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Las alas de la indecisión son los miedos. Los santos las cercenan. A la
doctora de la infancia espiritual, Teresa de Lisieux, que se había propuesto
sobrenaturalizar lo ordinario adentrándose con paso firme en este sendero de la
perfección, le impactó sobremanera el gesto valiente de un niño que a sus 9 años
tuvo claro que quería ser mártir, determinación que llevó hasta el final. Era
Théophane. Y lo que especialmente llamó la atención de la santa al leer su vida,
fue que, a diferencia de Luís Gonzaga -cuya trayectoria también conocía-, que
había sido un prodigio de virtud, Théophane encarnaba a esa persona que sin
brillantez especial alguna, al menos en apariencia, alcanza la santidad. Se
sentía identificada con él y quiso emularle partiendo a las misiones. No
pudiendo marchar, en su clausura se ofreció por estos misioneros.
Théophane nació en Saint-Loup-sur-Thouet (Francia) el 21 de febrero de 1829.
De familia creyente, que le acompañó espiritualmente y apoyó en su vocación, a
esa edad en la que los niños hacen de los juegos su principal ocupación, él ya
centraba sus ojos escrutadores en todo lo que tuviera que ver con la fe. En
particular le conmovían las noticias que los «Anales de la Propagación de la Fe»
traían de las misiones, mientras pastoreaba un rebaño junto a su hermana
Melania. Su tierna psicología no quedó dañada por los crueles martirios que
conocía a través de este medio. Por el contrario, insufló en su ánimo el deseo
de derramar su sangre por Cristo: «¡Yo también quiero ir a Tonkín, yo
también quiero ser un mártir!». Tras una primera etapa académica, ingresó
en el seminario de Montmorillon y prosiguió estudios en el seminario mayor de
Poitiers. Luego se incardinó en la Sociedad de Misiones Extranjeras de París con
la venia se su obispo y la previa autorización de su padre, que, aún con dolor,
no dudó en desprenderse del hijo al que amaba de forma singular, prestándole
incondicional apoyo: «Si sientes la llamada de Dios, cosa que no dudo,
obedece sin vacilar. ¡Que nada te retenga! ni siquiera la idea de dejar a un
padre afligido».
En esa época Théophane había cambiado radicalmente. Cuando era colegial no
estaba adornado de un carácter modélico; más bien cedía a la contrariedad
fácilmente predominando en ciertos momentos su tendencia a la ira, al tiempo que
exhibía alguna forma de rudeza en los gestos. La oscilación que sufría su
conducta ponía de manifiesto una falta de madurez, y ello, unido a su facilidad
para la réplica, suscitaba la preocupación del profesorado que le reconvenía.
Luego, él mismo se percató de la urgencia de su conversión. Se habituó a rezar
el rosario completo, hacía oración, se extremaba en la entrega cotidiana, y fue
dando pasos hacia la perfección sin apenas darse cuenta. La muerte de su madre,
que se produjo cuando tenía 13 años, lo encontró dispuesto a afrontar con
fortaleza esa difícil separación: «Revistámonos del escudo de la fe en esta
ocasión; recurramos a la religión, pues ella sola puede consolarnos en nuestras
penas… Y creo poder aseguraros que nuestra buena madre está en el
cielo». Parecían las palabras de una persona adulta más que de un
adolescente. Ello muestra el paso espiritual que había dado. Después, en el
seminario se había caracterizado, sobre todo, por su alegría: «Es menester
ánimo en la vida». «A pesar de todo: ¡Viva la alegría!». En el Seminario de
Misiones Extranjeras de París le encomendaron la schola, donde disfrutaba del
canto gregoriano por el que sentía predilección. Cuando estaba a punto de ser
ordenado enfermó. Encomendándose a la Virgen superó un trance que había estado
revestido de cierta seriedad, pero dejó su organismo minado para siempre. En
1851 recibió el sacerdocio, y al año siguiente se embarcó a Hong Kong. En 1854
se hallaba en su ansiado destino: Tonkín, lugar que consideraba «el camino
más corto para ir al cielo». Antes de llegar ya sabía que su vida corría
peligro. Durante seis años desarrolló su misión apostólica en la sombra, en
medio de numerosos contratiempos, sin tener una morada fija, y soportando
problemas de salud, como un asma persistente que le agotaba. El estudio de la
lengua se le hacía cuesta arriba y así lo reconocía, pero sabía que era un
instrumento necesario para poder evangelizar. Incluso tradujo dos libros del
Nuevo Testamento.
Era una persona realista y valerosa, que dio pruebas de una fortaleza poco
común cuando después de ser capturado a finales de noviembre de 1860 quedó
apresado en una minúscula y opresiva jaula de bambú. En ella fue conducido a
Hanoi donde fue condenado a muerte. Se liberó de tan inhumano encierro cuando
fue ajusticiado. Dos largos e intensos meses que le sirvieron para trazar en la
historia esas líneas magistrales de la santidad que rubrican la grandeza de un
ser humano, contrapunto también a la barbarie de otros congéneres. Lejos de esta
esclavitud atrozmente impuesta, cada día conquistaba palmo a palmo esa morada
que le aguardaba en la vida eterna. Llevaba a cabo una apasionada labor
evangelizadora, y en ella incluía una correspondencia epistolar de gran riqueza.
Teresa de Lisieux, al conocerla, dedicó su oración a las misiones.
Gozosamente aguardó su muerte creyendo que un solo golpe certero bastaría
para cercenar el último eslabón que le separaba de la gloria, y así lo comunicó
por carta a su padre: «Un ligero sablazo separará mi cabeza, como una flor
primaveral que coge el dueño del jardín para su agrado». Se equivocó. El 2
de febrero de 1861 después de negarse a pisotear la cruz de Cristo, un guardia
beodo tuvo que asestarle nada menos que cinco golpes de espada para consumar la
decapitación. Pío X lo beatificó el 2 de mayo de 1909, y Juan Pablo II lo
canonizó el 19 de junio de 1988.
Porque
has guardado la palabra, yo también te guardaré en la hora de la prueba que va a
venir sobre el mundo entero, para probar a los habitantes de la tierra. LLegaré
pronto: sostén lo que tengas, para que nadie te quite tu corona. Al que venza
lo haré columna en el templo de mi Dios, y ya nunca saldrá fuera, y sobre el
escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, de la nueva
Jerusalén, que baja del cielo desde mi Dios, y mi nombre nuevo. Ap. 3,
10-12
Oremos
Dios de poder
y misericorida, que diste tu fuerza al mártir San Juan Téofano Vénard para que
pudiera resistir el dolor de su martirio, concédenos que quienes celebramos hoy
el dia de su victoria, con su protección, vivamos libres de las asechanzas del
enemigo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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