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“Para esto murió y resucitó
Cristo: para ser Señor de vivos y muerto” (Rm 14,9). Pero, no obstante, Dios
“no es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,38). Los muertos, por tanto, que
tienen como Señor al que volvió a la vida, ya no están muertos, sino que viven,
y la vida los penetra hasta tal punto que viven sin temer ya a la muerte. Como
Cristo que, “una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más”, (Rm
6,9), así ellos también, liberados de la corrupción, no conocerán ya la muerte y
participarán de la resurrección de Cristo, como Cristo participo de nuestra
muerte. Cristo, en efecto, no descendió a la tierra sino “para destrozar las
puertas de bronce y quebrar los cerrojos de hierro” (Sal. 106,16), que, desde
antiguo, aprisionaban al hombre, y para librar nuestras vidas de la corrupción y
atraernos hacia él, trasladándonos de la esclavitud a la libertad.
Si
este plan de salvación no lo contemplamos aún totalmente realizado —pues los
hombres continúan muriendo, y sus cuerpos continúan corrompiéndose en los
sepulcros—, que nadie vea en ello un obstáculo para la fe. Que piense más bien
cómo hemos recibido ya las primicias de los bienes que hemos mencionado y cómo
poseemos ya la prenda de nuestra ascensión a lo más alto de los cielos, pues
estamos ya sentados en el trono de Dios, junto con aquel que, como afirma san
Pablo, nos ha llevado consigo a las alturas; escuchad, si no, lo que dice el
Apóstol: “Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con
él”. (Ef. 2,6)
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