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FEBRERO 3 2.013
SANTA CLAUDINA THEVENET (MARIA DI S. IGNAZIO) RELIGIOSA / -maria Ignazio
El perdón, ese acto sublime de amor con el que Dios signa nuestra vida, virtud
imprescindible para todos, fue el detonante de la consagración de esta
fundadora. Había nacido en Lyon (Francia) el 30 de marzo de 1774, en un momento
histórico difícil marcado por la Revolución Francesa. Dos de sus siete hermanos,
que no compartían los principios sustentados por este movimiento, luchando por
preservar a Lyon de su hegemonía, fueron delatados por alguien y los detuvieron.
Claudine iba a visitarlos cotidianamente a la prisión, y en enero de 1794 fueron
ejecutados en presencia suya. Las últimas palabras que le dirigieron, en
emocionado ruego, fueron explícita confesión de la fe que sus padres habían
inculcado a todos sus hijos: «¡Ánimo Gladdy! Perdona, como nosotros
perdonamos».
Imposible borrar esta petición cursada in extremis por sus queridos
hermanos, en un instante tan dramático como aquél, y éste sería un preciado
legado que orientó los pasos de la santa. Conocía el nombre del culpable de su
muerte, pero se llevó ese secreto a la tumba. Perdonó, aunque el impacto del
suceso le provocó una enfermedad de tipo nervioso. Era la segunda de los
hermanos por orden de nacimiento, y tuvo que madurar pronto. Después de este
terrible suceso, su familia había quedado diezmada, como tantas otras. Y sus
ojos no eran insensibles a la calamidad que veía en derredor suyo. Entonces se
sintió llamada a socorrer a tantas personas que se habían quedado destrozadas
por la barbarie; quería consolarlas y compartir con ellas la paz que emana de la
oración continua. En su haber tenía la experiencia de haber defendido su fe
junto a otras jóvenes, aún en medio de la revolución. Y ese sentimiento de amor,
anclado en Cristo, guiaría sus pasos. Los niños y los jóvenes recibirían de ella
esta catequesis; les enseñaría a amar a Jesús y a la Virgen María.
En el umbral del discernimiento se encontró con el P. André Coindre, fundador
de los «Hermanos del Sagrado Corazón», que fue quien la ayudó a vislumbrar la
voluntad divina. Él le expresó su convicción de que debía formar una comunidad,
por haber sido elegida por Dios para ello. Sucedió que el sacerdote se encontró
en el atrio de la iglesia de Saint Nizier con dos pequeñas ateridas de frío que
no tenían a nadie en el mundo, y Claudine, a petición suya, se ocupó de
asistirlas. Creó una «Providencia del Sagrado Corazón» en 1815 encaminada a
darles no solo cobijo sino también formación espiritual, una obra que se fue
incrementando con otras niñas. Fue también presidenta de la «Asociación del
Sagrado Corazón» hasta octubre de 1818, fecha en la que dejó su hogar y se
instaló en una casa contando con lo justo para vivir junto a una huérfana, otra
compañera, y un telar de seda. Y con ellas nació la Congregación de las Hermanas
de Jesús y María teniendo la finalidad de dar formación espiritual a las
jóvenes, en particular las que no tenían medios para procurársela. El P. Coindre
nuevamente la alentó a formar esta comunidad. Obedeció, aún con cierto
temor: «Me parecía haberme lanzado a una empresa loca sin ninguna garantía
de éxito». La Congregación se inició con niñas pobres y abandonadas menores
de 20 años. Después acogió también a las de clases acomodadas. Decía: «hace
falta ser madres de estos niños, sí, verdaderas madres tanto del alma como del
cuerpo». La única deferencia que permitía era con los
desfavorecidos: «A los únicos que permito son a los más pobres, a los más
miserables, a quienes tienen los más grandes defectos, a ellos, sí, ámenlos
mucho».
Al profesar en 1823 tomó el nombre de María de san Ignacio porque la
transición entre la Asociación y la comunidad que puso en marcha se produjo el
31 de julio, efemérides del santo. En 1826 falleció el P. Coindre, y dos años
más tarde murieron las primeras religiosas. Era un nuevo golpe para Claudine
que, además, tuvo que luchar duramente para mantener incólume su fundación, ya
que querían fusionarla con otra que acababa de ver la luz. Mujer valerosa,
sensible, abnegada y atenta a las necesidades de cualquiera, era también
emprendedora. A ella se debe la construcción de la capilla de la Casa
Generalicia. El leitmotiv de su vida fue: «Hacer todas las cosas
con el único deseo de agradar a Dios», «llevar una vida digna del Señor
agradándole en todo». Falleció a los 63 años, tras una vida signada por el
celo apostólico, la delicadeza y el olvido de sí, diciendo: «¡Qué bueno es
Dios!». Había logrado «encontrar a Dios en todas las cosas y todas las
cosas en Dios», como deseó. Fue beatificada por Juan Pablo II el 4 de
octubre de 1981. Él mismo la canonizó el 21 de marzo de 1993.
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