Santo
Domingo de Guzmán
El
fundador de los Padres Dominicos, que son ahora 6,800 en 680 casas en el mundo,
nació en Caleruega, España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, era una mujer
admirable en virtudes y ha sido declarada Beata. Lo educó en la más estricta
formación religiosa. A los 14 años se
fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia en cuya casa trabajaba y
estudiaba. La gente decía que en edad era un jovencito pero que en seriedad
parecía un anciano.
Su goce
especial era leer libros religiosos, y hacer caridad a los pobres. En un viaje que hizo, acompañando a su
obispo por el sur de Francia, se dio cuenta de que los herejes habían invadido
regiones enteras y estaban haciendo un gran mal a las almas. Y el método que
los misioneros católicos estaban empleando era totalmente inadecuado. Los predicadores llegaban en carruajes
elegantes, con ayudantes y secretarios, y se hospedaban en los mejores hoteles,
y su vida no era ciertamente un modelo de la mejor santidad.
Y así de
esa manera las conversiones de herejes que conseguían, eran mínimas. Domingo se
propuso un modo de misionar totalmente diferente. Vio que a las gentes les impresionaba que el
misionero fuera pobre como el pueblo. Que viviera una vida de verdadero buen
ejemplo en todo. Y que se dedicara con todas sus energías a enseñarles la
verdadera religión. Se consiguió un grupo de compañeros y con una vida de total
pobreza, y con una santidad de conducta impresionante, empezaron a evangelizar
con grandes éxitos apostólicos. Sus
armas para convertir eran la oración, la paciencia, la penitencia, y muchas
horas dedicadas a instruir a los ignorantes en religión.
Cuando
algunos católicos trataron de acabar con los herejes por medio de las armas, o
de atemorizarlos para que se convirtieran, les dijo: «Es inútil tratar de
convertir a la gente con la violencia. La oración hace más efecto que todas las
armas guerreras. No crean que los oyentes se van a conmover y a volver mejores
por que nos ven muy elegantemente vestidos. En cambio con la humildad sí se
ganan los corazones». En agosto de 1216
fundó Santo Domingo su Comunidad de predicadores, con 16 compañeros que lo
querían y le obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran franceses, siete
españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los
envió a predicar, y la nueva comunidad tuvo una bendición de Dios tan grande
que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, y
se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en la de París
y en la de Bolonia. El gran fundador le
dieron a sus religiosos unas normas que les han hecho un bien inmenso por
muchos siglos.
Por
ejemplo estas: Primero contemplar, y
después enseñar: dedicar tiempo y muchos esfuerzos a estudiar y meditar las
enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia; después sí predicar con todo el
entusiasmo posible.- Predicar siempre y
en todas partes. Santo Domingo quiere que el oficio principalísimo de sus
religiosos sea predicar, catequizar, propagar las enseñanzas católicas por
todos los medios posibles. Y él mismo daba el ejemplo: donde quiera que llegaba
empleaba la mayor parte de su tiempo en predicar y enseñar catecismo.
Era el
hombre de la alegría, y del buen humor. La gente lo veía siempre con rostro
alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: «De día nadie más comunicativo
y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación». Pasaba
noches enteras en oración. Era de pocas
palabras cuando se hablaba de temas mundanos, pero cuando había que hablar de
Nuestro Señor y de temas religiosos entonces sí que charlaba con verdadero
entusiasmo. Sus libros favoritos eran
el Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba
consigo para leerlos día por día y prácticamente se los sabía de memoria.
A sus discípulos
les recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo
Testamento o del Antiguo. Totalmente
desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios a principios
de agosto del año 1221 se sintió falto de fuerzas, estando en Bolonia, la
ciudad donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón
porque no tenía.
Y el 6 de
agosto de 1221, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes cuando le
decían: «Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte», dijo: «¡Qué
hermoso, qué hermoso!» y expiró. A los
13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice lo declaró santo y exclamó al
proclamar el decreto de su canonización: «De la santidad de este hombre estoy
tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo».
Oremos
Que tu
Iglesia, Señor encuentre siempre luz en las enseñanzas de Santo Domingo y
protección en sus méritos: que él, que durante su vida fue predicador insigne
de la verdad, sea ahora para nosotros un eficaz intercesor ante ti. Por nuestro
Señor Jesucristo, tu Hijo
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