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San Regis
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San Juan Francisco de Regis
Confesor (1597-1640) La tensión entre los
católicos y los calvinistas franceses, alimentada por los intereses políticos de
la Casa de Valois y la Casa de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la
guerra civil en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo XVII.
En uno de los períodos de paz en que se
despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la
Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico,
nace Juan Francisco en Foncouverte, en el 1597, de unos padres campesinos
acomodados. Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé
del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros
lugares de Francia, con Coligny, su jefe.
Y faltaba un año para que el rey Enrique IV,
ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría
a los hugonotes libertad religiosa casi completa. Juan Francisco decidió
entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos,
cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay
abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87
jesuitas en tres años.
Como hacen falta brazos para la enorme labor
de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza
entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace
ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve
dificultades para la profesión solemne. Quiso ir al Canadá a predicar la fe;
pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores
que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible.
Su Canadá fue más al norte de Francia, en la
región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida. Allí comienzan los
lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente
ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la
prostitución a jóvenes de vida descaminada.
No le sobra tiempo. Pasa noches en oración
y la labor de confesionario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes.
Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose
después de una jornada de confesionario, ante los presentes que aún esperaban su
turno para recibir el perdón.
Cinco días después, marchó al cielo. Era el
año 1640
Oremos
Tú, Señor, que concediste a San Juan Francisco de Regis el don de imitar con
fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por
intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra
vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu
Hijo. Que vive y reina
contigo.
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Santo(s) del día
San Regis
Beata María Teresa Scherer
San Ferreol Besancon
San Quirico Licaonia
San Aureo
San Ticón
San Aureliano Arlés
San Similiano
San Benón
Santa Lutgarda
Santa María Bruselas
Beato Arezzo
Santa Teresa
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Beata María Teresa Scherer
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Sus
largas horas de oración ante el Santísimo fueron el motor de la vida de esta
beata que tuvo que afrontar numerosas tribulaciones. Nació el 31 de octubre de
1825 en Meggen, Suiza. Era la cuarta de siete hermanos y en la primera etapa de
su vida nada hacía presagiar el rumbo que tomaría su existencia, aunque la
mayoría de los rasgos que ella confesó tener entonces se asemejan a los de
muchas personas: «Era parlanchina, irreflexiva, distraída. Era irritable y
propensa a las rabietas. Me gustaba la ropa bonita y disfrutaba si me halagaban.
A menudo, replicaba y desobedecía a la sirvienta». Pero tenía cualidades que le
ayudarían a superar muchos problemas: inteligencia, sentido de la
responsabilidad, dotes para el estudio, y estaba agraciada por una memoria
formidable. A ello añadía un hilito de luz interior, refugio del amor divino,
crucial para que fraguase la vocación: «Me gustaban los sermones, y solía
frecuentar los sacramentos cuando se presentaba la ocasión». Su camino hacia la
madurez seguramente se inició a los 7 años con la inesperada muerte de su padre.
Poco sabía hacer a esa edad cuando se trasladó a casa de dos tíos solteros, uno
de ellos su padrino, que también residían en Meggen, pero pudo ayudarles porque
estaba habituada a realizar tareas domésticas. Ambos le enseñaron a amar a
Cristo. Al cumplir los 16 años su madre consideró que le vendría bien para
formarse en todos los sentidos pasar una etapa en el hospital de Lucerna junto a
las hermanas hospitalarias de Besançon. El influjo de las religiosas la alejaría
de tendencias, como la vanidad, que habían aflorado en su vida y quizá de un
desorbitado amor por la música –aunque este adjetivo no está consignado por la
beata–, junto a rasgos de espontaneidad que igual no le convenían. Se
sobreentiende que su madre buscaba para ella una mayor disciplina. La cuestión
es que asintió porque no le quedó más remedio. Y allí se dio de bruces con el
sufrimiento. Lo que peor llevaba era el régimen interno porque era estricto, y
le desagradaba profundamente el trato dispensado a enfermos impedidos.
