de ellas. Al mismo tiempo, el obispo la
nombró superiora. Ello no hizo sino empeorar las cosas. La conducta de la
hermana Tondini, quien probablemente
estaba un tanto enferma de la cabeza, se convirtió en un escándalo público.
Francisca Cabrini y sus fieles colaboradoras
lucharon tres años más por sostener la obra de la Casa de la Providencia, en
espera de tiempos mejores; pero finalmente, el obispo renunció al proyecto y
cerró el orfanato, después de decir a Francisca: «Vos deseáis ser misionera.
Pues bien, ha llegado el momento de que lo seáis. Yo no conozco ningún
instituto misional femenino. Fundadlo vos misma». Francisca salió decidida a
seguir sencillamente ese consejo.
En Codogno había un antiguo convento
franciscano, vacío y olvidado. A él se trasladó la madre Cabrini con sus siete fieles
compañeras. En cuanto la comunidad quedó establecida, la santa se dedicó a
redactar las reglas. El fin principal de las Hermanas Misioneras del Sagrado
Corazón era la educación de las jóvenes. Ese mismo año el obispo de Lodi aprobó
las constituciones. Dos años más tarde, se inauguró la primera filial en Gruello, a la que siguió pronto la
casa de Milán. Todo esto se escribe pronto. Pero la realidad fue muy distinta,
ya que los obstáculos no escasearon: en efecto, algunos alegaron que el título
de misioneras no convenía a las mujeres, y una madre se quejó de que su hija
había sido engañada para que entrase en la congregación. A pesar de ello, la
congregación empezó a crecer, y la madre Cabrini demostró ampliamente su capacidad.
En 1887, fue a Roma a pedir a la Santa Sede que aprobase su pequeña
congregación y le diese permiso de abrir una casa en la Ciudad Eterna. Algunas
personas influyentes trataron de disuadir a la santa del proyecto, pues
juzgaban que siete años de prueba no bastaban para la aprobación de la
congregación. El cardenal Parocchi, vicario de Roma, repitió el mismo argumento en su primera
entrevista con la madre Francisca; pero sólo en la primera entrevista, porque
la santa se lo ganó muy pronto. Al poco tiempo, se pidió a la madre Cabrini que abriese no una sino
dos casas en Roma: una escuela gratuita y un orfanato. Algunos meses más tarde
se publicó el decreto de la primera aprobación de las Hermanas Misioneras del
Sagrado Corazón.
La madre Cabrini había soñado en China
desde la niñez. Pero no faltaban quienes querían convencerla de que volviese
los ojos hacia otro continente. Mons. Scalabrini, obispo de Piacenza, había
fundado la Sociedad de San Carlos para trabajar entre los italianos que partían
a los Estados Unidos, y rogó a la madre Cabrini que enviase a algunas de sus
religiosas a colaborar con los sacerdotes de la sociedad. La santa no se dejó
convencer. Entonces, el arzobispo de Nueva York, Mons. Corrigan, insistió personalmente.
La santa estaba indecisa, porque todos, excepto Mons. Serrati, apuntaban en la misma
dirección. La madre Francisca tuvo por entonces un sueño que la impresionó
mucho y determinó consultar al Sumo Pontífice. León XIII le dijo: «No al
oriente sino al occidente». Siendo niña, Francisca Cabrini se había caído al río, y
desde entonces tenía horror al agua. A pesar de ello, cruzó el Atlántico por
primera vez, con seis de sus religiosas, y desembarcó en Nueva York el 31 de
marzo de 1889.
Todo el mundo sabe que una
multitud de italianos, polacos, ucranios, checos, croatas, eslovacos, etc., han
emigrado a los Estados Unidos en los siglos XIX y XX. La historia religiosa de
los inmigrantes está todavía por escribirse. Baste con decir que, cuando llegó
la madre Cabrini, había unos 50.000
italianos en Nueva York y sus alrededores. La mayoría de ellos no sabían
siquiera los rudimentos de la doctrina cristiana; apenas unos 1.200 habían
asistido alguna vez en su vida a la misa; de cada doce sacerdotes italianos,
diez habían tenido que salir de su patria por mala conducta. La situación era
semejante en el noroeste de Pennsylvania. Y las condiciones económicas y
sociales de la mayoría de los inmigrantes estaban a la altura de las
condiciones religiosas. Nada tiene, pues, de extraño que en el tercer concilio
plenario de Baltimore, Mons. Corrigan y León XIII hayan estado muy inquietos.
La acogida que se dio a las
religiosas en Nueva York no fue precisamente entusiasta. Se les había pedido
que organizaran un orfanato para niños italianos y que tomaran a su cargo una
escuela primaria; pero, al llegar a Nueva York, donde se les dio cordialmente
la bienvenida, se encontraron con que no tenían casa, de suerte que por lo
menos la primera noche tuvieron que pasarla en una posada sucia y repugnante.
