lunes, 15 de octubre de 2012

..4 ..Breve explicación de cada uno de los doce frutos

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El fruto del Espíritu es:


1. Caridad o amor: 


Es evidente el amor de Dios derramado por el Espíritu en el creyente, pero manifestado como amor al prójimo. 

Ve en todo hombre su hermano, más aún, llega a ver a Cristo en su prójimo; se entrega a su servicio hasta la donación de su propia vida: vive, en una palabra, todas las caracte­rísticas del amor (1 Corintios 13) pero en relación con el prójimo. 


2. Alegría o gozo: 


Es el gusto, de­leite y fruición profunda y espiritual, que nace de la conciencia que se tiene de la amistad con Dios. 

Cuando este fruto se manifiesta la persona es alegre y optimista".
"Parece como si irradiara un res­plandor interior que le hace ser notado en cualquier reunión.

 Cuando el está presente, parece como si el sol brillara un poco más de luz, la gente sonríe con más facilidad, habla con mayor deli­cadeza". (p. Leo J. Trese).


3. Paz: 


 Como el gozo, también este fruto se basa en la conciencia que se tiene de la amistad de Dios. 

Encierra la idea de perfección y plenitud. Es 

la persona serena, tranquila. 

Se dice de él que tiene una "personalidad 

equili­brada". 

En medio de las preocupacio­nes conserva la calma profunda. Es un tipo ecuánime, en quien se confía fá­cilmente y a quien se acude en las cosas de emergencia, difíciles y de conflicto.

 La paz no es otra cosa que la tranquilidad del orden y ese orden empieza poniendo a Dios siempre en primer lugar.


4. Paciencia: 


 Como fruto del Espí­ritu, por la paciencia la persona acepta hasta el heroísmo los sufrimientos y males. 

No son para ella una carga Insoportable, sino que los asimila de una manera positiva y los maneja de tal manera que no son destructivos ni para ellas ni para los que lo rodean, sino que los usa como instrumentos para la construcción del Reino de Dios.

 Comprende muy bien aquella expresión de San Pablo: "Para los que aman a Dios”, 
todo contribuye para su bien" (véase también Romanos 5, 3-5). El paciente no se queja, sino que afronta las situaciones con realismo.
 
Si manifiesta sus males, es para buscar­ soluciones o para animar a otros. 

No llega a la ira fácilmente, no guarda rencor por las ofensas ni se perturba o descorazona cuando las cosas le van mal o la gente no le corresponde como debiera.

 Ante el fracaso, sabe levantarse y continuar adelante sin maldecir ni echarle la culpa a la suerte o al destino. La paciencia está relacionada con el Don de fortaleza.

5. Benignidad:

  Otras palabras que definen muy bien este fruto son: 

Amabilidad, 

afabilidad, 

gentileza, 

be­nevolencia, 

comprensión de los demás, 

y de hecho, son utilizadas por los traductores de las diferentes Biblias para indicar este fruto que viene en la lista de San Pablo en su carta a los Gálatas. 

Así la persona en la que se produce este fruto del Espíritu es benigna, amable, afable, gentil y comprensiva. 

La gente acude a él con facilidad. Por estas condiciones atrae sin dificultad alguna a los más débiles y necesitados, los niños, los ancianos, los afligidos, los atribulados, que se confían fácilmente a él. 

La dulzura lo caracteriza, igualmente. A él se le po­dría aplicar la frase de San Francisco de Sales: "Más moscas caen en una gota de miel que en un barril de vina­gre".


6. Bondad: 

 Posee este fruto aquel de quien se dice: i Qué bueno es! Qué bondad la suya! 

Es profundamente bueno! Es aquel que sabe ver lo bueno que hay en cada ser humano. 

Sin ser in­genuo, se fija más en lo positivo de las personas y de la vida que en lo negati­vo. Al actuar así, como en los demás frutos, siente la 'consolación del Espí­ritu.

Defiende la verdad, la justicia y el derecho, pero sabe comprender los errores y fallos de los demás. 

Conlleva la ignorancia y debilidades de los otros, pero jamás compromete sus conviccio­nes ni contemporiza con el mal.

Aunque es bueno, no está inflado de su bondad y no juzga a ningún ser humano, no critica, no condena. 

No divide a los seres humanos en "buenos" y "malos". No dice "tú y yo somos buenos" y "aquellos son malos".

 Ha comprendi­do muy bien, y lo vive, que en todo hombre, en todo grupo o comunidad hay al mismo tiempo "trigo y cizaña", En su vida refleja la bondad de Dios y se le parece en esto:
 "Sed como vuestro Padre Celestial que deja salir su sol sobre buenos y justos, y caer la lluvia sobre malos y pecadores". (Mat.5, 45).


7. Longanimidad: 

El acto virtuoso, acompañado de consolación del Espí­ritu, en el que nos sentimos animados para tender a algo bueno que está muy distante de nosotros, o sea, cuya con­secución se hará en mucho tiempo. 

En la longanimidad se juntan la magnificencia y la paciencia. La magnificencia, porque se quiere emprender obras difíciles de realizar sin asustarse ante la magnitud del trabajo o de los grandes gastos que sea necesario in­vertir, confiado en que es factible lo que se propone, aunque tarde.

 La paciencia, porque si el bien o la obra esperada tarda mucho en llegar, se produce en el alma cierta tristeza y dolor, pero por la longanimidad, se tiene fuerza para esperar y soportar el dolor, el infortunio y el fracaso, hasta llegar a la meta propuesta. 

Se alzará los ojos al cielo llenos de lágrimas, pero nunca de rebelión.

