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Domingo 09 Marzo 2014
Santo Domingo Savio
Modelo para la infancia
y la adolescencia, nació en Riva de Chieri, Italia, el 2 de abril de 1842. Al
año siguiente toda la familia se trasladó a las colinas de Murialdo. El día de
su primera comunión, realizada en Castelnuevo en 1849, arrodillado ante el
altar, se propuso: 1. Me confesaré muy a menudo y recibiré la Sagrada Comunión
siempre que el confesor me lo permita. 2. Quiero santificar los días de fiesta.
3. Mis amigos serán Jesús y María. 4. Antes morir que pecar. Resumen su vida.
En 1854 conoció a Don Bosco, su guía y rector hacia el camino de la santidad.
Fue con él a Turín integrándose en el Oratorio. En el dintel de la puerta de su
cuarto, el fundador había colgado esta consigna: «¡Denme almas, y llévense lo
demás!». Después de leerlo, Domingo le dijo: «Don Bosco, aquí se trata de un
negocio, la salvación de las almas. Pues bien, yo seré la tela y usted será el
sastre. Haga de mí un hermoso traje para el Señor». Sabía que estaba en el
lugar en el que cumpliría su más ferviente anhelo: «¡Yo quiero hacerme santo!»,
aunque su camino hacia los altares había comenzado ya con una presencia de Dios
constante en su mente y actos cotidianos de amor. No consentía comer sí no se
rezaba antes. Era el primero en acudir a la iglesia los domingos. Y si hallaba el
templo cerrado, rezaba en el umbral, hincado de rodillas al margen de las
crudas inclemencias meteorológicas que pudieran darse. Disfrutaba siendo
monaguillo y todos podían advertir su fervor ante al Santísimo; los gestos
delataban su estado de recogimiento, con las manos juntas y los ojos clavados
en el sagrario. Con espíritu de sacrificio, recorría todos los días 18 km. a
pie para ir a la escuela. Hasta su tío, impresionado, le preguntó: «¿No tienes
miedo de ir solo?». Rotundo y cabal, respondió: «Yo no estoy solo; me acompaña
el Ángel de la Guarda». Sufría con solo pensar en una eventual ofensa a Cristo,
y no podía contener sus lágrimas. Buscando siempre lo más perfecto, y
arrepentido de haber hecho novillos en una ocasión, incitado por sus amigos,
buscó la amistad de Jesús y de María.
En Turín fundó la Compañía de la Inmaculada, llevado por su
gran devoción a María con un grupo de compañeros, y todos se comprometieron a
ayudar a Don Bosco para educar a los muchachos del Oratorio, que eran de
diversa índole y procedencia: ricos y pobres, más pacíficos y extremadamente
violentos. Esos chavales a los que Don Bosco se dirigía, diciéndoles: «A
vosotros, santos…». Mucho le sirvió su arte para narrar cuentos. El fundador se
dio cuenta de que Domingo era especial. Así lo describió: «Domingo no se ha
hecho notorio en los primeros tiempos del Oratorio por cosa alguna, fuera de su
perfecta docilidad y de una exacta observancia de las reglas de la casa… y una
exactitud en el cumplimiento de sus deberes más allá de la cual no sería fácil
llegar». Sin embargo, no era perfecto, claro está; nadie lo es. Y en su
particular itinerario hacia la santidad, de la mano del fundador aprendió a
templar alguna que otra salida de tono, incitado por actitudes molestas de
algunos compañeros. También consiguió remontar esos picos emocionales a los que
tendía llevado por su temperamento melancólico. No queriendo sucumbir ante él,
porque le impedía escuchar la voz de Dios, como le había enseñado Don Bosco, se
fue fortaleciendo siendo fiel a las pequeñas cosas de cada día. Fue un apóstol
incansable dentro y fuera del Oratorio. El fundador reconocía que el pequeño
«llevaba más almas al confesionario con sus recreos que los predicadores con
sus sermones». Su bellísima voz, aplaudida por quienes la escuchaban, le creó
cierto desasosiego cuando alabaron sus cualidades vocales tan excepcionales.
Los parabienes desataron en él gran emoción porque había experimentado
interiormente un sentimiento a favor del halago: «Mientras cantaba, sentía
cierta complacencia; ahora me felicitan...; así pierdo todo el mérito».
Un día se quedó absorto ante la Eucaristía durante siete
horas. Después de buscarlo afanosamente por todos los lugares, Don Bosco lo
halló ante el sagrario, y Domingo le pidió perdón por haber transgredido las
reglas. Le horrorizaba el pecado, sobre todo, el de impureza. La Virgen le
alumbró rescatándole de las malsanas curiosidades de esas edades de la
adolescencia contra las que luchaba titánicamente consagrándose a la
Inmaculada. Algunos años después de morir, cuando se apareció a Don Bosco en
uno de sus famosos sueños, le preguntó: «Domingo, ¿qué es lo que más te consoló
en el momento de tu muerte?». Y él respondió: «La asistencia de la poderosa y
amable Madre del Salvador». Era firme y dulce a la par. Sentía dolorosas
turbaciones y dudas de conciencia, que le instaban a confesarse cada tres o
cuatro días. Su ansia de penitencias era insaciable porque quería unirse a los
sufrimientos de Jesús en la cruz.
San Juan Bosco le ayudó en esa etapa convulsa de la vida, y no
tuvo problemas en encauzarlo porque en Domingo eran proverbiales su obediencia,
docilidad y generosidad. En la biografía que escribió de él, el fundador expuso
los matices de un camino que hicieron de este joven el santo que es. Se percibe
cómo llegó a realizar este anhelo: «Yo quiero entregarme todo al Señor. Yo debo
y quiero pertenecer todo al Señor». Caritativo, humilde, devoto de Jesús
Sacramentado y de María, experimentaba también un gran amor por el Santo Padre.
Fue agraciado con numerosos favores místicos. Era de salud delicada, y en 1857
ésta se agravó con una pulmonía. El médico aconsejó que viajara a Mondonio para
reponerse. Al despedirse, intuyendo su pronta muerte, se dirigió a Don Bosco y
a sus compañeros, diciéndoles: «Nos veremos en el paraíso». Y el 9 de marzo de
ese año voló al cielo después de haber recitado las oraciones que se leían a
los agonizantes, y que su padre rezaba. Sus últimas palabras fueron: «Papá, ya
es hora […]. Adiós, querido papá, adiós. ¡Oh, qué hermosas cosas veo!». Pío XII
lo beatificó el 5 de marzo de 1950, y también lo canonizó el 12 de junio de
1954.
Oremos
Señor Dios todopoderoso, que nos has revelado que el amor a
Dios y al prójimo es el compendio de toda tu ley, haz que, imitando la caridad
de San Domingo Savio seamos contados un día entre los elegidos de tu reino. Por
nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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