Cuando la madre Cabrini fue a ver a Mons. Corrigan, se enteró de que, debido
a ciertas dificultades entre el arzobispo y las bienhechoras, se había
renunciado al proyecto del orfanato. Por otra parte, aunque abundaban los
alumnos, no había edificio para la escuela. El arzobispo terminó diciendo que,
en vista de las circunstancias, lo mejor era que la madre Cabrini y sus religiosas
regresasen a Italia. Santa Francisca replicó con su firmeza y decisión
habituales: «No, monseñor. El Papa me envió aquí, y aquí me voy a quedar». El
arzobispo quedó impresionado al ver la firmeza de aquella pequeña lombarda y el
apoyo que le prestaban en Roma. Por lo demás, hay que confesar que Corrigan era un hombre que cambiaba
fácilmente de idea. Así pues, no se opuso a que las religiosas se quedasen en
Nueva York y consiguió que por el momento se alojasen con las hermanas de la
Caridad. A las pocas semanas, santa Francisca había ya hecho buenas migas con
la condesa Cesnola, bienhechora del orfanato
proyectado, la había reconciliado con Mons. Corrigan, había conseguido una casa
para sus religiosas y había inaugurado un pequeño orfanato. En julio de 1889,
fue a hacer una visita a Italia, y llevó consigo a las dos primeras religiosas italo-americanas de su
congregación. Nueve meses después, regresó a los Estados Unidos con más
religiosas para tomar posesión de la casa de West Park, sobre el río Hudson,
que hasta entonces había pertenecido a los jesuitas. La santa trasladó allí el
orfanato, que ya había crecido mucho, y estableció allí mismo la casa madre y
el noviciado de los Estados Unidos. La congregación prosperaba, tanto entre los
inmigrantes de los Estados Unidos como en Italia. Al poco tiempo, la madre Cabrini hizo un penoso viaje a
Managua, de Nicaragua; a pesar de que las circunstancias eran muy difíciles y
aun peligrosas, aceptó la dirección de un orfanato y abrió un internado. En el
viaje de vuelta, pasó por Nueva Orleáns, como se lo había pedido el santo
arzobispo de la ciudad, Francisco Janssens. Los italianos de Nueva
Orleáns, que procedían en gran parte del sur de Italia y de Sicilia, vivían en
condiciones especialmente amargas. Había entre ellos algunos criminales
indeseables, y poco antes una chusma enfurecida de americanos, no menos criminal,
había linchado a once de ellos. El resultado de la visita de santa Francisca
fue que fundó una casa en Nueva Orleáns.
No hace falta demostrar que
Francisca Cabrini fué una mujer extraordinaria,
pues sus obras hablan por ella. Como había sucedido a la beata Filipina Duchesne, santa Francisca aprendió
el inglés con dificultad y conservó siempre el acento extranjero muy marcado.
Pero ello no le impidió tener gran éxito en el trato con gentes de todas
clases. En particular, aquellos con quienes tuvo que tratar asuntos financieros,
que fueron muchos y de mucha importancia, la admiraban enormemente. El único
punto en el que falló el tacto de la madre Cabrini fue en las relaciones con los
cristianos no católicos. Ello se debió a que entró por primera vez en contacto
con ellos en los Estados Unidos, de suerte que pasó largo tiempo antes de que
reconociese su buena fe y apreciase su vida ejemplar. Los comentarios
desagradables que hizo la santa sobre este punto, se explican por su
ignorancia, que era la raíz de su incomprensión. En efecto, como lo demuestran
sus ideas sobre la educación de los niños, era una mujer de visión amplia y
capaz de aprender, que no se cerraba a una idea simplemente porque era nueva.
La madre Cabrini había nacido para
gobernar. Era muy estricta, pero poseía al mismo tiempo un gran sentido de
justicia. En ciertas ocasiones era tal vez demasiado estricta y no caía en la
cuenta de las consecuencias de su inflexibilidad. Por ejemplo, no parece que
haya favorecido a la causa de la moral cristiana negándose a recibir a los
hijos ilegítimos en su escuela gratuita; tal actitud no hacía más que castigar
a los inocentes. Pero el amor gobernaba todos los actos de la santa, de suerte
que su inflexibilidad no le impedía amar y ser muy amada. A este propósito,
solía decir a sus religiosas: «Amaos unas a otras. Sacrificáos constantemente y de buen
grado por vuestras hermanas. Sed bondadosas; no seáis duras ni bruscas, no
abriguéis resentimientos; sed mansas y pacíficas».
