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Jueves 27 Febrero 2014
San Gabriel de la Dolorosa
Nació en Asís el 1 de marzo de 1838. Era el undécimo de trece
hermanos. Perdió a su madre cuando tenía 4 años. Su padre era juez en la ciudad
y al quedarse viudo se ocupó personalmente de su formación. Era un hombre
creyente que, junto a su esposa, había alentado a sus hijos a compartir
diariamente prácticas de piedad como el rezo del rosario. Sostenidos por su
confianza en Dios afrontaron la desaparición de cinco de los hermanos. La
sensibilidad de la que hacía gala se puso de manifiesto también con la educación
de Francisco. Éste tenía lo que se dice mal genio.
Un carácter impulsivo y tendente a la ira, que su progenitor
se preocupó de templar a través de la selecta educación que le proporcionaron
los hermanos de las Escuelas Cristianas y los jesuitas con quienes les llevó a
estudiar. El mundo en cierto modo le atraía, y como era un líder, fácilmente
sobresalía en cualquier lugar. Después, la indómita personalidad, atenuada
progresivamente, dejó traslucir un «temperamento suave, jovial, insinuante,
decidido y generoso; poseía también un corazón sensible y lleno de
afectividad...
Era de palabra fácil, apropiada, inteligente, amena y llena de
una gracia que sorprendía...». Además, poseía innegable atractivo: alto, bien
formado, y le acompañaba incluso su tono de voz. Esmerado en el vestir –iba a
la última– tenía dotes para el canto, la poesía y el teatro. Sensible y
proclive al enamoramiento, se sentía atraído por la lectura de las novelas.
Pero como en su interior mantenía siempre viva su fe cristiana (incluso tenía
en su habitación una escultura de la Piedad que veneraba), después
experimentaba una honda tristeza y abatimiento. A veces acompañaba a su padre
al teatro, y lo abandonaba a escondidas para rezar bajo el pórtico de la
cercana catedral, regresando de nuevo antes de que acabara la función.
Dios tocó su corazón por medio de una grave enfermedad.
Aterrorizado por ella, prometió que si sanaba, abandonaría la vida que llevaba.
Se curó, pero no cumplió su palabra. Con todo, llamó a la puerta de los jesuitas
y aunque fue aceptado, pensó que le convenía una comunidad más rigurosa.
Nuevamente estuvo a punto de morir, y seguro de que manteniéndose fiel a Dios,
sanaría, tocado por el ejemplo del beato Andrés Bobola, al que había pedido su
mediación, efectivamente se curó. Solo le quedaba cumplir su promesa ingresando
con los jesuitas. Sin embargo, dejó pasar el tiempo.
Entonces perdió a la hermana que más quería a consecuencia de
una epidemia de cólera, y lo interpretó como un signo divino inaplazable. De
modo que, comunicó a su padre la decisión que daría el rumbo definitivo a su
existencia. A su progenitor le parecía que un joven tan mundano como él no iba
a encajar fácilmente en esa forma de vida y desistiría de su empeño
prontamente. En esa época, intervino María. El 22 de agosto de 1856, cuando
Francisco asistía a la procesión de la «Santa Icone» en Spoleto, donde residía,
la Virgen le dijo:«Tú no estás llamado a seguir en el mundo. ¿Qué haces, pues,
en él? Entra en la vida religiosa». Y el 10 de septiembre de 1856, con 18 años,
ingresó en el noviciado pasionista de Morrovalle (Macerata). Al profesar tomó
el nombre de Gabriel de la Dolorosa.
Efectivamente, y tal como su padre pensó, la diferencia entre
la vida que había llevado y la conventual le costó grandes esfuerzos a todos
los niveles. En nada se parecía la frugalidad de una mesa sobre la que se
extendían humildes viandas con los apetitosos bocados que había gustado en su
casa. Los horarios, la disciplina… Se sobrepuso a todo. Y después, hizo notar
en sus escritos: «La alegría y el gozo que disfruto dentro de estas paredes son
indecibles». Se formó en Preveterino, Camerino e Isola feliz de poder
convertirse en sacerdote, pero Dios tenía otros planes para él.
Nunca se quejó, soportó santamente las humillaciones, y fue
admirado por sus hermanos por la amabilidad de su trato, su fervor, y la
fidelidad en el cumplimiento de lo que se le indicaba: «Lo que más me ayuda a
vivir con el alma en paz es pensar en la presencia de Dios, el recordar que los
ojos de Dios siempre me están mirando y sus oídos me están oyendo a toda hora y
que el Señor pagará todo lo que se hace por él, aunque sea regalar a otro un
vaso de agua», decía. Refugiado en Cristo y tan alejado de la notoriedad, hasta
quemó sus experiencias místicas que habían estado cuajadas de favores
celestiales que anotó. Paciente, humilde y obediente supo sacar partido a las
mortificaciones y penitencias, creciendo en la santidad a través del dominio de
la voluntad en las pequeñas cosas del día a día.
A punto de ser ordenado sacerdote en 1861, contrajo la
tuberculosis. Tenía presente la Pasión de Cristo y le habían consolado «Las
glorias de María» de san Alfonso María de Ligorio, que acrecentaron su devoción
por la Virgen. Tras un año de sufrimientos, ofrecidos como víctima expiatoria a
Cristo, dando heroico testimonio de paciencia y de conformidad en tan doloroso
proceso, murió en Isola del Gran Sasso, Teramo, el 27 de febrero de 1862. Fue
canonizado el 13 de mayo de 1920 por Benedicto XV.
Oremos
Tú, Señor, que concediste a San Gabriel el don de imitar con
fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por
intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra
vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu
Hijo. Que vive y reina contigo.
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