miércoles 17 Octubre 2012
San Ignacio de Antioquía
San Ignacio de Antioquía firmaba el 24 de agosto la carta
que escribía, hacia el año 110, a los cristianos de Roma, a la Iglesia «que
preside en la caridad», suplicándoles que no hicieran valer su dignidad para
alejarle del martirio: «Dejadme que
reciba la luz pura. Mi deseo terreno ha quedado crucificado, y ya no queda en
mí sino un agua pura que murmura: Ven hacia el Padre», «Contentaos con pedir
que tenga fuerza, a fin de que sea cristiano no sólo de nombre, sino en la
realidad». Al tratar de Ignacio de
Antioquía no es que se hable de él, se le escucha, puesto que confió a las
páginas que escribió camino de su martirio uno de los más hermosos cantos que
jamás hayan salido de un espíritu humano.
Himno de amor a Cristo y a su Iglesia; Ignacio nunca separa ambas cosas.
Para él la señal infalible del amor de los bautizados hacia el Señor y la
presencia del Espíritu en ellos consiste en la unidad de cada una de las
Iglesias en torno a su obispo, y la de todas ellas en la única Iglesia: «No tenéis que tener sino un solo sentir con
vuestro obispo», escribe a los Efesios.
Les felicita, por otra parte, pues se encuentran estrechamente unidos,
«como la Iglesia lo está con Jesucristo y Jesucristo con su Padre, dentro de la
armonía de la unidad universal.». Muy
famoso entre los primeros mártires, quizás sirio de origen, probablemente
discípulo de los apóstoles, y el cristiano de mayor reputación en tierras de
Oriente después de la muerte de san Juan. Por eso debió de ser llamado como
obispo a la sede de Antioquía, que había presidido el propio san Pedro. La verdad de san Ignacio no está en esta
identificación, sino en el hecho bien documentado de su largo viaje hasta la
muerte, después de su condena, desde Antioquía a Roma, pasando por las costas
de Asia Menor y Grecia, con una parada en Esmirna. Su destino era morir en el circo romano para
celebrar los triunfos del emperador Trajano en la Dacia, y en el curso de la
navegación escribe cartas que son uno de los testimonios más impresionantes de
la fe ante el martirio que nos ha legado la Iglesia primitiva; en especial la
que dirige a los fieles de Roma, pidiéndoles que no intercedan por él a fin de
que «nada me impida ahora alcanzar la herencia que me está reservada». Custodiado por feroces guardias, «los diez
leopardos», como él dice, Ignacio, sin alardes de jactancia ni gestos estoicos,
ve la vida y la muerte como cosas entregadas, que casi no le pertenecen.
Oremos
Dios todopoderoso y eterno, que has querido que el
testimonio de los mártires sea el honor de todo el cuerpo de tu Iglesia,
concédenos que el martirio de San Ignacio de Antioquía, que hoy conmemoramos,
así como le mereció a él una gloria eterna, así también nos dé a nosotros valor
en el combate de la fe. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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