En 1892, año del cuarto
centenario del descubrimiento del Nuevo Mundo, la santa fundó en Nueva York una
de sus obras más conocidas: el «Columbus Hospital». En realidad, dicha obra
había sido emprendida poco antes por la Sociedad de San Carlos. Desgraciadamente,
la cesión del hospital a las Misioneras del Sagrado Corazón, que no fue fácil,
creó ciertos resentimientos contra la madre Francisca. La santa hizo poco
después un viaje a Italia, donde asistió a la inauguración de una casa de
vacaciones cerca de Roma y de una casa de estudiantes en Génova. En seguida,
fue a Costa Rica, Panamá, Chile, Brasil y Buenos Aires. Naturalmente, en 1895,
ese viaje era mucho más difícil que en la actualidad; pero la madre Cabrini gozaba enormemente con los
paisajes, y ello le aligeró un tanto las molestias del viaje. En Buenos Aires
inauguró una escuela secundaria para jovencitas. Como algunas personas le
advirtiesen que la empresa era muy difícil y pesada, la santa respondió: «¿Quién
la va a llevar a cabo: nosotras, o Dios?» Después de otro viaje a Italia, donde
tuvo que encargarse de un largo proceso en los tribunales eclesiásticos y hacer
frente a la turba en Milán, fue a Francia, e hizo allí su primera fundación
europea fuera de Italia. En el verano de 1898, estuvo en Inglaterra. El obispo
de Southwark, Mons. Bourne, que fue más tarde
cardenal y había conocido en Codogno
a la madre Francisca, le pidió que fundase en su diócesis una casa de su
congregación; pero el proyecto no se llevó a cabo por entonces.
La santa desplegó la misma
actividad en los doce años siguientes. Si hubiese que nombrar a un santo
patrono de los viajeros, más reciente y menos nebuloso que san Cristóbal, la
madre Cabrini encabezaría ciertamente la
lista de candidatos. Su amor por todos los hijos de Dios la llevó de un sitio a
otro del hemisferio occidental: de Río de Janeiro a Roma, de Sydenham a Seattle. Las
constituciones de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón fueron finalmente
aprobadas en 1907. Para entonces, la congregación, que había comenzado en 1880
con ocho religiosas, tenía ya más de 1000 y se hallaba establecida en ocho países.
Santa Francisca había hecho más de cincuenta fundaciones, entre las que se
contaban escuelas gratuitas, escuelas secundarias, hospitales y otras
instituciones. Las religiosas no se limitaban en los Estados Unidos a trabajar
entre los inmigrantes italianos. En efecto, el día del jubileo de la
congregación, los presos de Sing-Sing enviaron a la santa una conmovedora carta de gratitud. Entre
las grandes fundaciones, nos limitaremos a mencionar dos: el «Columbus
Hospital» de Chicago, y la escuela de Brockley (1902), que actualmente se
halla en Honor Oak. Es imposible hablar aquí
de todas las pruebas y dificultades, tales como la oposición del obispo de
Vitoria (la reina María Cristina había llamado a España a santa Francisca), y
la oposición de ciertos partidos en Chicago, Seattle y Nueva Orleáns. En esta
última ciudad las hijas de santa Francisca pagaron el mal con bien, ya que se
condujeron en forma heroica en la epidemia de fiebre amarilla de 1905.
En 1911, la salud de la
fundadora comenzó a decaer. Tenía entonces sesenta y un años, y estaba
físicamente agotada. Pero todavía pudo trabajar seis años más. El fin llegó
súbitamente. La madre Francisca Javier Cabrini murió absolutamente sola en el
convento de Chicago, el 22 de diciembre de 1917. Fue canonizada en 1946. Su
cuerpo se halla en la capilla de la «Cabrini Memorial School» de Fort Washington, en el
estado de Nueva York. Sin duda que antes de santa Francisca hubo otros santos
en los Estados Unidos y los seguirá habiéndo en el futuro; pero ella
fue la primera ciudadana americana cuya santidad fue públicamente reconocida
por la Iglesia mediante la canonización. Francisca Javier Cabrini es una gloria de los
Estados Unidos, de Italia, de la Iglesia y de toda la humanidad. Nadie que no
fuese un santo como ella hubiese podido hacer lo que ella hizo y en la forma en
que lo hizo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
Santo(s)
del día
Santa
Francisca Javiera
Cabrini
San Flaviano Prefecto
San Queremón de Nilópolis
San Isquirión de Egipto
Santos Treinta de la vía Labicana
Santos Cuarenta y tres monjes de Rhait
San Hungero de Utrecht
Beato Tomás Holland
Beata María Mancini
San Flaviano Prefecto
San Queremón de Nilópolis
San Isquirión de Egipto
Santos Treinta de la vía Labicana
Santos Cuarenta y tres monjes de Rhait
San Hungero de Utrecht
Beato Tomás Holland
Beata María Mancini
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