Recurriendo a la oración, venció todas las dificultades y recelos, y superó la
crisis que todo ello le provocaba. Tres años después abandonó el hospital
fortalecida y llena de gratitud por haber podido asistir a los enfermos.Tras
una peregrinación a la abadía benedictina de Einsiedein percibió la llamada de
la vocación; antes había militado como Hija de María. En 1845 ingresó con las
Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz, obra debida a la fe del P. Teodosio
Florentini, capuchino del convento de Altdorf. Hizo el noviciado en Mezingen,
profesó en otoño junto a otras cuatro religiosas y la destinaron a Galgenen.
Acompañada de una hermana iba con la misión de poner en marcha una escuela. Se
estrenó como educadora cristiana esperando contrarrestar el ambiente
anticlerical. Pero seguramente una exigencia excesiva, mal encaminada, mermó su
salud. El esfuerzo que supuso para ella el trabajo y sus obligaciones
cotidianas, a lo que se unían sus numerosos escrúpulos que le restaban paz, la
dejaron malparada y tuvo que regresar a Mezingen. Obtuvo el título de maestra y
siguió ocupada en la enseñanza. En 1850, el P. Teodosio la envió a Näfels para
dirigir el hospicio y dos años más tarde le encomendó el hospital de Coire, otra
fundación suya. La fidelidad de María Teresa dio grandes frutos. En 1856 se
produjo una escisión entre las religiosas. Las que no habían compartido
plenamente el carisma fundador siguieron su camino, pero la beata no lo
abandonó. Reiteró su lealtad como había hecho en otra ocasión anterior cuando el
capuchino precisó inequívoco respaldo para construir un hospital de mayores
dimensiones. En aquel momento, le dio su palabra con un simple apretón de manos;
no hizo falta más. En 1857, tras la ruptura interna, fue elegida superiora
general de la congregación, con sede en Ingenbohl, Suiza; se había ganado
sobradamente la confianza de todos. Al morir el P. Teodosio en 1865, quedó al
frente de la orden. Él le había dejado en herencia, entre tantas riquezas, la
mayor: la adoración perpetua del Santísimo Sacramento. Fue sostén para ella en
los momentos difíciles que sobrevinieron, y que se prolongaron durante años.
Hizo lo imposible por mantener el rigor de las constituciones. Se opuso a los
sucesores del fundador cuando quisieron imponer sus criterios, se hizo cargo de
las deudas, y litigó defendiendo los derechos de la obra. Fue criticada por su
modo de encarnar el gobierno y se puso en entredicho su severidad con la
pobreza. Acusada y calumniada por un capellán, fue depuesta de su oficio por el
obispo. Entonces confió a una de las suyas: «Tengamos presente a nuestro
Salvador y a las innumerables ofensas que recibe cada día. A mí no se me trata
mejor, como usted ya debe saber. No importa, pues no se puede contentar a todo
el mundo. ¡Con tal de que Dios esté contento de nosotros!». Le preocupaba el
vínculo de la comunidad por encima de cualquier otra cosa, y así lo hizo notar:
«Me siento atormentada, y me resulta penoso dirigirme a la casa madre; quiera
Dios que todo sea para bien. Lo esencial es que nos mantengamos unidas y que nos
amemos, que llevemos juntas la cruz y el sufrimiento». Soportó todo
heroicamente, orando sin desfallecer. Al resplandecer la verdad, volvió a ser
repuesta en su cargo. Fue creadora de escuelas y hospitales para minusválidos.
La salud no le acompañó, y en 1887 se le diagnosticó un cáncer de estómago.
Murió el 16 de junio de 1888 en el convento de Ingenbohl, mientras exclamaba:
«¡Cielo, cielo!». Había testificado con su vida lo que ella misma dijo: «la mano
en el trabajo y el corazón en Dios». Juan Pablo II la beatificó el 29 de octubre
de 1995.
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