San Juan María Vianney
El santo cura de Ars» (1786-1859) Sacerdote diocesano, miembro de la Tercera
Orden Franciscana, que tuvo que superar incontables dificultades para llegar a
ordenarse de presbítero. Su celo por las almas, sus catequesis y su ministerio
en el confesionario transformaron el pueblecillo de Ars, que a su vez se convirtió
en centro de frecuentes peregrinaciones de multitudes que buscaban al Santo
Cura. Es patrono de los párrocos.
Ars tiene hoy 370 habitantes, poco más o menos los que tenía
en tiempos del Santo Cura. Al correr por sus calles parece que no han pasado los
años. Únicamente la basílica, que el Santo soñó como consagrada a Santa
Filomena, pero en la que hoy reposan sus restos en preciosa urna, dice al
visitante que por el pueblo pasó un cura verdaderamente extraordinario.
Nacido en Dardilly, en las cercanías de Lyón, el 8 de mayo de
1786, tras una infancia normal y corriente en un pueblecillo, únicamente
alterada por las consecuencias de los avatares políticos de aquel entonces,
inicia sus estudios sacerdotales, que se vio obligado a interrumpir por el único
episodio humanamente novelesco que encontramos en su vida: su deserción del
servicio militar.
Terminado este período,
vuelve al seminario, logra tras muchas dificultades ordenarse sacerdote y,
después de un breve período de coadjutor en Ecully, es nombrado, por fin, para
atender al pueblecillo de Ars. Allí, durante los cuarenta y dos años que van de
1818 a 1859, se entrega ardorosamente al cuidado de las almas. Puede decirse
que ya no se mueve para nada del pueblecillo hasta la hora de la muerte.
El contraste entre lo uno y lo otro, la sencillez externa de
la vida y la prodigiosa fama del protagonista nos muestran la inmensa
profundidad que esa sencilla vida encierra.
Juan María compartirá el seminario con el Beato Marcelino Champagnat,
fundador de los maristas; con Juan Claudio Colin, fundador de la Compañía de
María, y con Fernando Donnet, el futuro cardenal arzobispo de Burdeos. Y hemos
de verle en contacto con las más relevantes personalidades de la renovación
religiosa que se opera en Francia después de la Revolución francesa. La
enumeración es larga e impresionante. Destaquemos, sin embargo, entre los
muchos nombres, dos particularmente significativos: Lacordaire y Paulina
Jaricot.
Es aún niño Juan María cuando estalla la Revolución Francesa.
Su primera comunión la ha de hacer en otro pueblo, distinto del suyo, Ecully,
en un salón con las ventanas cuidadosamente cerradas, para que nada se
trasluzca al exterior. A los diecisiete
años Juan María concibe el gran deseo de llegar a ser sacerdote. El joven
inicia sus estudios, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se
había dedicado. Un santo sacerdote, el padre Balley, se presta a ayudarle.
Pero... el latín se hace muy difícil para aquel mozo campesino.
Llega un momento en que toda su tenacidad no basta, en que
empieza a sentir desalientos. Entonces se decide a hacer una peregrinación,
pidiendo limosna, a pie, a la tumba de San Francisco de Regis, en Louvesc. El
Santo no escucha, aparentemente, la oración del heroico peregrino, pues las
dificultades para aprender subsisten. Pero le da lo substancial: Juan María
llegará a ser sacerdote.
Por un error no le alcanza la liberación del servicio militar
que el cardenal Fesch había conseguido de su sobrino el emperador para los
seminaristas de Lyón. Juan María es llamado al servicio militar. Cae enfermo,
ingresa en el hospital militar de Lyón, pasa luego al hospital de Ruán, y por
fin, sin atender a su debilidad, pues está aún convaleciente, es destinado a
combatir en España.
No puede seguir a sus compañeros, que marchan a Bayona para
incorporarse. Solo, enfermo, desalentado, le sale al encuentro un joven que le
invita a seguirle. De esta manera, sin habérselo propuesto, Juan María será
desertor. Oculto en las montañas de Noës, pasará desde 1809 a 1811 una vida de
continuo peligro, por las frecuentes incursiones de los gendarmes, pero de
altísima ejemplaridad, pues también en este pueblecillo dejó huella
imperecedera por su virtud y su caridad.