Sobre la longanimidad citemos este hermoso párrafo del P. Touplau, en su obra "Las Virtudes Cristianas":

"La longanimidad es una virtud que consiste en saber aguardar. Saber aguardar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. ¿En qué? En el bien que de ellos esperamos.

 Por consiguiente, la longanimidad consiste en evitar la im­paciencia que podría causarnos la de­mora o tardanza de este bien.

 Saber sufrir esta tardanza, he aquí, en reali­dad lo que es la longanimidad. Por eso la llaman algunos: Larga esperanza.
 
Es la virtud de Dios que sabe aguardamos a todos a nuestra hora; la virtud de los Santos, siempre sufridos, siempre pacientes con todos. Grande y admirable virtud, que el apóstol colo­ca entre los frutos del Espíritu Santo" (Gálatas 5,22).


8. Mansedumbre: 

Este fruto con­siste en una moderación y dominio de la ira que no hace daño, sino que, al revés, va acompañado de la consola­ción del Espíritu.

 A la mansedumbre se opone la agresividad, la indignación violenta, el griterío airado, la blasfemia, la injuria, la riña, la violencia, el rencor, el deseo de venganza y la venganza misma.

El manso dialoga y discute, defen­diendo sus puntos de vista con per­suasión, pero sin llegar a la disputa y al acaloramiento. Mansedumbre no significa debilidad ni blandura. 

El manso sabe ser enérgico y fuerte cuando es necesario, pero sin dejarse dominar de la ira. Tampoco significa la renuncia a los propios derechos o a la lucha por la libertad, la justicia, la paz y la verdad.

 Todo esto se puede hacer viviendo el fruto de la mansedumbre. Cristo, a ejemplo de su Padre, es modelo incom­parable de mansedumbre. (Mat.11, 29).

Lo vemos en el trato con sus após­toles y las enseñanzas que les da, en su relación con las multitudes y el pueblo; en la manera de tratar a los pecadores.

La mansedumbre y la humildad van muy unidas. Por eso se dice que es la actitud de los humildes que, como Jesús, se dejan guiar por el Espíritu del Padre.


9. Fe:

  Cuando decimos fe, podemos entender tres cosas:

1. La fe, como la virtud derramada por el Espíritu en nuestro espíri­tu, por la que el ser humano cree, aceptando la Buena Nueva, y entregándose a Cristo. Por esta fe, proclamamos las verdades contenidas en el Credo.

2. La fe carismática, aquella con­fianza en Dios, que es capaz de llegar a hacer milagros y hasta mover montañas.

3. La fe que equivale a fidelidad. Es esta fe la que es fruto del Espíritu. La persona en la que ya se produce este fruto permanece fiel a su fe, no la abandona y la defiende ante los ataques. 
No pretende coac­cionar a los demás y hacerles tragar su religión, pero tampoco siente respetos humanos por sus convicciones.
 No oculta la verdad de fe, aunque es respetuoso de la creencia de los demás. Está firme e ella, aunque esté abierto a ver las cosas buenas que pueda ver en otra religión, filosofía o modo de pensar. 
Para él lo más impor­tante de la vida es su fe.
Al que tiene la fe por la que se cree, se le llama "creyente"; al que tiene la fe-confianza, se le llama "el que con­fía"; al que tiene la fe-fidelidad se le llama "el hombre fiel".
Dios es fiel. Sabemos que él no falla.
 El hombre fiel es aquel que no falla en su fe, tiene la fe-fidelidad. 
Esta fidelidad no sólo se refiere a la relación con Dios, sino también a su relación con los hermanos.

La fe-fidelidad encierra una triple fidelidad: fidelidad a Dios, a la iglesia y al hombre. La fe, pues, no sólo es creer, es también confiar y permanecer fiel. Esto último es la manifestación más exqui­sita de la fe. 
Es muchísimo mejor la fidelidad que la fe caris­mática. 
Y es por eso por lo que se le llama "fruto" o manifestación exquisi­ta del Espíritu.
Fruto: ni se siente mal ni hace sentir mal a los demás.


10. Modestia:

  La mo­destia nos lleva a guardar el debido decoro en los gestos y movimientos corporales, el debido or­den en el arreglo del cuer­po y del vestido. 

La persona modesta tiene en su comporta­miento, en su vestido y en su hablar una decencia que le hacen fortalecer la vida cristiana de los de­más, no debilitarla. 

Su amor a Jesucristo, le hace estremecer ante la idea de actuar de cómplice del diablo, de ser ocasión de pecado para otro.

De ordinario, en el ex­terior del hombre se transparenta claramente su interior.

 La Sagrada Escritura nos dice que "por su aspecto se des­cubre al hombre y por su porte al prudente. El vestir, el reír y el andar de­nuncian lo que hay en él". (Eclesiástico 19,26-27).

Van en contra de la mo­destia la vanidad (por ejem­plo, usar este vestido por llamar la atención); la sen­sualidad (buscar los vesti­dos más suaves y delica­dos); el descuido de la persona (olvidando la pro­pia dignidad y el respeto que se merecen los de­más); la excesiva solicitud (no pensando más que en modas y en presentarse bien elegante en público).

La modestia nos lleva a un equilibrio en los gestos y movimientos del cuerpo, en el arreglo y en el vestido del cuerpo.

 No pecar por exceso o por defecto. Y al vivir todo esto, si uno se siente bien y hace sentir bien a los demás, está viviendo la modestia como fruto del Espíritu.

Una mujer casada, por ejemplo, guarda el equilibrio propio de la modes­tia, cuando se arregla bien y se adorna para agradar a su marido y por su propia dignidad de mujer, pero no lo hace para provocar a otros.

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