Una amnistía le permite volver a su pueblo. Juan María
continúa sus estudios sacerdotales en Verrières primero y después en el
seminario mayor de Lyón. Todos sus superiores reconocen la admirable conducta
del seminarista, pero..., falto de los necesarios conocimientos del latín, no
saca ningún provecho de los estudios y, por fin, es despedido del seminario.
Intenta entrar en los hermanos de las Escuelas Cristianas, sin lograrlo.
El 13 de agosto de
1815, el obispo de Grenoble, monseñor Simón, le ordenaba sacerdote, a los 29
años. Había acudido a Grenoble solo y nadie le acompañó tampoco en su primera
misa, que celebró al día siguiente. Sin embargo, el Santo Cura se sentía feliz
al lograr lo que durante tantos años anheló, y a peso de tantas privaciones,
esfuerzos y humillaciones, había tenido que conseguir: el sacerdocio.
Durante tres años, de 1815 a 1818, continuará repasando la
teología junto al padre Balley, en Ecully, con la consideración de coadjutor
suyo. Muerto el padre Balley, y terminados sus estudios, el arzobispado de Lyón
le encarga de un minúsculo pueblecillo, a treinta y cinco kilómetros al norte
de la capital, llamado Ars.
Todavía no tenía ni siquiera la consideración de parroquia,
sino que era simplemente una dependencia de la parroquia de Mizérieux, que
distaba tres kilómetros. Normalmente no hubiera tenido sacerdote, pero la
señorita de Garets, que habitaba en el castillo y pertenecía a una familia muy
influyente, había conseguido que se hiciera el nombramiento.
Habrá algunas tentativas de alejarlo de Ars, y por dos veces
la administración diocesana le enviará el nombramiento para otra parroquia.
Otras veces el mismo Cura será quien intente marcharse para irse a un rincón «a
llorar su pobre vida», como con frase enormemente gráfica repetirá. Pero
siempre se interpondrá, de manera manifiesta, la divina Providencia, que quería
que San Juan María llegara a resplandecer, como patrono de todos los curas del
mundo, precisamente en el marco humilde de una parroquia de pueblo.
No le faltaron, sin embargo, calumnias y persecuciones. Se
empleó a fondo en una labor de moralización del pueblo: la guerra a las
tabernas, la lucha contra el trabajo de los domingos, la sostenida actividad
para conseguir desterrar la ignorancia religiosa y, sobre todo, su dramática
oposición al baile, le ocasionaron sinsabores y disgustos. No faltaron
acusaciones ante sus propios superiores religiosos.
Sin embargo, su virtud consiguió triunfar, y años después
podía decirse con toda verdad que «Ars ya no es Ars». Los peregrinos que iban a
empezar a llegar, venidos de todas partes, recogerían con edificación el
ejemplo de aquel pueblecillo donde florecían las vocaciones religiosas, se
practicaba la caridad, se habían desterrado los vicios, se hacía oración en las
casas y se santificaba el trabajo.
Lo que al principio sólo era un fenómeno local, circunscrito
casi a las diócesis de Lyón y Belley, luego fue tomando un vuelo cada vez
mayor, de tal manera que llegó a hacerse célebre el cura de Ars en toda Francia
y aun en Europa entera.
Y entre ellas se
contarían gentes de toda condición, desde prelados insignes e intelectuales
famosos, hasta humildísimos enfermos y pobres gentes atribuladas que irían a
buscar en él algún consuelo.
Aquella afluencia de gentes iba a alterar por completo su
vida. Día llegará en que el Santo Cura desconocerá su propio pueblo, encerrado
como se pasará el día entre las míseras tablas de su confesonario. Entonces se
producirá el milagro más impresionante de toda su vida: el simple hecho de que pudiera
subsistir con aquel género de vida.
Oremos
Dios todopoderoso y lleno de bondad, que nos has dado en San
Juan María Vianney un modelo de pastor apasionadamente consagrado a su ministerio, concédenos, por su
intercesión, dedicar como él nuestras vida a ganar para Cristo a nuestros
hermanos por medio de la caridad y alcanzar, juntamente con ellos, la gloria
eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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